lunes, 5 de abril de 2010

EL OLVIDO DEL HORROR: SÍNTOMAS DE LO IMPOSIBLE

LIDÓ RICO: ‘EX-CULTURA’
FUNDACIÓN JOSÉ GARCÍA JIMÉNEZ (MURCIA): hasta 17/04/10
(artículo publicdo en arte10.com: http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=368)

Silenciar el horror, posponer el encuentro con lo fantasmagórico, hacer de nuestros deseos la mentira de la identidad yoica. Esa es la misión de una cultura que sabe lo que nos conviene: no dejarnos arrastrar por el horror que emerge desde el preguntar más original que el pensar inaugura. Lidó Rico nos enfrenta en esta instalación titulada ‘Ex-cultura’ a lo otro de esta mentira, a desvelar la mediación que toda cultura promete en relación a un sujeto que se desfonda en sus propias pulsiones.
Incluso aquellos que postulan un error fundacional a la hora de datar el comienzo de lo que, con el correr de los siglos, ha venido en llamarse la cultura occidental, olvidan con frecuencia el verdadero alcance y envergadura de tal error. Toda la tradición filosófica actual, asentada en el giro hermenéutico que Heidegger postuló a la hora de cifrar la pregunta original por el ser en un error de sentido que hacía confundir el ser con el ente, ha optado por, de una manera u otra, poner trapos calientes a lo que, se quiera o no, remite con mayor énfasis a la que calladamente queda soterrado en este error fundacional.
Cierto es que el desvelamiento original que Heidegger llevó a cabo hasta el punto de hacer coincidir la historia del ser con la historia del hombre como Dasein, ha tenido y tiene una innegable impronta en toda la filosofía de la diferencia que ha venido después y cuyos tentáculos han llegado hasta la estética y el arte actual. Pero lo que se olvida, aquello hacia donde queremos dirigir el calado conceptual de la obra de Lidó Rico, es que las condiciones del primer pensar original fueron muy diferentes de lo que a menudo se piensa.
De acuerdo en que todo pensamiento rememorante, como vía de desocultamiento del ser, se postula como la rememoración de un pasado que nunca ha tenido lugar, que la intencionalidad en el propio abrir fenomenológico se articula como temporalización de un pasado que es recuperable debido a que, precisamente, no ha sucedido nunca y que, en definitiva, todo pensar necesita de un fundarse en el propio abismo sobre el que se erige el hombre y que la única palabra que consigue abrirse al sentido, como bien intentó desarrollar Heidegger en su última filosofía, es la palabra poética.
Pero, en cuanto a las condiciones que hicieron viable este asomarse a lo inescrutable del preguntarse, la pregunta misma oculta la propia necesidad que impulsa al pensamiento a comprenderse como exterioridad. Porque no fue, como se nos quiere hacer pensar, el asombro aquello que hizo dirigir la mirada del hombre fuera de sí, sino, pura y llanamente, el horror.
Toda pregunta por el sentido, todo preguntarse por aquello que es exterior al ser humano, calla el origen mismo del preguntar. Miguel Cereceda, a la hora de encontrar un problema fundamental para la Filosofía, no desatina en absoluto: “el problema fundacional es el de evitar el terror”. A este respecto, en cuanto trascendental en el sentido kantiano de preguntar por las condiciones de posibilidad del propio filosofar, es patente que la filosofía haya su primer trascendental en el horror.
Quizá todo sea menesteroso, quizá la propia pregunta por el sentido suponga ya un terror endémico, quizá toda apertura suponga ya un tratar con el horror. Quizá, incluso, el ser humano se abre al pensar porque el horror es su existenciario más original y, quizá también, Heidegger pudo hacer converger la historia del Dasein, como aquel que le va de suyo pensar el ser, con la historia propia del ser porque intuyó que el horror que nos tocaría soportar sería incluso demasiado para una raza que se jacta de haberlo visto todo. Pero, aún así, tanto silencio en torno a lo más original del pensar se nos torna problemático. En este sentido, sería el pensamiento negativo de Adorno aquel que más a las claras ha conseguido vérselas con el terror: saber que es imposible, pero evitar a toda costa que vuelva pasar. El “es imposible hacer poesía después de Auschwitz” pronosticado por él mismo vendría a ser el epitafio perfecto para aquello que pretendía quedarse agazapado eternamente mientras el pensar discurría ajeno a todo: es el horror, y no ese insidioso deseo de saber postulado como asombro, lo que de verdad hace emerger al pensamiento de su mismidad.
El horror, por tanto, es lo que ha quedado velado en el mismo velar del ser en la pregunta lanzada por la metafísica. Si la pregunta por el ser fue confundida con la pregunta por el ente fue porque en el mismo preguntar la pregunta teme al horror de su propio preguntar. Camuflándolo, subvirtiendo la pregunta, el horror parece quedar aniquilado, desterrado de toda existencia. El sentido, aquello que responderá a la pregunta por el ser, calmará de una vez y para siempre todo el horror que cualquier existencia puede soportar. Pero la traición está aquí mismo: no habiendo preguntado por el ser, el horror queda pertrechado en un ocultamiento que no es tal y que lo único que consigue es el efecto contrario. Así, el horror, el terror crece de manera exponencial hasta llegar a la paranoia esquizoide postmoderna, a las subjetividades como propias instancias de control y a un pathos endogámico que se contenta con una tolerancia que oculta precisamente aquello de lo que se jacta: todo ‘otro’ es un enemigo o, como supo ver Sartre, “el infierno son los demás”.


Dentro de esta historia del pensar y que hemos hecho coincidir con el silencio del horror, cuando el psicoanálisis puso de moda el hacer viable la ecuación ’yo’=inconsciente, todo parecía quedar para siempre arreglado ya que el propio psicoanálisis freudiano era comprendido como un método para objetivar todo aquello que era desconocido y en donde parecía nacer todo el horror. Pero la alegría duro poco, demasiado poco. El olvido del ser, el olvido de la razón, tiene su propio reflejo en las profundas galerías del alma: la pulsión de muerte, el deseo de rememorar un pasado inorgánico y previo a la vida, es lo que dirige la vida interior del inconsciente. Es decir, toda diferencia en el pensar y que disfraza el propio sustrato de la pregunta por el sentido, cala hasta las estructuras del deseo más inconsciente. La diferencia que se abre en el pensar y que oculta aquello precisamente que lo hace abrirse a la exterioridad queda inscrita en el propio sujeto como subjetividad nómada.
A partir de aquí, ya no hay retorno. Los sueños de dar integridad simbólica al inconsciente quedan amputados de raíz al descubrir que el propio horror es deseado como la contrapartida perfecta a un deseo que juega a desear siempre más. Siempre un fallo, un fantasma, un diferir en las estructuras de la conciencia; toda apertura fenomenológica queda aquilatada en un mirar que mira en pos de un simbolizar que deviene imposible ya que conlleva en sí mismo una brecha en la realidad. El horror entonces coincide con lo Real en cuanto horizonte irrebasable de negatividad de cualquier sistema de significación. Mirar a los ojos de lo Real, acercarnos a lo nouménico del sentido, sería entonces la visión más terrorífica de la que se puede tener experiencia. Lo Real es entonces el olvido original, la oportunidad perdida que carga con el peso de su misma trascendentalidad: el trauma de la traición que la propia subjetividad ha de hacer suya para posibilitar una exterioridad a lo simbólico.
Así las cosas, la pregunta pertinente nos asalta ya por fin: ¿de qué se tiene miedo?, ¿qué es aquello que de manera tan original ha operado la diferencia en el propio pensar? La respuesta no deja lugar a dudas: el deseo. El horror, aquello que opera la diferencia en el mismo pensar que se oculta al pensamiento, es saber que lo único Real es que el deseo nunca coincide con el ‘yo’.
Hasta hace pocas décadas, todo pensar, todo representar, se incardinaba de lleno dentro de la falla que opera dentro de la propia diferencia entre el desear y el ‘yo’. El arte, sabida su genealogía como producto ilustrado, se cuidaba mucho de poner contra las cuerdas aquello mismo que le daba aliento. Creer a pies juntillas las promesas de la razón era el ejercicio preferido de unos sueños de la razón que no han hecho más que generar monstruos. Pertrechado tras el espejo escópico que devuelve la mediación de todo aparato cultural e ideológico, el arte operaba con los mismos subterfugios que en la superficie creaban significado unívoco y mundos de sentido.
Pero el horror, de tanto querer hacerlo invisible, ha terminado por emerger a la superficie. La pantalla-tamiz, la mediación simbólica operada por la cultura, aquello que para Lacan conlleva una jerarquía del mirar que va del sujeto al objeto, se ha pulverizado en tal emerger. Lo abyecto sería entonces el poner en jaque toda la tradición de un arte que se ha encontrado muy cómodo conformándose con seguir el juego de un pensar que hacía oídos sordos al horror en que era gestado. Mediado por la identidad subjetivizadora, por lo simbólico de un mirar que se cuida mucho de toparse con el horror de lo Real, el arte se contentaba con seguir los dictados de un representar que profundizaba justo hasta ahí donde todo parecía perderse. Para cada cosa, un concepto, y si la subjetividad simbólica se prestaba a hacer alardes estrambóticos, el primer romanticismo venía a sellar la abrupta brecha ontológica. Teorías del genio, de lo sublime, etc; el horror de comenzar a encallar en lo fantasmagórico llevaba al pensamiento a postular una salida donde aún hacer viable la promesa de la autonomía de la razón y del arte.
El arte abyecto anula la pantalla-tamiz inaugurando con ello un nuevo régimen escópico: aquel que rechaza el antiguo mandato de privilegiar la mirada del espectador tratando de unir lo simbólico con lo imaginario en contra de lo Real y anulando así todo atisbo de terror.
Lo abyecto, teorizado por Kristeva, es una categoría del no-ser, algo definido como ni sujeto ni objeto. En lo abyecto el sujeto es expulsado de sí mismo. Es el sujeto en cuanto en tanto imagen invadida por la mirada del objeto. Lo abyecto es aquello de lo que debo deshacerme a fin de ser un yo. Es una sustancia fantasmal ajena tanto al sujeto como íntima con él y que, debido a esta distancia difusa, crea un pánico en el sujeto. Un pánico entendido como éxtasis y horror: éxtasis en el desmoronamiento de la pantalla-tamiz y el orden simbólico, y horror ante este mismo acontecimiento fantasmagórico.


Lo abyecto clarifica de una vez por todas que el no poder soportar el horror no sale gratis; comprender que el que todos nuestros intentos de mediar con lo Real queden imposibilitados en encuentros fallidos, hace que nuestra más íntima subjetividad sea entendida en términos de trauma y de ahí que la misión del artista, más que seguir ocultando lo reprimido, en sublimar lo abyecto, consista en tratar de representar aquello precisamente que es irrepresentable: lo que no se circunscribe a lo simbólico, lo que solo cabe entenderse en términos de represión original. Así, el arte abyecto toma distancia mínima con el fantasma del yo y trata de reformular la transgresión. Pero, esta vez, la transgresión no es un modo silenciado e ideológico de eludir la confrontación. Esta vez la transgresión, en el decir de Bataille, “no niega el tabú sino que lo trasciende y completa”. Es decir, solo en la íntima cercanía con lo Real la transgresión se enfrenta de una vez por todas a su propio horror.
A partir de entonces el arte cabe cifrarlo según la relación que asuma respecto a la pantalla-tamiz. La cita de Marshall McLuhan de que la misión del arte es tomar distancia, toma aquí su más claro exponente. Así el arte, a grandes rasgos, queda amparado dentro de los límites de lo obsceno y lo pornográfico: o el objeto está demasiado cerca del espectador, o al objeto se le permite un cierto alejamiento que permita al espectador-voyeur ejercer su perversión particular.
En el ‘más acá’ de la pantalla-tamiz, mientras el hiperrealismo naufraga en la fascinación narcisista por el escaparate libidinal invitando al espectador al deleite esquizoide, negando toda referencia a lo Real y postulando solo las apariencias como reales, el apropiacionismo trabaja con un Real que es construido en el propio ejercicio crítico de postular superficies descontextualizadas de su original y vueltas a reintroducir en los procesos de semantización. Pero lo más interesante está del lado del ‘más allá’, de lo Real.
Sujetos violados, amputados, cuyos miembros se presentan como residuos de la hiperviolencia no mediada o como huellas del trauma original; enajenaciones de objetos cotidianos relacionados con el cuerpo; propuestas de cuerpos reprimidos por la ley paterna; posturas infantiloides para burlarse de esa misma ley paterna; mímesis de la regresión mediante figuras de la perversión que desemboca en desafíos escatológicos o eróticos-anales. El arte contemporáneo afirma lo que por otra parte es evidente: la posesión convulsiva de un sujeto entregado a una ‘jouissance’ mortal, un sujeto que ha hallado el mejor camino hasta lo Real y disfruta con el espectáculo de ser expulsado de sí mismo, de ser transgredido en su simbolización, de ser troceado y deglutido en una bacanal de placer infinito. Ya el horror se ha hecho tan cotidiano, forma parte de nuestra cultura de una forma tan fantasmal y Real al mismo tiempo, que el sujeto corre detrás de sus propios síntomas, de sus propios traumas para morir de goce junto a su propio fantasma. Llegamos al Freud de ‘Más allá del principio del placer’: “duele, no puede sentir nada”. Aunque ahora la traducción exacta sería: “gozo, no puedo sentir nada”.
La obra de Lidó Rico está muy cerca de todos estos planteamientos pero, también, y quizá sea ahí donde radique todo el espesor de su genio, muy lejos. Porque para él lo abyecto no supone ya una trasgresión simbólica ni un rememorar infantiloide y escatológico; no se trata de vivenciar el horror de la cercanía con lo Real, ni tampoco de apuntalar los últimos rescoldos de lo Simbólico incapaz de subsumirse en lo Real. Los cuerpos de Lidó van más allá: se postulan como acontecimientos, como rememoraciones del horror original.
De ahí que, más que como gozo de síntomas y traumas, lo abyecto de Lidó remita a una posibilidad última: la de pensar lo imposible de un horror que sabemos es imposible de reducir dentro de lo Simbólico. Lidó juega con la posibilidad de lo imposible, con el sentido que nace del sinsentido. Por eso lo abyecto, para él, tiene un eminente sentido hermenéutico y fenomenológico.
Y es que, aunque Lidó Rico asume los presupuestos de lo abyecto teorizado por Kristeva en cuanto ex-pulsión del propio sujeto de sí mismo, esta expulsión supone, más que una regresión psicoanalítica a la ley del Padre y al origen de todo simbolizar, una apertura en busca de un ‘otro’ que fundamente una ética y una responsabilidad. En este sentido, casi podíamos seguir punto por punto los dictados de apertura fenomenológica suscritos por Levinas: “en el Decir el sujeto se aproxima al prójimo ex-presándose en el sentido literal del término; esto es, expulsándose de todo lugar, no morando ya más, sin pisar ningún suelo”. Así, en los cuerpos de Lidó no hay nada Dicho, ni siquiera aún-por-Decir. Todo es grito, silencio y angustia: todo es apertura y ex-pulsión. Todo es Decir, estar a la espera del sentido, a la espera del ‘otro’. El sujeto no mora, ni siquiera hace pie en ningún habitar, sino que des-aparece súbitamente de los muros.
Debido a su condición de ex-pulsado de sí mismo, la congoja de sus inaudibles gritos suponen un desesperado intento de habitar incluso en la posibilidad más ajena a él mismo: en la proximidad de un ‘otro’ que le otorgue voz y provoque lo Dicho, en la vecindad de un ‘otro’ que lo haga morar en la responsabilidad fenomenológica de una ética.
Ya sean sus manos que inauguran, a la espera del sentido, todo ‘señalar’, ‘mostrar’ o ‘nombrar’; ya sean sus cuerpos fantasmales saliendo o entrando en la pared buscando un otro que posibilite una responsabilidad, una ética fenomenológica fundamentada en el rostro del otro; o ya sean estas últimas obras que utilizan las calaveras como metáforas de la corriente de horror que transita por debajo de la Historia, lo cierto es que su arte no se contenta con gozar del trauma en una trasgresión repetitiva, sino que se abre a la propia herida que corta el aliento de lo Simbólico y se zambulle en rememorar aquello precisamente que quedó olvidado en el pensar original: el horror que nos constituye. El arte abyecto, una vez ha caído en la transestética de la banalidad predicada por Baudrillard y que conduce a una parálisis en la indiferencia, halla en Lidó un impulso último, una posibilidad de adentrarse de veras en la imposibilidad congénita al pensar y que no duda en abandonar el banquete de la perversión y la trasgresión festiva del trauma.
Y es que, para completar la transgresión no basta con saltarse los límites impuestos por lo Simbólico, no basta con gozar de la perversión traumática en las lindes de lo Real, sino que hay que tener el valor suficiente como para desenmascarar incluso lo más oculto y silenciado. Es necesario reconfigurar los límites en un pensar que no disfrace ni siga ocultando el horror fantasmagórico. Hay que armarse de valor para, como dice el propio artista, “obtener al final la conclusión de que el hombre empieza donde acaba la razón, de que lo impulsivo e irracional se convierten en el único vehículo apropiado para avanzar en conocer nuestros adentros, que es en definitiva lo que todos buscamos”.


Conocer nuestros adentros, algo tan imposible como necesario. Necesario ya que no somos sino en la medida en que perseguimos a nuestro fantasma; imposible porque, siempre, en el interior del sujeto habita la diferencia en el significar y en el decir, porque siempre, la Cosa, crea la propia fractura en el núcleo mismo de lo Real.
La actual instalación de Lidó Rico, titulada ‘Ex-cultura’, nos lleva a recorrer la distancia que media entre nosotros y nuestro propio fantasma, siendo conscientes de que no es sino el horror lo que de verdad crea la diferencia. Unas calaveras dispuestas en el suelo en espiral hacen alusión a eso precisamente que ha quedado silenciado con el oprobio del olvido: el horror del propio pensar es lo que inaugura el acceso a la razón. No es ya, o al menos no sólo, la necesidad de ser conscientes de que la Historia la construyen las víctimas, de que acuciados por la ideología del progreso ejercemos nuestro derecho sentimentaloide a concluir que, al final, Hegel tuvo razón al justificar todas las víctimas por mor de una reconciliación del Espíritu consigo mismo. No se trata de esa clase de victimismo. Se trata de representar lo irrepresentable del Horror, el saber que todo pensamiento nace ya decapitado por el propio pensar, que las culturas endogámicas que se postulan como adalides de la universalidad no son sino receptáculos anestesiantes para evitar lo que no se desea saber.
Si la radicalidad del pensamiento negativo de Adorno concluye que “el pensamiento que no se decapita, desemboca en trascendencia”, nuestra más íntima tragedia es la de saber que todo pensar nace ya viciado por su propio silencio, por la fractura que se instaura en el simple hecho de decir y nombrar y que inaugura el olvido, y que, a fin de cuantas, no tenemos muy claro hasta qué punto la trascendencia no es más que un límite puesto a un campo del que de por sí no podemos salir.
En frente de la espiral de cráneos rellenos de pensamientos muertos, una luz se enciende y se apaga. Lo Real de ese horror que como un latigazo en la espina dorsal recorre la espiral de cráneos, lo vamos a sentir en nuestras propias carnes.
Nosotros y nuestra propia sombra, mediadas en la inmediatez de una imagen especular. La diferencia ínsita en el propio pensar y que capitula ante el horror tiene su primera ‘víctima’ en el sujeto mismo. Si las culturas primitivas usaban máscaras para anular lo extra-humano, para asimilar aquel plus de significatividad que el mito era incapaz de asumir, el surgir del pensamiento ilustrado adopta una postura similar. En la medida en que el pensar certifica desde su génesis la imposibilidad de una adecuación de las estructuras simbólicas con el deseo, la construcción del ‘yo’ de realiza por fortificación y derribo. El ‘yo’, sin poder fijarse en nada, siendo víctima de un nomadismo que le hace transitar en el lugar vacío que supone todo silencio del propio pensar en torno al horror, se fortifica, se hace fuerte en el mismo sinsentido que opera a nivel macro y cultural. Si la ideología, en palabras de un lacaniano de fuste como puede ser Zizek, supone “el sueño imposible no sólo en términos de superación de la imposibilidad, sino en términos de mantener esa imposibilidad de un modo aceptable”, nuestra propia imagen en el espejo realiza la misma función: la de crear una distancia que impida la centrifugación constante en torno a núcleos libidinales incapaces de ser asumidos por lo Simbólico. Y es que, como ya hemos dejado patente, la conciencia, el ego del cogito, no es más que un efecto de superficie, un residuo de una pulsión que aterra hasta el límite de hacer saltar por los aires todo intento de dotarnos de identidad. En este sentido, Fernando Castro tiene toda la razón cuando, en un texto sobre el artista, comprende la pulsión de muerte “como un descarrilamiento ontológico, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce”.
Así pues, las coordenadas en las que cabe cifrar esta magnífica obra de Lidó Rico siguen los intereses que han operado en el resto de su obra: buscar lo innombrable, representar lo olvidado y silenciado, hacer de la experiencia artística la única con capacidad aún de enfrentarnos con eso otro incapaz de asumirse dentro de las estructuras de la identidad que pensamos nos conforman. Saber que el horror nos habita, que es necesario una desterritorialización previa, una toma de distancia con nuestra propia sombra, para, desde ahí, optar a lo imposible: acceder a la totalidad, hacer emerger la propia ley del propio núcleo duro del deseo, ser capaces de enfrentarnos con ese ‘plus’ de vida, ese ‘plus de jouissance’ que nos disloca tanto como nos construye, que nos traumatiza tanto como nos define. Y es que, como dice Zizek, “la vida humana nunca es ‘meramente’ vida, siempre es sostenida por un exceso de vida”. Es decir, existe, antes que nada, el síntoma, el trauma y, sobre todo, el horror.
Que la cultura no es más que la domesticación de ese exceso, una capitulación ante el horror de nuestras vidas, y que el ‘yo’ no es más que el contenedor que, como sombra, nos permite eludir los fantasmas de un deseo que no hace más que desear ese propio horror: el excepcional trabajo de Lidó Rico nos pone contra las cuerdas de sabernos poco más que un residuo libidinal, la sombra de una mentira endémica.

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