RYOJI IKEDA: data.path
FUNDACIÓN TELEFÓNICA: 28/09/13-05/01/14
“No es lo místico cómo sea el mundo, sino que sea el mundo.”
Tractatus, 6.44.
Hoy, día 7 de noviembre de 2013, Albert Camus cumpliría 100 años; la semana pasada se “demostró” matemáticamente el teorema ontológico de Kurtz Gödel y, por ende, la “existencia” de Dios; Ryoji Ikeda sigue exponiendo, ajeno a ambas cosas, su exposición data.path: una instalación donde el artista indaga sobre el potencial humano para percibir la substancia infinita e invisible de información que impregna nuestro mundo en forma de datos de todo tipo. Siendo esta corriente de información infinita la última y más perfecta metáfora perfecta del Dios de Spinoza, la pregunta que vertebra los tres acontecimientos solo puede ser una: ¿ha dejado el arte de preguntarse por Dios?, ¿lo ha hecho alguna vez?
De vivir todavía Albert Camus, hoy, sin ir más lejos, el visionario del absurdo cumpliría 100 años. Como esto de tener algo por lo que morir nos suena ya a heroísmos de otra época, su figura, aunque anquilosada por -quizá- una sofistiquería algo huera, sigue despertando genuflexas admiraciones y, como es menester, los diferentes medios de comunicación ya nos han ido informando –a su modo, como no- de tal magno evento.
Pero quizá también aquel que sentenció con sorna profética que “jamás he visto a nadie morir por el argumento ontológico” andaría estos días con la mosca detrás de la oreja después de que dos matemáticos hayan demostrado el propio argumento ontológico en la versión lógico-modal de Gödel. ¿Casualidades de la historia?
Pudiera ser, aunque la cosa, ciertamente, no es para tanto: si bien los mass media (sí, les tengo tirria, ¿pasa algo?) nos han dado como titular que se ha demostrado la existencia de Dios, nada más lejos de la realidad. La importancia de la demostración radica en el amplio potencial que se nos abre después de comprobar cómo la matemática informática puede, en pocos segundos, demostrar –a nivel teórico y matemático, esto es importante subrayarlo- la corrección de complejos teoremas de lógica modal.
Sea como fuere, la prueba ontológica de Gödel viene a decir, en esencia, lo siguiente: "Dios, por definición, es lo más perfecto que puede ser pensado. Si pensáramos en Dios como inexistente, entonces no sería realmente la idea de Dios, pues tendría la imperfección de no existir. Entonces, la oración 'Dios existe' es necesariamente verdadera. Por lo tanto, Dios existe”.
Y es que el problema es siempre el mismo: el paso del pensamiento a la realidad y el escalofrío que nos recorre la espalda cada vez que se da el salto. Wittgenstein, por ejemplo, decía poco más o menos que si bien todo lo que se puede pensar se puede pensar claramente, y todo lo que se puede decir se puede decir claramente, por el contrario no todo lo que se puede pensar se puede decir. Y si, para el filósofo vienés, la proposición se define como aquél hecho que aspira a dar una descripción verdadera de la realidad, lo que se está señalando es que –siendo o no cierta la interpretación de que los límites del lenguaje coinciden con los límites del pensamiento- lo que sí que es indubitable es que Wittgenstein refería un ámbito propio de certezas indemostrables e indecibles: lo místico. “Hay sin duda –decía- lo inexpresable. Esto se muestra, es lo místico.” (Tractatus, 6.522).
Lo místico…ahí donde nada cabe decir, donde todo es mostrado, señalado. El salto ontológico, sea o no infundado, remite a los propios resortes y límites de nuestra conciencia. Y, sin duda, si Camus es y debe ser recordado es porque encarnó el sinsentido existencialista en ese tal salto: frente a un mundo que se resuelve contradictorio, Camus solo encuentra lo gélido del silencio.
Pero, si bien el mundo no me dice nada, si solo me muestra su absurdez, Camus extrapola la necesidad ontológica de disponer cada ser humano la decisión, última e irrevocable, de ser feliz: "no renuncies nunca, Catherine. Tienes tantas cosas y la más noble de todas, el sentido de la felicidad”, dice Merseault. Una felicidad no fáctica, sino casi fenomenológica; una felicidad como sentido, como cualidad del ser, no del estar; como horizonte de vivencias al que todo hombre está llamado a tratar de rebasar por mor únicamente de sus sola decisión libre.
Se trata de una felicidad como rebelión, que desempeña el mismo papel que el cogito de Descartes en el orden del pensamiento como evidencia que saca al individuo de su soledad. "Yo me rebelo, luego somos": el grito nihilista y del absurdo pone de manifiesto mi propia protesta que se lleva a cabo en una aceptación de la contradicción.
Es decir, tomándose en serio la frase de Dostoyevski por la cual “si Dios no existe todo está permitido”, Camus opina que, obviamente, no todo está permitido: claro que la moralidad no viene ya del silencio de ese ámbito de indecibilidad, sino de la propia condición humana: de la responsabilidad por vivir la existencia dignamente, asumiendo la contingencia y la finitud. En definitiva, “la conclusión última del razonamiento absurdo es, en efecto, rechazar el suicidio y el mantenimiento de esta confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo".
La felicidad, por tanto, tema fundamental como límite irrebasable de las acciones del hombre, ya se sitúen estas en el más acá del silencio de lo innombrable (¿de Dios?)…o, como en Spinoza, en relación directa con un más allá trascendente. Y es que el holandés vertebra su pensamiento en la misma dirección que Camus: dotar al sujeto de –y preguntarse por- una ética social basada en la felicidad como última razón de ser. Solo que ahora no hay ni silencio ni absurdo: hay una maquinaria racionalista perfectamente construida que crea el mundo según un modelo lógico-matemático, quedando toda la creación (yo incluido) como modos de una única substancia: Dios. «Dios, o, en otras palabras, aquella sustancia constituida por un número infinito de atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita, existe necesariamente»: en este caso el argumento ontológico roza lo obvio.
La felicidad, afecto máximo en relación al conocimiento sub specie aeternitatis de Dios según una geometría de las pasiones de índole matemática, es la característica básica y fundacional para todo la ética de un nuevo sujeto que tiene en su libertad su más precia cualidad. Así, la última proposición de su Ética reza lo siguiente: “la felicidad no es un premio que se otorgue a la virtud, sino que es la virtud misma”; la felicidad será el conocimiento eterno de Dios, de la única sustancia.
Una filosofía esta que si bien en su tiempo fue tildada de herética, ahora se descubre como modelo desde el que explicar multitud de fenómenos sociales y políticos. Por ejemplo, Negri descubre en el panteísmo holista de Spinoza las claves de la ideología: fuera de ella (de la ideología o de la sustancia), como sostenía Althusser, no hay nada.
Y si bien ha valido para dar cuenta de la ideología como sustrato espectral desde el cual el sujeto se subjetiviza, también vale –cómo no y para prueba está instalación de Ikeda- para ensayar una aproximación al ser fáctico del hombre, antaño existencialmente arrojado a la existencia y ahora arrojada a un mar de datos, informaciones, balances, estadísticas, etc. En definitiva, en el centro de esta instalación está el mismo intento de dar el salto, del pensamiento a la realidad: y si bien ahora no nos atrevemos a inferir la sutura ontológica de semejante fractura, al menos sí que somos invitados –desde la estética y el arte- a propiciar una experiencia, quizá habría que decir mística, de ese umbral de indecibilidad.
Es ese el gran camelo del arte, la secularización estética que llevó a cabo la modernidad y que no es otra cosa que darnos gato por liebre y de dejarnos con la boca abierta, pasmados, balbuceando un siniestro “muy interesante”. La ideología estética es descubierta por tanto como un gran dispositivo de experimentación una vez lo trascendente ha sido sustituido por una inmanencia que, por mucho que queramos, no nos vale de mucho.
El poder de la razón, aunque se piense lo contrario, se ha arruinado y ya solo prestamos atención a las percepciones e impresiones: no obstante, y aunque escépticos convencidos, nos mola mazo experimentar con el cierre ontológico, con la sutura existencial, con una realidad panteística de la que solo nos cabe esperar la última ecuación, la demostración del último teorema para dejarnos mecer en los brazos de Dios.
La fe racional de Kant tiene su coplementariedad en el concepto de sublime: a partir de ambos la secularización moderna ha ido travistiendo al arte de “otra cosa”, otra cosa que no tiene nada de malo siempre y cuando se atenga a lo que son sus premisas: lo dado, lo fáctico, el juego socio-político. Por el contrario, son estas panteísticas obras las que nos ponen sobre la pista de la única verdad: nuestro dios es el arte; o, mejor, el arte calma la duda de si en el umbral de indecibilidad -ahí donde nuestro pensamiento vuela sin nada real a lo que agarrarse, donde lo pensado lucha por ser capaz de existir- se oye algo, no se oye nada o, por el contrario, se oye la nada.
Ni a Wittgenstein, ni a Gödel ni, mucho menos, a Camus le hubiese gustado esta instalación de Ikeda: se hubiesen ido a casa pensando que alguien les está tomando el pelo. A Spinoza, por el contrario, le hubiese encantado: pero él, al contrario que todos nosotros, sabía que esa última ecuación, el Gran Número, no existe más que disuelto en el propio teorema, más que quizá, como una gran ausencia.
Quizá como en el capítulo 20 del Evangelio de san Juan, donde se lee: “entró también el otro discípulo, que había sido el primero en llegar al sepulcro, vio y creyó”. ¿Qué cosa ha visto? Nada en específico: es la ausencia misma que, repleta por el amor, se convierte para él en ausencia evocadora de una presencia.
Así, cerrando el círculo, tres conclusiones: no hay modo de demostrar el argumento ontológico ya que eso supondría substancializar a dicha ausencia, a esa nada que está en el lugar justo de la presencia; todo pensamiento o toma de posición por nuestra parte solo es situarse a una distancia determinada del misterio esquivo de nuestra conciencia; y, por último, este arte tecno-sublime vegeta en las corrientes secularizadas del romanticismo más inane, siestea a la espera de una trascendentalidad de la que él mismo reniega. Es decir, menudea el misterio óntico sin saber muy bien a qué atenerse.
Vamos, que no habéis conocido a Dios. Pues sepáis que existe y es galardonador de los que le buscan. (Hebreos, 11, 6). Demuestro que no soy un robot.
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