ENRIQUE RADIGALES: DISOLVENTE SOBRE
.TIFF
GALERÍA THE GOMA: 17/01/13-23/03/13
La jugada maestra es hacernos creer
que nuestra vida no es más que una mórbida avidez por el poseer y el masificar
cosas cuando, realmente, y haciendo caso de esa modernidad líquida de Lipovetsky, la ideología intrasistémica
es más bien todo lo contrario: deshaceros de nuestras pertenencias,
reciclarlas, eliminarlas, convertirlas en detritus, en basura, en basura
tecnológica. Y es que la consigna es fluir: fluir más y más rápido. La paranoia
elevada al cubo hace de nuestro mundo un espectáculo circense donde todo se
guarda, todo se fotografía, todo se infografía... para poder olvidarlo, para
poder consumirlo en esa compulsiva inmediatez donde no haya ya no solo un mañana
sino un hoy mismo.
Así las cosas, normal que, comentando
su propia obra, Radigales recurre a
una cita de Virilio: “lo que está entrando
en juego hoy en día no es la velocidad relativa, sino la absoluta. Avanzamos
contra la barrera del tiempo. La virtualidad es la velocidad electromagnética
que nos lleva al límite de la aceleración. Es una barrera irrebasable”. Todo se elimina en la termomix que
deglute, a velocidad límite, el propio tiempo.
Lo problemático es que, eliminado el
tiempo, cortocircuitado en su propia archinmediatez, las estructuras clásicas
que han servido de soporte para una determinada idea de sujeto son desplazadas.
Porque la memoria, el garante principal de la experiencia humana, queda de este
modo adelgazada de modo problemático. El soporte, ahí donde nuestras
experiencias quedan salvaguardadas para las generaciones venideras, modificado
según la rapidez con la que el tiempo necesita fluir, queda ahora referido a un
hardware donde el almacenaje es casi infinito pero donde, en una paradoja
tecnológica de corte heideggeriano, la capacidad de olvido es absoluta. Esa es,
como dijimos anteriormente, la tesis del tardocapitalismo: almacenar para poder
olvidar, para poder olvida mejor y para almacenar más.
Así, y donde su trabajo se eleva
varios palmos de lo que pudiera ser un jugar a los gadjets, la obra de Radigales aquí expuesta hace un
trasvase fundamental entre lo que supone el soporte del medio artístico y el
soporte de inscripción de la memoria y experiencias humanas. Este trasvase es
fundamental porque, y aunque sea el núcleo fundamental que da origen al arte (la
imagen como dispositivo mnemótico y condensador de tiempo), le evita caer en
una práctica artística atrofiada preocupada más bien de cuestiones de corte greenbergiano.
Y es que, suele pasar, muchas veces
el arte desprecia su carga crítica, su potencial disruptivo, para entregarse en
estado vegetativo a cuestiones de autolegitimidad onanista y a dibujar entorno
a sí una idea de Modernidad como paulatina conquista que cada práctica hace de
su medio específico, una conquista que oculta las verdaderas potencialidades
que animan al impulso estético.
Radigales se sitúa en
la intersección que forma lo digital y lo físico, en el umbral comunicativo que
forman lo humano y lo artificial para, desde ahí, no ya solo hacer monerías con
las paradojas tecnológicas que pudieran aparecer, sino que fuerza el diálogo
material-inmaterial para reflexionar acerca de cuestiones que trascienden un
mero antagonismo entre ambas realidades: portabilidad y consumo, obsolescencia
del legado tecnológico, cuestionamiento del progreso tecnológico, son
cuestiones todas ellas que quedan referidas, como él mismo dice, a una
antropología, a una nueva manera de habitar el mundo que se nos anuncia como utopía
pero que tiene también sus inminentes riesgos.
La fractura misma, ahí donde lo
analógico y lo digital se tocan para separarse, la entiende el artista no como
distancia con la que jugar hedonistamente ni, tampoco, como distancia a
eliminar. Para él es esa misma distancia, trabajando en ella y sobre ella, rearticulándola
crítica y políticamente, individual y colectivamente, la que hay que mantener. Mantenerla
para no ser absorbido por un agujero negro del que no sabemos qué hay al otro
lado, mantenerla para asegurarnos que lo que ganamos no será nunca más de lo
que perdemos. Quizá ese es el arte: trabajar en la distancia, poner una
distancia entre medias que nos haga comprender el mundo, relacionarnos con él y
con nosotros mismos.
Porque quizá el humo nos ciegue y
nos impida ver que siempre - nosotros, el arte y el tiempo- hemos funcionado
igual: nosotros intentando almacenar los recuerdos y las experiencias, el arte
ofreciéndonos imágenes con las que condensar dichos recuerdos, y el tiempo
haciendo inviable tal proyecto, destruyendo los imaginarios, haciéndonos
comprender que nuestro tiempo es efímero, que nuestro sentido siempre es un
intento de salvaguardar lo que se terminará perdiendo.
En un estado general de catatonia
hipertecnologizada, cuando parece que al tecnología vendrá para salvarnos, estas
arqueologías tecnológicas que nos propone Enrique
Radigales son verdaderos ejercicios de resistencia, una necesidad casi
imperiosa para no sellar la brecha, para siquiera intuir que la traducción
entre máquina y hombre no es siempre posible ni, mucho menos, deseable.
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