Este
texto fue concebido después de la experiencia, una más, de ARCO. Obviamente se
trata de una alusión que puede ampliarse a toda feria, bienal, etc. de la cual
partimos para diseccionar –intentarlo al menos- el estado general del arte
contemporáneo. Así pues, donde ponga ARCO no hay que ver una reducción, sino
más bien un punto de arranque intercambiable con cualquier otro evento.
Me había prometido a mi mismo no escribir
mas sobre ARCO, no porque nos hayamos sobrepasado sino porque, más bien, hay
que dejar que el tiempo avance, dejar paso a otras cosas y, sobre todo, no
fatigar mucho al posible lector que ya bastante tiene con dejarse caer por
aquí.
Pero es que uno se lo pasa tan bien,
son tantas las emociones encontradas que, aunque se intente fríamente, al final
las manos se le van a uno al teclado. Es un poco como el chiste: me gusta jugar
al mus y perder, ¿y ganar? ¡Ganar debe de ser la hostia! Pues eso, que aunque
sea mínimamente aquello que adivinamos a descubrir que está sucediendo, aunque
la parte que el arte tiene a bien mostrarnos es casi ínfima, uno no puede por
menos que celebrar esa propia ofuscación del arte consigo mismo, ese
aniquilamiento masoquista que, en cada feria, el arte perpetra.
Porque, digámoslo una vez más, la número
tropecientas: a ARCO no se va a otear ni a dejarse ver, no se va para en una
mañana atiborrarse de artistas y arte; a ARCO no se va para “saber” más. A ARCO
se va para, si cabe, saber menos, para comprobar cómo la cosa, de puro “estar
ya vista”, es complicadísima. Comprender como funciona el arte es difícil, aunque
con teoría se da al menos el pego. Pero comprender cómo funciona el “arte” es
tan fascinante como imposible.
Este texto viene entonces a colación
de querer comprender uno mismo como se construye esa entelequia fantasmagórica
llamada arte y como su propio “dejarse ver” constituye el núcleo de su esencia:
mantenerse no solo oculto sino negado y, a ser posible, fracasado.
Bien pudiera uno pensar que son estas
ferias donde menos sucede el arte, es decir, donde en peores condiciones se
está para comprender lo que es el arte. El mentar al malo malísimo de toda esta
película, el mercado, es ya más que razón suficiente. Pero, más bien pensamos
lo contrario. Por ejemplo, y a colación de esto, Boris Groys sostiene que “la exhibición pública se ha convertido en
el lugar donde emergen las preguntas más interesante y relevantes,
concernientes a la relación entre arte y dinero”[1].
Es justo ahí donde nos situamos, donde uno debe situarse para ser capaz de
atisbar algo: en lo que se esfuerza en mantenerse oculto, no a la vista, en lo
más sucio del sucio negocio. Solo ahí podrán saltar chispas. Porque en la catotonia hipervisible de hoy
en día, solo situándonos a la luz del foco que más deslumbra pueden sacarse
buenas conclusiones.
Y es que, a poco que se escarbe en la
superficie, esta relación entre arte y dinero da mucho más juego que los
sambenitos de la élite y el ensuciarse
las manos de dinero. Porque es justo ahí donde todo viene a descarrilar de su
ideología de clase más clásica. A la pregunta que se hizo José Luis Brea acerca de
si las ideas de la clase dominante son verdaderamente las ideas dominantes[2],
el propio Groys barrunta la
posibilidad de que el tan manido gusto elitista coincida con el gusto de la
masa: no existe ese gusto elitista, ya que la verdadera élite se cuida mucho de
dar que pensar que son una élite. Por eso los gustos de los poderosos coinciden
punto por punto con los de la masa para, de esta manea, prevenir a las masas de
ser capaces de identificar visualmente a su enemigo de clase.
La importancia de esta derivada
pulsional de la ideología como síntoma trasciende el mero hecho de situar al
arte como pantalla-simulacro para capacitar a un tipo de arte de erigirse en
privilegiado: en esa coincidencia de gustos es en último término el artista
–otra simulada minoría- la que establece sus bases. Así, en la actitud estética
que presupone la subordinación de la producción de arte al consumo de arte, el
arte deviene investigación y manifestación de la producción masiva de arte, no
del consumo elitista o masivo de arte. De esta manera es como, según Groys, el arte profesional se instituye
como creador de espacios donde puede efectuarse y ponerse de manifiesto una
investigación crítica de la producción masiva de imágenes en la
contemporaneidad, donde, de igual manera, puede demostrarse la materialidad de las
cosas más allá de su valor de intercambio, y donde –y aquí está el quid con el
que engarzaremos la parte fundamental de este texto-, libres de diseño, puedan
percibirse como áreas de sinceridad.
Aunque haya que explicar esta última
consecuencia un poco, bien podemos adelantar que ese concepto de “sinceridad”
funciona en el teórico alemán como fundamental para establecer una paradoja aún
más fundacional que la del gusto de las élites. Explicándolo creo
comprenderemos mejor cómo funciona el arte y qué demonios se va a “ver” a
ferias como, por ejemplo, ARCO. Nuestra tesis será –la adelantamos para
clarificar posiciones- que esas áreas de sinceridad y libre de diseño que
produce el arte –sobre todo el arte en el contexto de la feria de arte donde el
ejercicio de “ir a ver” es más radical- son construidas según una estructura
periclitada, incapaz de generar rédito de resistencia alguno, y herederas de
una sociedad pre-espectacular.
Primera paradoja: básicamente lo que
sucede –lo que parece que sucede– es
que, adiestrados en la seducción global del mundo contemporáneo, el arte supone
un resorte para mantener la sospecha a flote; para, cada uno, darse la razón de
que, efectivamente, o no hay nada que ver o, lo mismo da, ya lo hemos visto
todo. La diatriba es la misma qué lanzó Baudrillard
para un arte comprendido como de complot: “todo el dilema es este: o bien la
simulación es irreversible y no hay nada más allá de ella, no se trata ni
siquiera de un acontecimiento, sino de nuestra banalidad absoluta, de una
obscenidad cotidiana, con la cual estamos en el nihilismo definitivo y nos
preparamos para la repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura,
a la espera de algún otro acontecimiento imprevisible -¿pero de dónde podría
venir?-; o bien existe, de todos modos, un arte de la simulación, una cualidad
irónica que resucita una y otra vez las apariencias del mundo para destruirlas”[3].
Sin embargo, como veremos, esta duda
es solo una martingala, una falsa trampa donde el sistema-mundo quiere
colocarnos para tenernos bajo el yugo de un régimen donde el saber departe
posiciones consensuadas y donde la ignorancia y culpabilidad funcionan como
resortes administrativos.
Después de hacer patente esta primera
paradoja, la cual no hemos resuelto del todo, continuemos hacia una segunda paradoja.
Lo fundamental para ello es comprender que el arte funciona según las
directrices que Zizek dio para la
ideología[4],
que la sospecha es la voluntad que establece la medida adecuada para situarse
respecto de la ideología-arte, y que la seducción es el escenario contemporáneo
en el que tal proceso ha llegado a ser real. Zizek, Baudrillard y Groys –o influjo psicoanalítico,
semiótico y material- para trazar unas coordenadas muy precisas que poco o nada
tiene que ver con la periclitada forma de consumir/producir arte en la anterior
fase del régimen capitalista. Ideología, sospecha y simulacro comparten el
signo más característico del nuevo capitalismo: haber devenido espectáculo.
Es decir, como dijo Guy Debord, haber devenido “un mundo
realmente invertido (donde) lo verdadero es un momento de lo falso”[5],
un mundo donde no tiene sentido distinguir entre imagen y realidad ya que, en
el límite de la reproducción de imágenes, realidad y apariencia vienen a
coincidir. La maquinaria entonces no está llamada a crear imágenes para ocultar
la realidad, sino a hacerla coincidir con la realidad. Por eso es conveniente
sentar un a priori: no hay nada bajo las imágenes. Y un a posteriori: toda
sospecha es un entramado ideológico puesto en marcha por el capital; porque, si
nada hay bajo las apariencias, ¿a qué esperar un momento de lucidez para ver
qué esconden?
Este a posteriori que sigue sentando
la sospecha como base fundamental de su ejercicio de poder significa que, pese
a que no hay nada bajo las apariencias ya que la velocidad de profusión de las imágenes
ha obrado el milagro de que apariencia y realidad coincidan, el mundo del
capital, al tiempo que propaga tecnológicamente este acople, distribuye
ideológicamente la sospecha de que, en última instancia, en el último momento,
algo se revelará bajo las apariencias. Arte entonces como representación de un
juego de poderes que, en su inversión, decide que lo conveniente es hacer “como
si”: como si todavía cupiera tal posibilidad, como si la mirada todavía pudiera
ser cegada por el “otro lado”.
El arte entonces, como hemos apuntado,
se establece como ideología original en la era de la imagen global: la ilusión
que genera no remite a una dicotomía según la cual unos piensan que en sí mismo
el arte es un juego de seducción y otros que es ese mismo juego de seducción lo
que trata, simulacionístamente, de representar. No. El arte escenifica una
decoración para que la ideología más pertinente se erija en “salvadora”. Así,
en ese “como si” ideológico que la mirada estética desvela Zizek vuelva a ser pertinente: “la ilusión no está del lado del
saber, está ya del lado de la realidad, de lo que la gente hace. Lo que ellos
no saben es que su realidad social, su actividad, está guiada por una ilusión,
por una inversión fetichista. Lo que ellos dejan de lado, lo que reconocen
falsamente, no es la realidad, sino la ilusión que estructura su realidad, su
actividad social real. Saben muy bien cómo son en realidad las cosas, pero aún
así, hacen como si no lo supieran. La
ilusión es, por lo tanto, doble: consiste en pasar por alto la ilusión que
estructura nuestra relación efectiva y real con la realidad. Y esta ilusión
inconsciente que se pasa por alto es lo que se podría denominar fantasía
ideológica”[6].
Esta situación, y en relación a la
producción y distribución de las imágenes, lejos de ser un descubrimiento
revelador es la propia esencia maquínica del tardocapitalismo alumbrado como
espectáculo: la ideología estética -cifrada en una sospecha que “no es tal”- es
una nueva escena de consenso referida en este caso a aquellos que ‘hacen creer’
y aquellos que ‘creen’. Una escena donde el poder se vuelve más sutil de modo
que, como dice Rancière, “si ya que
todo el mundo está dentro del espectáculo, no hay razón para que nadie salga de
él jamás, tampoco aquel que conoce la razón del espectáculo”[7].
Así entonces, sospecha, ideología y
simulacro deben ser estudiadas bajo el fondo de contraste que supone esta
crítica a la crítica del espectáculo: no basta alumbrar una escena primigenia
donde se descubre que las posiciones están invertidas ya que una crítica así,
por muy perspicaz que pueda ser, caería en la misma lógica espectral del
consenso. Rancière, teórico
fundamental para comprender este nuevo rumbo en la teoría crítica del
espectáculo, afirma que debería dirigirse una crítica diferente, que no
reprodujese la misma lógica, sino que operase un verdadero disenso en el actual
régimen de reparto de lo sensible. Disenso entonces, en el pensamiento del
francés y en lo que concierne a una verdadera emancipación, vendría a
significar “una organización de lo sensible en la que no hay ni realidad oculta
bajo las apariencias, ni régimen único de presentación y de interpretación de
lo dado que imponga a todos su evidencia”[8].
Lo que sucede entonces es que no basta
con establecer paradigmas que nos den cuenta del engaño ideológico que se
comete sino que, un paso más allá, hay que dar por válido este escenario de
inversión antiplatónica y trazar una serie de premisas desde donde el arte
trabajaría. Solo así, teniendo más o menos claro la escena original, puede ser
el arte acatar su destino.
Así pues, tercera paradoja: lo que
sucede entonces, lo que acontece sobre todo en ferias de este tipo, es que el
arte revela, simplemente, cual es su actualidad y su misión. El arte se
comprende, quizá en un nuevo estadio de autoconocimiento, como escenario donde,
en relación con la fantasmagoría del espectáculo que invierte las posiciones,
establecer sus propias condiciones de posibilidad. Éstas, por otra parte, no
pueden evitar caer en las mismas redes del espectáculo. Pero es que, insistimos,
su misión no es resistir al imperio del espectáculo, su misión no es postularse
como alteridad porque, como hemos visto, tal alteridad no es más que la mano
ganadora –e invertida- del propio capital. Por el contrario, el arte tiene que
negociar sus condiciones en el adiestramiento que el espectáculo propone. Las
razones del arte son las de especular con sus meras posibilidades que pasan, y
esto es importante, por establecerse como fracaso, por alentar la posibilidad
del espectáculo y divertimento para, de improviso, hacerlo fracasar.
De esta manera, ideología, simulacro y
sospecha, si bien juegan la partida ganadora del capital, si son los
condicionantes sobre los que se establece un régimen consensuado de posiciones
–una distancia estratégica respecto a lo Real-traumático- y de miradas, deben
también establecerse como condiciones de posibilidad del propio ejercicio del
arte sólo que, esta vez, para reinvertir los flujos, para crear una catexis
involutiva, para, en definitiva, hacer fracasar y, sobre todo, hacerse fracasar.
Por ejemplo, si la sospecha es el complot
urdido por un régimen mediático que todavía hace funcionar una membrana para
separar órdenes –aún cuando, en la ergonomía de la velocidad límite, tal
membrana es solo una apariencia que disimula la posibilidad del Accidente (Virilio dixit[9])-,
el arte debe utilizar ese caudal para revertir la situación, para hacer ver que
no hay quién sospecha y quién no sospecha, quién ve bajo las apariencias y quién
no ve. Para ello no le cabe otra que fracasar en su intento. Debe provocar una
disrupción en la serie de las expectativas que genera.
Y ahí, como no, las ferias
profesionales son el non plus ultra del arte en su lograr camuflarse como
divertimento de masas, son el no va más en metamorfosearse en el acontecimiento
al que poder acudir para, de una vez por todas, “saber”. Porque, es tanta la plastez que destilan estas
comunas de lo artístico, es tanta la soplapollez que exuda este gregarismo de
la ampulosidad, que bien uno podría tildar tales escenas como la escenografía
más precisa de la época sadomasoquista actual. Aturdidos en un mirar que no
acierta a enfocar, engullidos por un régimen de reproducción mediática, el arte
–en su tedio tecnoexistencial- pone las bases para que la cosa no se vaya de
madre y todo mirar –disciplinario y escópicamente ideologizado- no se tope con
la nada del otro lado, sino con la pamema circense del más acá.
Pero,
antes de pasar a delinear las líneas maestras de esta estética del fracaso –epítome
para esta tercera deriva del arte contemporáneo sustentado en las paradojas más
arriba descritas-, quizá haya que decir un poco más acerca de la sospecha.
Porque, si hemos comentado la inversión que supone el espectáculo, si hemos
aludido –brevemente, eso sí- a la ideología como oculto simulacro que se
mantiene a la distancia precisa de lo Real (postulando así una ceguera escópica
en relación a aquello que, si bien se desea ver, se hace lo imposible
–creándose la ideología- por mantener oculto), quizá reste comentar cómo la
sospecha ha sido también revertida en beneficio del propio capital y del
“arte”. Porque, hoy en
día, tamizado todo por la anestesia general del diseño y la estetización de los
mundos de vida, el arte –el arte como ideología simulacionista- se convierte,
en su fehaciente inutilidad al no satisfacer nunca la sospecha levantada, en la
cortina de humo necesaria para coincidir en que, efectivamente, detrás de la
pantalla mediática no hay nada y que, además, toda mirada coincide con “lo
visto”. Es decir, que el futuro, lo posible, coincide punto por punto con los
dictados del capital.
Quizá lo que estamos tratando de decir
y de explicar es cómo sucede que el capital disponga de un ámbito donde se vaya
a “ver” para, precisamente, dar al traste con las expectativas de “mirada” que
la propia lógica del capital propone. Es decir, ¿cómo el arte se ha
metamorfoseado en una mirada expropiada en su propia imposibilidad?, ¿cómo el
capital se ha congeniado con el arte para convencer a éste de ser la
pantalla-tamiz en al que cifrar un “no ver” adecuado a las expectativas
ideológicas del capital?, ¿cómo –en definitiva- el arte nos toma una y otra vez
el pelo para concitarnos alrededor de un rito consistente en ver siempre lo
mismo? Eso es lo que estamos tratando de aclarar aquí: ¿porqué el “arte”, cómo
funciona ese “no haber nada” que ver?
Avanzando
un poco más en el mayor esclarecimiento de la sospecha mediática, bien podemos
decir que el autodiseño y la estetización responden a la necesidad de neutralizar
la sospecha de todo espectador y hacer de la realidad una pantalla blanca y
aséptica donde todo mirar coincida con lo ya visto. Sin embargo, en nuestros
días, la ecuación entre sinceridad y cero-diseño se ha desvanecido: surge la
sinceridad no al refutar la sospecha dirigida a toda superficie de diseño, sino
al confirmarla. Así, el mundo del diseño total es un mundo de sospecha total. De
esta manera las estrategias vanguardistas de operar una grieta en la superficie
mediática para mirar qué hay debajo ya no funciona porque, como venimos
repitiendo, el espectáculo hace que toda toma de posiciones revierta en un
ejercicio especular donde la crítica se convierte en una cacofonía de voces
invertidas.
Este
cambio de paradigma en el funcionamiento de la sinceridad escópica está
encarnado –y no es en modo alguno casual- en el artista. Si el artista era aquel que ofrecía
momentos de sinceridad, de ser capaz de ver bajo las apariencias ya fuese
siguiendo el pulchrum de un orden divino, o las normas kantianas de la nueva
genialidad, si las vanguardias se empeñaron en ofrecer otro diseño, en crear
áreas de honestidad, de alta moralidad, de verdad oculta, hoy en día en cambio el
artista más grande vivo, Damien Hirst (o Murakami o Koons), es la sospecha hecha hombre –o, mejor dicho, hecha imagen.
Igual que las celebridades del deporte y la música, Hirst es una pantalla autodiseñada donde la sospecha es su foco de
retroalimentación más potente. El artista actual, heredero de las maquínicas
simulacionistas de Warhol, es una
pantalla-blanca donde la sospecha surge porque, incomprensiblemente, no hay
nada más que ver.
La sospecha, al confirmarse, se
inserta de este modo como estrategia del capital para producir el simulacro de
que aún esperamos algo, de que somos capaces de “mirar” bajo las apariencias,
de que, en definitiva, el mundo del diseño, la asepsia estética del capital no
lo ha llenado todo y que, por tanto, aún mantenemos el poder de descifrar el
impulso irónico del objeto. Lo que se le pide al arte entonces –al arte aún
dependiente de mantener su prurito en el antagonismo de posiciones
consensuadas- es que colabore en la tarea de simular aún un “otro lado”, una profundidad
en el juego superficial de la seducción, un lugar donde la mirada no está aún
del todo ideologizada.
Pero, y aquí está la paradoja difícil
de atrapar, si la sospecha se confirma a la hora de confirmarla, el arte –ese
otro arte que bien pudiéramos definir de crítico- ha de proceder a eliminar tal
sospecha, a renegar de los procesos que el capital establece para el
mantenimiento de un antagonismo tácito entre las partes. Así, el rasgar la
pantalla mediática del arte vanguardista se convierte ahora en un mantenerse en
la superficie, no ir más allá y así, dislocar la necesidad que de sospecha
tiene el ciudadano medio.
Es decir, si vivimos bajo un régimen
de conspiración total que teledirige nuestra mirada en busca del quantum de
sospecha necesaria para seguir viviendo, para seguir consumiendo, para seguir
esperando la tragedia se abra paso bajo nuestros pies, el arte se ve en la
necesidad de negar todas y cada una de las estrategias que otrora hiciera suya
para “hacer ver” –para simular como que aún es posible mirar- bajo las
apariencias.
En resumen, el espectador, adoctrinado
desde la escuela en los parabienes utópicos de la práctica artística, consume
arte para seguir seguro de sí mismo, para saber que todavía hay un régimen
transaccional basado en mirar bajo las apariencias), que todavía hay una
fractura entre la realidad y las imágenes. Sin embargo, al ir a buscar la
afirmación de sus sospecha y, al no encontrarla, al ser el arte incapaz de
ofrecérsela, el espectador reniega de ese arte “inútil” al tiempo que sigue
pegado a la pantalla esperando ésta vuelva a abrirse. Mantenernos atentos a la
sospecha, creer todavía que el arte es quien nos tiene que ofrecer las imágenes
del otro lado: en eso radica todo el tinglado mediático del arte. Un arte para
el que no hay fin ya que, no habiendo diferencia efectiva entre imagen y
realidad, es imposible que la superficie del medio se abra.
El arte, en este orden de cosas,
supone una escenografía límite para esa narcolepsia escópica que no puede dejar
de mirar la pantalla en espera de una visión del otro lado. Contra el desierto
de lo real profetizado por Baudrillard,
el capital propone un régimen informacional saturado donde la bomba informativa
de Virilio configura un pathos
normativo en busca de la tragedia que nunca llega. La pulsión escópica ha
devenido entonces paranoia preferida para un siglo XXI donde, a la vista está,
no hay nada que ver. La crisis económica de los últimos años, televisada en
tiempo real, nos proporciona las pseudo-miradas catastróficas para seguir con
la mirada pegada en espera del apocalipsis. La bomba informativa es esa prima
de riesgo que sube y que, a falta de holocausto con el que desayunar, bien hace
las veces de apocatástasis generacional.
Según todo lo dicho, el ejercicio artístico
propuesto –el arte verdaderamente crítico- es entonces aquel que justamente no
da a ver lo que se espera ver, aquel que, dicho con otras palabras, fracasa en
sus expectativas. Y es que, en una historia reciente donde se ha visto
demasiado, sabedores de que el velo se ha rasgado y que lo que hay detrás es
peor de lo imaginado, el espectador entonces, para calmar su sospecha, espera
darse de bruces con todo el horror que una imagen pueda condensar. No ya los
campos de exterminio o el hongo atómico, no ya el arte total del 11/S: el
espectador busca la afirmación radical a sus sospechas. Eso, precisamente, el
seguir “dando para ver” es lo que un arte verdaderamente crítico se ha de negar
a seguir haciendo. En definitiva, el “no” al arte del espectador medio es saber
que hay cosas más terribles para ver y que, bajo los ofrecimientos de un arte
incapaz no ya de imitar la sublime-natural sino de copiar el horror de la vida
contemporánea, uno debe seguir esperando, afianzado en una sospecha que deviene
ideología estética: la ideología que el capital necesita para mantener el
régimen escópico que más le conviene sin levantar, valga la enésima paradoja,
sospechas.
Porque el arte, llegados a este punto,
se encuentra preso de sus propias paradojas: no puede proponer una
imagen-límite como horror sublime, no puede denunciar las injusticias de ese
acondicionar ideológico que repliega la realidad a las imágenes –en ambos casos
caería en las redes de la ideología del espectáculo-, ni puede tampoco
permanecer cruzado de brazos o seguirle sin sonrojo la pista al capital. Se
trataría en cada caso de juegos de simulación diferentes, pero juegos en definitiva
que conllevan un adiestramiento epistémico y escópico en relación a un saber que dictamina de antemano
posiciones, sucumbiendo entonces a todo un entramado estético heredero de
posiciones idealistas que ya hemos tenido tiempo –casi 200 años- de ver su
incapacidad –culpabilidad e ignorancia que cabe ser redimida estéticamente.
La pregunta entonces solo puede ser
una: ¿qué le cabe al arte, a ese arte que no traga con la pamema se alentar al
espectador a mirar con la esperanza –imposible- de que se abra la membrana
mediática y pueda mirar bajo las apariencias?, ¿qué le cabe al arte si sus
modos de desvelamiento se ha resuelto a favor del capital y del espectáculo? Obviamente,
si no desaparecer, si al menos –y más valioso aún- fracasar.
Esta tesitura de las expectativas a
las que queda remitido el arte fueron ya pertinentemente descritas en un texto
revelador de José Luis Brea: Nuevas economías del entretenimiento: el
“efecto Tate”. Ahí, en apenas cuatro folios, Brea establecía una ecuación entre las estructuras masificadas del
arte con las formas de ingeniería ciudadana más perfectivas. El efecto de esta
ecuación es que el espectador se encuentra preso de una dialéctica negativa
según la cual pasa de una mala conciencia al verse entregado a una eficacia
entretenedora, a una falsa conciencia al ver como ese engranaje divertido no
hace sino ser subvertido.
Pero el giro que planteaba Brea es que el espectador es cómplice
del efecto aburrimiento ya que ello le da las herramientas para ser reconocido
como sujeto de cognición correcta. El arte, erigido como dispositivo de
entretenimiento y socialización de masas, fracasa en su misión de entretener:
pero es precisamente ese fracaso el que induce al espectador a saberse sujeto,
dotado de una superioridad crítico-político. En definitiva, para el mundo del
capital hiperestetizado, el arte debe triunfar lo suficiente en fracasar.
La pieza de Balka –sobre la que Brea
construye su discurso- es capaz de mostrar el método fariseo con el que trabaja
el arte: en ese cubo negro donde, realmente, no hay nada que ver, lo que se nos
da a ver son esos otros, que vocean, gritan y se lo pasan pipa y que le impiden
a uno disfrutar de la reflexión casi religiosa que parece pedir el momento y el
lugar. La obra de Balka es “el proceso
al desnudo por el que nos eximimos de reconocernos implicados en lo fallido del
mundo”[10].
Esa es, una vez más, la ideología estética: el saber que son los otros, siempre
los otros, los que no saben, los que en su ignorancia se divierten, los que creen
ver.
Así pues, el arte debería no capitular
ante un entretenimiento pueril ni tampoco granjearse para sí una seriedad
antagonística de lo anterior. No solo negar un derecho al espectáculo, sino
–más aún- establecer las condiciones que el capital impone para hacer del arte
un instrumento de arquitectura social. Hacer fracasar al arte no en su
dimensión de espectáculo; sino hacerlo fracasar en cuanto mecánica ideológica
al servicio de una instrucción social determinada. Es decir, hacer fracasar al
fracaso: “acaso es entonces tarea del artista –y Balka lo cumple sin duda- dotar de ese halo melancólico y de esa
dinámica de efectivo fracaso a su pieza -porque
en él, y sólo en él, puede aún realizarse, tanto para la obra como para quienes
participamos a recorrerla en su dinámica que ella instituye- algún grado de
autodesmantelamiento efectivo de todo el operativo que sostiene al dogma ideológico
contemporáneo en su lugar”[11].
La dificultad del arte crítico es que,
como requiere su propia adjetivación, la desmantelación del entramado circense
del arte ha de hacerse –hay que fracasarla-
de modo crítico. Es decir, no hacer simplemente fracasar la mirada –pues eso
haría converger peligrosamente las estrategias del arte con las del capital- sino
hacerlo desde una reflexividad que tome al sujeto como parte y no como sujeto
capciosamente adiestrado en el consenso mediático de quien experimenta de forma
pasiva su ejercicio de ver. Siguiendo de nuevo a Brea, el arte tendría que afanarse en actos de ver que redundandasen en una actividad del sujeto capaz de
tomarse como agente consciente en la propia dinámica del fracaso del arte.
Esa toma de consciencia activa haría
que el sujeto espectador, como bien dice Rancière,
asuma su emancipación no desde la lucha antagónica entre aquellos que saben y
esos otros que no saben sino que
sirva para “borrar las fronteras entre quienes actúan y quienes contemplan,
entre individuos y miembros de un cuerpo colectivo”[12].
“Sabes
cosas. Creo que a eso te dedicas –dijo-. Creo que te dedicas a saber. Creo que
adquieres información y la conviertes en algo estupendo y espantoso. Eres una
persona peligrosa. ¿Estás de acuerdo? Eres un visionario”. Esta cita, sacada
del Cosmópolis[13]
de Don DeLillo –novela dicen que
profética- puede perfectamente ser comprendida
como el imperativo categórico del artista de hoy. Solo que, cómo no en este
juego de derivadas hasta la enésima potencia en la que nos hemos envuelto,
invertida. Porque, a ciencia cierta, no
hay nada que saber. Operar en la superficie del medio y hacer reverberar la
pantalla mediática. El bróker y el artista se tocan en lo infrafino de un
capitalismo atrincherado en una economía libidinal de las imágenes. Las
imágenes causan furor y, tan pronto como puedes ganar millones en una
transacción millonaria operada en nanosegundos, puedes hacer saltar la banca
mostrando que el simulacro ha tocado fondo: del otro lado no hay nada y todo
mirar es especular respecto al propio capital. Normal entonces que Jeff Koons, antes que pope del
apropiacionismo popero, fuese bróker de bolsa. Una misma vocación para dos
estrategias parecidas: desaparecer, hacer mutis por el foro. Y es que el agente
de bolsa no interviene, solo interpreta la codificación de los signos, las
alzas y las bajadas como un ritmo secreto que guarda su sincronía con las
esferas del cosmos.
¿Y el artista? El artista también ha
de permanecer en la sombra, como un terrorista del medio. El artista debe
convertirse en una interfaz invisible y dejar, como quien dice, el secreto al
descubierto: aquel que dicta que, precisamente, no hay nada tras el cristal. Un
estratega de la nada cuya perfomance remite a una sutil escenificación de la
tragedia mediática: el truco, como la moneda de Baudelaire, está a la vista. Esta estética de lo epigonal en la que
estamos hundidos hasta el cuello no es sino el aquelarre esperpéntico para no
ver un misterio que salta a la vista.
El don, la deuda, el intercambio simbólico está a la vista y nuestra paranoia
es querer verlo todo para no ver nada o, mejor aún, para no ver la nada.
Y es que, para que la tragedia mediática acontezca
–para que el fracaso de hacer fracasar sea un ejercicio de resistencia-, la
mano del artista debe de ser nula: es decir, dejar la moneda donde está. Si McLuhan predijo –equivocadamente- que
el medio es el mensaje, el artista debe hacer representar la catatonia precisa
para inferir activamente que el medio es solo la superficie donde la mentira
toma forma para no ver esa nada, para seguir jugando al juego del misterio.
Así, el artista debe de parecer no hacer nada, ser un incapaz, porque, aquí, en
cuanto te mueves, y contra todo pronóstico, sales en la foto.
Lo hiperbólico de todo este ejercicio
algebraico es que artista, aparentemente, puede ser cualquiera. Pero solo aparentemente,
porque no todo el mundo está capacitado para hacer del escapismo una profesión
de alto riesgo. Como Bartleby, no se
trata de decir NO (la alusión a Santiago
Sierra no es forzada), sino de tener capacidad para esperar otra cosa. Si
nuestra pasión por lo Real hace que la única esperanza válida se la del
Accidente, el artista ha de ser capaz de proponer otra cosa. En definitiva, un
enmascarado, un hacker operacional que tras la máscara de no poder matar una
mosca se esconde un verdadero terrorista de lo (im)posible.
Ejemplo perfecto de la confusión de
esta estrategia del artista-pantalla bien puede ser la perfomance del Marina Abramovic en el MoMA.
Enfrentándose al espectador de tú a tú en un fraude de tomo y lomo, la Abramovic
utiliza su imagen para de golpe y porrazo dar por válidas las expectativas de
todo aquel que quisieses pasarse: quien quisiera ver a una diva, lo hacía; quien quisiera ver a
una mentirosa, también lo hacía. Había para todos: la “pantalla mediática abramovic”
cumplía con meticulosidad programada los dictados de esa visión capitalizada enfrascada
en una sintomatología traumática por llegar a lo Real. La artista, valiéndose
precisamente de la sospecha escópica, se proponía ella misma como ejercicio
mediático de simulación. Casi podríamos decir lo que leí hace poco en un
texto-conferencia de Fernando Castro:
“más vale un artista malo que un artista tonto”.
En definitiva, frente a esta pasión
por lo Real enfrascada en una pulsión de muerte que nunca se satisface en el
ejercicio sisífico de necesitar “verlo todo”, el arte ha de proponer un
cortocircuito en la serie de lo “ya visto” pero que, al mismo tiempo, no
redunde en otra oportunidad para esperar la visión –tras la pantalla- del
Accidente. Salir de esta paranoia colectiva como sublime catastrófico sería la
misión para una estética del fracaso digna de tenerse en cuenta. Frente a un
“arte” epiléptico, enfrascado en las psicofonías porno de no tener nada que ver
debido a un hiperexceso de visibilidad, contra un arte cuya sed de
acontecimientos le lleva a comprender lo real como un tartamudeo balbuceante de
lo obsceno e hiperbanal, solo cabe una estética de la elipsis, una estrategia
de bombardeo terrorista, un arte del goce por ese Real que se nos ningunea en
nuestras propias narices (o mejor, ojos).
Obviamente preferiríamos no hacerlo, pero si la ideología –en este caso
ideología estética- “es el sueño imposible no solo en términos de superación de
la imposibilidad, sino en términos de mantener la imposibilidad de modo
aceptable”[14], es
hora de dar al traste con todo régimen escópico basado en lo imposible –de la
visión- y centrarnos en lo que es
posible. La dialéctica inversa llega aquí al éxtasis pero la conclusión es más
que obvia: nosotros, terroristas de la superficie mediática, hemos de empezar
no a no hacer nada, sino a preferir otras cosas, a no hacer justo eso. Hay mucho en juego, muchas cosas no
vistas que ver, muchas cosas no deseadas que desear. Operar el camuflaje más
perfecto y dinamitar la superficie para hacerla fracasar.
[2] BREA, J. L.
“Retóricas de la resistencia”, en Estudios
Visuales, nº 7, 2010, http://www.estudiosvisuales.net/revista/pdf/num7/01_brea.pdf
[10] BREA, J. L. “Nuevas economías del entretenimiento: el
"efecto Tate”, en Salonkritik, http://salonkritik.net/09-10/2010/04/nuevas_complejidades_en_las_ec.php
. . .que lograda reflexion
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