sábado, 8 de abril de 2017

ESTER PARTEGÀS: DENTRO DEL LABERINTO


ESTER PARTEGÀS: THE PASSERBY
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: 25/03/17-20/05/17

La reciente retirada del polémico anuncia de Pepsi deja bastantes pistas por el camino de cuál es nuestra relación con la publicidad. Que los publicitas nos toman por imbéciles sería una de estas conclusiones. Pero también el hecho de que el poder de la publicidad para incidir en la realidad –o al menos el que nosotros le suponemos– es absoluto: es una ficción capaz de anular todo poder disolvente y subversivo que pueda aún anidar en la realidad, una ficción capaz de tergiversar el sentido de las imágenes en un mundo en el que, no olvidemos, todo está en la imagen. La pregunta es: ¿existe alguna otra industria de la imagen con tanta capacidad de inversión? Diríamos que no, ni siquiera el cine.  
Quizá sea este poder iracundo de la publicidad comprendida como estrategias de marketing de la imagen lo que haya hecho que el arte se desvincule de una potente crítica hacia ella pues, en comparación, solo tiene bastante que perder y apenas nada que ganar. ¿Qué lógica ficcional tramar frente a esta capacidad global de la publicidad de calar tan hondo como se desee en niveles de conciencia desconocidos para el arte?, ¿qué estrategia perseguir frente a lo que puede ser considerado la punta de lanza del disolvente más potente del capitalismo, ahí donde la imagen es reconvertida en deseo a través de la fantasía ideológica que nos moldea?
Ester Partegàs (La Garriga, Barcelona, 1972) quizá sea una de las pocas artistas que aun encuentran necesario toparse de cara con la mercadotecnia del capital, con su desenfrenada pulsión consumista y, sobre todo, con el poder de la publicidad al que hemos aludido. Si su material de trabajo predilecto son los restos de la sociedad de consumo y las basuras que como huellas de un deseo siempre postergado vamos dejando en nuestro devenir zombificado, en la instalación que hasta el día 20 de mayo puede verse en la galería Nogueras Blanchard de Madrid Partegás alude más bien al dispositivo “publicidad” como lugar de paso donde somos producidos –disciplinaria y administrativamente– en masa.


Porque ese es el efecto y la sensación que uno tiene al traspasar el umbral de la galería y adentrarse en la senda que nos marca la colocación de unos paneles que, aún simulando a los tenderetes de los mercadillos, descubrimos, una vez recorridos, son mucho más: son el dispositivo tecnológico donde nos vemos reflejados y donde, por tanto, somos visto y podemos ver. Recorriendo la estructura modular descubrimos que somos en tanto que somos proyectados en la superficie hipermediática –esa rugosidad de los paneles de resina traslúcida que ha colocado la artista– en que se ha convertido la realidad; somos en tanto nos sumergimos en el haz espectral de colores y luces que emiten nuestras pantallas; somos en tanto que seres quiméricos y opacos detrás de cualquier mampara; somos lo que resta de un deseo que se acopla displicente ante cualquier mercancía, ante cualquier imagen. Somos una mancha –hagan la prueba entrando en la instalación– en una mirada que creemos nuestra pero que no es sino la que nos devuelve, socarrona y burlona, la mercancía.
Entrando en este pasaje uno se percata de cuán cerca y lejos al mismo tiempo estamos de esos otros y antiguos pasajes parisinos sobre los que Benjamin teorizó acerca del devenir masa de la sociedad y de cómo la exposición de mercancías representaría la promesa de que el capitalismo tardío podría acomodar la vida de cada uno en una casa, protegiéndola de toda iniquidad e inestabilidad. Al igual que el Teatro de Oklahoma que Kafka construyó en América aceptaba a cada uno que se postulase a un trabajo, los pasajes suponían –y suponen aunque encumbrados a la enésima potencia– la creencia de que el mundo en su trasparencia y comodidad absoluta estaba listo para esa enorme masa de los cualquiera que a partir de entonces nos creeríamos –y nos creemos– subidos en la ola de la historia.


Si fue allí, en los antiguos pasajes parisinos, donde Benjamin descubrió que “la imagen que de tal manera (la modernidad) produce de sí misma, y que sueña etiquetar como su cultura, corresponde al concepto de fantasmagoría”, está claro que ese reflejo opaco en que nos convertimos a medida que transitamos este otro pasaje que Partegàs ha construido constituye un precioso epílogo para nuestra Modernidad –y de cualquier intento, aún, de apostar por algo parecido a unos ideales o una emancipación. Contemplábamos la mercancía como figura invertida, profana y moderna del mito subsumido en la forma del eterno retorno, de lo nuevo como lo-siempre-igual, cuando de buenas a primeras nos hemos percatado de que la mercancía somos nosotros mismos: nuestra proyección fantasmagórica, nuestra pulsión pavloviana a consumir incesantemente dentro de un régimen escópico capaz de hacernos creer que lo vemos todo.
En definitiva, esta obra nos sitúa en las antípodas de ese lacónico intento de la masa por retirar el anuncio de Pepsi, una masa que, como decimos, se cree encaramada al primer plano de la historia cuando, a decir verdad, no construye más que espejismos licuados y listos para ser consumidos una vez son filtrados por el régimen administrado. Que a veces se logre poner una pica en Flandes no debería suponer dejar de ver el bosque: ese grupo de millenials a los que Kendall Jenner pone rostro y que de una manera u otra somos todos nosotros no somos más que los parias, los diezmados de la historia, los que solo podemos elevar la voz y subirnos al tren de los acontecimientos una vez hemos intuido que esa mancha espectral que emana de la pantalla del consumo y la publicidad es la nuestra.
Esta exposición nos lo recuerda.  

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