JULIAN ROSEFELDT: DEEP GOLD
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 16/02/17-29/04/17
(texto original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Julian-Rosefeldt.html)
Hasta el día 29 de abril puede
verse en la galería Helga de Alvear la última película del artista alemán Julian Rosefeldt. Fiel a sus
planteamientos cinematográficos y a su querencia a entrar en diálogo con las
vanguardias, en esta ocasión ofrece una posible continuación a la película
surrealista “L’age d’or” donde el feminismo entra en liza delineando un mundo
onírico, fuera de las reglas de lo convencional, donde la sensualidad, el
empoderamiento de la mujer y la fragilidad del protagonista muestran algunas
verdades desde donde intuir la falsedad de nuestro mundo administrado pero,
también, del propio arte.
Lejos de loar sin más el trabajo
sobresaliente del artista muniqués, nos ejercitamos en comprender este doble
régimen de falsedad y de qué manera eso supone una estrategia válida para
asumir los esfuerzos de la vanguardia sin subvertirlos ni hacer de ellos meros
fetiches estéticos.
En uno de sus mejores
libros, José Luis Brea se preguntaba
“¿en qué sentido sería legítimo –suponiendo que en alguno– seguir hablando de
vanguardias, de proyecto vanguardista, a propósito de la práctica actual?” La
pregunta no es simplemente pertinente sino que desbroza a su paso todo un campo
que se suponía inmaculado y digno de veneración. Y es que aunque sin duda no
hay otra senda a recorrer para el arte que no entronque con algún impulso
vanguardista, el asunto está en que no basta con un mimetizarse con el paisaje
y recorrer por enésima vez caminos que ya sabemos trillados. Vanguardia sí,
pero desde la prerrogativa de que ello debe de significar inicio de algo y no simplemente
un fin de estación; vanguardia sí, pero teniendo en cuenta que del supuesto
disenso por ella auspiciado ya apenas queda algo que no haya sido conquistado
por los mundos de la vida y el capital. Vanguardia sí, pues como señaló también
Brea “sin el trabajo de la vanguardia,
el sistema del arte avanzaría calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia
su enrarecimiento, hacia su muerte por tedio”, pero sabiendo que la mayor parte
de su efecto hace rebote en un mundo-imagen que ha sido capaz de trocar la
provocación y lo no convencional en fastuoso espectáculo dentro del régimen
mediático en el que queda cifrada la realidad.
Desde este punto de
vista, enfrentarse críticamente con la obra del artista alemán Julian Rosefeldt (Munich, 1965) es un
asunto poliédrico y de angulosas esquinas. Porque si bien
es cierto que en sus obras no hay alusión ninguna a ese impulso vanguardista
comprendido como superación progresiva lanzada hacia una supuesta meta, si no
hay resto ninguno que nos hiciera pensar en su trabajo como senda utópica que
recorrer, también hay que recordar que pocas estéticas tan desgastadas y
asimiladas como la pulsión onírica del surrealismo o la lógica rupturista del
dadaísmo, instancias ambas desde donde el artista alemán cimenta su actual trabajo.
Sin embargo, queremos
pensar que el propio artista no es ajeno a esta problemática y que más aún se
sirve de ella para crear una red más tupida de contradicciones y la posibilidad
de tensar aún más si cabe el contexto actual de exhibición y producción del
arte. Es en este sentido de buscar una maximización de los recursos
problemáticos del arte desde donde cabe entender la querencia de Rosefeldt a mezclar registros,
temáticas y géneros cinematográficos, así como su cada vez mayor propensión a trabajar –sin cortapisas ni falsa modestia– desde una visión espectacular
de las imágenes, haciendo de su trabajo una continuación –¿provocadora?,
¿dialéctica?, ¿polémica?– con el showbusiness cinematográfico.
Y es que, en el
fondo, Rosefeldt sabe la única
verdad del arte: que todo es falso. Más aún: que la única verdad que puede
plantear el arte queda fundamentada en su radical falsedad. Es esta, pensamos,
una de las interpretaciones que se pueden dar a ese guiño autoparódico que nos
muestra en algunas de sus películas: el que al final se eleve la cámara y,
desde lo alto, haga una panorámica donde quedan registrados los camerinos, el
trampantojo de los decorados, los trabajadores de soporte y logística de la
película, etc. Teniendo en cuanta que ese no puede ser el verdadero backstage,
sus películas se cierran quizá con la única verdad que debe proponer el arte:
la de lo falso de su propia falsedad.
En cualquiera de los
casos, Rosefeldt se sabe ligado a
una historia del arte en la que se inserta y de la cual no se siente ni
continuador ni epílogo sino, simplemente, uno de sus más privilegiados interlocutores,
conocedor además de que todo diálogo que el arte quiera sostener debe de partir
de las únicas premisas vanguardistas dignas de tenerse en cuenta: que más que
lanzarse al logro idealista de estabilidad y consenso, el arte debe abogar –volviendo
otra vez a Brea– por “introducir la
disensión, a desplegar una actitud de beligerancia frente a lo recibido, frente
a su academia”, siendo en esta línea de trabajo –de generador de disenso,
desconcierto y desorden– donde “la vigencia de su trabajo es absoluta e
irrenunciable”.
Desde este punto de
vista, cabe pensar que el diálogo que el artista muniqués establece con sus tradiciones
artísticas no va en la onda de ayudar a crear un ideal dialógico regulativo ni
a subirse en esos hombros de gigante que siempre parecen ser los de nuestros
mayores, sino a sembrar la historia del arte de paquetes-bomba que al explotar
en los ojos del espectador subrayarán el sesgo simulacionista y radicalmente
falso de las imágenes del arte. Es decir: sacarán a escena una verdad diferente
a aquella con que nos consolamos en una visión placentera que tiende a reducir
el arte a una serie de logros bellos, de hitos glamurosos. Dicho de otra
manera, muestra la fetichización ideológica de la que el arte participa
vehementemente para, desde ahí, mostrar por elevación dialéctica la verdad del
arte, su carácter de artefacto visual que, en tanto que falso, se ofrece como
ejercicio de resistencia a esa mecánicas administrada de la imagen espectáculo
que se autoproclaman como límite y razón del mundo
Así ha hecho por
ejemplo con su recurso al famoso cuadro de Caspar
David Friedrich El monje frente al
mar en la película American Night
o en su último gran trabajo, Manifiesto,
donde elaboraba trece monólogos –todos ellos interpretados por Cate Blanchett– a partir de fragmentos
de los más famosos manifiestos del arte vinculados a vanguardias como el
Futurismo, Dadaísmo, Situacionismo o Suprematismo. Y así hace en esta ocasión
donde, valiéndose de la recurrencia a la película L’age d’or de Dalí y Buñuel, nos devuelve al mundo onírico
del surrealismo y a su supuesta capacidad rupturista con una realidad policial
que dispensa capacidades e identidades según más conviene para modelar un
alegato feminista en torno a esa lógica de las identidades tan querida por el
arte contemporáneo actual.
Yendo al planeamiento
de la película, ésta se inserta sin fisuras dentro de la propia L’age d’or cuando el protagonista, Gaston Modot, enloquece en su
habitación y se precipita envuelto en plumas por la ventana, cayendo al sueño
onírico que es la propia película de Rosefeldt.
Allí, deambula perdido en un mundo fuera de las reglas de la realidad ante la
emergencia de mujeres empoderadas en la potencia de su propio cuerpo acentuando
la propia medianía y debilidad del protagonista.
Pero el truco está,
pensamos, en su misma toma de partida: ¿no es consciente nuestro artista de que
uno de los campos preferidos por el capital para implantar su dogmática
economía de lo sensible es aquel donde se construyen nuestros sueños y nuestras
capacidades de goce? Más aún: ¿es esta femineidad la que él propone, construida
como polo emergente frente a un hombre bobalicón, perdido en los efluvios de la
sensualidad del cuerpo y los sicotrópicos, y poco menos que agilipollado? Nada
es tan sencillo que quede cifrado en una lógica cortoplacista.
La respuesta es que Rosefeldt, pensamos, es un genio del
despiste: nos da para quitarnos y el mejor espectador de sus obras no es aquel
que queda subyugado en sus imágenes y descubre una verdad –estética, social, política–
a perseguir, sino a aquel que descubre el embolado paradójico de todo este
embrollo y el hecho de que por mucho que uno lo intente no hay más asideros
frente a la realidad que un haz de contradicciones, simulacros y apariencias. Quizá
no sea ésta sino una de las pocas maneras de ser fiel al impulso vanguardista:
no eludir la inviabilidad de sus presupuestos, constatar que el arte ha de
apostar por un continuo desbordamiento-rebasamiento de su propio lugar, subrayar
que el programa de licuado del régimen representacional lleva en su seno un germen
patológico de irremisible fracaso.
.En este sentido, Rosefeldt acoge varias de las líneas de
tensiones que atraviesan el mundo contemporáneo en torno a la identidad y la
sexualidad para pasarlas todas ellas por el tamiz vanguardista del surrealismo.
El resultado es sumamente teatral, barroquizado en extremo y diluido en una pose
kitsch que dota a sus imágenes de una fina pátina de polvo y desgaste. Pero esa
verdad, entrelazada en la lógica disruptiva de la vanguardia, consigue que como
réplica nos percatemos también de la falsedad de nuestro propio mundo. No es,
en suma, la constatación de un mundo preciosita –el del arte– frente a la sordidez
de nuestra realidad: es más bien el desvelamiento de dos imposturas. Así, donde
estriba la gran capacidad de este artista es en intuir que esa es la única
manera de trasponer las vanguardias y en particular el surrealismo a nuestro
mundo perfectamente administrado.
En definitiva,
continuidad y ruptura, construcción y destrucción, verdadero y falso, tradición
y novedad: son estos los antagonismos de base que Rosefeldt construye y desde donde despliega con toda su potencia un
discurso estético capaz de plantear la verdad del arte.
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