ESTER PARTEGÀS: THE PASSERBY
GALERÍA NOGUERAS
BLANCHARD: 25/03/17-20/05/17
La reciente retirada
del polémico anuncia de Pepsi deja bastantes pistas por el camino de cuál es
nuestra relación con la publicidad. Que los publicitas nos toman por imbéciles sería
una de estas conclusiones. Pero también el hecho de que el poder de la
publicidad para incidir en la realidad –o al menos el que nosotros le suponemos–
es absoluto: es una ficción capaz de anular todo poder disolvente y subversivo
que pueda aún anidar en la realidad, una ficción capaz de tergiversar el
sentido de las imágenes en un mundo en el que, no olvidemos, todo está en la imagen. La pregunta es: ¿existe
alguna otra industria de la imagen con tanta capacidad de inversión? Diríamos
que no, ni siquiera el cine.
Quizá sea este poder
iracundo de la publicidad comprendida como estrategias de marketing de la
imagen lo que haya hecho que el arte se desvincule de una potente crítica hacia
ella pues, en comparación, solo tiene bastante que perder y apenas nada que
ganar. ¿Qué lógica ficcional tramar frente a esta capacidad global de la publicidad
de calar tan hondo como se desee en niveles de conciencia desconocidos para el
arte?, ¿qué estrategia perseguir frente a lo que puede ser considerado la punta
de lanza del disolvente más potente del capitalismo, ahí donde la imagen es
reconvertida en deseo a través de la fantasía ideológica que nos moldea?
Ester Partegàs (La Garriga, Barcelona, 1972) quizá sea una
de las pocas artistas que aun encuentran necesario toparse de cara con la
mercadotecnia del capital, con su desenfrenada pulsión consumista y, sobre todo,
con el poder de la publicidad al que hemos aludido. Si su material de trabajo
predilecto son los restos de la sociedad de consumo y las basuras que como
huellas de un deseo siempre postergado vamos dejando en nuestro devenir
zombificado, en la instalación que hasta el día 20 de mayo puede verse en la
galería Nogueras Blanchard de Madrid
Partegás alude más bien al
dispositivo “publicidad” como lugar de paso donde somos producidos –disciplinaria
y administrativamente– en masa.
Porque ese es el
efecto y la sensación que uno tiene al traspasar el umbral de la galería y
adentrarse en la senda que nos marca la colocación de unos paneles que, aún simulando
a los tenderetes de los mercadillos, descubrimos, una vez recorridos, son mucho
más: son el dispositivo tecnológico donde nos vemos reflejados y donde, por
tanto, somos visto y podemos ver. Recorriendo la estructura modular descubrimos
que somos en tanto que somos proyectados en la superficie hipermediática –esa rugosidad
de los paneles de resina traslúcida que ha colocado la artista– en que se ha
convertido la realidad; somos en tanto nos sumergimos en el haz espectral de
colores y luces que emiten nuestras pantallas; somos en tanto que seres
quiméricos y opacos detrás de cualquier mampara; somos lo que resta de un deseo
que se acopla displicente ante cualquier mercancía, ante cualquier imagen.
Somos una mancha –hagan la prueba entrando en la instalación– en una mirada que
creemos nuestra pero que no es sino la que nos devuelve, socarrona y burlona,
la mercancía.
Entrando en este
pasaje uno se percata de cuán cerca y lejos al mismo tiempo estamos de esos otros
y antiguos pasajes parisinos sobre los que Benjamin
teorizó acerca del devenir masa de la sociedad y de cómo la exposición de mercancías
representaría la promesa de que el capitalismo tardío podría acomodar la vida de
cada uno en una casa, protegiéndola de toda iniquidad e inestabilidad. Al igual
que el Teatro de Oklahoma que Kafka
construyó en América aceptaba a cada
uno que se postulase a un trabajo, los pasajes suponían –y suponen aunque encumbrados
a la enésima potencia– la creencia de que el mundo en su trasparencia y
comodidad absoluta estaba listo para esa enorme masa de los cualquiera que a
partir de entonces nos creeríamos –y nos creemos– subidos en la ola de la
historia.
Si fue allí, en los antiguos
pasajes parisinos, donde Benjamin
descubrió que “la imagen que de tal manera (la modernidad) produce de sí misma,
y que sueña etiquetar como su cultura, corresponde al concepto de fantasmagoría”,
está claro que ese reflejo opaco en que nos convertimos a medida que transitamos
este otro pasaje que Partegàs ha
construido constituye un precioso epílogo para nuestra Modernidad –y de cualquier
intento, aún, de apostar por algo parecido a unos ideales o una emancipación. Contemplábamos
la mercancía como figura invertida, profana y moderna del mito subsumido en la
forma del eterno retorno, de lo nuevo como lo-siempre-igual, cuando de buenas a
primeras nos hemos percatado de que la mercancía somos nosotros mismos: nuestra
proyección fantasmagórica, nuestra pulsión pavloviana a consumir incesantemente
dentro de un régimen escópico capaz de hacernos creer que lo vemos todo.
En definitiva, esta
obra nos sitúa en las antípodas de ese lacónico intento de la masa por retirar
el anuncio de Pepsi, una masa que, como decimos, se cree encaramada al primer
plano de la historia cuando, a decir verdad, no construye más que espejismos
licuados y listos para ser consumidos una vez son filtrados por el régimen
administrado. Que a veces se logre poner una pica en Flandes no debería suponer
dejar de ver el bosque: ese grupo de millenials
a los que Kendall Jenner pone rostro
y que de una manera u otra somos todos nosotros no somos más que los parias,
los diezmados de la historia, los que solo podemos elevar la voz y subirnos al tren
de los acontecimientos una vez hemos intuido que esa mancha espectral que emana
de la pantalla del consumo y la publicidad es la nuestra.
Esta exposición nos
lo recuerda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario