ANDRÉ ROMÃO: SUNRISE
GARCÍA GALERÍA: 21/01/17-25/03/17
(texto original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Andre-Romao.html)
Si las piedras hablasen: puede parecer
algo obvio, pero si de dar una impresión general del trabajo de André Romão (Lisboa, 1984) se trata,
sin duda que el dar vida y encarnar esta frase se encuentra en el epicentro de
su labor artística. La razón es que es solo en la contextualización de esta
premisa desde donde su labor estética empieza a tomar forma: ¿qué dicen las
piedras?, ¿qué nos tienen que decir? Y más importante aún: ¿cómo hacerlas
hablar?
Explicito estas preguntas para mostrar
la seriedad argumentativa de Romão frente
al bombardeo de una moda artística –benjaminiana, podríamos decir– que trata de
hacer fortuna como continuadora de las tesis de la Historia del filósofo
mesiánico. Basta un simple retrotraerse hacia alguna oscura historia del
pasado, una reconsideración de la víctima y del olvido, para trazar un
despliegue estético al que poner el rimbombante nombre de arte sin despeinarse
demasiado por el camino. Y en parte, esta querencia hacia un pensamiento que
trata de recuperar un pulso histórico diferente es normal: en una época en la
que la Historia parece quedar sumida en un antagonismo de base –o fin de la
historia o espera de la catástrofe global–, el arte se tiene que armar de valor
para sacar a la propia Historia de su glacial silencio y mostrar cómo la
catástrofe no es algo por llegar sino algo que sucede todos los días.
La seriedad argumentativa y expositiva
que hemos señalado queda reflejada en lo peculiar de un método de investigación
estética del que solo cabe inferir una desacostumbrada profundización en el
armazón conceptual diseñado por el propio Benjamin.
Si lo común es fijarse en un fragmento de una historia para enhebrar desde ahí
una ficción que logre sacar a la memoria de su olvido y que, como hemos dicho, haga
hablar a las piedras, Romão procede
a la inversa: busca una secuencia lógica e histórica completa, la misma
secuencia que la historia y el tiempo se ha encargado de borrar y olvidar. Bajo
esta premisa, el montaje por él llevado a cabo no descontextualiza ninguna
narración canónica sino que trata de reconstruirla a partir de los vestigios y
las huellas que quedan. Si bien podemos señalar que lo más común es dislocar la
narración lineal que nos ha llegado para mostrar los momentos de so(m)bra que
la vertebran, para auscultar una lógica del sentido sepultada por la virulencia
de la razón del vencedor, André Romão
opta en este caso por, a la inversa, reconstruir la historia que nos ha llegado
fragmentada, troceada, casi borrada. Es decir: no recompone a partir de los
objetos residuales de un tiempo pasado, de los harapos y ruinas del pasado sino
que Romão busca las fuentes mismas,
la narración original.
En este sentido, su labor no es la del
coleccionista o la del trapero sino la de un serio arqueólogo: no busca una
dislocación de la historia que muestre la angulosidad poliédrica de una
narración que siempre tiene más de olvido ideológico que de certeza del pasado
sino que, al contrario, busca los textos fundacionales perdidos para volver a
reconstruir la historia, la misma –supuestamente– que se nos ha trasmitido. En
concreto, Romão busca los fragmentos
“perdidos” en varios museos del friso occidental del Partenón de Atenas y los
reanima a través de un montaje digital que los reúne de nuevo en una secuencia
lineal, en una narración que vuelve a
ser contada: los atenienses se reúnen otra vez y vuelven a desfilar juntos.
Lo que logra con este montaje, con
esta reconexión de la Historia, es más de lo que pudiera parecer: es un nuevo
amanecer. No es ya la remisión a una historia diezmada por una razón que
invisibiliza todo atisbo de derrota sino que enfatiza el carácter mítico del
sentido que toda Historia pudiera presumiblemente poseer. Porque, ¿qué podemos
llegar a saber frente a este video que rearticula un sentido perdido al mismo
tiempo que trasmitido? Frente a la nostalgia por un pasado fragmentado y
diseminado, ¿qué plus podemos sacar frente a la rearticulación de este nuevo
amanecer, de este nuevo desfile? Creo que ninguno. No hay nada en esta obra que
nos acerque más a los griegos, nada que tuviésemos que saber y que hasta ahora estaba
perdido. Es más, cada golpe de la batería de Quim Albergaria no es sino la constatación de un ritmo al que no
somos invitados.
Pero eso, sin duda, es el máximo
acierto de esta pieza: que la Historia no trasmite un saber, que lo que las
piedras nos dicen no es de orden epistemológico. La razón es que, como dice Reyes Mate, “lo realmente olvidado no
hay forma de recordarlo porque no somos conscientes de que lo tenemos olvidado
(…) El ideal de la redención escapa a la política”. Lo que nos dicen las piedras,
lo que cada historia lega al porvenir, es la certeza faústica de que, como
señala el poema de la hojita de sala, “otro fin del mundo es posible”: que no
hay más que un constante fin del mundo reactulizándose en todas las tragedias y
catástrofes que nos asolan a cada instante, que no hay más que un grito de
socorro que se trasmite de generación en generación, de civilización en
civilización, de tragedia en tragedia. Un grito que nos pone sobre preaviso de
que, como señalaba Benjamin, “que
esto ‘siga sucediendo’ es la catástrofe”.
Oír a las piedras, auscultar la
Historia, ha de significar modular la escucha para poder oír este murmullo
sordo, este aviso a navegantes. Oír a las piedras ha de significar proponer
otro saber, no ya el que nos diga cómo fueron las cosas sino cómo siguen
siendo, cómo continuamos afanados en la tarea de proponer otro final del mundo.
Esperamos un golpe de batería que escape de la lógica rítmica, que salte por
encima de ella y que nos sitúe frente a lo inacabado de nuestra tarea, de
nuestro legado: un golpe de ritmo que nos remita a un destino más alto que el
insertarnos dentro de un desfile que sabemos va a la derrota.
Estamos, en suma, a una distancia
infinitesimalmente lejos de los griegos: a distancia abismal pues sus Historias
nos son desconocidas pues no hay reconstrucción de la que podamos inferir un
sentido único; y a distancia al mismo tiempo mínima pues esa misma Historia de
la que podemos llegar a saber es, paradójicamente, la nuestra. Un mismo anhelo
auroral, un mismo deseo de que este amanecer sea otro.
Nosotros y los griegos o, en la otra
obra, los insectos y las esculturas de Henry
Moore o John Chamberlain –¿no
son nuestras esculturas también piedras que tendrán que hablar en un futuro?–;
la historia hacia atrás o hacia adelante, señalando la convergencia distópica
de un futuro catastrófico. Esta exposición de Romão nos interroga en profundidad: qué capacidad de diálogo
tenemos, qué capacidad para recoger el testigo de civilizaciones pasadas –qué
capacidad tenemos de resintonizar no con su presumible grandeza sino con la
ruina en que todo pasado se convierte–, y qué capacidad, también, de proponer
al futuro obras que en su devenir-ruina, en su catastrófica desolación, tengan
algo que decir a las generaciones futuras.
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