Cuando hace poco más
de un mes el artista israelí Shahak
Shapira mostró al mundo su obra Holocaust-Mahnmal
se armó, como dicen los apocalípticos, la mundial. Subidos al púlpito de lo
políticamente correcto, las voces que tildaban a la banalidad del turista en
busca de selfie como de “atentado
contra la memoria” no tardaron en hacerse oír. Para contrarrestar la pandemia
buenista, desde el otro frente se organizaba un discurso aludiendo a lo nefasto
de toda pose elitista y a, como Sergio
del Molino en El País para quien “cuando esos relatos se expresan en
piedra, pierden toda su capacidad de emoción y de empatía”, a cierto nihilismo visual.
Y lo cierto es que,
reducidos a su contexto, ambas posiciones pudieran ser perfectamente válidas.
Tantos los unos rasgándose las vestiduras –¿quién no ha caído en la tentación
de mirar por encima del hombro a aquel que ante la solemnidad del momento opta
por buscar en ello un momento de divertimento?– como los otros aludiendo a que
no hay contenedor alguno que pueda atesorar toneladas ingentes de memoria sin
deteriorarse, son polos de una dialéctica estética que tiene en las nociones de
representación y temporalidad la llave para dar y quitar razones.
Y es que la cuestión alude
al núcleo duro donde tiempo y representación se entrelazan en una determinada
configuración estética: bajo qué parámetros nos hacemos construir odres con los
que guardar la memoria de tantas catástrofes sin que se desperdicie una lágrima
y que, al mismo tiempo, el espectador se sienta apelado en su propia
interioridad, se sepa llamada a compartir una misma historia, se sienta
confiado a ser él también testigo de ese relato. De lograrlo estaríamos, sin
duda, ante un colosal triple salto con tirabuzón.
Pero mientras esto
–lo imposible– sucede, lo que toca es entrar a comprender la problemática de
las imágenes, sus contradicciones y las paradojas que asolan a todas las
estéticas de la conmemoración, del monumento o de la memoria, estéticas todas
ellas muy en boga dado que, como alguien dijo, si hay una figura clave en el
pasado siglo XX esa es la de la víctima.
De modo general, la confusión estriba en que
aun siendo cierto que ya ningún monumento erige en sí mismo una imagen mimética
del hecho o del personaje en cuestión, su lógica sigue operando en la misma
dirección que ese régimen mimético al que, solo aparentemente, se simula
superar. Una dirección en la que, como decimos, se subraya la dimensión
presentista, la dimensión contemplativa de un espectador que desde su
experiencia en el “aquí y ahora” debe de ser capaz de desentrañar toda una
duración temporal para quedar vinculado a ese otro que le apela desde la lejanía de su propio tiempo ya –quien
sabe si para siempre– perdido.
Pero más allá de
dicotomías insertas en el propio nudo del arte, el problema es de alcance ya
que al tiempo que toca los principios seculares desde donde el arte
contemporáneo opera, decanta la frontera infranqueable e intransitable que lo
separa y delimita de la religión. Diría más aún: en tanto que es imposible
deslindar al arte contemporáneo de su síntoma occidental, la frontera, más que
con las religiones –pues hay muchas, cada una con sus características y
peculiaridades–, se establece con el cristianismo.
Y me explico: las estéticas de la
memoria y del monumento, al no ser capaces de cortar su cordón umbilical con lo
que Rancière llamaría el régimen
mimético del arte –pues debe de mover una conmoción en el espectador, una
apelación y un sentirse vocado a cargar con la memoria de ese otro cuya historia está a un tris de
quedar olvidada–, tontea más de la cuenta con la creación de un ámbito de
sacralidad, de excepcionalidad fuera de la lógica común del quid pro quo bajo la que se mueve el
mundo profano. En esta labor, el arte enfatiza su sesgo litúrgico…abriendo así
al mismo tiempo la herida para su absoluto fracaso.
¿Qué
por qué? Porque, aún creando el decorado para la proclamación de una liturgia
laica, la representación que lleva a cabo no tiene en modo alguno las
características propias del sacramento litúrgico del cristianismo. Si en este
último el símbolo y lo simbolizado son lo mismo –no hay diferencia, ni material
ni estética, su propia realidad material es ya representación de lo que
significa, como por ejemplo y sobre todo en el Cuerpo de Cristo, o en menor
grado (pues no tiene realidad sacramental) en la Cruz–, en la representación
hay siempre una distancia que si bien simula ser infinitesimal (entre el
original y la copia), en el nuevo régimen estético desde donde opera el arte
contemporáneo ha de hacerse infinitamente grande (pues no debe haber finalidad
ninguna en la obra de arte).
Y es en esa
ambivalencia de regímenes –representacional y estético, según Rancière–, en el estar a medio caballo
de, por una parte, continuar con la lógica mimética que atiende a un
tiempo-presente donde el espectador pueda conmoverse y crear una fácil empatía
y, al mismo tiempo, dejar más espacio al espectador para que su devenir sea más
amplio que una simple confrontación realista de la representación con lo
representado, donde se corre el riesgo de que todo se vaya al traste. Es decir:
que el espectador pase olímpicamente de hacer “ese” movimiento estético que se
le pide, de cerrar la interpretación de la obra en la dirección correcta, de
movilizar un efecto radicalmente diferente al consignado por el autor como
óptimo.
Pero, ¿es que en el
sacramento no hay esta diferencia, quizá no llamada representacional pero sí de
algún otro orden? En absoluto, pues en el sacramento entra en juego la fe. Sea
cual fuere el estado emocional del fiel o incluso del celebrante, el pan
eucarístico siempre será el Cuerpo de Cristo. Sin embargo, para el turista, si
ese día tiene jaqueca, si no encuentra los resortes o, simplemente, pasa del
tema, le será imposible cerrar el sentido de la obra en la dirección válida
–cosa que por otra parte, y no hay que olvidar, es lo que ha ido a hacer allí,
¿o no? Por eso como decía san Pablo
solo hay justificación por la fe y por eso, como todos hemos comprobado, ser
turista es un espanto.
En conclusión, y aquí
es donde queríamos llegar: frente a la obra Holocaust-Mahnmal
solo caben dos comportamientos. O el de comportarse y tratar de hacer el
esfuerzo estético –y me atrevería a decir que también ético– de entroncar con
ese pasado sedimentado en términos de duración temporal en las piedras, o
comportarse conscientemente como un “terrorista”: crear un acontecimiento fuera
de la medida de la cortedad temporal de la representación presente, crear un
dispositivo espacio-temporal que invierta los flujos cronológicos.
Precisamente, esta es la labor del arte y para lo cual es pertinente referirse
al libro recién publicado de Graciela
Speranza Cronoficciones.
Pero lo que no es
lícito de ninguna de las maneras es esa tropelía de la sinrazón, la banalidad y
la superficialidad que cometen –que cometemos– los turistas en esa pulsión de
ver todo sin en realidad ser capaces de ver nada. Y lo decimos alejándonos de
toda pose elitista, sin entrar en esa paradoja dialéctica del connoisseur y del ocioso que tiene su
propio desarrollo. Lo decimos, más que nada, como único requisito desde seguir
dejando al arte contemporáneo que ensaye y lo intente, como requisito desde
donde el arte pueda respirar a pleno pulmón aún sabiendo que la suya es una
respiración entrecortada. Porque aunque está claro que siempre fracasará –pues
aunque logre crear un dispositivo que encauce temporalidades heterocrónicas
invirtiendo sus flujos diacrónicos, casi de inmediato caerá de nuevo en la
cotidianeidad del tiempo lineal cronológico– hemos de ayudar a crear la distancia
estética para que el arte siga operando. Lo decimos sobre todo porque aunque la
palabra autonomía no sea una buena idea para ningún ámbito, ni el del arte ni
el de la religión, es necesario ayudar a separar ambos territorios: porque ambos
nos dan una palabra –quien sabe si la misma– pero en diferente idioma, en una
lengua intraducible.
Decía Sergio del Molino que las piedras no
pueden hablar. Y ese es el error. Quizá no digan nunca esa última palabra que
se les pide, pero mientras no tengamos otra cosa, mientras también valoremos
que lo que nos tenga que decir el arte, aun en su balbuceo, es más que pertinente,
hemos de ayudar a que lo siga intentando. Porque al final solo cabe apelar al
desiderátum que parece, según Scholem,
que apuntó Benjamin: ¡si las piedras
hablasen!
La obra de Shahak Shapira, en definitiva, muestra
un mundo de sordos, que no entienden ningún otro lenguaje que no sea el de la
inmediatez del ahora, un mundo devorado en la vorágine de imágenes que –ellas sí–
no tendrán nada que decir. Sujetos sordos, Imágenes mudas, ese es nuestro
mundo.
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