COLECCIÓN
XIII. HACIA UN NUEVO MUSEO DE ARTE CONTEMPORÁNEO.
CA2M: hasta 25/09/16
I
Situados en nuestra
parcela de realidad administrada, pareciera que el arte existe desde siempre
cuando, más bien todo lo contrario, es un invento de anteayer. Existe, más o
menos, desde que el valor cultual de la obra fue perdiendo enteros a favor del
valor de exposición. La idea, sintiéndolo mucho, no es mía: Benjamin reflexiona teniendo en cuenta
que “la recepción de obras de arte sucede bajo diversos acentos, entre los
cuales se destacan dos contrapuestos. Uno de esos acentos reside en el valor
cultual, el otro en el valor de exposición de la obra de arte”.
Si el valor cultual
de una obra –de arte, se dirá a posteriori– remite al umbral de lo sagrado, al
culto a los muertos, al aura –si mantenemos un lenguaje benjaminiano–, el valor
de exposición nos sitúa, de una u otra manera, en la idea de que el valor que
adquiere la obra está en relación con el régimen de exposición en el que se
inserta, y que si éste es el régimen llamado “arte” entonces se trata, a modo
de perversa tautología, de una obra de “arte”. En este sentido, faltaba poco
más de un siglo desde el que fuera el nacimiento del arte para que el valor de
exposición –cimentado en un ámbito del arte convertido ya en institución–
eliminase todo oponente y reformulase la propia definición de arte: arte es lo
que la institución dice que es arte, arte es lo que los artistas dicen que es
arte, etc.
Pero antes de que eso
ocurriese, fue dentro de este régimen de exposición que el arte mutó sus
presupuestos y pasó a ser dispositivo dentro del cual el nuevo sujeto moderno,
la nueva burguesía ilustrada, encontró su emplazamiento más apropiado. El
gusto, palabra desconocido hasta entonces dentro de las artes, pasó a ser
núcleo referencial para un arte llamado ahora a servir de sustrato ideológico a
las nuevas sociedades en el capitalismo de primera hornada.
Es en esta situación
–si se me permite otra digresión antes de entrar en pormenores– que la figura del
crítico de arte emerge con fuerza: el crítico está (estaba) llamado a dirigir a
la burguesía hacía un gusto educado; el burgués era el nuevo espectador para un
nuevo arte basado en una nueva belleza. Era, decía Baudelaire alentando a la burguesía, “necesario que seáis capaces de sentir la belleza”. Tanto
es así que sus textos para el Salón de 1845 y 1846 están dedicados –no sin
cierta ironía– al burgués: “vosotros sois los amigos naturales de
las artes, porque sois ricos unos, sabios otros”.
El crítico tuvo su
lugar hasta que, como hemos señalado, dentro de la antinomia entre valor
cultual/valor expositivo el peso de lo expositivo ganó por KO técnico. El arte,
convertido en esfera propia, en institución que ya anticipaba la industria en
la que se ha transfigurado, no necesita ya de avezados críticos que medien
entre la esfera del arte y el público. Ahora ya no hay gusto que guiar porque
el arte ha elevado su estatus ideológico y ya funciona como dispositivo de
máxima coerción social. No hay nada que revelar del arte porque el arte es
–simple y autoreflexivamente– el lugar donde el arte se cree sus propias
mentiras.
La figura que pasó a
ser decisiva fue la del comisario. Éste no es ya quien media entre público y
arte (como ámbito más o menos institucionalizado) sino quien hace viable la
relación antinómica entre la libertad del artista y la libertad del propio
arte. Esto tampoco es idea mía sino de Groys:
el artista y el curador encarnan, dice, dos tipos de libertad, “la libertad de
producción estética, soberana, incondicional y sin responsabilidad pública; y
la libertad de la curaduría, institucional, condicionada y públicamente
responsable”. Es decir, el comisario ayuda al arte en su intento de aumentar el
valor de exposición contra el valor cultual. Es en este sentido que el propio Groys comprende la otra acepción de
comisario: curador. “La curaduría, sostiene el filósofo alemán, cura la
incapacidad de la imagen, su incapacidad para exhibirse a sí misma”. Es decir,
la curaduría hace visible a la imagen, le da acta de visibilidad, la otorga
capacidad para ser exhibida.
II
Estas breves notas –acerca
del arte, su capacidad de exhibición, la labor del arte y del comisario– para
hacer más interesante la ya de por sí sumamente interesante exposición Colección
XIII. Hacia un nuevo museo de arte contemporáneo que hasta el día 25 de septiembre puede verse en el
CA2M. Y es que la exposición rastrea
algunos de los diferentes modos en que el arte ha ido mutando su sesgo
exhibitorio para llegar a ser lo que hoy en día es.
Según lo que hemos ido diciendo, la labor propia
del arte como dispositivo ideológico consiste
en ir perfeccionando sus modos de exhibición para hacer del arte un ámbito
privilegiado donde el valor principal sea el valor propiamente de exhibición.
Desde este punto de vista, esta exposición bien podría comprenderse como una
genealogía de los modos y maneras en que ha ido perfeccionando el arte su modo
de exhibición, desde su propia acta de nacimiento halla en la bisagra que va de
finales del XVIII a principios del XIX hasta 1959, fecha en la que coincide la
exposición Toward
the New Museum of Modern Art (Hacia
el Nuevo Museo de Arte Moderno) en el MoMA de Nueva York y que sirve de referente
y el último de los casos presentados, el del Museo de Arte Contemporáneo creado en ese mismo año.
Según el dossier de prensa, “no se
trata tanto de reconstruirlos, como de probar cómo funcionarían hoy esas formas
de montar, intentando evidenciar cómo la percepción y el significado de las
obras de arte quedan condicionados por el modo y el contexto en el que se
exhiben. Estos dispositivos traducían la idea que se tenía de arte, exposición
y espectador en las épocas en las que se desarrollaron, e incluso pueden
vincularse a la representación del poder, asociándose al concepto de autoridad,
y a la construcción de identidades. Se convirtieron en un elemento que mediaba
y modificaba la interpretación de las obras”.
Con estas premisas, Sergio Rubira –comisario de la exposición– ha seleccionado cuatro
momentos cúlmenes en el ideario expositivo español para delinear, a partir de
la colección del CA2M y de la Fundación ARCO, una metaexposición, una
exposición sobre los regímenes de exposición. Estos momentos son los
siguientes: 1819 y la
fundación del Museo del Prado; el Museo de Arte Moderno, inaugurado en 1898, a petición
de los propios artistas de la época que demandaban un espacio propio; el
proyecto no realizado que el arquitecto Fernando García Mercadal hizo
durante la II República; y por último, la inauguración en 1959 del Museo de
Arte Contemporáneo en Madrid y los dispositivos creados para este museo por su
primer director, el arquitecto José Luis Fernández del Amo, como la denominada Sala Negra.
A
cada fecha, de manera sucinta, se le puede etiquetar con una determinada
nomenclatura expositiva. El Prado remite al gabinete de antigüedades y a lo
abigarrado de las obras expuestas para dejar caer la idea de abundancia y,
sobre todo, subrayar los criterios
enciclopedistas que habían marcado el nacimiento de estas instituciones a
finales del siglo XVIII. El Museo de Arte Moderno apostaba, por el contrario,
por una visión academicista del desarrollo del arte español del siglo XIX,
hasta que en 1931 fue nombrado director Gutiérrez
Abascal que, subrayando el concepto de progreso, primó el orden cronológico
intentando así construir una historia propia del arte en España. Por su parte,
la Sala Negra, vinculada al Museo de Arte Contemporáneo creado en 1959, suponía
una impronta dramática ya que los cuadros se exponían atentos al juego de luces
y sombras que la iluminación generaba.
El efecto logrado y, sobre todo, la
reflexión a la que da pie esta exposición es sobresaliente. Que el modo de
exponer no es en absoluto algo inocente ya lo sabíamos; pero tener al alcance
de la mano la historiografía básica de ese “devenir exposición” del propio arte
es un lujo que nos brinda el CA2M y que sin duda hay que situar donde se
merece.
Como conclusión
–o al menos una de las conclusiones– la
idea de que el diseño expositivo funciona como pharmakon de la propia obra de arte y, por elevación, del propio
arte. Es decir: el régimen expositivo por una parte, como hemos dicho antes, da
visibilidad a la imagen otorgándole el estatus de “arte”, pero por otra parte,
en ese mismo movimiento, anula la propia “contemporaneidad” del arte, esa
capacidad del arte para mostrar lo impensado de cada “actualidad”, el anhelo de
resistencia del arte a, incluso, ser expuesto.
En este
sentido, si el arte es siempre la idea del arte que se tiene en cada época –la
cual viene destilada sobre todo por el régimen de exhibición en el que se
inserta–, esta idea “exhibida” del arte es solo la mitad, quedando silente la
otra mitad, la olvidada, la perdida. Ambas “historias” no se dan en tanto que oposición
sino como relación dialéctica. Así, en el “devenir exposición” del arte,
devenir acelerado por las propias técnicas de reproducción, la función del arte
cambia pasando de la propiamente artística a la política.
Así, más si
cabe –y nos adentramos por meandros desconocidos– el arte claudica de su actual
destinación política al requerir, cómo no ahora también, un régimen expositivo
desde el que mostrarse, una institución desde la que postularse. Porque, ¿qué
conocimiento va a generar si este viene suplantado por una agencia cognitiva
cuya labor es precisamente purgar al propio arte de su impulso disruptivo? A
este respecto, la tan consabida pulsión de archivo o documentación –estrategias
que nos lanzan más allá de ese 1959–, ¿suponen modos de escapar a la
espectacularización del escaparate museístico o no es sino, como aquí sostenía Brea, “una herramienta falaz de
legitimación del museo o la exposición o la Bienal (…) que por debajo esconde
una inversa operación de completa ‘desactivación’ o neutralización del archivo”?
En cualquier
caso, esta exposición nos lanza a hacernos estas preguntas, a preguntarnos por
la institución-arte en relación con el arte, a cuestionar los logros, a mediar
en todo lo que queda irresuelto. Y, cómo no también, a plantearnos desde que
parámetros debe de llevar a cabo su tarea el comisario y, si me apuran y aunque
barra para casa, el crítico.
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