Cuando el mundo se mueve al son que marca el golpetazo de Madonna además de los otros golpes con que los asesinos del Estado Islámico destruyen obras ancestrales, al arte se le debe de quedar una bonita carita de alelado. Vamos, que ni pa’lante ni pa’tras. Sin saberse muy bien a qué carta quedarse, si sumarse a lo esperpéntico-festivo de un mundo viralizado en una espiral de estupidez consumada o agarrarse los machos e implicarse en, como decía Adorno, cargar con su culpa, el arte serpentea como si tal cosa reclamando una visibilidad y una comprensión que muy pocos están dispuestos a permitir.
Y si, reduciendo el espectro, pasamos del arte en general y concretamos en el arte español la desorientación toma dimensiones de agujero negro. Sin ir más lejos, las palabras de Carlos Urroz en una entrevista con El País no dejaba las cosas nada claras: “sería hipócrita que obras de 15.000 euros incidieran en la denuncia”. Cierto es que la frase continúa, y que los periodistas no tienen, en el peor de los casos, ni un pelo de tonto y saben cómo remover lo único que ya mueve el arte: indignación.
Indignación, eso sí, en ambas direcciones: hacia un lado, en el sentido de indignarse por lo “malo” que es el arte contemporáneo y, sobre todo, por las millonadas que se llegan a mover, y hacia el otro lado al no desprenderse el arte de esa estrategia paniaguada, cicatera e inane que supone el mover a la indignación de lo mal que va el mundo y el nivel de injusticas que hay.
Total y resumiendo: si hay una experiencia estética contemporánea por antonomasia, esa es al de la indignación. Casi podría decirse que el arte, esquivando su destino, condenado a ser malinterpretado tanto unos como por otros, queda polarizado en un movimiento oscilante de indignación donde, como decimos, el arte desaparece como por ciencia infusa.
¿Y ARCO? ARCO es una feria de arte que en este país marca el ritmo anual de la indignación. Es decir, extrae de entre sus cuatro paredes toda la indignación que, tanto unos como otro, irán repartiendo a lo largo del año en buenas dosis. Dudo si en los demás países donde se celebra una feria de estas características sucede lo mismo que aquí. Imagino que no más que nada porque solo un espíritu inflamadamente latino conjugado con altas dosis de esperpento y envidia (la escenificación nacional conjugada con la enfermedad nacional) pueden dar como resultado la ecuación perfecta para seguir indignándose cómodamente desde el sofá de casa: no lo entiendo = es una estupidez.
Pero no seamos simplones y pensemos un poco con la cabeza: ¿qué es la indignación? Me insulte quien me insulte, la indignación no es más que un pedirle a la máquina libidinal –al Gran Otro– que podemos con más, que estamos preparados para soportar mayores dosis de exceso. Es decir, se indigna aquel que ha satisfecho la demanda de placer que lo Real le exige para acceder a una subjetividad plena. Se mueve a la indignación quien sabe la delicia de disfrutar del plus de jouisseance y quiere más, necesita más, un chute más, una calada extra.
En un mundo acrisolado por pseudo experiencias, la indignación se ha descubierto recientemente como una de las que más satisfacciones reporta: conjuga el partir de la intimidad con el hecho de solo puede ser experimentada en su compartirse –nadie se indigna a solas– y, además, apela a la subjetividad a desasirse de la huella cínica que tanto daño nos ha hecho en nuestra postmodernidad y decir a los cuatro vientos que sí, que nosotros, realmente, sabemos lo que pasa y cómo funcionan las cosas. Nos indignamos, ya de una vez, porque sabemos cómo funcionan las cosas y porque exigimos a la máquina ideológica nos escuche.
Total y resumiendo: es indignante que esto sea arte, pero espero que el próximo año vengan con más porque yo, a este lado de la pantalla, me lo estoy pasando teta. Y es que gozar del arte, en un mundo poliédrico como éste hace ya tiempo que tiene muchas acepciones y ni mucho menos es el candoroso “entender” de arte la que más satisfacciones da. Envidio, he de decir, a aquellos –y conozco unos pocos– que salivan de indignación ante lo que se propone como arte en época tan aciaga como esta. Salivan, buscan para sus adentros una solución pero, felices por no encontrarla, disfrutan como enanos llamando de todo a todos y cada uno de los actores que forman un reality muy especial llamado arte contemporáneo. ¿Existe goce mayor que el cumplir tan sabiamente el mandato superyoico que les invita a optimizar los resultados del placer?
La indignación de este año, ahí donde hemos ido todos beber en busca de nuestra satisfacción anual, ha sido la obra del vaso medio lleno de Wilfredo Prieto. 20.000 euros por un vaso de agua y nos hemos puesto todos cachondos de solo pensarlo. Dios, ¿cómo es posible? ¡¡Hasta yo estoy salivando de la emoción contenida durante toda la semana!!
Explicar las tectónicas que han funcionado para que valor de uso y valor de cambio lleguen a semejante sinrazón exceden con mucho este pequeño texto. A parte de que no es algo demasiado nuevo, a parte de que el marketing es una de las estrategias que mejor funcionan, a parte de que hay que acentuar que alguien ha tenido que dar la voz de alarma (alguien para quien ese precio le ha parecido noticia), cabe señalar algo más, quizá lo fundamental.
Esto es: que el arte no replica exactamente al mercado sino que lo replica con un tiempo de retardo, un tiempo que actualmente, y debido a lo omnicomprensivo de un capital que colapsa instantáneamente todo ámbito de indecibilidad, se acerca a lo nanométrico. Este tiempo-cero de retardo consigue dos cosas: que el lego en la materia no consiga discernir esa minúscula diferencia temporal y que, por otra, la obra de arte, logre incidir como silenciosa crítica en el régimen ideológico en el que nos movemos.
En este sentido, como dijo Heidegger, ahí donde está el peligro habita la salvación (o algo parecido). Es decir: la obra de arte ha de correr siempre el riesgo de llegar un instante antes o un instante después, un tiempo que por mínimo que sea depotencia a la obra de todo su calado convirtiéndola en mera mercancía o en mero ejercicio de indignación crítica. La obra depende entonces de lo cerca que se sitúe de ese espacio temporal tendente al cero, de lo cerca que merodee su “ser mercancía”, de lo cerca que circunvale su quedar anulado, de la capacidad que atesora en ser comprendida como duplo excesivo del propio mercado. Y el vaso de agua está tan cerca de todo ello que, por instantes, parece caer en la trampa de todos y cada uno de estos riesgos.
La obra de Prieto logra casi lo imposible: insertarse con una pieza absolutamente volátil y licuada en un mercado absolutamente volátil y licuado. El riesgo de que no suponga nada más que un ejercicio de desfachatez es el mismo riesgo de ser tenido por nuevo sublime estético. Solo corriendo ambos riesgos, situándose en el entremedias que delinea una misma ascendencia para toda indignación –la de unos y la de otros– la obra consigue llegar a buen puerto.
Pero, claro está que, como la interpretación de Zizek al cuento de Poe “Mensaje hallado en una botella”, el puerto será justo ahí donde se esté, ahí donde la botella (nuestra toma de posición) se encuentre. Desde este punto de vista, la pieza de Prieto, situándose en esa peligrosa desmedida, logra sin duda alguna más de lo que parece: logra evidenciar como cada uno, respecto al vaso, encuentra las razones para situarse a una lado o a otro, logra que sea lo que cada uno piense (que el vaso está medio vacío –que no es arte– o que está medio lleno –que es arte–) esa sea la interpretación correcta.
Así pues, no es solo que la cosa sea repetir a Duchamp (que en absoluto lo repite), no es solo que la cosa sea provocar al espectador (que en absoluto lo provoca), no es solo que la cosa sea evidenciar lo sectario del mundo del arte (que en absoluto lo evidencia): lo suyo es que la obra del vaso medio lleno es capaz de dar a cada uno lo suyo, de hacer que toda interpretación sea tan falsa como verdadera. En definitiva: el vaso de Wilfredo Prieto denuncia como cada uno va al arte para recoger lo que ya esperaba iba a encontrar: un vaso medio lleno o medio vacío. Ni más ni menos.
A más a más, el vaso de Prieto señala como la indignación esta institucionalizada, como el espectro social está articulado de modo que cada diferencia antagónica –ahí donde desde Levi-Strauss la sociedad queda fundamentada– sea una toma de posición institucionalizada. Y es que el capital sabe lo que nosotros no sabemos y que el arte nos lo muestra en su aparecer representacional: que la indignación es el nuevo significante-cero sobre el que la red de antagonismos vertebran nuestra sociedad distribuyendo dosis de placer y alimentando así a la Máquina Libidinal que nos construye. Si, sea cual sea nuestra posición, salivamos de placer y de indignación ante el vaso de Prieto, es porque –llamémosle arte o no– ha hecho bien su trabajo: asumir su riesgo y darnos la bofetada en la cara.
Y es que Prieto incide en un hecho palmario pero que hemos olvidado: arte no es saber que el emperador va desnudo o vestido. Arte es el espacio para que esa pregunta sea proferida. Eso, y no otra cosa, hacen del arte un ámbito de resistencia político-social. Educados como tarados en un mundo que se mueve por respuestas –si sí o si no–, el arte se desmarca haciendo hincapié en que lo fundamental es la pregunta.
Aquí, si se me permite, una última aclaración: coincidiendo con ARCO, otro artista, Marc Montijano, ha ideado una pieza que parece ir por los mismos senderos que este vaso de Prieto pero que en modo alguno es así. Montijano ha elaborado con pan de oro un lienzo sobre el que con hilo rojo ha escrito la frase que da título a la propia obra: Usted no me puede comprar. Y ciertamente es así ya que su precio es voluntariamente desorbitado: 300.000.000 euros.
Pero esta obra, al lado del vaso de agua de Wilfredo Prieto se queda, prácticamente, en nada. Dice el artista que con su obra está diciendo a la élite que, sea el dinero que tengan, nunca la podrán tener. Pues bien: en absoluto es así ya que al arte no le está diciendo absolutamente nada. Al arte solo puede uno dirigirse con preguntas que él mismo, el arte, si quiere, si tiene a bien, si se ha corrido el riesgo suficiente, devuelve. Pero yéndole con respuestas el arte, la verdad sea dicha, es que ni se inmuta. Y la realidad está ahí: el cuadro de oro de Montijano no ha movido a la indignación a nadie.
Total y resumiendo: ¿para qué vale el arte, me preguntan muchos por la calle? Pues para hacernos ver que las experiencias que somos capaces de alcanzar son brindis al sol, pamemas ideológicas, boutades con beneficios para el capital, simulacros que no remarcan el tempus fugit sino que evitan que caigamos en la cereza de que el tiempo, literalmente, ha devenido cero. Construidos sobre un ejerció psico-ideológico de dar respuestas a todo –y más que nada a nuestra instancia superyoica– el arte ha de invitarnos a ensayar no ya respuestas sino preguntas.
Preguntas que no nos provocarán tanto placer como esas respuestas en las que estamos tan bien adiestrados –y que tanta indignación nos provocan–; preguntas que caerán, todas y cada una de ellas, en el más estrepitoso de los fracasos pues el capital ya sabe de antemano todas las respuestas del examen. Pero, aun con todo, seguir preguntando. El arte, en estos balbuceos espectrales, mantiene prendida de un hilo la pregunta que no dejaremos de hacernos nunca y que nos pone el apellido de humanos.
Lo que sucede es que, ante el imperio de un capital ante el que ya todos hemos rendido pleitesía, el arte no puede ir ya de cara, plantar la pregunta ante la geta de nadie sin que, cómo a San Pablo en el Areópago, se la partan. El arte encuentra sus vericuetos, sus pasajes y callejones: el arte, insertado en la paradoja que lo fundamenta, dice más con su silencio que con lo que dice. Dice más con un simple vaso de agua que con todo el oro del mundo.