miércoles, 3 de noviembre de 2010

PIPAS EN LA TATE: A PROPÓSITO DE JOSE LUIS BREA


AI WAIWAI: ‘SUNFLOWER SEEDS’
TATE MODERN GALLERY

En uno de sus últimos textos, “Nuevas economías del entretenimiento: el ‘efecto Tate’”, José Luis Brea tomaba la Sala de Turbinas de la Tate Gallery para mostrar cual es la actual lógica que rige el mundo del entertainment cultural. Tal lógica quedaba cifrada en la invitación que se le hacía al visitante-turista a un fracaso: el de su propio entretenimiento.
Amparada en dos lógicas simétricas, aquella que le invita a asistir a eventos culturales como promesa de entretenimiento, y aquella otra dinámica por la cual, casi al instante, se reconoce como solemnemente aburrido en su ‘experiencia artística’, la industria cultural ha devenido en la actualidad un simulacro de saber y de poder que tiene en una ideología, la estética, su arma más poderosa.
Incluso Brea dictamina que la calidad de la obra, de lo allí expuesto, toma el baremo de la capacidad que ésta tiene para “fracasar suficientemente en entretener”, al tiempo que ha de inducir en el público la impresión de que “no lo es -entretenimiento –porque no quiere serlo”, de igual manera que es precisamente en ese no-ser-entretenimiento donde “se agazapa la clave que le conduce hacia un saber –hacia una inteligencia del sentido- de superior altura crítico-política”.
En el límite, está la obra de Miroslaw Balka; en ella, sigue Brea, “el efecto de autocuestionamiento no se dirige a ningún operador externo sino que es reconstruida minuciosamente como el propio objeto de lo mostrado: digamos que lo expuesto es únicamente la misma lógica de la mostración/ocultación a lo que allí sucede queda sometida”.
Es decir, y en pocas palabras, después de ser sometido el ciudadano medio a un torbellino de informaciones sobre lo suntuoso de la cosa –la cosa es la cultura, lo artístico, ese ámbito de lo aún elevado a tótem elitista que separa a los que saben de los que no saben- descubre, dentro de un ensimismado cinismo abotargado, que nada le ha sido devuelto como recompensa a su esfuerzo. Vamos, que se ha aburrido soberanamente.
Y hacía ahí, hacia el desenmascaramiento de las complejas formaciones discursivas que prometen precisamente aquello que más tarde niegan, es hacia donde se ha de dirigir una crítica solvente, una crítica que desenarbole el primado de la actual, en palabras de Rancière, ideología estética. Desmantelar críticamente el entrando de saber/poder que rige hoy en día el mundo de la cultura para producir unas subjetividades no encauzadas en el redil del onanismo hedonista que no es más que un fútil e impotente “verse pasar”, hacer patente la necesidad otra de construir espacios de autoreflexividad donde el espectador se sepa parte activa y vinculante: esa y no otra ha de ser la labor de la crítica y, por ende, del propio arte.
Si Brea traza una línea de pensamiento crítico que va del tobogán de Carsten Höller –demasiado triunfante al ser demasiado obvio que era entretenimiento- al cubo negro de Miroslaw Balka, la actual obra allí expuesta, “Sunflower Seeds” de Ai Waiwai, no vendría sino a ser el epílogo perfecto para un discurso crítico tan certero como siempre.
Un mar de pipas, toneladas de pipas amontonadas, es la diversión al que un espectador/turista -no tan accidental- se enfrenta en la perfecta explosión de la inanidad perceptiva. Y, por si esto fuera poco, a los dos días de su apertura al público, y pensada como estaba para que el espectador se pasease por ella, fue cerrada por institucionales motivos de salud. Parece ser que el artista no pensó en el polvillo de cerámica que la fricción de las pisadas causaba en las pipas y la obra tuvo que ser protegida de la interactuación del público. En pocas palabras: aquello que apenas quedaba de lo prometido, el poder al menos disfrutar de un paseo divertido por unas pipas de porcelana que venían a autojustificarse como obra de arte, quedaba prohibido para el público.
Acudir solemnemente al templo del divertimento y del ocio, llegar a las puertas de la meca del turismo cultureta, del frenético saber que simplemente “ve pasar” de fracaso en fracaso, para, a fin de cuentas y, quizá ya por fin, no ver nada, no sentir nada, no experimentar nada, nada más que unas cuantas toneladas de pipas de porcelana esparcidas amontonadas a dos metros de distancia, indiscernibles al ojo, como una tupida alfombra grisácea que tapa precisamente aquello que, se nos dijo, disfrutaríamos como enanos. Sí, definitivamente el arte tiene estos gestos de paradójica sabiduría, de teleológica negatividad al servicio de aquello que solo debe preocuparle: su destino y, con él, el nuestro propio.


Replegado en su propia hipervisibilidad, recluido en la sospecha que alienta detrás de los medios de reproducibilidad técnica, el arte se somete a su propio destino y se ejercita en crear fallas que desbaraten su asimilación como producto listo para consumir, en delinear diferencias que desbaraten el sometimiento que las diferentes industrias culturales aplican sobre el arte.
Si hay algún lugar hacia el cual la crítica deba dirigirse con urgencia es hacia el mismo centro en donde perdurará el legado de un pensador como Jose Luis Brea: la crítica, la labor responsable del hecho artístico, ha de ser la de proporcionar lugares para el autodiscernimiento mutuo, para la puesta en escena de un saber que solo nacería de nuestros propios movimientos, siempre nómadas y diferidos, y que vendría a generar el marco necesario para el surgimiento de una nueva arquitectura del hecho público: aquel que, dice en otro texto, “cada vez adopta más la forma de un inconsciente maquínico, de una pura memoria_RAM, de una estructura en rizoma en la que todo efecto de verdad, o valor del saber, es el resultado de la confrontación, en su espacio abstracto y exteriorizado, de, virtualmente, cada uno de los enunciados y teorías con todos los otros, en ese mismo domino público”.
En esa misión, la Sala de Turbinas de la Tate ayuda tanto como enmascara, seduce tanto como miente. El “efecto Tate” es el contraefecto sutilmente planeado, quién sabe si por el propio arte, para mantener la hegemonía de la recientemente asentada ideología estética. En ella, el arte alardea de sus propias magnitudes alcanzadas, pero sin permitir emerger las potencialidades inherentes y silenciadas para el propio arte.
En la era de la dysneilanización telemática y global, el discurso que construye el hecho artístico asume para sí ese mismo pathos infantiloide y banal en cuanto en tanto promete aquello justo que sabe es imposible de dar: entretenimiento. Quizá sea solo una etapa más, la penúltima, de la histriónica negatividad que recorre al propio concepto de arte durante toda su historia, pero, aquí y ahora, la sutilidad del entramado ideológico es de tal calado y profundidad que, justo por eso, el arte centellea cegadoramente en esos precisos instantes en que más arrinconado se encuentra.
Quizá por eso, y hasta aquí, no hayamos hablado mucho de las pipas, de la emotiva profundidad de cada una de las diferentes capas de significado que genera, de cómo la obra, en el silencio grisáceo de su no-dejarse-ver, explosiona en un mar multiplicado de alegorías y de metáforas.
Y es que, pensamos, el propio arte trasciende sus propias estructuras prefabricadas y, en vez de dejarse manosear en la grandeza postconceptual de una obra de verdadero calado (más aún cuando su inauguración coincide con una Frieze Art Fair cuya misión es rescatar al mercado del ‘arte’), lo soberbio de las más de 150 toneladas de pipas es que muestra precisamente lo que al arte le hacen callar o, también puede ser, lo que al arte no le es posible decir: que no hay promesa alguna, que no hay nada que ver ni, mucho menos, que experimentar, y que nada de todo lo que suceda entre sus cuatro puertas tiene, o debe tener, nada que ver con el divertimento de la gran masa.



Señalar el lugar ya vacío de un efecto de superficie renuente a dejarse desvelar, indicar la inmanencia de una actividad, la artística, que sobrepasa los límites de cualquier obra y que se afana por ir más allá de su propio destino a través de la contraestrategia de dejarse apoderar en manos de utilitaristas de reconocido prestigio. Y, en definitiva, poner en suspenso la fe en el arte, ese mastodóntico edifico ideológico levantado como maquinaria deseante, reestrategizada a cada instante por microefectos discursivos de poder. Porque solo así, solo descreyéndose de la fe autoimpuesta en el arte, puede la crítica resolver las paradojas que tensionan al propio arte desde su mismo núcleo.
Así pues, si el destino del arte es siempre su “gran otro”, si la negatividad siempre escondida de su propio concepto es lo que le guía el paso, la labor crítica debe de sumarse a ese detournement, a esa discursividad paralogística y trazar siempre una topología de las diferencias donde lo que se construya sea, precisamente, aquello que las actuales políticas culturales dan por hecho a través de un enmascaramiento y travestismo del propio hecho artístico: un reordenamiento de las prácticas discursivas que sea capaz de potencializar una construcción de lo público y lo político comprendidos ambos como renegociaciones de las formas en que, hasta hora, se ha constituido la colectividad.
Valga por tanto este breve texto para, al hilo de la obra de Ai Waiwai en la Sala de Trubinas de la Tate, dejar constancia de la deuda que la crítica artística y cultural tiene para con un hombre, Jose Luis Brea, cuyo legado más importante es habernos indicado el camino a seguir y el alertarnos del tiempo, quizá irrepetible, que apenas acaba de abrirse a nuestros pies.

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