LESLIE SMITH III: LIVING IN THE
FLAT LAND
GALERÍA PONCE+ROBLES: 24/01/15-13/03/15
El arte, como mito que es, a veces se
quita o se pone la máscara como si tal cosa. Lo mismo da que estemos ya en
plena época de la reproductibilidad técnica, que el arte es capaz de obturar en
sus funciones para glosar la genialidad de quien trata de rasgar el velo de lo
trascendente. Y no me estoy refiriendo a algo sucedido en nuestros días. Sin
perspectiva temporal, la profundidad crítica –por lo menos la mía– es incapaz
de tales saltos mortales.
Me refiero, y el ejemplo nos servirá
para hilvanar una acertada crítica a esta exposición, a mistificaciones
esotérico-estéticas como la famosa capilla de Rothko, ahí donde la “teología del monocromo” llega a su más
lograda expresión. Y es que tal “obra de arte” no hay quien la entienda. Es,
como poco, y en el peor de los sentidos, sublime. Eso sí: con la suficiente
mezcolanza de motivos e intereses que casi puede sentirse entre sus paredes el
hálito profético de la posmoderna new age
que nos esperaba. Es más: ¿no puede rastrearse una misma ascendencia entre Andrei Rublev, Kasimir Malévich y Mark
Rothko? Lo dejo ahí porque, efectivamente y a pesar del atrevimiento, salta
a la vista. Pero, sin embargo, si no me tiembla el pulso al calificar de genios
a los dos primeros, con el tercero tengo mis más que serias dudas.
Sea como fuere, si el arte habita en
cada una de las obras de estos tres genios, más presente está si cabe en los
intersticios, en lo que los separa y une en esta extraña genealogía que hemos
dispuesto en un santiamén. Si el primero palpa la trascendencia, el segundo,
sabedor de qué se trae entre manos, coloca su Cuadrado Negro en el esquinado lugar destinado tradicionalmente a
los iconos. Y el tercero, en ese extraño diferir que se da entre las
vanguardias y las neo-vanguardias, lleva a cabo la eclosión del pastiche
minimal, el popurrí teosófico que tantos buenos momentos ha dado a un arte que,
aun dejándose la piel en subrayar su material inmanencia, le mola auto
trascenderse en busca del mito que nunca dejará de ser.
Quizá esta larga introducción para
empezar a hablar de la exposición de Leslie Smith III (Maryland,
1985) en la galería Ponce+Robles
haya desanimado a muchos, pero se me antoja como fundamental para ponernos en
contexto. Y es que la red de influencias y diálogos que establece la pintura en
la actualidad llega tal lejos –muy lejos en este caso– como la capacidad del
pintor haga posible.
En este sentido Smith asume la herencia expresionista-abstracta pero para invertir
lo que era su destino. Porque si semejante destino puede resumirse de forma harto
patente en el suicidio del propio Rothko
un año antes de la inauguración de la celebérrima capilla, Smith dialoga con sus mayores desde una premisa bien concreta: la
pintura ya no está para grandes cosas. Pero este leitmotiv, más que el
certificado de defunción con que ha cargado la pintura desde hace casi un
siglo, no es sino su más específica salvación. Y es que solo puede ser “viviendo
en la tierra plana”, dejándose de mistificaciones y mitificaciones, como la
pintura se descubre como lo que siempre ha sido: la punta de lanza del estatuto
epistémico del arte. Un estatuto que ya no puede ir en pos de su esencia sino
que es en tanto que se abre al diálogo con su pasado, con su ya-sido.
Es así que la tan cacareada muerte de
la pintura no hay que tomársela nunca al pie de la letra: señala simplemente la
imposibilidad dialógica que la pintura experimentó debido a esos trasiegos
ontoteológicos con los cargó, primero en las vanguardias y, después, en ciertos
desarrollos –los más exitosos– de la neo-vanguardia. La labor pictórica de Smith se comprende por tanto como un
abrir de nuevo la trama, dejar que entre aire a una habitación donde el sopor
contemplativo-trascendental hacía irrespirable el permanecer mucho tiempo
dentro.
La pintura de Smith tiene un principio y un final bien claro: el lienzo. Un lienzo
al que corta, une y separa para subrayar la cualidad “superficial” de su
pintura. Pero, ese esfuerzo por mantenerse en el lienzo es arduo y difícil: es,
y pese a las apariencias, lo que nunca se ha hecho del todo. Porque no hay en
su trabajo superficie metafísica en la que adentrarse (Chirico), no hay ninguna organización estético-trascendental (Mondrian), no hay revelación alguna en
la contemplación de las formas (Malévich).
Pero tampoco hay rastro alguno de la eclosión libertina de Pollock; no hay nada que lo vincule con el sesgo mistizoide de Rothko y compañía. El lienzo, para el
joven artista norteamericano, no está simplemente ahí, como superficie
fenomenológica: el lienzo es emplazamiento para el debate, la lucha, la torsión
e, incluso, y como la vida misma, la contradicción.
En conclusión, si la
pintura de Leslie Smith III es sumamente libre es porque
obedece en el diálogo que la tradición le dirige. Y es que obedecer, contra lo que suele pensarse, no es ni mucho menos agachar las orejas: es levantar la mirada y no evadir el interrogante que la historia de la pintura, con sus aciertos y sobre todo sus errores, dirige al pintor.
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