HIROSHI SUGIMOTO: BLACK BOX
FUNDACIÓN MAPFRE (MADRID): hasta
25/09/16
(texto original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=476
Es en la archirecurrente obra de Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica donde
por primera vez se calibra con precisión la importancia de la fotografía. Esta,
su importancia, no viene medida por el valor cultual de las imágenes que ofrece
–ya se sabe, el retrato como refugio último del recuerdo de los seres amados,
los muertos, etc– sino por su valor de exposición; justo ahí donde el ser
humano desaparece y solo queda el rastro de un proceso histórico, la
indeterminación de un camino que el espectador debe tratar de encontrar. Pionero
de este arte de la exposición fotográfica fue, para Benjamin, Atget y sus
famosas fotografías de vacías calles de París: “se ha dicho de él, con mucha
razón, que las tomó como si se tratara del lugar de un crimen”.
Pero, sin duda, también podría haberse
referido a Daguerre y su famosa
fotografía Boulevard du Temple de 1838, la cual parece que es la
primera fotografía que representa a un ser humano: un limpiabotas y su cliente
que, debido a la quietud con la que aquel desempaña su trabajo, son los únicos
en “aguantar” los quince minutos de exposición que se requieren. Parecería, con
mayor razón, que esos son los criminales que andan sueltos.
Podría, decimos, haberse referido a
esta fotografía pero no lo hizo. Y con razón. Y es que el desarrollo de la
técnica está implícito en los agenciamientos de sensibilidades que rigen la
comunidad. Es decir: la técnica está para promover y modular las nuevas formas
de colectivización del sensorium común
–y no, como es lo más cómodo y usual, al contrario. Y en este sentido, lo que Daguerre hizo por razones del
desarrollo de la técnica (en este caso incapacidad), Atget lo conceptualizó y le dio forma: la forma precisamente que
destilaban ya las grandes urbes como París donde todo transeúnte parece ser un
criminal que huye del lugar del crimen. Y donde, sobre todo, las modernas
técnicas de reproducción hacían de la imagen algo ya efímero, desubicado,
inmanente ya a una economía distributiva del capital.
Es continuando esta serie donde cabe
situar el trabajo de Hiroshi Sugimoto
(Tokio, 1948) y sobre todo su serie Theaters.
Iniciada en 1976, el artista japonés coloca la cámara en grandes cines y
autocines dejando abierto el obturador el tiempo que dura la proyección
completa de un largometraje. El resultado, no ya por poco sorprendente, es
bastante interesante desde un punto de vista conceptual: la pantalla donde ha
sido proyectada la película es ahora una superficie blanca, de pura luz, que
destaca aun más por la oscuridad de la sala.
Dicho resultado puede comprenderse
como la constatación palmaria de la actual relación que hay entre valor cultual
y valor expositivo: “en la fotografía –dice Benjamin en ese mismo ensayo–, el valor de exposición comienza a
hacer retroceder en toda la línea el valor cultual”. Es decir, aquello que
comenzó a principios del siglo XX es llevado al paroxismo a finales del mismo
siglo y principios del XXI por Sugimoto:
si la fotografía fue considerada desde algún momento arte fue solo por esta
inversión en lo que parecían los motivos representativos de la fotografía,
inversión que se fundamenta en que la imagen fotográfica, lejos simplemente de
representar aquello que se ve, deja ver algo que no se ve: una huella, una
traza, un algo que se ve que no veo.
En este sentido, si los “escenarios
del crimen” de Atget remitían no ya
a una representación parisina convencional sino al estatus novedoso de una
imagen que valía en cuanto pura exposición, en cuanto susceptible de
transacción en una mundo que comenzaba a ser pura imagen, Sugimoto no hace sino elevar esta capacidad estética de la
fotografía al límite en el que cabe ser pensada en el mundo actual: hoy
habitamos una imagen-mundo donde, a decir verdad, no podemos ver nada. Cegados
por un exceso de visión, la fotografía es elevada al rango de arte no en
función de sus simples requerimientos técnicos y capacidad representativa sino
en cuanto capaz de constatar el hecho de nuestra ceguera. Las imágenes, hoy en
día, valen todas lo mismo; la ecualización del mundo-capital ha hecho su
trabajo a la perfección y la desjerarquización es absoluta. Ver que no vemos
nada: he ahí el nuevo régimen escópico al que nos eleva la fotografía.
Por lo tanto, el interés de esta serie
es que toca el núcleo esencial de la fotografía y el sentido en el que puede
ser considerado arte. Porque misión del arte en este nuevo estatus dominado por
la reproducibilidad técnica es mostrar como en las imágenes que nos bombardean
desde todos los frentes, siempre hay algo que no sabemos que vemos: un
inconsciente óptico, un algo más que ver. “Algo que conocemos en lo vemos que no
sabemos que conocemos”, diría Brea:
algo que la cámara fotográfica ve y que a nosotros se nos escapa.
Si ese “algo más” es ahora un pantalla
donde no hay nada que ver es porque el valor de exposición siempre ha sido el
inverso al valor cultual y, siendo éste ahora máximo –las redes sobrepotencian
la fugacidad de un tiempo y de una memoria para el que cada subjetividad debe
de estar en continuo reinicio, volcando imágenes ante las que poder
construirse– al valor de exposición no le queda otra que reducirse a cero: no
ya, como Atget, una calle vacía; más
bien una imagen vacía.
El resto de series aquí presentadas (Seascapes, Portraits, Dioramas, Lightning Fields) son todas ellas muchos
menos interesantes aunque, sin duda, más emotivos y con mayor capacidad para
–simplemente– gustar. Se basan, de una u
otra manera, en reconectar el pasado, ya sea a través de lo fotografiado o de
la máquina usada; se basan, también, en la creencia –nuevamente aquí Benjamin– de que los objetos y las
imágenes tienen memoria, en esa idea de que lo obsoleto, lo pasado de moda
–cuando el objeto ha dejado de ser moderno– es capaz de revelar las distintas
capas de significado hasta entonces ocultas.
Dioramas (tableau-vivant realizados con
animales embalsamados y disecados que remiten al espectador a un umbral entre
lo animado y lo animado); Seaescapes
(búsqueda del origen del sentido del tiempo a través de consubstanciarse con lo
sublime contemporáneo) o Portraits (fotografías
hiperrealistas de personajes históricos hechos en cera) son, todos ellos,
ejercicios fotográficos sumamente naif y que simulan apuntar a un ya-sido para,
ahora sí, recoger todo ese tiempo perdido.
Pero se confunde Sugimoto: si, cómo él dice, la fotografía es una máquina del tiempo
no es por su capacidad de retrotraernos al pasado sino más bien de lanzarnos al
futuro. De ahí que Theaters sea sin duda
lo más interesante: habitaremos en esa pantalla donde se proyecta en un tiempo
suspendido y suspensivo una imagen-tiempo que es mera duración; habitaremos un
mundo-imagen donde de tanto ver no conseguiremos ver nada, donde no habrá más
que un tiempo en expansión agotado en imágenes que se autoproducen a velocidad
límite y donde el instante es
cualquier instante.
Queda por ver si eso será nuestra
condena o nuestra salvación. Pero, por el momento, la tarea de la fotografía es
mostrarlo.
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