JULIA SPÍNOLA: UNO ZURDO, Y UNO DIESTRO, Y UNO ZURDO Y UNO DIESTRO
GALERÍA HEINRICH EHRHADT: 07/05/14-07/06/14
Ahora que estamos a final de temporada
y que el ambiente futbolero lo inunda todo, el símil me viene que ni pintado: hay
tantas maneras de responder a la pregunta de qué es el arte como goles. Las
hay, incluso, en fragante fuera de juego o, todavía peor, en propia puerta.
Así, entre la pluralidad casi infinita de definiciones para aquello que justamente
escapa a toda definición, no creo que se ponga demasiado en duda esta que
sigue: arte es aquello que hace que lo olvidado –o lo susceptible de ser
olvidado–, sin embargo, no se pierda.
Al socaire de tal definición, y para
dar mayor lustre a este texto, puede precisarse que toda historiografía del arte
descansa en la diferencia que se abre entre “lo olvidado” y “lo susceptible de
ser olvidado”. Y es que si hasta la Modernidad el arte puede ser comprendido
como el dispositivo desde el que configurar un archivo, como un repositorio de
imágenes llamadas a durar para la eternidad, la Modernidad aboga por
centrifugar todo ese entramando memorístico hasta el límite actual en que la
pulsión de archivo dicta nuestras patologías: cuando la realidad dura lo que un
suspiro y un instante guarda en su interior la potencia de lo eterno, el
simulacro hace obvio que aquello que es necesario olvidar no sea otra cosa sino
el todo de una realidad que, olvido tras olvido, resta como un suplemento
innecesario de todo punto.
Así las cosas, y para concretar, si el
arte hasta la Modernidad descansaba en la necesidad de hacer durar las imágenes
dentro del archivo cultural sobre el que se levantaba toda civilización, a
partir de la Modernidad las tornas se invierten: lo propio del arte es hacer
patente que todo, al fin y al cabo, es olvidado, y que, sobre todo, aquello que
sibilinamente creemos que dura no es sino renegociando sus fronteras hasta el
límite de la angustiosa anorexia que nos domina. Es de este modo que el arte,
en el venazo negativo que lo caracteriza desde el fin profetizado por Hegel, está encaminado a funcionar como
dispositivo crítico de los aparatos ideológicos de poder cuya misión es
hacernos creer que, pese a todo, siempre cabe la posibilidad de que algo –el acontecimiento–
dure. Es decir, contra todo pronóstico, el arte epigonal nuestro está orientado
a revelar que, al fin y al cabo, nada es del todo necesario y que,
precisamente, en aquello tenido por necesario se esconden micronarraciones
olvidadas que, estas sí, es preciso recuperar.
El que hayamos comenzado de modo tan
radical, dando incluso lo que llevamos años tratando de evitar (una definición
para el arte) es solo para glosar mejor el trabajo de la artista que nos ocupa:
Julia Spínola y su exposición en la
galería Heinrich Ehrhadt de Madrid. Y es que sus intereses se centran,
precisamente, en eso que acabamos de catalogar como lo más propio del arte
actual: esa otra mitad de todo acontecimiento, la que falta pero está –o, mejor
aún, la que justo por su ausencia se hace presente–; aquella otra mitad que no
es datable, computable, cifrable o conceptuable. Aquello que, en definitiva, no
está sujeto a las reglas de la necesidad sino del azar.
Es aquí, sin duda, donde todo nuestro
discurso anterior adquiere rango de verdad:
porque, ¿no es la Modernidad el timo de hacernos creer que todo acontecimiento
descansa en una necesidad que es posible asimilar bajo leyes inmutables de la
ciencia y la matemática? Así las cosas, Spínola
trata de hacer percibible eso que aletea invisible en todo acontecimiento, esa
otra mitad condenada al olvido por parte de los popes del método científico.
Desde este punto de vista, el arte se nos descubre como una metodología
convidada a dar cabida a los silencios que pueblan nuestra realidad, a dar
cancha a la heterocronía propia de todo acontecimiento, a hacer posible el
gesto imposible de pensar lo ausente. Y es que, obviamente, para dar cuenta de
esa otra mitad no valen las mismas cartografías del método científico sino que
es necesario abrirse a lo estético, ese campo que ya no es una comunidad del
gusto sino un método constructivo de conocimiento.
La obra de la artista madrileña se
centra, como decimos, en catalogar acontecimientos mínimos para restituirlos en
la novedad que provoca el reinscribirlos según la lógica de esa mitad ausente,
de esa mitad que crea diferencias con lo tomado como necesario. Para tal fin, nuestra
artista rastrea la realidad para prestar atención al conjunto de lo posible,
aquello cuya facticidad descansa en el umbral de lo azaroso. Alterando el sesgo
perceptivo del acontecer, Spínola
construye una lectura diferida de la realidad basándose en desplazamientos,
deslizamientos, repeticiones, sustituciones o intercambios. Con ello, consigue
descentrar las estructuras de datación, catalogación y conceptualización, al
tiempo que desplaza la concatenación causal que calla lo que esconde en una
mediación que es siempre dogmática.
Para esta ocasión, la primera
exposición como titular en la galería, Julia
Spínola se ha centrado en un acontecer bien definido: sus idas y venidas de
casa al estudio y del estudio a casa. Y es que, en esa ascendencia con que
hemos catalogado al arte, lo fundamental es comprender que cada gesto mínimo
contiene la potencia del infinito. Es decir: es cierto que solo en la
cotidianeidad puede uno percibir la realidad, que es solo en la repetitividad
de los gestos, de las idas y las vendidas, de las esperas y los acelerones,
donde los sentidos van filtrando y procesando los datos hasta lo más mínimo,
hasta casi ese infraleve duchampiano que, como umbral inasible, da como resultado
una realidad sino paralela sí oculta cuyo sentido, repetimos, solo se descubre
en el marco de la estética.
Dicho paseo, entre cuestas y
pendientes, queda enmarcado en un tejido urbano por donde el cuerpo pasa, va
pasando, latiendo al tiempo que va percibiendo el discurrir temporal entre las
dos aceras. Día tras día, lo cotidiano se va apoderando de la realidad, transformándola
en otra cosa, en una realidad alterada donde lo discontinuo, las lagunas de
ausencia que medrean en cada acontecimiento, hacen acto de presencia. Las diecinueve
cajas cuyo interior está dividido por la mitad por una cuña a modo de calle en
pendiente, refieren a ese bifrontismo de toda realidad: lo presente y lo ausente,
lo visible y lo invisible, lo necesario y lo azaroso…. lo diestro y lo zurdo. Y
es que, siempre, dos acontecimientos distintos y enfrentados, como lo vacío y
lo lleno que ejemplifican esa realidad dual y sobre la que Spínola ha montado la exposición. Y es que el espacio galerístico,
al igual que cada caja, queda partido en dos: uno lleno, el otro vacío, uno
presente, el otro ausente.
En
definitiva, si el arte sana, si ha de en algún sentido curarnos, es de ese
exceso de historización con que caracterizó proféticamente Nietzsche nuestra época, pero sin por ello dejarse ganar el terreno
por las posturas irracionales o relativistas: es simplemente abriendo el
acontecimiento, al micro acontecimiento, a su lógica oculta, como el arte logra
pensar lo impensable, curarnos de nuestras sintomatologías que van, como dice Fernando Castro en su último libro, de
lo excesivo-bulímico de nadar en una realidad sobredimensionada en un
pluralidad de acontecimientos. a lo anoréxico de intuir que, por mucho que se
intente, ninguno de tales acontecimientos logra remontar el vuelo más allá de
una gracieta o de, como mucho, un emoticono. En resumidas cuentas, un esfuerzo,
inútil desde la perspectiva del olvido que nos caracteriza, de salvar las
apariencias y. al tiempo, salvarnos a nosotros mismos.
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