Está claro que una de
las estrategias del sistema hipermediático actual es tirar la piedra y esconder
la mano. O, lo que es lo mismo: lanzar el anzuelo para que entre unos y otros
nos devoremos sin saber muy bien porqué, anquilosados en unas posiciones ante
las que no cabe más que la frialdad de las buenas maneras. Con esto quiero
decir que si el arte ha de servir de detonante para que la chispa crítica
prenda en el complejo social de una u otra manera, una labor que tiene que
hacer previa es limpiar de polvo y paja la esfera pública en la que se
establece el debate. Con ello no quiero aludir a ninguna prioridad en temas ni
a ningún elitismo sino, simplemente, a que los agentes artísticos han de tener la
brillantez para poner encima de la mesa asuntos de verdadera relevancia y no
aquellos otros que de vez en cuando nos lanzan los juegos de manos telemáticos
de la realidad administrada para que nos desgastemos en poner el cascabel al
gato.
Dicho todo esto, no
tengo reparos en hacer público que yo soy el primero en contradecirme: la obra
de las ovejas y la fuente de Duchamp
del artista Boyer Tresaco no puede
ni debe llenar un solo instante de una tarea –la del arte– que todavía tiene
todo por hacer. No obstante –y como, insistimos, no nos duelen prendas en ser
nosotros quienes nos desdigamos– el hecho de que (casi) toda la crítica que se ha
podido leer alude a las condiciones de maltrato animal en que se ha incurrido,
me parece pertinente desmontar la instalación desde un punto de vista meramente
estético, donde quepamos todos aquellos –entre los que me encuentro– que no
somos capaces de sintonizar demasiado con ese pretendido maltrato.
Pero, pertinente,
decimos, ¿por qué?, ¿porqué llenar un par de cuartillas acerca de una obra de
la que ya hemos dicho no merece emborronar la plaza pública donde el debate
estético-político debe continuar sin dilación ni interrupción alguna? Porque
creo que escenifica uno de los síntomas más repetidos en la actual práctica artística
y porque el “centenariazo” de la Fuente
puede ser momento idóneo para desenmascarar tales estrategias.
Entrando ya
directamente al trapo, sería bueno empezar diciendo que el arte es desde
siempre la escena de un crimen. Si en regímenes estéticos anteriores –mimético
o representacional– la escena se contemplaba desde fuera, desde el romanticismo
se fue teniendo conciencia de que lo suyo sería meterse dentro de la escena.
Este anhelo se consumó, para unos, con las vanguardias o, para otros, con las neo-vanguardias.
O, dicho de otra manera: con Duchamp
o con Warhol.
En cualquiera de los
casos, se entró en la escena para constatar lo que ya era una verdad a voces:
que el cadáver había desaparecido. Es decir: que no había nada que investigar
ni ningún secreto que revelar. Y este es el gozne desde el que las diferentes
interpretaciones a este punto de no retorno salen a la palestra y donde el
confusionismo entra en liza en la más reciente historia del arte. Porque no es
lo mismo pensar –y actuar– desde el primado warholiano que desde el pontificado
duchampiano. Y porque, más grave aún, no suele dar buenos resultados mezclar
ambas “creencias” pues al mixtificación (y mistificación) que se genera lleva a
verdaderas boutades como la que nos
ocupa.
Duchamp y Warhol sitúan
al arte frente a su acabamiento –cierto acabamiento de una determinada
narración del arte– pero el problema está en que aunque la Fuente sigue
manteniendo su seducción, la interpretación de Arthur Danto a las Cajas de
Brillo es el silencioso invitado en la feria del arte contemporáneo. En
este sentido, y aunque las ideas del teórico norteamericano no son de las más
valoradas, sin duda que sus efectos –de pluralidad– sí son seguidas a pies juntillas.
De manera harto sucinta
la teoría de Danto puede resumirse
en que el ser de la obra de arte es su significado, al cual se accede empleando
una teoría del arte capaz de desentrañar este significado que la obra de arte
encarna y que viene dado, artísticamente, en forma de metáfora. Danto llegó a
esta tesis cuando en 1964 fue a una galería de arte y quedó extasiado al
contemplar las Cajas de Brillo Box de
Warhol indiscernibles de las que se
vendían en el supermercado. Desde esta iluminación profana, el bueno de Danto
se lio la manta a la cabeza y conjugando de forma extraña esa visión analítica
que hasta entonces le había caracterizado como filósofo de la historia con
Hegel dio en la tecla para de buenas a primeras encumbrar a Warhol en genio de la filosofía y de
paso concretar el final de arte. El propio Danto
señala que “la cuestión principal que hizo de las Cajas de Brillo algo tan
excitante para mí fue, en cualquier caso, por qué eran obras de arte, cuando
los paquetes de Brillo a los que se parecían tantísimo eran simple paquetes de
estropajos de la marca Brillo”.
Con la entrada de la
Caja de Brillo Box en la galería –en la institución arte- sucede que por fin el
desarrollo histórico del arte alcanza a su concepto: por fin ambos, esencia y
existencia, se equiparan e igualan. El hecho de que dos objetos, indiscernibles
el uno del otro, tengan la capacidad de ser uno incluido dentro del arte y otro
no, remite a que ya no queda nada por hacer, a que el desarrollo del arte por
fin a alcanzado su cúspide: a que el arte ha alcanzado en su desarrollo histórico
su propia autoconciencia. Vicente Jarque
lo explica así: “lo que Danto viene
a sostener es que, en la medida en que el arte ha alcanzado el punto en que su
existencia ha pasado a involucrar su propio concepto y queda descartada su
definición en función de ninguna clase de rasgos sensibles o cualidades
estéticas, no solo se superan todas las teorías anteriores (en cuanto que
fundadas en un arte aún no desplegado hasta ese límite insuperable), sino que
su esencia puede considerarse por fin revelada
de una vez por todas”.
Y es en este punto
donde todo viene a descarrilar de lo que parecen ser las afianzadas vías
históricas del arte: porque, de aceptar estas tesis de Danto, ¿cómo continuar la historia del arte? El propio Jarque señala que “de hecho, lo que al carácter
ultimado del arte le corresponde es,
como insiste Danto, una filosofía detenida.
Pero esa detención, en la medida en que implica la negación de la posibilidad
de una futura trasformación ya no del arte mismo, sino de su concepto, no se
limita a constatar la imposibilidad de nuevas narrativas autónomas del arte,
sino que confiere a las ya cumplidas una condición absoluta que se impone a la definitiva contingencia con que se
nos presenta el pluralismo que
les sucede”.
Es este, pensamos, un
resumen perfecto de la confusión teórica de muchas prácticas artísticas que no
saben muy bien a qué carta quedarse pues, sabiéndolo o sin saberlo, hacen suyas
las tesis del filósofo analítico. Este hecho, implícito y dado de facto, supone
una comprensión de la historia del arte post-warholiana como una horizontalidad
sin horizonte, una retahíla de narrativas e interpretaciones donde el único
punto de anclaje es el fin de la Modernidad: con el genio filosófico de Warhol el arte elimina todo resto de
diferencia ontológica y adviene a ser, por fin, pura filosofía señalando así el
fin de la historia del arte al tiempo que inaugura un pluralismo radical que
hace que sea imposible concebir una gran narrativa.
Y es ahí donde se sitúa
Boyer Tresaco: en una idea de un después del arte como un mero después del relato del arte, en un
quéhacer artístico como un dar vueltas una y otra vez, en ese pluralismo que
hemos señalado, al relato que ha concluido en el final del arte. Entrando a
patadas en esa escena del crimen que es el arte, no se le ocurre otra que
contarnos la misma historia pero creando un pequeño desplazamiento con el que
poder decir, él mismo, ¡eureka, ya sabía que no había ningún cadáver!
El error por tanto de
esta instalación no es la de utilizar animales –cosa que, tampoco sobra decir,
es de todo punto innecesario y que subraya aún más el carácter impostado de la
obra– sino el hacer explícito la confusión de la narración histórica del arte
sobre la que trabaja: por el hecho de erigir en un pedestal la Fuente de Duchamp ya cree que está hablando de ella cuando lo cierto es que
nada más lejos de la realidad. Está hablando quizá de todo menos de ella. Dicho
esto, lo más sensato que se puede decir del asunto es que el artista no sabe
muy bien de lo que está hablando o, como poco, no sabe muy bien qué quiere
decirnos.
Pero, ¿no nos estaremos
ensañando con una obra de la que a priori estamos ya calificándola de mediocre?
Creemos que no pues aunque lo cierto es que la idea del “fin del arte” es una
constante en muchas teorías del arte, todas ellas son capaces de virar en
redondo para proponer una continuidad cifrada en el sesgo político con que
desde Benjamin carga el arte. De
este modo se considera que el arte nunca podrá sobrevivir como tal, ni siquiera
posthistóricamente, a no ser que se trate de algo que merezca ser
prioritariamente considerado desde el punto de vista del proyecto de
emancipación del ser humano, un proyecto que ya no puede ser el sustentado en
los derruidos pilares de la Ilustración sino que debe de tomar pie en esa
irrevocabilidad de acabamiento con que carga el arte y al mismo tiempo en la
necesidad de, pese a todo, continuar.
Por ejemplo, si Adorno puede merodear la cercanía del “fin
del arte” en términos parecidos a los de Danto
–cambiando únicamente la eliminación ontológica de este último por la
irrefutable autonomía hacia la que para el filósofo alemán camina el arte–, sin
duda supera el planteamiento mediocre de Danto
al separarse de las redes de Hegel
y, fiel al impulso negativo del arte, comprender que “il faut continuer”: una
continuación que evita que la autoconciencia que el arte alcanza culmine en una
plena iluminación de sí mismo, sino que más bien alumbre en la conciencia un
cierto sinsentido, o mejor, una confrontación en la perplejidad más absoluta.
Allí donde se esperaba la claridad, aparece una noche oscura. Mientras el
progreso conduce a Auschwitz y a la consagración de la ciega ‘razón
instrumental’, el arte históricamente confrontado por la catástrofe se
manifiesta como la imagen precisa aunque inconsciente del sinsentido.
De
todo esto, en la obra que nos ocupa, no hay nada. El sinsentido que de ella
emana no tiene ninguna capacidad de mostrar los esquejes de la dominación del
hombre por el hombre sino que entra de ello en esa frusilería con que una pluralidad
de estrategias llenan la narración del arte después de su –dantoniano–
acabamiento. El “fin del arte” que las ovejas cantan no es sino la marcha
militar de un arte normativo, nihilisticamente post-histórico, granjeado en lo
reaccionario de su propia iniquidad.
Pero, y por último,
¿cuál fue el descubrimiento de Duchamp?,
¿qué senda inaugura la Fuente? No
sabemos si las circunstancias, su talento o la más sorprendente de las
casualidades, hicieron que el descubrimiento del ready-made superase por mucho
a todos los demás intentos vanguardista que, de una u otra manera, acababan en
el callejón sin salida de las antinomias idealistas –¿hasta qué punto una
representación que no represente?, ¿hasta dónde un solapamiento de la vida y el
arte?, ¿hasta dónde no-ver lo que de alguna forma ha de verse?, etc.
El truco del ready-made
es que todo está a la vista: no hay nada que saber ni ninguna clave
interpretativa. Se entra en la escena del crimen que hemos dicho es el arte con
el único saber posible: que está siendo engañado, que el cadáver no está. No es
–terminando por aniquilar la teoría de
Danto– ninguna metáfora. Paradójicamente lo que esto logra es que el
secreto esté siempre oculto: es decir, que no se llegue a ninguna conclusión, a
ningún significado. La presencia del sentido está siempre ausente, a la espera
de un momento más, de una interpretación más, de un instante más donde,
definitivamente, se vea la trampa del juego y todo caiga bajo su propio peso.
Pero sin embargo ese momento no termina de suceder nunca: ni aunque se condene
a la Fuente como boutade sin
parangón, ella seguirá manando un sentido siempre derivado, seguirá esperando
el momento de plena revelación.
La Fuente autoproduce su propio campo de escritura donde esta deviene
infinitamente en una búsqueda de significado que nunca acaece plenamente. El
mecanismo del ready-made no se aplica en hacer trasparente el mundo sino, más
bien todo lo contrario, a sumirlo en un indiscernibilidad perpetua, en una
tensión de significancia nunca resuelta ni descifrada plenamente. La Fuente es una máquina de producción de
interpretaciones infinitas, una máquina de diseminación de un sentido siempre
desplazado. Lo que descubrió Danto que
hizo Warhol con una caja Brillo ya
lo había hecho Duchamp con el mundo entero:
una máquina de reterritorialización del sentido
El secreto de la Fuente está a la vista pero, pese a
ello, lo paradójico, lo que determina el nuevo régimen del arte, es que no hay
posibilidad de concretar su sentido, su propio secreto: ¿es una fuente que es
un urinario que es una obra de arte?, ¿es un urinario que no es una obra de
arte dentro de una exposición de obras de arte? No traten de ensayar ninguna
posibilidad como única, no traten de descubrir un sentido como el dado: la
Fuente nos muestra un campo de absoluta de ilegibilidad, el del propio arte.
En esta situación, y
como hemos apuntado al principio, cualquier interpretación es la correcta,
cualquier acto de habla en relación a la Fuente es la más pertinente: es el
espectador quien debe cerrar –temporalmente– el círculo, quien sella
–parcialmente– el proceso itinerante de significancia. Y todo porque no hay
sino misreading forzados por un
significante que siempre elude su cita y que fuerza al significante a crear por
sí solo algún efecto de significancia.
Claro que aquí llegamos
a la mayor dificultad teórica que esta obra puede plantearnos: ¿quién dice que
lo que las ovejas cantan no puede –no debe– ser dicho?, ¿quién dice que su balar
no es arte cuando al mismo tiempo estamos diciendo que la Fuente vehicula la posibilidad de cualquier decir? Quizá la escena
que abre Duchamp sea la caja de Pandora
donde todo discurso puede por fin ser dicho: pero la cuestión es que aunque
pueda ser dicho no debe ser dicho. Es un perfecto anacronismo estar situados en
la atalaya de nuestra contemporaneidad y valernos de la Fuente de Duchamp para
hacer balar a una oveja cuando lo cierto es que hay muchas otras cosas que
deben ser dichas: mucho dolor, mucho sufrimiento, mucho sinsentido…, mucha
noche aún que pasar antes de arribar a una nueva aurora.
Si esto es así, y
aunque sin duda pueden estar acertados en parte, no incurren en muy diferente
error quienes ven en tal obra solo el maltrato animal cuando lo cierto es que
es un maltrato prioritariamente a toda la humanidad: quizá sea de modo objetivo
la oveja la que sufre, pero el desprecio del artista por la condición humana es
mucho más garrafal pues utiliza el altavoz que la escena duchampiana le otorga
para hacer, simplemente, balar a unas ovejas.
De este modo queda
probado que la escena de las ovejas es deudor de una noción de acabamiento del
arte totalmente conservadora, que hace pasar como divertimento lo que para nada
debe de servir como causa del arte. Es de la Fuente de donde mana una topografía desplazada y en deriva donde
arte y no-arte, objeto encontrado y obra de arte, autoría y accidente, bifurcan
una significancia itinerante que delinea en cada intento de aproximación las
coordenadas propias de acción del propio arte. Cada espectador, tratando de
averiguar el secreto a la vista de la Fuente,
no está haciendo sino reconstruir el campo de acción del arte: un campo siempre
diferente ya que en cada intento de lectura el propio espectador modula el
espectro de lo posible del arte, en cada intento de comprensión el espectador
desmantela el entarimado propio del arte para promover en el mismo instante
otro alternativo, igualmente sin respuestas, formado únicamente por puntos de
fuga, por alternadores de retoricidad. Pero todo esto con una salvedad: todo
decir que puede ser dicho en la ausencia de un sentido nunca pleno sino que se
mantiene silencioso, manando invisible de la propia boca de la fuente, tiene
que estar a la altura de las circunstancias, unas circunstancias –las nuestras–
donde nuestra vida es estafada y ninguneada, y donde nuestro destino apenas
levanta un palmo de la burocracia ornamental en la que estamos sumidos.
y8g
ResponderEliminarmuchas gracias bro me sirvió mucho
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