Reflexión estético-política con ocasión del estreno de la película ‘Hannah Arendt’
Para entrar en materia, quizá, unas palabras de la directora: “lo que hizo Hannah Arendt fue mirar atrás, hacia esa época oscura e intentar comprender. Fue una pensadora independiente, una filósofa muy abierta al mundo, curiosa con todo lo nuevo. Hay una frase de ella que siempre cito porque me parece muy destacable: ‘Hay que pensar sin apoyos, sin nada a lo que agarrarse’”. Veamos por tanto en qué consiste ese ‘pensar sin apoyos’ y que lección estética se puede sacer de todo esto.
I
Olvidar y recordar parecen que son en la actualidad los ejes dialécticos con los que la filosofía trata de enarbolar un discurso capaz de tomarle el pulso a una realidad donde todavía la herida dejada por los mitos elegíacos de la Modernidad –por mucho ‘post’ con el que tratemos de camuflar el asunto– es más que patentes. Porque si malo es seguir bailándole el agua a la capacidad de la razón ilustrada, peor si cabe es dar por bueno el solar ruinoso en el que nos encontramos y hacer tábula rasa con el pasado.
¿Cómo reactualizar el pasado para que sea comprendido no como ajuste de cuentas sino como emplazamiento para la emancipación?, ¿cómo dar cumplida cuenta de las injusticias cometidas al reguero de víctimas que construyen la historia sin por ello abrir el melón y tratar de dar cambiazo a la historia? Es decir: ¿cómo resarcir al olvido sin por ello instaurar otro régimen de posiciones, de vencedores y vencidos? Porque si de lo que se trata es de eso, de invertir las posiciones, poco o nada se consigue sino establecer las condiciones para que, esta vez sí, acontezca otra vez lo increíble.
Ese es el problema al que se enfrentó Arendt y que todavía hoy supone el aldabonazo de salida para muchos discursos filosóficos. Porque si hay una genealogía básica en la acontecer filosófico occidental, esa es la que parte del idealismo absoluto de Hegel –esa comprensión de la Historia como desvelamiento objetivo y necesario del Espíritu Absoluto– y que, tras la estela de Adorno y Benjamin, tratan de pensar “lo otro” de la historia. Lo otro, entonces, como lo innecesario, lo olvidado, lo vencido y excluido de un discurso que necesitaba hacer coincidir causa y fin, necesidad y libertad, para seguir avanzando en los momentos de síntesis hasta la autoconciencia definitiva.
Porque, no ya solo en ese “después de Auschwitz”, sino casi a cada paso que ha dado la historia: ¿de qué vale un desenvolvimiento definitivo, una autoconciencia creadora emancipada, si por el camino no ha habido otra cosa que dolor, injusticia y muerte? El Angelus Novus de Benjamin es esa dialéctica suspensiva que no trata de fundirse en momentos de síntesis alguno sino dejar el futuro abierto a cuantas reactualizaciones sean necesarias. “Ser profeta”, en lenguaje bíblico, no es adivinar el futuro, sino abrirlo a la posibilidad más increíble: la actualidad mesiánica de la historia, la restitución de todas las causas perdida.
Así, por tanto, un primer esclarecimiento: si Heidegger trata de pensar ese olvido de la razón metafísica, lo suyo no es sino un camuflaje de la propia razón para asentarse en otro nivel, en otra etapa donde se hace necesario pensar el olvido del olvido como contreréplica necesaria para elevar a la enésima la propia violencia del pensar metafísico. El quedar cifrada la postmodernidad en un trabajo de duelo respecto a ese olvido con el que no se sabe muy bien qué hacer evidencia el triunfo del pensamiento heideggeriano y hace patente que los esfuerzos por desanclar al pensamiento de su coraza de poder son ahora –si cabe desde Auschwitz– más que necesarios. La polémica que desató las tesis de Arendt no son sino la evidencia de que a todo pensar le cuesta desasirse de la fuerza del presente, de su puñetazo en la mesa con el que trata de hacerse oír.
En el núcleo de esta problemática colea una misma pregunta: ¿es posible superar la Modernidad? El que Arendt fuera discípula de Heidegger, más allá del folletín vodevilesco y de la obviedad de la paradoja, da que pensar: ¿no son los intentos de la pensadora un tratar con la propia enfermedad de forma valiente y nada melancólica, sin poner paños calientes y sabiendo que toda cura, toda reparación, no es sino elevar lo imposible a rango de posible repetición? Arendt piensa la Verwindung heideggeriana –la posibilidad de la superación de la Modernidad- sin el patetismo cínico de la convalecencia y sin hacer de la postmodernidad la sanación de una enfermedad intratable. Si hay algún dato que nos permita atisbar una salida a la postmodernidad es que Vattimo nos parece ya un cansino de tomo y lomo.
Si, como comenta Rancière, “la modernidad se volvió entonces algo así como un destino fatal fundado sobre un olvido fundamental”, lo que está más que claro a estas alturas del partido es que no había necesidad de hacer de tal dato un eje vertebrador para una época avergonzada de su propia impotencia. Pensar, por tanto, de otra manera, dejarse de sandeces de sanatorio y atreverse a ver en el desgarrón de la razón no la posibilidad para liquar todo calado filosófico sino, casi todo lo contrario, para atisbar la posibilidad –¿la última? – de pensar de una vez y por todas lo impensado, lo increíble, lo imposible.
Pero vayamos a la película. Su trama nuclear se centra en los acontecimientos que dieron forma a uno de los más polémicos libros de la pensadora judía: Eichmann en Jerusalén, cuyo subtítulo es Un informe sobre la banalidad del mal. La sucesión de hechos, siquiera conocida por todos, es la siguiente: los servicios secretos de Israel detienen a Eichmann en Buenos Aires. Extraditado a territorio judío, el estado israelí le juzga de crímenes contra la Humanidad condenándole a la pena de muerte. Pero, en esto como en todo, lo importante son los silencios que surgen en –y entre– la narración. Justicia y venganza, olvido y memoria, culpabilidad e inocencia, conciliar lo particular y lo universal; dar visibilidad a lo sucedido, luchar para que no se olvide, pero también ajusticiar al culpable, darle lo que se merece, su merecido, invertir las tornas –con el beneplácito del Derecho Penal– para restituir la pérdida. Hannah Arendt –presente en el juicio como corresponsal del New Yorker– se sitúa en el centro concéntrico para pensar las paradojas que, a poco que se escrute, marcan el proceso. Y la polémica, ahora como entonces, está servida.
Si Eichmann concita en torno a su persona todas las paradojas bárbaras de la Modernidad, lo que descubre Arendt es que ese mal endémico que asola a la humanidad no nace de una innata capacidad auspiciada por la reflexión sino, todo lo contrario, por una dejación de principios con visos a perpetuar la mitología moderna: burocratización, tecnologización,…; los totalitarismos como encarnación del poder de la razón moderna encaden al sujeto a una narración ideológica donde el pensar es un exceso no permitido, un dispositivo tecnológico más administrado por las redes del sistema. Es decir, en el penúltimo estadio de la razón moderna capitalista, la ideología no tiene que ver con la verdad o la falsedad sino con dispositivos tecnológicos de control social. Si en la fase “clásica” el desarrollo moderno la ideología estaba sostenida en relaciones a una comprensión “verdadera” del mundo, lo que sucedió fue una paulatina tecnologización de tales mecánicas de adiestramiento social. Es ese caldo de cultivo despersonalizado donde Arendt comprueba que la maldad se inmiscuye en los relaciones de producción merced a una despersonalización de los sujetos.
Es decir, y retomando lo anterior, no hay coartada posible y, en el límite, los antagonismos conviven en la eclosión del mal. Pensar –pensar metafísicamente– es atrincherarse en las cloacas de la violencia, es imponer la lógica de la causalidad eficiente hasta el límite tecnológico. Pero, en el otro polo, no hacerlo, no pensar, es consentir en desasirse de lo específicamente humano, es dar por buena siempre esas circunstancias fenomenológicas. ¿Qué hacer entonces? La pregunta entonces de la filosofía después de Auschwitz es cómo pensar la diferencia del propio pensar, la fractura del pensar en ese momento en el que o se desfonda o se aviene a la lógica maquínica de lo perverso.
Lo que descubre por tanto Arendt es que la historia que nos habían contado no cuadraba del todo. Enfrentado con el nazi, se constata que no es un asesino despiadado sino un hombre cualquiera que, si hubiera que destacarlo por algo, sería por su burocrática eficiencia. Esa es la cualidad principal que Arendt ve en todo aquel horror: su banalidad, su mediocridad que solo logra rango de excelencia maquínica al ponerse al servicio de una industrialización mecanizada del asesinato. Esto no quiere decir que no fuese culpable, que no hubiera que ser juzgado. En este sentido, la reflexión de Arendt intenta ser exclusivamente un «informe de los hechos» que solo trata de comprender, no de juzgar. La propia pensadora alega que «un tal alejamiento de la realidad e irreflexión en uno puedan generar más desgracias que todos los impulsos malvados intrínsecos del ser humano juntos, eso era de hecho la lección que se podía aprender en Jerusalén. Pero era una lección y no una explicación del fenómeno ni una teoría sobre él».
Pero es en ese escalón, en esa trabazón ideológica que hace del máximo culpable el inocente perfecto, donde el impulso filosófico de Arendt se las ve y se las desea con la intelligentsia del momento: ¿cómo puede ser que se destaque la solvencia burocrática para intentar comprender el Holocausto?, ¿cómo, incluso, en la mecanización del exterminio, Arendt señala incluso a la propia víctima, a los de su mismo pueblo, como piezas importantes al servicio del engranaje? Las palabras de la filósofa golpean todavía con la fuerza de lo increíble: “donde todos son culpables, nadie lo es. Las confesiones de una culpa colectiva son la mejor salvaguardia contra el descubrimiento de los culpables”, escribió en Sobre la violencia. Aún todavía en el verano de 2000, cuando se editó en Tel Aviv una traducción al hebreo de Eichmann en Jerusalén, volvió a encenderse la polémica.
Lo que significan las tesis de Arendt es que el Holocausto es un acontecimiento increíble, una novedad tan en el límite del propio pensamiento que circunscribirse a la dialéctica del delito/castigo no roza ni de lejos la profundidad de la catástrofe. Incluso, el querer apresar semejante magnicidio en la lógica causal de los acontecimientos no hace sino dejar, como ya hemos indicado más arriba, la puerta abierta para su repetición. Reinsertarlo en la lógica sintética de los acontecimientos, sellarlo repartiendo prebendas de culpabilidades e inocencias, no supone sino su reinserción en la economía de lo posible.
Para Arendt no se trataría por tanto de cerrar la puerta bajo la apariencia de la justicia reparada sino encontrar su nexo de unión con la realidad en la que aconteció para que, definitivamente, no vuelva a ocurrir. Y es que, dentro de su imposibilidad, rodeando el aura de terror que causó, Arendt descubre la simpleza de lo banal, la normalidad de lo corriente.
Frente al "mal radical" de ascendencia kantiana, Arendt descubre la “banalidd del mal” como el síntoma decadente de una conciencia que, presa de un juego ideológico fácil de llevar a cabo, hace dejación de principios justo en el momento que cree estar siendo más consecuente. No pensar, expurgar la dicotomía moral del bien y del mal, disociar la acción de la conciencia, insertar la praxis de lleno dentro de lo esperado, de lo que se nos dice es lícito esperar. Es decir: dentro de su imposibilidad, acontecimientos como el Holocausto no dejan de ser fácilmente pensables.
El riesgo que corrió de Arendt estuvo en atreverse a pensar el acontecimiento lejos de la retahíla de lugares comunes, de la victimización facilona y de la lógica causal cifrada en que a tal delito tal castigo. El mantener el recuerdo de lo sucedido solo puede lograrse, siguiendo las conclusiones de Arendt, dejando espacio a otro pensamiento, a una reflexión que se tope con la exclusiva diferencia radical de lo acontecido sin reinsertarlo en la lógica de las posibilidades. Es decir: decir lo imposible es la única salvaguarda para que el terror no se repita.
II
Es precisamente a este punto donde queríamos dirigir nuestras reflexiones. Porque, ¿cómo decir ese imposible?, ¿cómo hacer remitir la historia a su siniestro doblez sin por ello establecer especularmente una salida que no es más que la coartada que necesita el propio pensamiento para volver a acontecer? Sin duda alguna: desde el arte.
Porque el arte tiene para sí la misión de apuntar y señalar a ese emplazamiento imposible pero sin traspasarlo nunca, sin irrumpir en su facticidad. El arte, en esa distancia irresoluble, reinventa a cada momento un lugar dialéctico nunca sellado sino abierto a la posibilidad de lo por-venir. Es decir, el arte ejercita la memoria pero no para recodificarla e insertarla, sino para experimentar el desarraigo que posibilite a cada momento el tiempo-ahora mesiánico, disyuntivo y disensual de la espera.
Si para Hannah Arendt, las palabras y los pensamientos son impotentes frente a la banalidad del mal que todo esto representa, si para Benjamin la catástrofe es “que ‘esto’ siga sucediendo’”, el arte señala la indecibilidad, la posibilidad siempre-otra, la de la sociedad por venir comprendida como ámbito de testimonio y memoria, de responsabilidad y esperanza de modo de ninguna manera se deje solo a los vencidos.
No se trata ya más –no se debería de tratar- de revelar la esencia metafísico-aurática, ni de auspiciar un ámbito para la redención de corte schilleriano. Ese posicionamiento de intereses, al converger con el plan utópico de la Modernidad, no haría sino ahondar más en el descalabro, en la herida; no remitiría sino a posibilitar un olvido del olvido, cínico y postmoderno. De lo que se trata más bien es de remover las coordenadas de lo fáctico para no olvidar que, como dice Benjamin, “para los oprimidos el estado de excepción es permanente”. Es decir, auspiciar la posibilidad de la sociedad por-venir, aquella donde, si el otro no es acogido sí que hay al menos la posibilidad de un lenguaje para nombrar al otro más allá de la lógica de la reinserción consensuada.
Ahora bien, si Arendt se preguntaba por una razón otra capaz de comprender lo incomprensible, si realizó un salto al vacío para dinamitar los antagonismos de un pensar que bascula especularmente pero sin salirse nunca del círculo vicioso de violencia y venganza sobre el que se eleva, el arte realiza también él una torsión sobre su propio eje para dar cabida a esa futurabilidad de la ausencia como garantía de emancipación. Es decir, si el pensar transciende su propia fundamentación atreviéndose a no contentarse con parches anestésicos, el arte opera un cambio en sus coordenadas para que su noción fundamental de autonomía sea capaz, esta vez sí, de acoger toda otredad, de evadirse del círculo antagónico y sea más, mucho más, que el emplazamiento para una redención que siempre ha quedado presa de la violencia imperativa de la razón idealista.
¿Cómo realiza esto? Sin duda alguna que sería demasiado largo diseccionar las estrategias que el arte tiene para esto; pero sí, y de esto trata este pequeño texto, se puede poner sobre la mesa la perfecta ilación entre el pensar de una filosofía que trata de salirse del círculo viciado de lo fáctico que proporciona la toma de posiciones ilustrada, una reflexión política capaz de dar acogida al otro, y un arte comprendido –en su adjetivación como político o crítico- como algo más que un simple campo de pruebas, cómo un laboratorio donde ahondar en la (im)posibilidad de la utopía.
No es por otra razón, pensamos, el hecho innegable de una cada vez mayor importancia al vínculo genético entre memoria e historia, entre recuerdo y olvido; no es por otra razón el que también sea innegable la cada vez mayor atención que se presta a la problemática en torno a la representación que el Holocausto suscita. A este respecto, aún con el error de bulto que toda ecuación reduccionista conlleva, no es difícil coincidir –hablando de Arendt y el arte- en un mismo intento: el de escapar de las redes representacionales del pensar metafísico y esencialista sin por ello caer en la salvajada especular, en el olvido del olvido. Escapar a la presencia del presente, del acontecer de un ser que se autoimpone evidenciando una violencia y, con ello, un olvido; escapar a una tecnología del pensar que lo absolutiza todo en una conciencia que se sobra y se basta a sí misma para levantar muros de contención.
Política y estética se conjugan entonces en un mismo fin para abrirse al juego dialéctico de las diferencias, un juego sin síntesis posible donde lo universal no juegue siempre de cara al vencedor sino que oscile en nódulos de heterogeneidad y de diferencias alternativas. Es decir, no se trata solo de dar voz a los olvidados, no se trata de impartir una justicia “reparadora”, no se trata de representar lo acontecido: se trata de crear espacio para ejercicios de simbolización que generen espacios críticos y disensuales.
La pregunta a destruir, entonces, es la misma: ¿a quién acoger?, ¿qué representar? No se puede ya más “acoger al otro” mediante procesos ideológicos de identificación socio-políticos; no se puede ya más representar lo acaecido según el canon mimético de la reproducción de la historia. Básicamente: el problema estético de cómo representar el Holocausto es el mismo problema político de cómo acoger al otro. Representar sin apropiarnos de su tragedia, sin querer hacer de ello un asalto de la propia razón para enmascarar otro olvido del olvido con el que volver a poner los relojes de la barbarie a cero; acoger al otro no insertándole en la lógica de dar voz/quitar voz sino haciendo funcionar una identificación imposible en el núcleo de lo social, un –por ejemplo- “todos somos judíos alemanes” que irrumpa disruptiva y disensualmente en la toma de posiciones –de competencias, tiempos y espacios– respecto al espectro de lo social.
El emplazamiento de lo imposible de la sociedad por-venir, ahí donde media la distancia disyuntiva con el otro –un estar-juntos estando-separados como diría Rancière– tiene su precisa réplica en el emplazamiento también de lo imposible donde se rememora el Holocausto. Porque si no hay política del consenso que acoja al otro sin remitirle a regímenes de identificación y producción que nieguen su individualidad, tampoco hay régimen representacional para dar cabida a lo increíble de una historia para la que cualquier ficción –ficción representacional- se queda más que corta.
Si la pregunta política por el acogimiento del otro se puede rastrear, por ejemplo, en el ejercicio disensual de Rancière, en el antagonismo de Laclau, en el estado de excepción de Agamben o en el evento de Badiou, la pregunta estética –doble especular de aquella– podría hacerse en los siguientes términos: ¿cómo mediar en ese irrepresentable que supone el acontecimiento increíble de Auschwitz?, ¿qué distancia tomar respecto al acontecimiento imposible? Obviamente no sirve una medida representacional, un ejercicio de ficción que intente reproducir lo sucedido: si no hay imaginación capaz de imaginar lo sucedido no hay tampoco puesta en escena capaz de dar la talla, de situarse a la altura; y, si la hubiere, ésta no supondría ninguna dialéctica memoria/historia capaz de despertar el olvido.
Por contra, la teoría de los sublime de Lyotard tampoco vale. Para éste, la no-figuración del arte moderno remitiría entonces a lo sublime del horror de querer olvidar: como huella de la catástrofe, como testimonio del olvido de lo ha habido, como la inscripción de la huella de ese mismo irrepresentable. La ecuación que hace funcionar Lyotard es sencilla: la existencia de acontecimientos que exceden lo representable lleva pareja la necesidad de invocar a un arte que, al menos, testimonie de ese impensable. Ese nuevo arte de lo sublime sería entonces un relato del testigo, un arte no preocupado tanto en contar el acontecimiento como en testimoniar su ha habido.
Sin embargo, esta coincidencia entre un impensable en el corazón del acontecimiento y un Irrepresentable en el corazón del arte es interpretada en relación a la necesidad del espíritu –según el proyecto de dominio de sí del pensamiento occidental- de olvidar incluso el olvido para poder presentarse como dueño de sí. Así, el deber moderno del arte iría en la dirección de dejar constancia de ese impresentable de la razón que se postula como la voluntad de acabar con el testigo que siempre supone el Otro: si la razón descubre cómo uno de sus polos descansa en la figura del exterminio dedicada a suprimir de su seno toda alteridad, el arte sublime sería el encargado de testimoniar el querer borrar la huella de esa exterminación, de querer olvidar el olvido para así, poder continuar. No es por otra razón que Rancière considera que el pensamiento de Lyotard es una radicalización de la dialéctica de Adorno que “transforma la ‘imposibilidad’ del arte después de Auschwitz en un arte de lo impresentable”.
El barrido de cámara sobre lo que fuera campo de exterminio confronta la palabra que testimonia con el silencio en el que parece sumido tal lugar. La palabra, el testimonio del testigo, se resuelve así incapaz de llenar todo ese silencio: es esa inadecuación, esa imposibilidad de llenar el silencio, lo que es y debe ser representado según una nueva lógica de la ficción que no se levante como un procedimiento que media entre las historias, sino como un modo de tocar lo increíble del acontecimiento de lo inhumano.
Y es que esa ‘imposibilidad de llenar con las palabras el lugar’ remite a una increencia: aunque quede un superviviente, aunque lo cuente, no se le creerá. Es decir, no hay ni habrá nunca lengua propia para decir el exterminio, no hay ni habrá palabra capaz de llenar lo imposible de lo inhumano, de llenar el acontecimiento del que ahora solo resta un infinito silencio. Lo real que se abre en la ficción es el emplazamiento de lo increíble: palabra e imagen, palabra y lugar, quedan ahora remitidos a una disyunción en el límite por la cual abren el acontecimiento a su carácter de increíble; es la mediación imposible del silencio lo que redunda en la vinculación disyuntiva capaz de tocar lo increíble de todo acontecimiento inhumano.
En definitiva, si, como dice Reyes Mate, “com-pasión es aceptar la pregunta que nos dirige el otro”, lo que está claro es que para dar respuesta a esta pregunta no hay medida alguna, ni en relación a acoger al otro, ni en relación a una lógica representacional digamos clásica. Lo que hay que ejercitar, por contra, es una desmedida como emplazamiento imposible, como topología de una heterología de tiempos y espacios. Sólo haciendo funcionar la medida de la des-medida, la medida siempre disyuntiva del disenso como emergencia siempre imposible de identificaciones, se hará pertinente que Auschwitz, pese a estar en nuestra memoria, no vuelva a suceder. Si hay un lugar donde política y estética se toquen es aquí, en la emergencia de un lugar donde decir lo imposible, donde lo social remita a un juego de desidentificaciones disensuales, donde lo ha-habido no se levante como representación ni como testimonio sino como palabra-silencio a la espera de su por-venir.
Quizá era imposible que Eichmann, en esa ascendencia de la palabra compasión, sufriera con nosotros. Pero lo que está claro es que prohibiendo y zanjando la respuesta, desesperando en la espera, no se logra nada. Eso fue lo que, en definitiva, trató de hacer Hannah Arendt: aclarar las condiciones por las que las pregunta debería seguir haciéndose, aunque no hubiese modo de responderla o, como poco, de traducirla. Solo manteniendo la pregunta abierta a la esperanza se está en condiciones de no desesperar, de recordar lo increíble para, precisamente, no vuelva a suceder.
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