Marian Garrido |
LA CASA ENCENDIDA: 03/02/17-23/04/17
La entrada más leída desde hace ya años en esferapública.org, uno de los pocos portales web dedicados a la
crítica de arte, es un texto de Luis
Camnitzer –conferencia en un origen– titulado “La Enseñanza del arte como
fraude”. Allí el autor se explaya en dar cuenta de los errores de bulto en que
incurre la enseñanza del arte, cifrados éstos en ser copia de la promoción
científica y técnica que atañe al resto de saberes y cuyo resultado fuerza a
comprender el arte no como forma de expandir el conocimiento sino como medio de
producción: “de
esa manera, señala Camnitzer, lo que inicialmente
había sido ‘arte como una actitud’ pasó a ser ‘arte como una disciplina’, y
peor aún, ‘arte como una forma de producción’”.
Reducida en enseñanza
productiva –enfatizando el ‘cómo’ más que el ‘qué’ y el ‘para quién’–, el arte
se pliega a la promesa según la cual “la información técnica sirve para formar
al profesional y que después de adquirir esta información uno podrá mantener
una familia”. Es decir, básicamente “se puede afirmar que la enseñanza del arte
se dedica fundamentalmente a la enseñanza sobre cómo hacer productos y como
funcionar como artista, en lugar de cómo revelar cosas”.
Aún siendo imposible
en este breve texto señalar todas las razones para este acento desmedido en la
producción, sí que es cierto que en la base está el que esta política de
enseñanza artística –además, digo yo, de revelar las envidias y recelos del
conocimiento estético en relación a otras instancias cognitivas más valoradas
por la sociedad y por la ideología que la funda– tiene la capacidad de, a
través de un régimen de incluidos y excluidos, generar al mismo tiempo su
agente productor y su público, su mercancía y su mercado. Es decir: a través
del prerrequisito de un “paso por la academia”, el arte crea un nicho de
mercado con la capacidad de saturación necesaria para construir su propia
esfera, su propio edificio funcional.
Rosana Antolí |
Para ello, para ser
él mismo su propia maquinaria autogenerativa, queda la otra mitad de la tarta
del arte: los premios, los certámenes, las becas. Después de haber cumplido con
el rito iniciático de la universidad y haber completado currículum con un par
de másters, el artista ha de lanzarse a ser digerido en la gran máquina del
arte, a ser elevado a las cimas de la curriculitis o a ser, sin piedad ninguna,
expulsado del paraíso y ser condenado a vagar de miseria en miseria.
Señalo esto porque si
bien ya estaba en el ambiente hace tiempo –ver por ejemplo otro texto en esferapública.org acerca del devenir del
artista como concursante y, por ende, del arte en un Gran Hermano global–, el
texto de Marisol Salanova publicado
recientemente en Exit-Express ha
supuesto un repentino darse de bruces con algo que estaba ahí delante: el
sistema del arte como cárnica, como proceso endogámico donde “quienes entran al
ruedo están atrapados en un sistema que permite vivir de él una buena temporada
si, con suerte, juegan bien sus cartas, o que te expulsa al no-lugar de los que
superan el límite de edad sin haber pasado por ganador de este o aquel
certamen, provocando una terrible sensación de fracaso”. También Javier Díaz-Guardiola, escribiendo sobre esta edición de Generaciones y
de su hermana gemela Circuitos,
plantea esta misma situación comentando que “es que lo de las
becas y premios no da sólo pie a un nuevo tipo de artista, sino también a todo
un entramado profesional del que así mismo se hacía eco Salanova”.
Es
esta situación endogámica y autoreproductiva del arte, su saberse ya desde el
principio un eslabón más en una cadena que opera a ritmo frenético –¿cuántas
salas por llenar?, ¿cuántos premios por dar?, ¿cuántos másters por realizar?– la que hace que todas las propuestas merecedoras del premio Generaciones sean, en el mejor sentido
de la palabra, impolutas y perfectas. No hay riesgo ninguno en asumir que todas
las obras son ganadoras netas: entran en los parámetros del arte como un
calzador, se asientan en sus coordenadas como expertos ejercicios estéticos,
manejan el lenguaje con una precisión de cirujano. Nada dejado al azar, hay
como señala también Díaz-Guardiola
un poco de todo: de video, de instalación, de escultura. Y hay, siempre y en todas
ellas, la perfección maquínica de saberse la lección al dedillo: hay el
esfuerzo desmesurado por querer entrar en el sistema, de haber pasado por todos
los peldaños y escalones. Hay la seriedad de quién sabe que su futuro depende
de entrar en el régimen administrado que el sistema-arte impone.
Blanca Gracia |
Aunque
bien podríamos hacernos eco sobre todo de las dos piezas que más nos han
interesado –las de Rosana Antolí y Lorenzo
Sandoval– lo fundamental que queremos señalar, lo que consignan los
críticos más arriba citados y que aquí recogemos, no es tanto la negación de
tal o cual artista, de tal o cual premio, o de determinada orientación en los
estudios universitarios: el problema es que la retícula autoproductiva del arte
ahoga al propio arte, lo desancla de su vis insurgente y dialéctica. En este
sentido, Camnitzer señalaba que lo
pernicioso sobre todo de este engranaje sistémico es que anula precisamente el
potencial disruptivo del arte: ensayar con tomas de decisiones no ‘útiles’ al
sistema, probar con ejercicios de responsabilidad no filtrados como óptimos en
las expectativas de éxito y fracaso. Es decir: jugársela, probar, arriesgar.
Si
el arte es espejo duplicado de la sociedad en la que se inserta –cosa no del
todo cierta pero que vale para entablar ciertas analogías– es normal que esto
sea así. En nuestro mundo nada hay que escape a ser medido, catalogado,
serializado, domesticado. Ahora cuando parecía que la diversificación y la
diferenciación harían posible la creación de nódulos críticos, de conductores
alternativos con capacidad de ficcionar, de alternadores dinámicos capaces de
catalizar realidades alternativas, resulta que estamos –todos– cortados por el
mismo patrón: esforzándonos y dejándonos los cuernos por ser asimilados por el
sistema.
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