CRISTIAN SILVA: CUANDO EL HAMBRE ENTRA POR LA PUERTA, EL AMOR SE VA POR LA VENTANA
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: 24/05/14-26/07/14
“Del mismo
modo, también en el tiempo presente subsiste un resto elegido por gracia”. San Pablo, en la epístola a los
romanos, lo tiene claro: aún después de la consumación de los tiempos, la
máquina salvífica sigue impertérrita su marcha, situándose no en el todo ni en
la parte, sino en el resto. Pero, ¿qué es el resto? El resto es lo que queda
filtrado en cada eschatón, la
diferencia entre los salvados y los condenados, lo que hace imposible que el
todo y la parte coincidan. Siempre, en todo caso, los que se salvarán será un
resto. Agamben afirma que el resto
es una “máquina soterológica que permite la salvación de ese todo, del que, sin
embargo, había proclamado la división y la pérdida”. El resto, concepto
teológico-mesiánico, funciona a modo de operador temporal y diferencial, de
indecibilidad numérica capaz de remontar cada cesura en la economía de la
salvación y que, en todo caso, sea siempre un resto el número de los elegidos.
Semejante parrafada, y contra todo
pronóstico, viene al caso: más que nada porque lo que nos presenta el artista Cristián Silva (Santiago de Chile,
1969) en esta su segunda exposición en la galería Maisterravalbuena son restos,
“pequeños bultos de aspecto orgánico” que simbolizan –según la explicación de
la hojita de sala- fragmentos del cuerpo de familiares y amigos fallecidos
recientemente. Aun con todo, quizá el atrevimiento de leer tales despojos desde un
punto de vista teológico-mesiánico esté fuera de onda; pero, leyendo en el
fondo de esa mezcolanza candorosa que destila Silva, no creemos estar demasiado desatinados.
Y es que, pensamos,
en la red casi infinita de conexiones que Silva
hace operar como fermento de sus piezas, no hay que negar que lo que quizá lata
debajo de semejante mezcla sísmica no sea sino el emplazamiento para aquello que
en cada caso queda siempre desplazado, renuente a ser conceptualizado. Es decir,
el resto.
Para entender
esto quizá haya que concretar que el trabajo de Silva siempre es fiel a unas mismas coordenadas. Haciendo conexión
en remotas capas de memoria, intercomunicando espectros de lo real ajenos entre
sí, Silva construye narraciones que
superan la categoría de objeto cosificador para remontar el vuelo sobre la impronta
presencial con que toda narración trata de imponerse. Lo suyo, por tanto, son
operaciones disfuncionales capaces de rascar la superficie y adentrarse en los
vericuetos de lo inmemorial:
Es de esta
manera que los restos aquí presentados, además de pertenecer a la memoria
biográfica del artista en relación a sus muertos, también remiten a ese magma
intersticial con el que trabaja el artista chileno. Lo existencial, lo político
y lo afectivo, sin olvidar la impronta que debe significar el pertenecer a la
primera generación de artistas del después de la dictadura, son vasos comunicantes
que hacen posible que acontezca lo inaudito. Así pues, estos restos son más que
restos, son excesos de una narración que nunca se pliega sobre sí misma sino
que hace aparecer la alegoría donde la palabra enmudece. ¿No serán estos restos
los dispositivos que funcionan a modo de máquina soterológica del propio
artista?, ¿no serán estos restos los excesos de una biografía que, como todas,
es incapaz de soportar tanta historia, tanta realidad?, ¿no serán estos restos
aquello que abre nuestro tiempo a la novedad radical del instante siguiente?
Quizá la autoridad de Agamben exceda la breve cita a la que antes
hemos aludido: quizá a figuras paradigmáticas como el homo sacer, el melancólico o el musulmán, haya que añadir la del
artista a la hora de capacitar una definición de sujeto como "resto"
y singularidad que se hace "otredad" en la comunidad por venir. El artista,
en casos como nos ocupa, y lejos de una ideologización del genio, vadeando la
cesura que media entre la subjetivación y desubjetivación, es capaz de crear la
imagen de la resistencia interior de toda vida a ser proclamada como meramente
vida.
Quizá sea esto
la hermenéutica más oculta de estos “restos” aquí presentados: los esquejes de
una vida, la del propio artista, su exceso inabordable. Estos restos, como el superviviente
de Auschwitz en relación al musulmán, no hablan de la cámara de gas, ni del
propio acontecimiento-Auschwitz; es decir, no hablan de la vida, de los
acontecimientos inenarrables. Estos restos testimonian de lo que ya de por sí
no tiene voz, de aquello que es imposible que diga ya nada. Estos restos
testimonian ‘por’ la vida, por aquello que es imposible decir de la vida, por
los restos de una vida que no hacen sino, en su imposibilidad de dar
testimonio, salvar a la totalidad de una vida.
En definitiva, Cristian Silva puede engañar a mucha gente diciendo –al menos eso se
dice en la hoja de sala– que los restos simbolizan los cuerpos de sus allegados
fallecidos. Pero a mí no me la da: estos restos, aun siendo quizá los de sus
familiares, funcionan a modo de sacrificio soterológico, de donación de esos
otros –de sus muertes– que le permiten entrar en la vecindad de lo imposible de
su vida: entrar en su “resto”, en la dimensión de una vida nunca dada como
acabada sino dispuesta a acoger lo imposible.
Y es que, para acabar, es solo el
resto lo que hace que una vida pueda bascular entre el interior dogmático y
siempre presente de una historia que es fiel a sí misma, y el exterior de ese
flujo de conexiones íntimas y distantes que entran en comunicación para
construir también, esta vez como exceso, la misma vida. Es decir, es solo el
resto lo que permite que una vida pueda ser llamada vida; lo que permite que
toda vida se salve.
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