martes, 23 de junio de 2009

DE LA IDIOTEZ HUMANA COMO SUEÑO ANIMADO


PETER FISCHLI & DAVID WEISS: “¿SON LOS ANIMALES PERSONAS?”MNCARS: 30/04/09-31/08/09
A medida que el cansancio teórico de los sesenta hacia mella en el ánimo de un arte que, preso de su propia negatividad, quería pasarse cada vez más claramente al bando de la diversión que los años setenta empezaban a perfilar en el ambiente, dos hechos aceleraron su implosión total : si en un primer momento las corrientes postestructuralistas sirvieron de germen para una incipiente reflexión sobre el carácter de un arte textual donde el artista se considera definitivamente muerto, poco más tarde, cuando de él no quedaba ya más que un espejismo y toda apelación a metarelatos inclusivos se había desvanecido, el arte se erige sobre esos mismas rescoldos como un producirse irónico, casi hasta cínico, irreflexivo y de carácter más festivo y comercial que serio y responsable de sí mismo.
El impacto de la idolatrada figura de Warhol tuvo mucho que ver en todo este proceso. Endiosado como la máquina que él mismo decía ser, su producción de obras artísticas remitían ya sin ningún género de dudas a un nuevo capitalismo: reproducción en vez de producción, serialización, implosión de la imagen, creador de iconos pop, subversión de los ámbitos de la alta cultura y la cultura popular, etc. Y, junto a ello, una falta total de teoría y un dejarse mecer en los brazos del glamour y el divismo. Del “soy una máquina” de Andy Warhol al “soy un idiota” de Mauricio Cattelan, no media mucha diferencia; tan sólo la que una época desprovista de relatos ha querido marcar entre ambas producciones-mercancías.
¿Qué espacios para la labor del arte quedan entonces en pie después de esta renuncia del arte a su propia condición de producto autoreflexivo? Ninguno. Ninguno al menos que se hiciesen desde los mismos púlpitos que ya empezaban a ser desmontados.
Los nuevos espacios del arte, aquellos que respondiesen a las preguntas surgidas por el nuevo orden establecido a mediados de los setenta ya no podía hacerse, al menos en su vertiente más artística, desde las mismas estancias ya corrompidas que hasta entonces se había venido haciendo. La teoría conceptualizadora es sustituida por lo banal a la hora de hacer surgir la pregunta por el sentido. La deconstrucción, eso que en una primera etapa sirvió para alimentar la teoría estética, ahora se mostraba impertinente: los asuntos más sublimes del arte son desvelados como perfectos lugares para la trivialidad e, incluso, la vulgaridad.
Toda pregunta se hace desde la vaguedad formal, todo epítome artístico viene subrayado por lo innecesario al tiempo que todo artista es un farsante y un trepa. Artistas, como dijo Beuys, somos todos, pero sólo en nuestra condición de pantallas warholianas e idiotas como Cattelan.
En ese estado de cosas, por primera vez en el arte, todo adquiere la “mínima resistencia”. Todo es incluido en el ámbito del archivo del arte sin ninguna otra necesidad que el de seguir el rollo ambiental y todo remitirse a fórmulas de entretenimiento pasajero empiezan a tenerse por muy válidas a la hora de divinizar el nuevo arte.
No es por casualidad, por tanto, que la primera película de Fischli y Weiss se titule “La mínima resistencia”. Solo había que salir a la calle, tomarle el pulso a un ámbito, el artístico, que empezaba por no ser capaz de hallar ninguna otra salida que no fuese el pasotismo ante las formas y el cinismo como anestesiante perfecto, y disponer ese material de forma tan cínica como desenfadada.
En dicha película los protagonistas, un oso y una rata, deciden convertirse primero en artistas, más tarde en detectives y, posteriormente, en filósofos. La dualidad está servida: la intuición que les guía es la de ser ricos y famosos, pero, por contra, ¿no es cierto que algo habrán de ofrecer, en cuanto artistas, a cambio? Su historia deja bien patente lo que ya empezaba a vislumbrarse en el horizonte del arte:
Oso: ¿Hay trabajo?
Rata: No, dinero.
Oso: Pero, ¿cómo?
Rata: ¿Con… engaño? …en el mundo del arte…, nos forraremos y haremos como los demás. Sólo que mucho mejor. Es verdad que no entendemos ni gota de eso, pero todo se andará…, haremos un viajecito de estudios”.

Un viajecito de estudios, un deseo de seguir el buenrollismo ambiental, un ansía por llegar a ser alguien dentro del sistema garantizador que reparte dividendos y expende fama por igual y a manos llenas. Acabados todos los debates teóricos y filosóficos en el ámbito del arte, la nueva filosofía del artista se sustenta en la bien aprendida trilogía:
Oso: ¿Qué significa ese disparate?
Rata: Pero, ¿es que no entiendes? El mundo es de los ambiciosos. Iremos al mundo del arte, parece que ahí se está cociendo algo… -Acción-cultura-dinero!
Ante este nuevo paradigma, siempre latente pero ahora hecho acontecimiento hipervisible, el arte no puede ofrecer más que una “mínima resistencia”:
“Soy la vida cultivada, la elegancia, me conocéis bien, soy el rapto y el éxtasis, pero también un buen descanso nocturno y la calma. Soy la belleza y el estilo. Soy el tiempo a vuestra disposición, la cerveza gratis en el vecindario, soy el champán en un zapato de mujer, soy el plato del que coméis, soy la libertad con la que jugáis, soy la mínima resistencia”
Es decir, lo es todo y no es nada. Es lo que se tenga a mano y sea válido para una próxima jugada, para una nueva tomadura de pelo, para seguir el rollo de la mercadotecnia de un arte que hace sorna de sí mismo y se lo pasa pipa mientras tanto. ¿Quién no quiere pertenecer a ese mundo de despilfarro, ocio y dinero? Sí, aunque sólo sea en eso, los animales, al menos Oso y Rata, son humanos.
Pero, para ser justos, lo que empujó a Fischli y Weiss ha realizar sus películas no fue tanto el levantar acta de los nuevos derroteros del arte de la pantalla-warholina o de la idiotez, como la de tomar una paradójica distancia con eso mismo que se podría criticar. Porque su posición ha sido siempre aquella en la que ahora hacen balancearse a Oso y Rata en la instalación del Palacio de Cristal del Retiro. Tumbados en el suelo, simulando estar dormidos o elevados por el aire, la paradoja respecto a la distancia que ellos mismo toman, como producto artístico, salta a la vista: “Quizá vuelan, o quizá sueñen que están volando”, dice Weiss al respecto.

Y ahí queda entonces todo concentrado. Quizá soñaron ser artistas o filósofos; quizá soñaron nuestros mismos sueños; quizá incluso, adormecidos nosotros en el nihilismo panóptico, a falta de que se den las condiciones para hacer volar nuestros propios sueños, ellos sueñan por nosotros. Quizá entonces, otra vez, sea cierto que los animales son humanos.
Y la pregunta última es aquella que ni siquiera ellos se atreven a hacerse: ¿despertaremos nosotros de ser un mal sueño animado y tendremos el valor de cargar con nuestra soporífera idiotez? Deberíamos hacerlo; al fin y al cabo, también nosotros podemos ser artistas.

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