sábado, 28 de febrero de 2015

OH NO, NO MY GOD!! OTRO ARTÍCULO MÁS SOBRE ARCO!! SOBRE LA INDIGNACIÓN EN EL ARTE



                 Cuando el mundo se mueve al son que marca el golpetazo de Madonna además de los otros golpes con que los asesinos del Estado Islámico destruyen obras ancestrales, al arte se le debe de quedar una bonita carita de alelado. Vamos, que ni pa’lante ni pa’tras. Sin saberse muy bien a qué carta quedarse, si sumarse a lo esperpéntico-festivo de un mundo viralizado en una espiral de estupidez consumada o agarrarse los machos e implicarse en, como decía Adorno, cargar con su culpa, el arte serpentea como si tal cosa reclamando una visibilidad y una comprensión que muy pocos están dispuestos a permitir.
          Y si, reduciendo el espectro, pasamos del arte en general y concretamos en el arte español la desorientación toma dimensiones de agujero negro. Sin ir más lejos, las palabras de Carlos Urroz en una entrevista con El País no dejaba las cosas nada claras: “sería hipócrita que obras de 15.000 euros incidieran en la denuncia”. Cierto es que la frase continúa, y que los periodistas no tienen, en el peor de los casos, ni un pelo de tonto y saben cómo remover lo único que ya mueve el arte: indignación.
           Indignación, eso sí, en ambas direcciones: hacia un lado, en el sentido de indignarse por lo “malo” que es el arte contemporáneo y, sobre todo, por las millonadas que se llegan a mover, y hacia el otro lado al no desprenderse el arte de esa estrategia paniaguada, cicatera e inane que supone el mover a la indignación de lo mal que va el mundo y el nivel de injusticas que hay.
           Total y resumiendo: si hay una experiencia estética contemporánea por antonomasia, esa es al de la indignación. Casi podría decirse que el arte, esquivando su destino, condenado a ser malinterpretado tanto unos como por otros, queda polarizado en un movimiento oscilante de indignación donde, como decimos, el arte desaparece como por ciencia infusa.
         ¿Y ARCO? ARCO es una feria de arte que en este país marca el ritmo anual de la indignación. Es decir, extrae de entre sus cuatro paredes toda la indignación que, tanto unos como otro, irán repartiendo a lo largo del año en buenas dosis. Dudo si en los demás países donde se celebra una feria de estas características sucede lo mismo que aquí. Imagino que no más que nada porque solo un espíritu inflamadamente latino conjugado con altas dosis de esperpento y envidia (la escenificación nacional conjugada con la enfermedad nacional) pueden dar como resultado la ecuación perfecta para seguir indignándose cómodamente desde el sofá de casa: no lo entiendo = es una estupidez.
             Pero no seamos simplones y pensemos un poco con la cabeza: ¿qué es la indignación? Me insulte quien me insulte, la indignación no es más que un pedirle a la máquina libidinal –al Gran Otro– que podemos con más, que estamos preparados para soportar mayores dosis de exceso. Es decir, se indigna aquel que ha satisfecho la demanda de placer que lo Real le exige para acceder a una subjetividad plena. Se mueve a la indignación quien sabe la delicia de disfrutar del plus de jouisseance y quiere más, necesita más, un chute más, una calada extra.
             En un mundo acrisolado por pseudo experiencias, la indignación se ha descubierto recientemente como una de las que más satisfacciones reporta: conjuga el partir de la intimidad con el hecho de solo puede ser experimentada en su compartirse –nadie se indigna a solas– y, además, apela a la subjetividad a desasirse de la huella cínica que tanto daño nos ha hecho en nuestra postmodernidad y decir a los cuatro vientos que sí, que nosotros, realmente, sabemos lo que pasa y cómo funcionan las cosas. Nos indignamos, ya de una vez, porque sabemos cómo funcionan las cosas y porque exigimos a la máquina ideológica nos escuche.
             Total y resumiendo: es indignante que esto sea arte, pero espero que el próximo año vengan con más porque yo, a este lado de la pantalla, me lo estoy pasando teta. Y es que gozar del arte, en un mundo poliédrico como éste hace ya tiempo que tiene muchas acepciones y ni mucho menos es el candoroso “entender” de arte la que más satisfacciones da. Envidio, he de decir, a aquellos –y conozco unos pocos– que salivan de indignación ante lo que se propone como arte en época tan aciaga como esta. Salivan, buscan para sus adentros una solución pero, felices por no encontrarla, disfrutan como enanos llamando de todo a todos y cada uno de los actores que forman un reality muy especial llamado arte contemporáneo. ¿Existe goce mayor que el cumplir tan sabiamente el mandato superyoico que les invita a optimizar los resultados del placer?
           La indignación de este año, ahí donde hemos ido todos beber en busca de nuestra satisfacción anual, ha sido la obra del vaso medio lleno de Wilfredo Prieto. 20.000 euros por un vaso de agua y nos hemos puesto todos cachondos de solo pensarlo. Dios, ¿cómo es posible? ¡¡Hasta yo estoy salivando de la emoción contenida durante toda la semana!!
           Explicar las tectónicas que han funcionado para que valor de uso y valor de cambio lleguen a semejante sinrazón exceden con mucho este pequeño texto. A parte de que no es algo demasiado nuevo, a parte de que el marketing es una de las estrategias que mejor funcionan, a parte de que hay que acentuar que alguien ha tenido que dar la voz de alarma (alguien para quien ese precio le ha parecido noticia), cabe señalar algo más, quizá lo fundamental.
            Esto es: que el arte no replica exactamente al mercado sino que lo replica con un tiempo de retardo, un tiempo que actualmente, y debido a lo omnicomprensivo de un capital que colapsa instantáneamente todo ámbito de indecibilidad, se acerca a lo nanométrico. Este tiempo-cero de retardo consigue dos cosas: que el lego en la materia no consiga discernir esa minúscula diferencia temporal y que, por otra, la obra de arte, logre incidir como silenciosa crítica en el régimen ideológico en el que nos movemos.
              En este sentido, como dijo Heidegger, ahí donde está el peligro habita la salvación (o algo parecido). Es decir: la obra de arte ha de correr siempre el riesgo de llegar un instante antes o un instante después, un tiempo que por mínimo que sea depotencia a la obra de todo su calado convirtiéndola en mera mercancía o en mero ejercicio de indignación crítica. La obra depende entonces de lo cerca que se sitúe de ese espacio temporal tendente al cero, de lo cerca que merodee su “ser mercancía”, de lo cerca que circunvale su quedar anulado, de la capacidad que atesora en ser comprendida como duplo excesivo del propio mercado. Y el vaso de agua está tan cerca de todo ello que, por instantes, parece caer en la trampa de todos y cada uno de estos riesgos.
               La obra de Prieto logra casi lo imposible: insertarse con una pieza absolutamente volátil y licuada en un mercado absolutamente volátil y licuado. El riesgo de que no suponga nada más que un ejercicio de desfachatez es el mismo riesgo de ser tenido por nuevo sublime estético. Solo corriendo ambos riesgos, situándose en el entremedias que delinea una misma ascendencia para toda indignación –la de unos y la de otros– la obra consigue llegar a buen puerto.
             Pero, claro está que, como la interpretación de Zizek al cuento de Poe “Mensaje hallado en una botella”, el puerto será justo ahí donde se esté, ahí donde la botella (nuestra toma de posición) se encuentre. Desde este punto de vista, la pieza de Prieto, situándose en esa peligrosa desmedida, logra sin duda alguna más de lo que parece: logra evidenciar como cada uno, respecto al vaso, encuentra las razones para situarse a una lado o a otro, logra que sea lo que cada uno piense (que el vaso está medio vacío –que no es arte– o que está medio lleno –que es arte–) esa sea la interpretación correcta.
              Así pues, no es solo que la cosa sea repetir a Duchamp (que en absoluto lo repite), no es solo que la cosa sea provocar al espectador (que en absoluto lo provoca), no es solo que la cosa sea evidenciar lo sectario del mundo del arte (que en absoluto lo evidencia): lo suyo es que la obra del vaso medio lleno es capaz de dar a cada uno lo suyo, de hacer que toda interpretación sea tan falsa como verdadera. En definitiva: el vaso de Wilfredo Prieto denuncia como cada uno va al arte para recoger lo que ya esperaba iba a encontrar: un vaso medio lleno o medio vacío. Ni más ni menos.
             A más a más, el vaso de Prieto señala como la indignación esta institucionalizada, como el espectro social está articulado de modo que cada diferencia antagónica –ahí donde desde Levi-Strauss la sociedad queda fundamentada– sea una toma de posición institucionalizada. Y es que el capital sabe lo que nosotros no sabemos y que el arte nos lo muestra en su aparecer representacional: que la indignación es el nuevo significante-cero sobre el que la red de antagonismos vertebran nuestra sociedad distribuyendo dosis de placer y alimentando así a la Máquina Libidinal que nos construye. Si, sea cual sea nuestra posición, salivamos de placer y de indignación ante el vaso de Prieto, es porque –llamémosle arte o no– ha hecho bien su trabajo: asumir su riesgo y darnos la bofetada en la cara.
             Y es que Prieto incide en un hecho palmario pero que hemos olvidado: arte no es saber que el emperador va desnudo o vestido. Arte es el espacio para que esa pregunta sea proferida. Eso, y no otra cosa, hacen del arte un ámbito de resistencia político-social. Educados como tarados en un mundo que se mueve por respuestas –si sí o si no–, el arte se desmarca haciendo hincapié en que lo fundamental es la pregunta.


               Aquí, si se me permite, una última aclaración: coincidiendo con ARCO, otro artista, Marc Montijano, ha ideado una pieza que parece ir por los mismos senderos que este vaso de Prieto pero que en modo alguno es así. Montijano ha elaborado con pan de oro un lienzo sobre el que con hilo rojo ha escrito la frase que da título a la propia obra: Usted no me puede comprar. Y ciertamente es así ya que su precio es voluntariamente desorbitado: 300.000.000 euros.
           Pero esta obra, al lado del vaso de agua de Wilfredo Prieto se queda, prácticamente, en nada. Dice el artista que con su obra está diciendo a la élite que, sea el dinero que tengan, nunca la podrán tener. Pues bien: en absoluto es así ya que al arte no le está diciendo absolutamente nada. Al arte solo puede uno dirigirse con preguntas que él mismo, el arte, si quiere, si tiene a bien, si se ha corrido el riesgo suficiente, devuelve. Pero yéndole con respuestas el arte, la verdad sea dicha, es que ni se inmuta. Y la realidad está ahí: el cuadro de oro de Montijano no ha movido a la indignación a nadie.
               Total y resumiendo: ¿para qué vale el arte, me preguntan muchos por la calle? Pues para hacernos ver que las experiencias que somos capaces de alcanzar son brindis al sol, pamemas ideológicas, boutades con beneficios para el capital, simulacros que no remarcan el tempus fugit sino que evitan que caigamos en la cereza de que el tiempo, literalmente, ha devenido cero. Construidos sobre un ejerció psico-ideológico de dar respuestas a todo –y más que nada a nuestra instancia superyoica– el arte ha de invitarnos a ensayar no ya respuestas sino preguntas.
              Preguntas que no nos provocarán tanto placer como esas respuestas en las que estamos tan bien adiestrados –y que tanta indignación nos provocan–; preguntas que caerán, todas y cada una de ellas, en el más estrepitoso de los fracasos pues el capital ya sabe de antemano todas las respuestas del examen. Pero, aun con todo, seguir preguntando. El arte, en estos balbuceos espectrales, mantiene prendida de un hilo la pregunta que no dejaremos de hacernos nunca y que nos pone el apellido de humanos.
            Lo que sucede es que, ante el imperio de un capital ante el que ya todos hemos rendido pleitesía, el arte no puede ir ya de cara, plantar la pregunta ante la geta de nadie sin que, cómo a San Pablo en el Areópago, se la partan. El arte encuentra sus vericuetos, sus pasajes y callejones: el arte, insertado en la paradoja que lo fundamenta, dice más con su silencio que con lo que dice. Dice más con un simple vaso de agua que con todo el oro del mundo.

jueves, 26 de febrero de 2015

JACOBO CASTELLANO: LA REGLA DEL JUEGO


JACOBO CASTELLANO: HOMO LUDENS
F2 GALERÍA: 24/01/14-28/03/14

Si hay algún artistas que desde este blog haya sido alabado, idolatrado y casi hasta adorado, ese es sin duda Jacobo Castellano. Desde que en el 2009 presentase su segunda exposición en la por aquel entonces galería Fúcares la verdad es que lo nuestro ha sido fijación por este artista. Su obra, centrada en una memoria biográfica que servía como catalizador para sondear tiempos futuros, siempre nos ha parecido de lo más reseñable del arte español de la última década.
El objeto ya inservible, la memoria carcomida, la ausencia que late en cada presencia, el juego esquivo de un ya-sido que siempre es un todavía-no: tales son las herramientas con las que trabaja este gran artista. Aún con diferentes modos de aproximación, Castellano vuelve una y otra vez allí a donde un día perteneció, a la casa paterna, para sacar a la superficie restos olvidados de un pasado que aún le conforma. En este sentido, su trabajo pareciera seguir al pie de la letra la sentencia de Rilke: “la verdadera patria del hombre es la infancia”.
Esa extraña fidelidad al origen es sin duda una de las señas de identidad del artista jienense y una de sus más certeras tomas de posición: es desde la identidad desde donde uno puede atreverse a decirlo todo en su más radical diferencia. Y es que si el presente es diametralmente diferente del pasado es porque son, como poco, idénticos. Es en este sentido que lo suyo son, por tanto, ejercicios mnemónicos de resistencia.


Y si antes aludíamos a la infancia, para esta ocasión el artista se ha centrado en el juego como concepto-motriz de esta su primera exposición en F2 Galería –cuarta como Fúcares. Ya desde el título –Homo Ludens– el juego y lo lúdico se descubre como ámbito a explorar, como germen desde donde el arte despliega sus capacidades cognoscitivas.
Sin querer exhaustivos, y a ojo de buen cubero, la reflexión en torno al juego se inicia con Schiller y llega hasta Rancière pasando por el famoso libro Homo ludens (1938) del historiador holandés Johan Huizinga y haciendo parada y fonda en la teoría estética de Gadamer. Si concretar siquiera mínimamente cada una de las posiciones excede el interés de este texto, sí que vemos pertinente referirnos esquemáticamente al último ya que nos servirá como detonando para reflexionar acerca de esta exposición y del arte contemporáneo.
En primer lugar, el juego le sirve a Gadamer para construir una teoría estética capaz de sortear la polarización objeto/sujeto en la que recaían estéticas como la kantiana. En el juego sujeto y objeto quedan referidos el uno al otro sin que ninguno de los dos logro apoderarse del juego: "jugar es ser jugado", dice Gadamer. Pero además “jugar” lleva implícito otra dimensión: para Gadamer sólo habrá una recepción real, una experiencia artística real de la obra de arte, para aquel que «juega-con», es decir, para aquel que, con su actividad, realiza un trabajo propio. Este “jugar con” significa que toda obra deja al que la recibe un espacio de juego que tiene que rellenar, pero sin duda no puede hacerlo de no conocer de alguna forma de jugar con la obra.


Esto no supone en modo alguno una esencialidad del arte, ni una interpretación “correcta” al modo de Danto. Es decir: el “conocer” de las reglas no es en modo alguno un conocer racionalmente aprendido. Simplemente señala que la obra abre un espacio para un interrogar, para un diálogo que, como buen diálogo, ha de quedar siempre inconcluso. El sentido de la obra, en la hermenéutica ofrecida por el filósofo alemán, emerge en el propio juego que se juega, en el propio jugar de un juego que se mueve como ir y venir en relación a unas metas y fines de las que la propia actividad estética ha de permanecer como desconectado. Es decir: el juego se conoce jugando, ni más ni menos, entrando en su ámbito y empezando a jugar.
La estrategia de Castellano parece seguir estos dictados gadamerianos. Castellano juega pero su juego, si ha de apellidarse “arte”, remite en última instancia a un extrañamiento, a una ajenidad que supone el jugar a un juego del que no sabemos, a ciencia cierta, las reglas. Y es que el arte solo cabe ser llamado como tal si la jugada que la obra señala se comprende desde ella misma, si cada jugada abre al juego a una novedad que, como regla, rearticula el sentido del juego.
Este jugar con unas reglas que se establecen en la propia jugada supone que cada pieza haga pie en el sin fondo que supone el autoproponerse como misterio. Palillos enormes, un pelele desfigurado, una ¿peonza? cuadrada, etc: cada pieza carga con un misterio irresoluble, con un secreto que intuimos pero no vemos y –sobre todo– en el que debemos de insertarnos. Límite de este secretismo del juego es que el conocimiento al que apunta queda fraguado más en el deshacer y en el destruir que en el elaborar.
En esta continuidad inventada entre Gadamer y Castellano, la paradoja estética emerge en toda su majestad: ¿cómo crear experiencia estética si ésta depende de conocer algo –unas reglas– que nadie nos da y que, sobre todo, en caso de que se nos den arruina por completo la posibilidad de experimentación estética? Igual nos hemos ido por las ramas, pero para ampliar siquiera de esta extraña manera el lugar de la crítica cibernética/blogera hay que pagar un precio. Es decir: cantar algo más que las geniales bondades del artista jienense implica coger este desvío.   


Y es que la pregunta que acabamos de hacernos puede rehacerse: ¿cómo sabemos que las reglas del juego al que nos invita Castellano –de su arte– no son privativas de su mundo interior, de esa casa paterna a la que vuelve otra vez en busca de tiempo perdido? Sentido común, diría Kant; o lo imposible de lenguaje privado, sostendría Wittgenstein.
Sea como fuere, y aunque nos sabemos las respuestas, la pregunta no es ni mucho menos baladí. Porque ¿no es el desprecio del arte contemporáneo una causa de la eclosión de lo social, de la destrucción de la comunidad como sujeto socio-político de primer orden? Es decir: el arte es despreciado porque no sabemos jugar a ningún otro juego que no tenga las reglas bien redactaditas. Ya sea para seguirlas al dedillo o para señalar su sinsentido, vivimos enajenados jugando el juego que nos dicen, el juego del que nos dan las instrucciones y del que estamos bien seguros de saber jugar aunque sea para perder.
Desde este punto de vista, las “políticas del ego” desplegadas por sociedades del bienestar como la nuestra se descubren como peligrosamente ideológicas en el sentido de que las reglas del juego nacen y mueren en cada individuo. Cada sujeto, ideológicamente construido, es dotado de un saber que le hace ser capaz de jugar su propio juego. Es decir, el juego que construye lo social queda fragmentado y segmentado en una pluralidad de ensayos que solo convergen en su alienación. Dicho brevemente: cuando la inferencia lógica de las reglas del juego emergen del sujeto privativo, el arte pierde su específica función de fraguar comunidad.
Es en este sentido que la labor artística de Castellano se revela como eminentemente pedagógica: recordarnos que el arte es un juego que debe ser jugado, que requiere un atreverse a entrar en el juego y que de ningún modo puede experimentarse desde la atalaya de nuestro saber. El arte, como el suyo, parte de lo concreto y lo individual para llegar, también como el suyo, a la generalidad de la comunidad.
Gadamer, de nuevo, sostenía algo parecido: el arte es símbolo, es decir, es juego y es fiesta. Este ser fiesta supone dejar la posición del theorós –aquel que era enviado para presenciar y rendir cuentas– y atrevernos a entrar en la escena del juego, a tomar parte en un juego que supone crear las reglas a medida que se juega. Por eso los dioses de Nietzsche no dejaban ni de bailar ni de jugar: porque creaban dionisíacamente, viviendo en una fiesta eterna. No apreciar el arte es no saber ya jugar. 

lunes, 23 de febrero de 2015

THE BASEMENT TAPES: BOB DYLAN REVELADO


El misterio, aunque conocido por todos, ha terminado por revelarse. Igual que Jesucristo es el único fundador de religiones que primero fundó la religión y después se marchó al desierto, Dylan hizo lo propio con la música. Primero la dio plenitud y, después, se retiró a ser tentado, a rumiar en silencio un descubrimiento que cambió para siempre la historia de la música popular.
Primero se reveló como el mesías y después, cuando hubo dado cuenta de a qué nos teníamos que convertir, se escondió, cuarenta días y cuarenta noches, en un desierto muy especial y muy concreto: Big Pink.
Allí, sin focos ni cámaras, sin necesidad alguna de cubrir expectativas, dio alas a su libertad. Una libertad que supera con mucho la pose pseudo adolescente del “hacer lo que le dio la gana”. Porque de ninguna manera fue así. Fue, si cabe, todo lo contrario: fue, una vez dicho todo lo que tenía que decir –¿cabe decir algo más que todo lo dicho en Blonde on Blonde?–, obedecer al mandato de la tradición, ese mandato que dicta que “lo que no es tradición es plagio”. Tuvo que hacerlo para descubrir todo el poso revelado, toda la profundidad de un mensaje que caló hasta los huesos. Tuvo que hacerlo para, en definitiva, conocerse y verse reflejado en su obra.
Tuvo que hacerlo porque, además, nadie le escuchaba, nadie le comprendía: de tanto ya dorarle la píldora, el mensaje dylaniano se estaba quedando hueco. Las rueda de prensa en la gira del 66 dan fe de esta involución que han sufrido todos los enviados: de tanto oírle, de tanta genta a la que llega y que le escucha, su mensaje era confundido o malinterpretado.


Tuvo que hacerlo para, en definitiva, hablarnos de otra manera: dejar que los otros hablasen por él. Peter, Paul and Mary, Manfred Mann, The Byrds, incluso The Band…. ¿de dónde provenía todo ese material firmado por el oculto Dylan, por un hombre que se le creía incluso muerto?  
 La tradición, decimos, obedecer la tradición. El folk, el blues, el country, el hilbilly, el bluegrass, … esa es la tradición de la música. Y si: son los Estados Unidos de Norteamérica. Todo lo que quede fuera de esa línea vertical que va de Texas a Detroit pasando por Lousiana, Mississippi, Memphis y Chicago nada tiene que ver con esta historia. 
                En una rueda de prensa de aquel mistérico 66 está la clave. Fue, creo, en París. Un periodista señala que los últimos discos no son tan buenos como los primeros. Dylan, anfetamínico perdido, pregunta quien ha dicho eso. Y, una vez descubierto el personaje. Dylan no se esconde: “pregúntale si es americano”. Ahí está la clave de toda su música. Y, sobre todo, la clave de la música de los siguientes tres años. La clave para entender el silencio de más de tres años, para entender discos como el John Wesley Harding, Nashville Skyline y, sobre todo, esa joya de la música llamada Selfportrait.
Y es que una cosa es que el público te señale como la voz de una generación y otra, bien distinta, ser un cantante a la altura de lo que los tiempos demandan. Y saber si sí o si no, si uno es una marioneta en manos del marketing o si es de veras el elegido, solo la puede dar el medirse con la tradición, con la fuente, con el origen. Porque la cuestión no es llegar a saber que la respuesta está en el viento, sino entablar con el pasado el diálogo necesario como para hacerse, continuamente, la pregunta.


En el núcleo, una paradoja: si Dylan se hizo famoso dando una respuesta, lo cierto es que lo suyo no es sino plantear una pregunta de todas las formas imaginables, una pregunta para la que, desde luego, no hay respuesta. Porque ser artista es eso: ser capaz de repetir una pregunta sin quedarse inamovible en cualquiera de las respuestas. Ser artista es reelaborar continuamente una pregunta que, por otra parte, ya está hecha desde el principio.
La pregunta que se hacían los esclavos negros recogiendo algodón día y noche, la pregunta que se hacían los vaqueros guiando ganado un mes detrás de otro, la pregunta que se hacían los habitantes de una américa profunda que no contaba para nada ni para nadie, … él simplemente la recoge para darle una nueva profundidad, para permitir que una nueva generación –desilusionada como todas– se uniese a la pregunta.
Pero en esa época, año 67 y siguientes, muchos creían tener no ya la pregunta sino la respuesta, pues, incluso, el propio Dylan se la había dado. Los Beatles tenían su respuesta –solo Harrison intuyó donde habita la verdad y estuvo en Big Pink varias semanas–, los Rolling Stones la suya. Todos y cada uno de los que fueron a Woodstock se unieron para dar una respuesta. Era una nueva época y había que estar juntos. Era, como decían los Who, “nuestra generación”.
Si Dylan no fue a Woodstock es, precisamente, por esto: para no ser malinterpretado de nuevo, para que su voz no se sumase a la de aquellos que estaban ahí simplemente para unirse al coro que grita al unísono una misma respuesta que, por no ser personal, por no nacer de una vida que ama la belleza de lo que hace, solo puede ser un grito de furia, quizá necesario, pero atrofiado desde el principio.


Dylan, en las sesiones del sótano de aquel verano del 67, hizo una labor de apostolado que llega hasta nuestros días para quien quiera oírle. El propio Robbie Robertson ha señalado que Bob, sobre todo al inicio de las sesiones, les estaba educando, enseñando a amar ese material que venía de esa encrucijada de caminos donde blues, folk y country serpentean creando un espectro músico-social casi inabarcable. Pero, ¿no es la carrera entera del bardo un intento de educar, de mostrar al ciudadano norteamericano la rica tradición que les une y vertebra? Sus programas de radio rescatando clásicos tradicionales del olvido, su último disco de versiones, no son sino guindas a un pastel que estará ahí durante un tiempo inmemorial.
Curioso que cuando ya las sesiones tocasen a su fin Woody Guthrie muriese; y curioso que la primera aparición post-mortem dylaniana fuese con ocasión de un concierto en su memoria. El hijo alabando al padre, guardando su memoria; el hijo dando cumplimiento a la revelación del padre y ampliando su sentido, el hijo haciéndose de nuevo presente como memorial del padre. Y, como al Hijo, la gente no lo comprendió; y, también como al Hijo, a Dylan ahora se le sigue casi en silencio, como pidiendo perdón por acoger semejante escándalo: el de un tipo que no sabe ni cantar ni tocar ni bailar, ni es guapo ni simpático, pero que, se cree –creemos–, tiene la verdad de su parte.

En definitiva, si a algún lugar habría que peregrinar para descubrir la verdad de la música moderna sería ahí, a Big Pink, West Saugerties, Nueva York, Estados Unidos de América. Y si algún disco tendría que ser oído para rescatar de la ignominia presente a una música que ha trascendido el espacio vital del Medio Oeste ese es sin duda The Basement Tapes. Oírlas, una y otra vez, es estar lo más cerca posible del misterio revelado. 

martes, 17 de febrero de 2015

LESLIE SMITH III: PINTURA EN LA SUPERFICIE


LESLIE SMITH III: LIVING IN THE FLAT LAND
GALERÍA PONCE+ROBLES: 24/01/15-13/03/15

El arte, como mito que es, a veces se quita o se pone la máscara como si tal cosa. Lo mismo da que estemos ya en plena época de la reproductibilidad técnica, que el arte es capaz de obturar en sus funciones para glosar la genialidad de quien trata de rasgar el velo de lo trascendente. Y no me estoy refiriendo a algo sucedido en nuestros días. Sin perspectiva temporal, la profundidad crítica –por lo menos la mía– es incapaz de tales saltos mortales.
Me refiero, y el ejemplo nos servirá para hilvanar una acertada crítica a esta exposición, a mistificaciones esotérico-estéticas como la famosa capilla de Rothko, ahí donde la “teología del monocromo” llega a su más lograda expresión. Y es que tal “obra de arte” no hay quien la entienda. Es, como poco, y en el peor de los sentidos, sublime. Eso sí: con la suficiente mezcolanza de motivos e intereses que casi puede sentirse entre sus paredes el hálito profético de la posmoderna new age que nos esperaba. Es más: ¿no puede rastrearse una misma ascendencia entre Andrei Rublev, Kasimir Malévich y Mark Rothko? Lo dejo ahí porque, efectivamente y a pesar del atrevimiento, salta a la vista. Pero, sin embargo, si no me tiembla el pulso al calificar de genios a los dos primeros, con el tercero tengo mis más que serias dudas.
Sea como fuere, si el arte habita en cada una de las obras de estos tres genios, más presente está si cabe en los intersticios, en lo que los separa y une en esta extraña genealogía que hemos dispuesto en un santiamén. Si el primero palpa la trascendencia, el segundo, sabedor de qué se trae entre manos, coloca su Cuadrado Negro en el esquinado lugar destinado tradicionalmente a los iconos. Y el tercero, en ese extraño diferir que se da entre las vanguardias y las neo-vanguardias, lleva a cabo la eclosión del pastiche minimal, el popurrí teosófico que tantos buenos momentos ha dado a un arte que, aun dejándose la piel en subrayar su material inmanencia, le mola auto trascenderse en busca del mito que nunca dejará de ser.

Quizá esta larga introducción para empezar a hablar de la exposición de Leslie Smith III (Maryland, 1985) en la galería Ponce+Robles haya desanimado a muchos, pero se me antoja como fundamental para ponernos en contexto. Y es que la red de influencias y diálogos que establece la pintura en la actualidad llega tal lejos –muy lejos en este caso– como la capacidad del pintor haga posible.     
En este sentido Smith asume la herencia expresionista-abstracta pero para invertir lo que era su destino. Porque si semejante destino puede resumirse de forma harto patente en el suicidio del propio Rothko un año antes de la inauguración de la celebérrima capilla, Smith dialoga con sus mayores desde una premisa bien concreta: la pintura ya no está para grandes cosas. Pero este leitmotiv, más que el certificado de defunción con que ha cargado la pintura desde hace casi un siglo, no es sino su más específica salvación. Y es que solo puede ser “viviendo en la tierra plana”, dejándose de mistificaciones y mitificaciones, como la pintura se descubre como lo que siempre ha sido: la punta de lanza del estatuto epistémico del arte. Un estatuto que ya no puede ir en pos de su esencia sino que es en tanto que se abre al diálogo con su pasado, con su ya-sido.
Es así que la tan cacareada muerte de la pintura no hay que tomársela nunca al pie de la letra: señala simplemente la imposibilidad dialógica que la pintura experimentó debido a esos trasiegos ontoteológicos con los cargó, primero en las vanguardias y, después, en ciertos desarrollos –los más exitosos– de la neo-vanguardia. La labor pictórica de Smith se comprende por tanto como un abrir de nuevo la trama, dejar que entre aire a una habitación donde el sopor contemplativo-trascendental hacía irrespirable el permanecer mucho tiempo dentro.


La pintura de Smith tiene un principio y un final bien claro: el lienzo. Un lienzo al que corta, une y separa para subrayar la cualidad “superficial” de su pintura. Pero, ese esfuerzo por mantenerse en el lienzo es arduo y difícil: es, y pese a las apariencias, lo que nunca se ha hecho del todo. Porque no hay en su trabajo superficie metafísica en la que adentrarse (Chirico), no hay ninguna organización estético-trascendental (Mondrian), no hay revelación alguna en la contemplación de las formas (Malévich). Pero tampoco hay rastro alguno de la eclosión libertina de Pollock; no hay nada que lo vincule con el sesgo mistizoide de Rothko y compañía. El lienzo, para el joven artista norteamericano, no está simplemente ahí, como superficie fenomenológica: el lienzo es emplazamiento para el debate, la lucha, la torsión e, incluso, y como la vida misma, la contradicción.

En conclusión, si la pintura de Leslie Smith III es sumamente libre es porque obedece en el diálogo que la tradición le dirige. Y es que obedecer, contra lo que suele pensarse, no es ni mucho menos agachar las orejas: es levantar la mirada y no evadir el interrogante que la historia de la pintura, con sus aciertos y sobre todo sus errores, dirige al pintor. 

miércoles, 11 de febrero de 2015

ARTISTAS CONTEMPORÁNEOS AMERICANOS EN MARLBOROUGH

John Riepenhoff

EAGLES II
GALERÍA MARLBOROUGH: 15/01/15-14/02/15

“In heart I am a Moslim, in heart i’m an american artist”, decía Patti Smith, la cansina novia baudelarina, en los setenta. Y es que ser artista y encima ser americano debía ser –y todavía hoy lo es– lo más. Debe ser un pasaporte para poder ser cualquier cosa, para poder hacer lo que te venga en gana, lo que te de la real gana. Porque perteneces a una estirpe, a una nobleza, eres el poseedor de un legado que no puede perderse, de una herencia que has de proteger y guardar. Eres, como dice el final de la propia frase de Smith, totalmente inocente (“and I have no guilt”).
Quizá algo de ironía haya en nuestras palabras, pero aun así, se mire por donde se mire y desde que el relato del artista tuberculosos hacinado en una buhardilla parisina se descubrió como una tomadura de pelo, Estados Unidos es la Meca del arte, ahí donde se cuecen las narraciones estético-capitalistas que marcarán a fuego esta época como la de la nada infinita.
Sea como fuere, el artista americano –sobre todo en su faceta de pintor– posee un aura magnética, un resto mitológico: desde el momento en que Pollock se lanzó con su automóvil en busca de un último dripping, es él, el pintor americano, el gurú de la mistificación en que recae el arte.
Es esta situación la que hace pertinente el que cada poco tengamos el deseo –y casi diría la necesidad– de echar una profunda ojeada a lo que allí se hace: porque tanto si uno es un simple aficionado como si, tanto da, es un afamado coleccionista, el quid de la cuestión es saberse al dedillo lo que sucede allí donde se pueblan nuestros imaginarios, lo que pasa allí desde donde surtimos al arte de mitologías varias.

Greg Bogin

Es en este sentido que la galería Marlborough de Madrid tiene a bien –y nos alegramos de ello– plantear una colectiva donde se dan cita algunos de esos jóvenes  que son, ni más ni menos, americanos y pintores. La muestra se plantea como una segunda parte de aquella que, con el título de Eagles, tuvo lugar a finales de 2012.
Sin embargo, y aun siendo relativamente cierta esta entradilla, no hay que olvidar que el arte habita también donde parece que solo hay oportunidad y ganancia, donde parece que todo queda expensas de una genealogía glamurosa y con lustre. Y es que desvelar a ese personaje que ha conseguido ser a la par pintor y americano no es en modo alguno una gracieta: porque ser pintor y americano es estar en mejores condiciones que cualquier otro artista para reinterpretar el pasado, para abrir un diálogo que no tache y anule el pasado sino que consiga a entablar una fluida relación con su historia reciente.
Porque –y aunque ya lo hemos dicho muchas veces no nos cansaremos de repetirlo– el arte no opera por una mera oposición entre lo nuevo y lo antiguo: el arte, en su dinámica historicidad, funciona abriendo desde la novedad el discurso de lo ya dicho para que lo diga de nuevo, para que diga aquello que no supimos oír o, peor aún, no le dejamos decir.

Scott Reeder

En este sentido, la cansina coletilla de la muerte de la pintura solo puede hacernos, a estas alturas del partido, un gran favor. Porque cuando la pintura parece que ha quedado ya hace décadas para adornar despachos, cuando la reproducibilidad benjaminiana la ha terminado por empujar al desván de los olvidos, es justo cuando la pintura es más capaz de abrir ese diálogo heterocrónico en el que hemos dicho se basa el arte.
Dicho de otra manera: en la época de la dialéctica especular y de la inversión espectacular, la pintura es la práctica artística capaz de tomar plaza en la paradoja misma de su acabamiento. Es estando por tanto finiquitada como la pintura sigue siendo la disciplina más capaz para tomar la palabra, para hablar de tú a tú al arte y exprimirlo hasta dejarlo seco. La pintura, sin ninguna capacidad ya de llevar la voz cantante en temas estéticos, es –sin duda y sin embargo– la más capacitada para reabrir una historia, la del arte, que nos gusta pensar no es más que lo que ocurrió desde anteayer por la noche. En definitiva, ser artista, ser pintor, y ser norteamericano es algo muy serio.
Vista esta exposición, y teniendo en cuenta lo dicho acerca del diferimiento con el que es capaz de actuar la pintura, lo que se constata es que el lienzo es una superficie de lucha, de tensión, de tachado, borrado y reelaboración. No solo, por tanto, es que el lienzo haya adquirido autonomía; no es solo que “pintura” es lo que acontece en el lienzo. Es que pintura es luchar en el lienzo y con el lienzo, luchar para que aparezca ese diálogo al que nos hemos referido, esa apertura no ya solo material (a lo Fontana) sino temporal.

Mark Hagen

De esta manera, un modo de valorar el logro de cada uno de estos pintores es, asentados en su “no culpabilidad” (es decir, en su ser pintor estadounidense), palpar la capacidad de heterogenidad que poseen, la potencial conversación horizontal que pueden modular, el diálogo con la tradición que son capaces de establecer. Más aún: la presencia de Michel Auder (1945) y de Paul McCarthy (1945) trabajando con Mike Bouchet (1970) dan precisa cuenta de este entrelazamiento de lugares, de este diálogo que, explícito o implícito, acontece en la pintura.
Y para concluir, una ligerísima pincelada, apenas nominativa, de alguno de estos jóvenes insolentes pintores norteamericanos: Greg Bogin (1965) con un resultón pop expandido, Margaret Lee (1980) y su informalismo zen, Tony Cox (1975) y el retro-infantilismo, John Riepenhoff (1982) con una muy interesante “borradura”, Mark Hagen (1972) y Scott Reeder (1970) con lúdicos juegos sobre expresionismo abstracto.

viernes, 6 de febrero de 2015

ISAAC JULIEN: LA BROMA INFINITA


ISAAC JULIEN: PLAYTIME
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 15/01/15-16/05/15

Raymond Chandler, en una de sus portentosas novelas, dice a través de uno de sus personajes: “Hay algo muy peculiar acerca del dinero. En grandes cantidades tiende a adquirir conciencia propia, incluso vida propia. El poder del dinero resulta muy difícil de controlar”. En términos similares se expresa Rafael Argullol quien, en una reciente entrevista para la revista Laoconte, comenta que lo que está sucediendo en los últimos años es una “antropomorfización de los mecanismos propios del sistema” que, llevada a gran escala, garantiza que sea el Mercado el único capaz de tener sentimientos. “Pánico en los mercados”, “histeria en la bolsa”, “depresión de los valores bursátiles”, son frases mediáticas que ocultan la verdadera realidad: que el capital nos ha chupado hasta el alma y que ya solo nos resta simular como que nos enteramos de que va el asunto mientras no hacemos otra cosa que dotar de energía libidinal al Matrix que habitamos.
De esta sensación de íntima ajenidad, de extraña familiaridad con que vemos crecer exponencialmente al capital es de lo que trata este colosal video de Isaac Julien. Cómo el dinero nos azota, nos seduce, nos pone cachondos aun a riesgo de que al instante siguiente nos suelte una bofetada de las suyas y nos deje con un tembleque que puede durar, como poco, una vida entera.
El capital, siempre el capital en el centro del meollo. Y es que el capital permite la inversión ideológica que tan buenos frutos ha dado en las últimas décadas: el capital, la fascinación y seducción que genera, hace que las mecánicas ideológicas no operen ya bajo el yugo de la coacción sino que acentúen únicamente la seducción, el onanismo, el placer que podemos alcanzar con solo seguir una pequeña serie de reglas que, eso sí, hemos interiorizado y repetimos como papagayos.


Dicho en otras palabras, el capital permite que nuestra vida haya devenido un recreo constante, que nuestros deseos estén ahí solo para satisfacerlos al instante siguiente, que todo quede reducido a un juego perverso donde, por fin –y según reza el eslogan de marca de nuestra ideología– nadie esté engañado.
No por otra razón el título de este espectacular vídeo es Playtime: porque lo que ha querido hacer Julien es representar, hacer visible, la red invisible e intangible que genera este capitalismo tan de última generación que es el nuestro, un capitalismo que bien puede decirse que es el régimen que impera en un recreo cualquiera.
Porque en eso se parece este régimen nuestro y un recreo: en que el estado de excepción es el que impera en ambos, en que las leyes están solamente para quedar interrumpidas, suspendidas. Si algún rasgo mesiánico tiene este capitalismo es que juega con la idea de la venida, del acontecimiento que nos sacará de esta situación fáctica de idioticia consensuada. Pero, claro está, para mantener tal vana esperanza hemos de estar enchufados, hemos de simular que disfrutamos del recreo como niños, hemos de jugar sin más, hemos de –en definitiva y paradójicamente– no esperar nada, nada más que la siguiente mercancía, ahí donde hemos condensado todos nuestros deseos.
Y es precisamente en esa paradoja donde se inserta la mirada del artista: Julien nos enseña cómo la frontera que construye el antagonismo –pues toda sociedad se forja en el ocultar un antagonismo fundacional– es un secreto que está a la vista. Ya no es el ser de derechas o el ser de izquierdas, no es ser progre o ser carca, no es ni siquiera el ser rico o el ser pobre. La brecha antagónica que hace que tanto unos como otros nos lo pasemos teta en el recreo es que todos simulamos pero, eso sí, con una diferencia: aquellos que pueden dejar claro que todo es una pura escenificación, una trola de tomo y lomo, y aquellos otros que han de agarrarse a alguna realidad, a alguna verdad que evite que todo se desvanezca de un plumazo. Es decir: aquellos que están tan sujetados por el sistema que saben el secreto del capital (que nada vale más que otra cosa, que toda jerarquización en el valor de cambio es la ficción más mentirosa de todas) y aquellos que necesitan creer que algo puede tener un valor fijo. Dicho de otra manera: aquellos que juegan sin reglas y aquellos otros que necesitan jugar con alguna regla.
De los cinco personajes que se relacionan (pues el capitalismo no es sino un régimen relacional como otro cualquiera, un juego entre quienes juegan con reglas y quienes ya no las usan) quizá quienes más antagonismos muestran no sean sino el Artista y el Subastador. Ambos, reales como la vida misma, dan el contrapunto a este antagonismo que se erige sobre el secreto propio del capital: que nadie  nunca, repetimos, está engañado.

El Artista, figura basada en Thorsten Henn (fotógrafo que colaboró con el propio Julien en muchas de sus fotografías), cree poder realizar su sueño –construirse una casa modernista en su Islandia natal– pero en el año 2008 la brutal crisis financiera se llevó por delante a su casa y a su familia. El deambular por lo que queda de su casa anula casi cualquier metáfora hasta el límite de que la estancia se convierte en una escalera de M. C. Escher: imagen preclara de un capitalismo donde nada es lo que parece.
Así pues, Henn es de los primeros, de los que creen que, hasta cierto punto, las cosas valen lo que cuestan. Cuando desesperado se pregunta por qué nadie le paró, la respuesta es tan nítida que se nos puede erizar el pelo de la congoja: no digas que no lo sabías, el secreto está a la vista, todo el mundo lo sabe, todo el mundo sabe que nadie es engañado.
Solo que semejante respuesta –la que da el capital al reguero de víctimas que ha ido dejando por el camino– es proferida en su angulosa mitad. Porque lo que queda siempre por decir es aquello que no puede decirse ya que, en tal caso, el secreto quedaría anulado. Y lo que no puede ser dicho es que toda verdad señala a su maquínica inversión. Así, al decir que nadie está siendo engañado lo único que se hace es ocultar su inversión dialéctica: es decir, el hecho de que todos estamos siendo engañados.
Por lo tanto, quizá deberíamos afinar en el antagonismo que hemos señalado y hacerlo bascular sobre la verdad invertida y fantasmática de nuestro régimen: que todos, de una manera u otra, somos engañados. Es decir, que estamos en un recreo donde las leyes, las reglas que rigen nuestro régimen de ficción están ahí para proporcionarnos cierta sensación de realidad, pero solo eso. Hay quienes se las toman muy a pecho, quienes señalan puntos rojos de no trespassing, y quienes saben que no son más que muescan en una topografía libidinal donde, a decir verdad, no hay límite alguno. Y no lo ahí porque saben el secreto del capitalismo, aquello que el capital no puede decir: que hagas lo que hagas, creas lo que creas, tu saber es ideológico y, por ende, estás siendo engañado.
Siguiendo con la lógica antagonista que hemos desplegado, Simon de Pury, el subastador es de los segundos, aquellos que saben que todo es un camelo de proporciones mayúsculas y que lo único que vale la pena hacer es subirse en la ola y jugar como un niño mientras podamos. Es más, de Pury se interpreta a sí mismo…porque lo suyo es puro teatro. Es decir, no hace falta doble que simule nada porque lo suyo es la maestría en el arte de la simulación. Gana millones ejerciendo con profesional maestría el papel del engatusador perfecto: todos, en ese mundo del arte devenido ámbito para los hedge funds, saben que todo es un timo de proporciones cósmicas, pero aun así la broma –el juego infinito- ha de tener un orden.


Y ya hemos mentado la bicha: el arte. Y aquí podemos escalar un peldaño más en esta sucesión de indescifrables juegos de verdades y mentiras, de apariencias y realidades, sobre los que se construye la película. Porque, ¿qué posición ocupa el arte en este tinglado? No hay porqué rasgarse las vestiduras: el arte es el ámbito donde el recreo alcanza mayores cuotas de excepcionalidad. Es decir, donde no hay ley en absoluto, donde con mayores dosis de juego puede convenirse que cualquier cosa puede valer cualquier precio. Simplemente hace falta que algún actor lo crea. Es decir: lo simule; haga el ejercicio, la mueca, el gesto. Es por ello que todo en las subastas son gestos, una mímica donde nadie dice lo que piensa sino que actúan para que, simplemente, el juego no se detenga.
Dicho sin galantería alguna, el arte es un juego muy serio donde los mayores simulan que son gente muy seria cuando, a decir verdad, no es sino la más fabulosa de las patrañas de nuestro mundo. El arte se ha convertido en el recreo de los que saben que ya no hay seriedad alguna a la que apelar. En una situación de estado de excepción perpetua como es el recreo –nuestro régimen democrático y capitalista– todo vale lo mismo o, lo que es igual, cualquier cosa puede ser una obra maestra. En definitiva, el arte no es sino el ámbito relacional donde el estado de excepción opera a mayor velocidad, donde las leyes son suspendidas y, por lo tanto, cualquier cosa puede esperarse.
Esta es la razón por la que –lo mismo da una chorrada grandiosa, una imbecilidad mayúscula o el más sesudo de los ensayos críticos– todo puede ser elevado a la categoría de obra maestra. Tanto es así que, de nuevo, el secreto está a la vista. James Franco, actuando de art adviser, nos pone sobre la pista: el precio del arte no tiene nada que ver con el arte. Es, como quien dice, la fantasmagoría a pleno rendimiento o el juego por el juego.


Quizá el único sentido para todo esto es que el coleccionista encuentre la adrenalina necesaria en el hecho de que cuanto más sinsentido haya en una compra más se evidencia que se posee el único saber validado por la ideología: que uno está engañado….y lo sabe. Así, contrariamente a todo lo que ha ido funcionando desde que el hombre es hombre, ahora el poder es directamente proporcional a la dosis de “ser engañado” que uno puede, libre y gratuitamente, exponer ante los demás. Es decir, el rey no ha de coaccionar a nadie para que jure que va desnudo: el propio rey sabe que lo suyo es el poder permitirse ir desnudo. 
Así pues, Julien ha tejido en esta obra una red de relaciones donde el capitalismo, aún en su evanescencia, es rozado, susurrado. Julien ha dispuesto ante nuestros ojos unas imágenes que operan alrededor del lugar vacío donde habita el secreto del capital. No llega a representarlo porque querer representarlo es ya caer en las redes del capital y anular el potencial de la obra; no llega a decirlo porque tratar de decir el secreto del capital es siempre el decir de otra cosa.
Es más: Isaac Julien sabe –pues no creo que tenga ni un pelo de tonto– que su propia obra es elevada a los altares del arte, de ese mismo arte que opera barrenando sin miedo cualquier relación entre valor de cambio y de uso, ese arte en el que invierten los mayores coleccionistas del mundo. La autoreferencialidad es, por tanto, protagonista principal en esta opereta: ¿dónde se sitúa el artista? No lo sabemos pero debería situarse ante su propio fracaso. Pero no solo el suyo sino el fracaso de todo intento de siquiera echar uno ojeada dentro del secreto del capital.
Porque, ¿cómo mirar dentro del secreto sin quedarse ciego?, ¿cómo querer mirar las relaciones que genera el capital sin que la propia mirada quede también subyugada dentro de la misma tectónica que se trata de desvelar? No hay lugar para la inocencia, para la candidez, para la mirada desnuda que, simplemente, mira


El secreto quizá esté delante de nuestros ojos. Pero el poder de esta ideología invertida es que no podemos verlo sin que nuestra mirada quede ya presa del propio capital. En este sentido, no es en absoluto casual que el otro video que puede verse en Helga de Alvear tenga el título de Enigma: una imagen de Dubai acelerada para ofrecernos en un par de minutos todo el haz lumínico que sucede en 24 horas. Así sin  más, sin pantalla que filtre ninguna mirada, el secreto se despliega ante nuestra mirada.
Si Chandler puede hablar como más arriba hemos señalado es porque Marlowe es ya un avezado detective que se las sabe todas: sabe que la pose que mejor cuadra es la del cínico, la de aquel que descubre que ya no vale ni siquiera hacer como el inspector Dupin y buscar justo ahí donde nadie buscaría. En la segunda mitad del siglo XIX, cuando Poe escribía sus cuentos, el capitalismo había aumentado ya definitivamente su velocidad de cruce pero aún se confabulaba con una ideología que se contentaba con ocultar la verdad bajo las apariencias. Pero si algo cabe decir de esa otra pieza de Isaac Julien titulada Enigma es que, después de contemplar la pantalla varios minutos, no queda nada por decir. Lo hemos visto todo y solo podemos, queramos o no, guardar el secreto: porque después de ver al secreto del capital operando a velocidad límite, no hay nada que podamos decir al respecto. ¿Qué podemos decir respecto de todo lo que se ve que no encalle en una retroalimentación sistémica para el capital?, ¿no es todo ese enjambre de flujos luminosos –envés fantasmático de los flujos libidinales que nos conforman– ahí donde estamos sumidos, la red telúrica a la que debemos de obedecer respondiendo a sus exigencias?
En definitiva, Julien crea una obra que nos permite simular que vemos dentro del capital pero que no vale para otra cosa que no sea aumentar el antagonismo sobre el que se funda nuestra sociedad: ante esta obra unos –los que juegan sin reglas– sentirán sus glándulas salivales en máxima excitación, barruntando el precio que pudiera alcanzar en cualquier feria de arte, y otros –los que aún necesitamos una regla del juego– nos indignaremos por todo y sobre todo. Nos indignaremos por ese hombre que perdió su casa, por esa mujer que deja hijos y país para irse a trabajar de limpiadora doméstica, por esos coleccionistas que capitalizan arte como si tal cosa. Incluso, nos indignaremos porque al propio arte no le tiemble el pulso a la hora de gastarse una pasta y hacer casi una superproducción (y sin el casi) para poder echar una ojeada dentro del mundo del capital.
Pero, quizá y después de todo lo dicho, una última vuelta de tuerca. Playtime, en toda su ampulosidad, ¿queda todo en un juego de patio de colegio más?, ¿es una simple tirada de dados para continuar un juego –el del arte, el del capital– que juega a través de sus paradojas, inversiones y aporías? Antes hemos señalado al fracaso sobre el que puede levantarse cierta interpretación; el fracaso de la mirada que solo puede mirar al secreto del capital si consiente en ser seducido por su poder.


Es esa mirada la que, sostenemos, aparece en la pantalla en un par de ocasiones. La mirada del que se sabe que ya no cuenta, la mirada de aquel que ha sido expulsado de entre los que sí que tienen acceso a mirar al secreto. Una mirada perdida, lacónica, que supura ajenidad. Es esa mirada la que nos pone sobre la pista: lo que nos va en el envite, lo que nos jugamos en la jugada, no es clamar por la injusticia del capital, desvelar todas sus trampas. Lo que nos va es mirar, como sea, al secreto: porque solo mirando podemos ser apelados por la ideología y ser tomado por sujeto.  
Así, quienes más miran en la película son los que, paradójicamente, han sido expulsado del reino del capital: el artista islandés, la mujer del servicio doméstico, no dejan de mirar por los amplios ventanales. Miran porque su mirada ya no puede saber nada. Han sido desterrados, exiliados. La ideología ya no les interroga acerca del secreto, no les ofrece su visión para que puedan reconocerse como tales. No pueden ver nada.  
Otra paradoja más de esta obra –y aquí nos detendremos aunque la serie puede ser ilimitada– es que el espectador mismo, nosotros mismos, sentimos una extraña incomodidad al ver la película: vemos la película, somos incluso capaces de reconocer en ella una obra de arte, sin duda porque nuestra mirada no ha sido expulsada, porque la ideología todavía nos tiene por uno de los suyos. Y así queremos que siga durante decenios.
Este gran Playtime, en definitiva, nos desnuda, nos ofrece el reflejo invertido de nuestra mirada: nos creemos que deseamos encontrar el secreto del capital cuando la incómoda verdad es que hemos dejado al mismísimo Marlowe a la altura del betún: sabemos que no hay nada que buscar, solo mirar, mirar una y otra vez, no dejar de mirar pantallas, transacciones, números, flujos, cifras… Mirar sin detenernos, simular que buscamos el secreto del capital, jugar a que estamos preocupados, que trabajamos porque el secreto sea eliminado, pero que lo que de veras nos importa es –mientras dura todo intento de crítica y búsqueda– no dejar de mirar, no dejar de ser investidos por la ideología, no dejar de ser interrogados por el secreto.
Sabemos lo que todo inspector que se precie apenas sospecha: que el recreo nunca acabará, que la broma es infinita.