miércoles, 11 de abril de 2012

HANS HAACKE: EL ARTE FRENTE A SU DESTINO


HANS HAACKE: CASTILLOS EN EL AIRE
MNCARS: 15/02/12-23/07/12


Una de las interpretaciones más comúnmente aceptadas entre los connaiseurs, comúnmente errónea pero por la que todos hemos transitado alguna que otra vez, es que el arte es el lugar privilegiado en el que se dan las contradicciones que forjan nuestra sociedad. Y si digo equivocada es porque uno tarda en percatarse que la producción artística es una más de las producciones racionales que vinieron en convenir la construcción de una sociedad y un nuevo sujeto allá por los arbores de una nueva época adjetivada como de Modernidad.

Pero lo cierto es que, no ya solo el arte –la producción artística- sino que ninguna de las instancias vertebradoras de lo social funcionan por disolución dialéctica de opuestos. Si la impronta hegeliana en la Historia está tan acentuada que es imposible borrarla, si los marxismos –y en general todos los ismos- se construyeron bajo la hipótesis de que llegará un momento en que toda la sociedad resolverá sus contradicciones –de modo particular, en el triunfo del proletariado-, hoy en día sabemos que, como Deleuze dejó escrito, toda sociedad se estrategiza, se deslocaliza a ritmo de reterritorializaciones, de fuga de flujos libidinales en una determinada dirección. Las intuiciones proféticas de Adorno en relación a una razón mitológica y negativa dieron pie a toda una serie de interpretaciones que tuvieron en lo inconsciente (Freud), en lo logocéntrico (Derrida), en una pulsión traumática hacia el abismo del Otro (Lacan), su razón de ser y que vinieron a desembocar en esta sociedad fragmentada y disruptiva donde el poder de la mercancía-imagen refulge con el destello aurático capaz de traer para sí todo el caudal mnemotécnico del instante-ahora. En definitiva, la razón funciona de manera muy distinta a esa panacea de la síntesis como modelo disciplinario de aunar el progreso, la historia y nuestro destino final.

Si bien es cierto que esa interpretación que hemos apuntado del arte como lugar de resolución de las contradicciones que habitan el núcleo de una sociedad son ya desechadas -muy a pesar de esa égloga mitológica que recae todavía sobre la figura totémica del artista-, no es común que la práctica artística explore las posibilidades estéticas de la gran fisura que habita en el corazón del arte: si el arte es una práctica ilustrada, si a pesar de quedar remitida –desde Kant- a una finalidad sin fin, es imposible que dicha finalidad no se escore hacia el escorzo que señala la funcionalidad del objeto-mercancía, ni tampoco se pliegue a los dictados de una escenificación suntuosa de la pulsión traumática que señala todo deseo y entre –la obra de arte- dentro de la lógica económica de las transacciones, del simulacro libidinal que decanta el valor de uso y de cambio según reglas espectrales.


Si bien lo común es que la práctica artística se inserte dentro de los excesos que genera el capitalismo, pocas veces, o casi ninguna, el hacer artístico señala justo ahí donde el mercantilismo y la excelencia artística, el blanqueo de dinero y la beneficencia, convienen en aunarse para enmascarar interese espurios con la máscara del ilustrismo y el glamur del arte contemporáneo. Y es que, en el avance y conquista a manos del capital de parcelas de mundo ajenas al poder de la mercancía, el arte sucumbe una y otra vez a esa fantasmagoría libidinosa que destella y refulge con el poder de la mercancía. Si la estética –desde Adorno hasta ahora- se entiende como estética de la resistencia es precisamente por esta lógica maquínica tan querida al capital que hace impotente cualquier destinación utópica para el arte, cualquier atisbo de ruptura con el régimen disciplinario dispuesto por la lógica del simulacro hipercapitalista.

Y es precisamente ahí, no ya en el ejercicio impotente de resistencia, no ya en transigir con el esperpento y sacar fuerzas de flaqueza, no ya en hacer bueno la mecánica del capital para extraer excedentes de sentido y de significación, sino en el difícil territorio que señala la confabulación que arte y mercancía se traen entre sí donde Hans Haacke se sitúa.

Heredero de las formas conceptuales, Haacke utiliza todo tipo de registros para dar cuenta de los oscuros intereses con los que a menudo el arte se vincula: enriquecimiento, trasvase de fondos de capital, blanqueo, especulación, etc, además de hacer claro cómo toda obra de arte queda inserta desde su mismo acta de nacimiento en las lógicas más fantasmales de la plusvalía, la revalorización y la inflación.


El MOMA, la tabacalera Philip Morris, la marca Saatchi & Saatchi como mecenas que mezcla arte y negocios espurios, el mecenas del Museo Ludwig de Colonia –Peter Ludwig, el maestro chocolatero- como una buena muestra de injerencia de intereses privados en el obviamente nada idílico panorama del arte, la mano “invisible” que mueve los hilos de la economía, etc: Hans Haacke hace énfasis en documentar los procesos sociales que se injertan en la producción artística cuestionando de manera soberbia las relaciones que se establecen entre los agentes económicos, culturales y artísticos.

Si Perniola habla de un arte en la sombra, si Sloterdijk comenta como el arte se retrotrae sobre sí mismo esperando su momento, si Adorno condena al arte a un mutismo insondable habida cuenta de los procesos de mercantilización que le rodean, si las tesis ontoteleológicas de Heidegger pueden verterse hacia el arte de modo que el nihilismo que rodea un arte hiperinstitucionalizado e hipermercantilizado propicia una ‘nada’ como posibilidad última de alumbramiento, si la estética de la resistencia pareciera desbordada por la sociedad del espectáculo y la pantallocracia, Hans Haacke pareciera reunir en torno a sí elementos dispares de esa tectónica de placas a la que remite una práctica artística interesada, sesgada y eminentemente mercantilista para trazar piezas que muestran de manera perfecta la conjunción de intereses que vienen a hacer imposible el cumplimiento efectivo de cualquier misión para el arte y, por ende, la teorización del arte como algo actualmente oculto, callado, a la espera de su momento.

Es decir, la situación del arte sabemos todos cual es; pero el hacerlo tan palpable, hallar incluso de dicha situación todavía aún un sustrato artístico de imponente caudal demuestra bien a las claras que las cosas no cambiaran: que el tejido económico que da fuste al arte contemporáneo seguirá utilizando al propio arte como treta ignominiosa y que, por otra parte, aún en el peor de los casos todavía será siempre capaz de hallarse –aunque sea a costa de esta mascarada inaceptable- un ahíto de fuerza en aquello que venga a comprenderse como arte. Ahora bien, la pregunta será que, dada esta situación, se hace ya inexcusable dejarse de sandeces e inocentes posiciones estéticas, coger al toro por los cuernos y tomar como materia artística esa imposibilidad para el arte, ese no-ser nunca el arte en su verdad, ese quedar siempre a rebufo de multitud de intereses poco éticos.


Si, y en relación con la pieza del propio Haacke para la propia exposición -“Castillos en el aire”-, el arte contemporáneo halla emplazamiento en una burbuja que, a diferencia de la bursátil e inmobiliaria, nunca estallará –imposible que lo haga cuando las propias mercadotecnias del enmascaramiento se han convertido en espectáculo artístico, véase Damien Hirst-, esta situación no debe de indicarnos la imposibilidad ya fehaciente de toda práctica sino más bien, y el ejemplo es el propio Haacke, la capacidad siempre disruptiva y de denuncia de un ámbito de la producción humana que aún en los peores momentos -¿o habría que decir gracias a ellos?- señala la trampa, la pantomima y la martingala de una sociedad que late al unísono de lo bobalicón.

En definitiva, y aún siendo claro que el discurso estético a de dejar a un lado los planteamientos metafísicos en relación a nociones como ocultamiento, verdad o esencia, el hacer de Haacke nos demuestra que la confabulación de los intereses económicos con el arte contemporáneo como modo y medio, barato y efectivo, de hallar relumbre social a golpe de blanqueo de capital, además de ser un momento efectivo de la historia del propio concepto de arte, le conviene sobremanera ya que demuestra la capacidad de este ámbito llamado estético para dar cuenta de una libertad creadora para la que es imposible poner barreras.

¿A cambio? Que el arte se tome a sí mismo en serio, que sepa de su condición de instancia privilegiada, y deje de autosermonearse con discursitos de niño mimado, de niño problemático al que no se le hace el suficiente caso.

Hace unos días Martí Manen escribía en 'salonkritik' un atinadísimo texto en relación a las relaciones entre arte y mercado. Ahí ponía el ejemplo de las nuevas relaciones en que había entrado el Tensta Konsthall –centro de arte sueco- con Bukowskis, la casa de subastas más importante de aquel país y propiedad de la familia Lundin, gente de petróleo y actuaciones más que dudosas en Etiopía. Conclusión: “el contexto artístico descolocado, las galerías enfadadas, los artistas que no saben cómo posicionarse”. La entrada de una fuerza económica tan desmesurada en el mercado-arte hace que éste quede oculto, sedimentado y descentrado por las nuevas tensiones relacionales que propicia un boom económico y simulacionista tan potente como puede ser el que atesora la familia Lundin.

Protestar, clamar por formas más democráticas de darse el juego de relaciones que construyen el ámbito artístico…, pero también saber que aún así el arte debe ser fiel a sí mismo y a su destino.

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