lunes, 31 de julio de 2017

BILL VIOLA: ENTRE LO ANACRÓNICO Y LO SUBLIME. LA DOBLE IMAGEN-TIEMPO


BILL VIOLA: RETROSPECTIVA
GUGGENHEIM BILBAO: 30/06/17-09/11/17
(artículo original en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Bill-Viola.html)

El Guggenheim de Bilbao celebra sus veinte años con una exposición de las grandes: una retrospectiva de Bill Viola (Nueva York, 1951). A través de 27 proyectos que resumen los cuarenta años de su vida artística, desde ‘Cuatro canciones’ de 1976 hasta ‘Nacimiento invertido’ de 2014, la exposición recorre los principales hitos de este gran artista estadounidense, pudiendo el espectador comprender en toda su profundidad los cambios de temática, interés y tecnología por él realizados a través de los años. Estos cambios aluden a una doble problemática: la relación, por una parte, con el propio desarrollo de la tecnología y, por otra parte, a comprender como este desarrollo no evade las grandes cuestiones de la humanidad sino que por el contrario es capaz de replantearlas con mayor agudeza, profundidad y dramatismo. En definitiva, un artista genial que tiene al ser humano en el centro de sus investigaciones.

Artista de lo espiritual, anacoreta de un mundo del arte diezmado por lo superficial, embaucador –quizá– de sentimientos y sensibilidades. Pero también pionero del videoarte, artista capaz de desplegar el tiempo interior de las imágenes en una duración a veces fenomenológica y a veces mediática. Todo eso y más, mucho más, cabe decir de Bill Viola. Y es que no es fácil hablar ni de él ni de su trabajo. Su labor como artista contemporáneo se sale de modo tan radical del patrón “arte contemporáneo” que uno duda a veces de las razones de por qué ha llegado a ser considerado no solo como un gran artista sino como uno de los artistas fundamentales de nuestro tiempo.
Tal paradoja –la de ser un artista contemporáneo muy poco contemporáneo– se sustenta en un equívoco del que no somos en modo alguno inocentes: “todo arte es arte contemporáneo”, señaló apenas hace tres años cuando vino a España a presentar una exposición en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Y es que nos empeñamos en considerar “arte contemporáneo” a una etiqueta epocal dentro de la linealidad de la historia del arte –arte contemporáneo como aquel que va después del arte moderno y antes de quizá, quien sabe cómo llamarlo, el arte post-contemporáneo– cuando, nada más lejos de la realidad, arte contemporáneo sería aquel que mantiene una tensión heterocrónica con su propio tiempo, una capacidad de diálogo y apertura a un tiempo-otro, donde toda presencia y representatividad remite a una alteridad, a un ser-otro, a una diferencia inscrita en la propia presencia de lo representado. Siendo esto así, el bueno de Viola tiene mucha razón: contemporáneo es, o al menos puede llegar a serlo, el arte de cualquier época, no siendo por ello menos cierto que es precisamente el arte actual el que más fielmente se pliega al designio de lo contemporáneo debido, principalmente, a la capacidad de mezcla de temporalidades que posee la tecnología.
 
 
El problema –¡bendito problema!– es que en esta labor diacrónica de conjugar temporalidades, en lugar de tratar de dinamitar el futuro o de echar la vista atrás con el ánimo de reconfigurar el sentido de la historia reciente (la cuestión de las víctimas como núcleo de todo el siglo XX), Viola se va atrás, muy atrás, demasiado atrás, hasta los maestros del Renacimiento y del Barroco. Quizá sea ahí donde radica su éxito de público –300000 visitantes en su última gran exposición, la de 2014 en el Grand Palais de París– y dónde, radica la potencia de su arte: en hilar una continuidad con las grandes preocupaciones del hombre y en hacernos ver una continuidad entre las diversas epocalidades del arte, haciendo del arte una llamada al hombre en su totalidad, al hombre de todo tiempo y lugar.
En cualquier caso, esta querencia suya ha reactualizar imágenes del pasado, esta confianza en que todo arte es contemporáneo (es decir, todo arte tiene la capacidad de lidiar con su tiempo-otro) hacen de él un artista, en el mejor sentido de la palabra, anacrónico. En el mejor sentido, decimos, pues no supone merma de ningún tipo en su trabajo sino que, como sostiene Didi-Huberman, “el anacronismo, en una primera aproximación, sería así el modo de expresar la exuberancia, la complejidad, la sobredeterminación de las imágenes”. Y es que esa es la asombrosa capacidad de Bill Viola: no se trata de una reactualización sino de un sensor de temporalidades, de una arqueología de lo visual, de concatenar cada imagen en una trabazón epistémica que nos supere por elevación, que nos muestre el exceso iracundo de toda imagen, la pluralidad de tiempos interconectados donde la imagen se sustenta.
Es, precisamente, ese exceso el que condensa Viola en sus obras. Un exceso de visibilidad donde, presumiblemente, hay muy poco que ver lo que remite, según las interpretaciones más regias, a cierto grado de espiritualidad o de trascendencia pero que se quedan –afortunadamente– un escalón antes: ahí donde la humanidad fragua sus experiencias más arrebatadoras, ahí donde el hombre es desbordado por unos sentimientos que le suyugan de forma tan íntima que le exceden. Si toda imagen es promesa de duración, enfrentándose a ellas el hombre descubre la finitud de su tiempo, la incapacidad de insertarse en una lógica de sentido pues siempre hay una memoria nómada, movediza y excesiva que lo precede y lo circunscribe a la finitud del “aquí y ahora”. Si toda imagen es mezcolanza heterocrónica, enfrentándonos a ellas nos protegemos de la muerte: “La historia de la mirada, añade Régis Debray, tal vez no es sino un capítulo, un anexo de la historia de la muere en Occidente”.
 
 
Pero no todo en el trabajo de Viola ha tenido la seguridad de lidiar con ese exceso anacrónico que destilan las imágenes, de hacer supurar emociones y sentimientos casi ya fagocitados de la faz de la tierra. Dice él mismo que todo se desencadenó a raíz de la muerte de su madre en 1991 y, nueve meses después, del nacimiento de uno de sus hijos. Vida y muerte, tocados tan cerca, sirvieron de disparadero para hacer entrar al artista estadounidense en una nueva relación con las imágenes y su tiempo. Si hasta entonces su trabajo podía comprenderse como inmanente al propio operar de la imagen, después fue ese mismo tiempo pero vinculado extrínsecamente, de una imagen a otra, lo que centró sus investigaciones estéticas. Si antes el tiempo manaba desde el propio núcleo de la imagen para volver a sí mismo y así poder reflexionar sobre el estatuto ontológico de la propia imagen y del arte, después fue ese mismo tiempo pero volcado hacia el afuera, ese tiempo que nos excede y nos apela, lo que trató de desarrollar.
¿Cómo logra esto? Insertando en sus imágenes una doble temporalidad. Una que podríamos llamar temporalidad horizontal y que es la propia de la imagen-tiempo. Esta sería la temporalidad que es pensada en sus primeras obras de análisis de las imágenes y cuyo cénit se alcanza en The Reflecting Pool (1977-79) y que en obras más pictóricas como Emergence (2002) se consigue a través de una cámara super lenta capaz de percibir el parsimonioso movimiento de la quietud. La otra temporalidad sería más bien vertical y podría comprenderse como una serie infinita de punctum por donde la imagen se desvanecería de su presentabilidad, forzando a convenir en una metáfora, un sentimiento, una fractura en la propia lógica visual de la imagen. Esto se consigue con la irrupción en la imagen del agua y del fuego, elementos que para Viola remiten al nacimiento y la muerte, a la toma de conciencia de cada humana de su situación de finitud en el cosmos.
En este sentido, es en el entrecruzamiento de ambas temporalidades –¿quizá Cronos y Aión?– donde surge la imagen evanescente, la doble imagen-tiempo, la imagen quemada o ahogada, la imagen superada por la propia temporalidad que en forma de duración y memoria nos excede. Y es ahí, entonces, donde surge la pregunta que Viola plantea al espectador: ¿qué tiempo es el nuestro?, ¿y qué duración?, ¿de qué memoria disponemos, la del ya-sido o la del aún-no?
Quizá en este punto cabría referirnos a un defecto endémico al conjunto de su propia obra que ha de comprenderse como el envés de los logros –y éxitos– cosechados. Y es que en este salirse de la imagen de su propia inmanencia, en este ex-tasiarse de la imagen con el fin de que circunscriba al ser humano en toda su fáctica complejidad, Viola no tiene más remedio que fajarse con lo sublime como epicentro de los efectos y sensibilidades desencadenados por la contemplación de sus obras. 
 
 
Se trata de un sublime que conecta con los románticos y la tradición inaugurada por Burke y Kant: sentimiento de lo sublime como arrebato paradójico que sufre el sujeto afectándole de una contradicción mezcla de gozo y de dolor, de pena y placer y que lo remite a la afección melancólica. Placer por una parte ante el poder de la razón que se trasciende y dolor, por otra parte, ante la insuficiencia de la imaginación y sensibilidad para darle forma y la aspiración siempre frustrada de representación de algo no-representable, de conceptualización de un sentimiento que arrebata y subyuga.
Teniendo en cuenta estas rápidas consideraciones, está claro que Viola busca reconectar al sujeto con el cosmos, de hacerle nuevamente merecedor de atesorar en su interior las grandes preguntas que parecen silenciadas, precisamente, por el ahogo de experiencias que produce un mundo saturado de imágenes. Es en la contemplación de sus imágenes, subyugado por el entramado de una doble temporalidad que excede todo tiempo y toda contemplación donde Viola hace surgir la pregunta por la propia existencia del sujeto.
¿Trampa o genialidad?, ¿truco o maestro de las potencialidades de la tecnología? Quizá ni lo uno ni lo otro, o a veces una cosa y al mismo tiempo la otra. Pero quizá también, que en ese concatenado de anacronismo y sublimidad, lo suyo no sea sino un dar (la) voz a aquellos artistas del Barroco para que vuelvan a tomar la palabra: para que nos repitan que el reflejo de toda imagen no es sino nuestra propia facies hipocrática, la máscara de nuestra defunción.
En definitiva, son muchos los vectores que laceran las obras de Viola, muchos los tensores que hacen reverberar la obra en multitud de ecos, hacia el pasado y hacia el futuro. Son muchos, en definitiva, los tiempos, interiores y exteriores, que habitan en sus imágenes. Amenazan con desgarrar a la imagen y, al mismo tiempo, con replegarla sobre esa temporalidad mínima sobre la que se desarrollan. Aquí solo hemos querido profundizar en dos de ellos –anacronía y sublimidad– con el fin de comprender la complejidad de una obra como la del maestro Bill Viola, apuntalada sobre la idea de que la imagen, lejos de ser en un primer momento de su desarrollo la representación de algo ausente que toma presencia, lejos también, a través del imperio dogmático de la tecnología, de quedar reducido al reino de la hiper-presentabilidad de lo ya-dado, es un dispositivo de interconexión de temporalidades en fuga, es un sensor de diacronías y anacronías, un conductor de una forma de conocimiento que, curiosamente, no se fía solo de lo que ve.

viernes, 28 de julio de 2017

DOCUMENTA 14: ENTRE ATENAS Y KASSEL. INTERROGANTES SOBRE EL PRESENTE


DOCUMENTA 14
KASSEL: 10/07/17-17/09/17
(artículo original publicado en EXIT-EXPRESS:
  
Al principio de quizá su libro más importante, y en relación a la cuestión de “la pregunta más profunda”, Maurice Blanchot señalaba que esta “siempre queda en reserva: mantenida en reserva hasta aquel punto de inflexión del tiempo en que concluye la época y se termina el discurso. En cada cambio de época, parece emerger por un instante”. Por su parte, Peter Sloterdijk, en un coloquio con Zizek titulado pomposamente La quiebra de la civilización occidental, apunta que “es necesario encontrar la verdadera problemática de nuestra era”. Si traemos a colación estos dos apuntes es porque delinean a la perfección nuestra situación: estamos –o al menos contamos con todos los síntomas para así pensarlo– en un punto axial, cercanos a un grado cero en el desarrollo de la Historia, pero no conseguimos descubrir cuál es esa pregunta más profunda que nos catapultaría a una nueva comprensión de nuestra sociedad y nuestro presente.
Quizá es que no estemos tan cerca como pensamos de ese nivel cero, quizá es que no auscultamos el tiempo como debiéramos, quizá es que nuestro nivel de percepción ha caído en picado o quizá no sea más que un efecto del Principio de Indeterminación de Heisenberg: nosotros mismos, como espectadores, influimos en el experimento; es decir: en la percepción de nuestras condiciones de existencia. Sea como fuere nuestra angustia se modula a través de una cuestión que no terminamos de formular y Documenta 14, como cada cinco años, trata al menos de explorarla a través del fondo de contraste que es el arte.
Claro está que para llevar a cabo este proceso de discernimiento estético acerca de la cuestión que modula nuestro tiempo presente hay que arriesgarse. Y, a nuestro entender, así lo ha hecho la actual Documenta desdoblándo la clásica y única sede de Kassel en otra, Atenas, y además pidiéndole a ésta que, bajo el amparo del título de Learning from Athens, tome la batuta y nos guíe.
 
 
Riesgo, decimos, ¿o jugada maestra? Porque también es verdad que a colación de este simple gesto –locuaz y provocativo por una parte– se han oído voces que tildan a semejante estrategia de colonizadora y de buscar simplemente un fetiche con el que experimentar, quedándose todo en una verdad desnuda: el arribar de la élite del arte contemporáneo a una ciudad como Atenas logrando únicamente derribar las formas de resistencia –estética, política y social– que el entramado de Atenas ha podido desarrollar en estos últimos años. El propio Varoufakis ha señalado que “supuestamente Documenta ha venido a Grecia para gastar, pero en lugar de eso han succionado todos los recursos disponibles para la escena de arte local”.
En sentido parecido se expresaba el colectivo de Artistas contra los desalojos al pedir a la dirección de Documenta “primero buscar Atenas y entonces aprender de nosotros”. Más aún cuando Documenta guardó un clamoroso silencio cuando, a tan solo dos meses vista de la inauguración en la sede griega, el Estado griego desalojó los centros autogestionados de Villa Zografou y de la calle Alkiviadou deteniendo en la operación a doscientas personas que fueron trasladadas a campos de refugiados, encarceladas o, incluso, enfrentándose a la posibilidad de ser deportadas.
Pero quizá no haya que rasgarse las vestiduras y extraer de esta impotencia del arte y del cinismo de sus agentes una primera lección: que al arte siempre se le ve el cartón. Quizá, sostenemos, no haya que estar a favor ni en contra sino, simplemente, percibir cómo no es tan fácil de satisfacer esa necesidad que tenemos de concretar la pregunta profunda y fundamental que hemos señalado al principio y que el arte, por muy buenas intenciones que tenga, siempre ha de calibrar una distancia de no agresión con la realidad que trata de esclarecer. Quizá el hecho de poner la vista sobre Atenas ha sido una idea tan buena –demasiado buena– que al final no ha hecho más que revelar el juego de contradicciones y paradojas sobre el que trabaja el arte contemporáneo.
 
 
Por lo pronto, el gesto de Adam Szymczyk –director artístico de la Documenta– de apuntar a Atenas queda, como todo riesgo que se hace cometer al arte, en tablas: se gana lo que por otro lado se pierde, se acerca tanto el arte a la función con que la contemporaneidad le hace cargar –esa elucidación de las condiciones socio-políticas de nuestra existencia– que se quema por el camino, se chamusca y se ven más claramente sus resortes y remiendos y, en suma, su impotencia. En este sentido no creemos que sea accidental el haber situado la obra de David Lamelas en la Kassel-Wilhelmshöhe Train Station, la estación a la que uno llega desde Frankfurt o Stuttgart. Si al entrar se ve en tres pantallas el parlamento alemán y griego y, en el centro, una imagen estática del Panteón de Atenas, cuando uno abandona la ciudad la imagen no ha cambiado: todo y todos siguen ahí, tal cual, la cháchara vacía de un parlamentarismo caduco y sin poder ya de representación de un “nosotros” dinámico, heterogéneo y plural. Dicho de otra manera: aunque la propuesta de Documenta simule músculo a la hora de entrar al debate, la propia Documenta sabe que el poder del arte solo radica en mostrar y que es a través de su propia impotencia como logra, en un nivel siempre mínimo, sus objetivos.
En resumidas cuentas, y teniendo en cuenta que el arte no es inocente a la hora de entrar a dilucidar el espíritu de los tiempos, el gesto de salir fuera del recinto sagrado de Kassel, pivotar sobre la ciudad que ha encarnado todos los desmanes del tardocapitalismo y que ha visto ninguneados sus derechos a través de una democracia en estado vegetativo, nos parece acertado para, en palabras del propio Szymczyk, “reflejar la situación actual en Europa y poner de relieve las tensiones palpables entre norte y sur”. Es decir, para interpelar mejor y más profundamente a nuestro tiempo.
Una vez esclarecida la problemática sobre la que emerge y a la que trata de dar respuesta Documenta 14, lo que se constata es una predilección por la estética del acontecimiento comprendiendo este como un recorrido que, simbólica o materialmente, va de Atenas a Kassel –Roger Bernat/FFF (The Place of the Thing), Nikhil Chopra (Drawing a Line through Landscape), Dan Peterman (Athens Ingot Project), Sokol Beqiri (Adonis), Rebecca Belmore (From inside)–, así como una querencia hacia, por una parte, una lógica del testimonio como capaz de modular la diferencia de voces que vertebran una sociedad –Bouchra Khalili (The Tempest Society), Peter Friedl (Report)– y, por otra parte, una necesidad de retrotraerse al pasado para elucidar el sentido del presente –Mary Zygouri (The Round-up Project: Kokkinia 1979Kokkinia 2017\ M.Z.\M.K.), Zafos Xagoraris (The Welcoming Gate), Marina Gioti (The secret school).
 
 
En cualquiera de los casos se deja de lado toda problematización del hecho artístico y del lugar que ocupan sus imágenes en un mundo hipersaturado de ellas, optando por una comprensión del arte como arqueología de lo minúsculo, como sismógrafo a través del cual percibir los desajustes, desencantos y desencuentros de nuestra época, y como catalizador (dis)tópico de comunidad, identidad y sentido –Mattin (Social Dissonance), Annie Vigier & Franck Apertet (les gens d’Uterpan) (Scène à l’italienne (Proscenium)), Maria Hassabi (Staging), Otobong Nkanga (Carved to Flow). También, y como no podía ser menos, está muy presente la cuestión de la democracia –Kostis Velonis (Life without Democracy), Oliver Ressler (What Is Democracy?), Arin Rungjang (246247596248914102516 … And then there were none)–, de los exiliados y emigrantes –Hiwa K (View from Above), Angela Melitopoulos (Crossings).
Y después de todo, y aunque la lista de nombres puede sin duda ampliarse, ¿qué hay de nuestra pregunta, de esa pregunta “más profunda” que Documenta viene a poner sobre la mesa? Dado ese talante antinómico que anima al arte en su tarea de mostrar las contradicciones del sistema, la pregunta podría quedar apuntada a través del (des)encuentro de dos obras: una, el Monument for strangers and refugees erigido en Köningsplatz por Olu Oguibe con el lema “Era un extranjero y me acogisteis” repetido en inglés, alemán, árabe y turco; otra, las banderas colocadas por Hans Haacke con la frase Wir (alle) sind das Volk—We (all) are the people (Nosotros (todos) somos la gente). Porque entre ambas, en el espacio que recortan, en tanto que pregunta y respuesta que son, delinean el grueso de los problemas de nuestro presente más acuciante. ¿Cómo acoger a ese otro y seguir siendo una comunidad, un ‘nosotros’? Sin duda que puede –y debe– hacerse. Pero el arte y Documenta llegan justo hasta aquí: lo demás debemos de hacerlo entre todos, entre ese ‘todos’ que Haacke coloca entre paréntesis porque es un ‘todos’ abierto siempre a ser uno más, a dar cabida a ese otro, un ‘todos’ en tanto que sin-número y cifrado en la desmedida.
Quizá, y en definitiva, la manera en que Documenta ha planteado la pregunta no ha sido la más correcta y sin duda que se ha valido de varios de los resortes que más tarde a entrado a criticar adulterando en parte la formulación de interrogantes. Pero no por ello debemos de dejar de ver que la pregunta ha logrado ser planteada y que el arte, más que dar respuestas, ha de plantear preguntas. Podemos criticar a esta Documenta, pero no es menos cierto que dentro de cinco años veremos en qué medida la pregunta que ha logrado ser lanzada desde Kassel y Atenas ha sido contestada

lunes, 24 de julio de 2017

ALBERTO GRACIA: FASCINACIÓN Y SUPERSTICIÓN. LA IMAGEN QUE NOS IMAGINA


ALBERTO GRACIA: FASCINACIÓN
MAC (LA CORUÑA): 01/06/17-17/09/17
 
Por mucha palmadita que nos demos en la espalda seguimos embobados, antes mirándonos el ombligo y ahora dando rienda suelta a nuestro narcisismo 2.0. Creemos que estamos poniendo no una sino varias picas en Flandes cuando puede que, y es lo más probable, todo sea barrido con uno de estos aires helados que nos vienen del desierto. Porque en tanto que preferimos una mentira cómoda que cientos de incómodas verdades, pensamos que con nosotros no pasará, que nosotros sí sabremos bascular cuando llegue el momento, que lo nuestro son ejercicios gimnásticos para estar listos en el momento acordado. En esta situación, nuestra única profesión es el agorerismo y la jeta de guardamos una carta maestra bajo la manga: el hecho de que no creemos en nada. Por eso nos es tan fácil dar una de cal y una de arena, por eso nos es tan cómoda esta querencia hacia un estado catatónico, explotador y donde el método Ludovico ha tomado las riendas a la hora de fagocitarnos en masa.
Y si esto es así en nuestra vida diaria, qué decir del arte. Ahí donde sabemos hay poco más que impotencia y desencanto, nos camuflamos con el paisaje para tener, también nosotros, nuestro minuto de gloria. Y es que aunque pedimos a gritos un giro copernicano es tanto el esfuerzo que hay que hacer que, apenas mapeamos el territorio, ya se nos ha ido toda la fuerza por la boca. ¿Contradicciones? Por supuesto: y antes que nada las nuestras. ¿No es este texto y esta exposición de la que quiero hablar un dar pábulo a las propias estructuras que denunciamos? Por descontado. Y, además, contamos con una ristra de memorables interpretaciones: lo que cuenta es mostrar el síntoma, la huella de la servidumbre, el sollozo ante el desencanto de la falta de alternativas.
En cualquiera de los casos, nuestra intención no es desmontar ningún tinglado ni cantarle las cuarenta a nadie. Nuestro propósito es aclarar que aunque sea imposible encontrar un punto de apoyo fuera de nuestra esfericidad escópica, aunque ni por asomo tengamos las agallas para emular salida alguna y renunciar a los privilegios que nos ofrecen los psicofármacos suministrados por los medios de comunicación, nuestra meta se orienta más bien a susurrarle al sistema que hemos pillado el truco: que sabemos que su secreto está encima de la mesa. Susurrar, decimos, porque tal pretendido saber en nada cambia la partida: decirlo un poco más fuerte, tomarse en serio la misma performatividad del enunciado, es ya caer en las redes del propio sistema-mundo, ser absorbido por esa corriente de opinión que dice tener la solución para cada ocasión.
 
 
Por eso una primera característica de este gran artista que es Alberto Gracia es el poco engolamiento que le pone al asunto, sus pocas ínfulas de saberse el más listo de la clase. Corrigiendo la cita aquella según la cual “de lo que no se puede hablar mejor es callarse”, Gracia apuntaría que de lo que se tiene una certeza indubitable también, y quizá con mayor razón, hay que guardar silencio. O, como poco, modular la frase para que tome forma de pregunta capaz de sacarnos los colores a todos nosotros que, creyéndonos la milongada de un mundo mejor detrás de las imágenes, nos apostamos en nuestros sofás esperando la catástrofe venga a visitarnos en prime time.
Porque lo que hace Alberto Gracia en esta exposición es ponernos ante la mirada la propia lógica ideológica de la mirada y, con ello, de la imagen. Doble juego mortal –de la mirada que mira y del objeto que nos mira– que en el umbral en el que cohabitan corren el riesgo de quedar subsumidas dentro de las lógicas del espectáculo pero que, debido a ese “aflojamiento” en las conclusiones que caracteriza a nuestro artista, salvan el escollo de su propia nihilidad y nos muestran el disciplinamiento escópico de nuestro mundo. En este sentido, y antes de pasar a mayores, hay que subrayar la perfecta fidelidad de Gracia a los requerimientos críticos de la imagen: la imagen, antes que mostrarla en su repotenciación tecnológica o en su resignificación libidinal, hay que ofrecerla en su máxima e indecible pensatividad. Dejar que la imagen se piense, sin forzar la lógica de sus efectos, sin operar falsamente hacia el lado que sabemos más rédito encontraremos pero donde, al mismo tiempo, el arte continuará acomodado en su actitud servilista. De este modo, fiel a esta pensatividad propia de la imagen, operando en la disyunción donde la imagen se abre aún sin dirección ni efecto concomitante alguno, Alberto Gracia deja espacio para que la imagen se muestre tal y como es.
Pero más allá de esta capacidad de desmembrar a la imagen de su inmediata e inmanente finalidad libidinal y productiva, lo que se trata es de, a través de la “fascinación” que da nombre a la exposición, escudriñar nuestra mirada y su metodología ideológica para comprobar cómo nuestra mirada ya no se deja seducir por ningún asombro sino que más bien impone su lógica para domesticar este mundo en derredor que suponemos es el nuestro. Para ello desmonta tópicos en torno a la producción hiper-tecnológica de la imagen remitiéndola, por una parte y de manera preeminente, a ancestrales procesos de producción y exhibición de imaginarios colectivos cuya operativa y funcionalidad se asemejan punto por punto a los nuestros y, por otra parte, produciendo él mismo imágenes donde lo siniestro y lo sintomático desanudan a la imagen de su  ideológica implantación y asimilación global.  
 
 
Remitiéndose sobre todo a la superstición, Gracia nos muestra esa verdad incómoda que tratamos de desoír: las imágenes –al menos en este régimen de producción en el que están insertas– no están para abrirnos a ninguna realidad superior sino que están para conjurar nuestro miedo a construir una ficción todavía mayor. La imagen, en tanto que preciso farmakon, abre y cierra el sentido, ofrece la posibilidad que ella misma se niega, se inserta en una dualidad espectral de verdad y mentira donde la propia imagen simula su propio rango de ficcionalidad. Estamos enredados en un mundo-imagen global y antes que atender a los síntomas que nos pudieran revelar su momento de falsedad nos dejamos deslizar por los cantos de sirena que nos prometen verdades bajo ellas cuando, sabemos perfectamente, la imagen no es más que un dispositivo de renegociación con nuestro propio adiestramiento. En este sentido, y amparado en esa cadencia hacia la pensatividad de la imagen, en ese dejar que las propias imágenes desmonten los síntomas desde donde son construidas –con razón dice Alberto Ruiz de Samaniego en el texto del catálogo que la potencia del arte está en liberar el síntoma ante la inminencia del acontecimiento– Gracia displaya un engranaje expositivo capaz de mostrarnos la cesura por donde la imagen actual, cifrada en la tautología parmediana del ser con el pensar y de éste con el mirar, evidencia su rango de ficción consensuada, de pandemia coercitiva bendecida por el sistema de producción de la realidad como su dispositivo más potente
Pero, ¿de qué superstición habla?, ¿de qué superstición si la imagen es la quintaesencia del mundo administrado –es decir, del mundo vaciado de magia y encanto? La imagen se ha convertido en el fascinus de nuestra época pues, ahora como antes, sufrimos de “mal de ojo”: es decir, de una neurosis escópica según la cual quedamos fuera de la mirada. “Mal de ojo” por el cual quedamos fuera de la comunidad y “pulsión escópica” de no estar en condiciones de poder ver y ser vistos, de verlo todo esperando, en cualquier momento, la catástrofe que modula nuestros deseos de muerte. Si contra este mal los romanos crearon los fascinum, pequeñas figuras que utilizaban el motivo de la manus fica por un lado y el falo por el otro, también nosotros, señala Gracia, experimentamos la “necesidad de alimentar unos ojos que necesitan de un fascinum para aplacar su angustia escópica”. Pegados a la pantalla exortizamos la posibilidad de quedar gafados, castrados. En este sentido, la exposición puede comprenderse como un fascio desde donde desarbolar –o al menos mostrar– un mito con otro mito: el mito de nuestra realidad devenida máquina iconográfica con el mito romano del mal de ojo. Ambos sufren y sufrían ante la posibilidad de que la mirada quedase separada de su distancia óptima para ser tomado como identidad, como sujeto. Ambos temen y temían, en suma, ser castrados: separados de su pantalla.
La obra más interesante de la muestra documenta la romería a la que el propio artista acude desde niño, San Miguel de Breamo. Y es que, comparando ambos regímenes de producción de imágenes, son demasiadas pocas cosas las que han cambiado, o al menos no tantas como para saludar a nuestro modelo como de bisagra entre diferentes órdenes. Yendo al núcleo de la apuesta estética de Gracia, da cierto escalofrío comprobar como nosotros somos, con mucho, más banales que nuestros antepasados: si ellos al menos rozaban –quién se atreve a decir si no incluso tocaban– la trascendencia, nosotros, sin embargo, nos contentamos con congregarnos cada noche en torno a una pluralidad de pantallas esperando no perdernos la enésima trifulca entre tertulianos que reventará el share, el despelote de alguna “gran hermano”, el esparcimiento escatológico de intimidades de algún famoso, etc.  
 
 
La imagen, cabría concluir, nos tiene donde quería: bajo un régimen de ansiedad según el cual podemos ser, en cualquier momento, excluido del sistema de miradas que funda el mundo-imagen pero, al mismo tiempo, sabedores de que tal sistema es una pura simulación, que de hecho no hay nada que ver en ninguna pantalla y que es la propia imagen lo que nos salva de reconocer tamaña insolencia. Así, son solo nuestros alterados biorritmos lo que da forma a las imágenes que construyen nuestro mundo: es un fascismo escópico, una panficcionalidad consensuada que nos convoca –lo mismo da que da lo mismo– en torno a una imagen beatífica, a un líder carismático o a una pantalla.
            En definitiva, y como decíamos al principio, no hay tanto que celebrar: nuestro simulada confianza en la imagen y en el régimen escópico que sostiene nuestra ficción no es sino el reverso de la incapacidad e impotencia al postular algún otro que no esté fundado en la sintomatología de lo siniestro, en la ansiedad a ser expulsados del régimen de simulación dado por bueno y en lo traumático de una realidad que hace aguas por todas partes. De lo que se trataría, ahí donde Alberto Gracia se resuelve como un magnífico artista, no es en camuflar esta verdad sazonándola con la panfletada de alguna crítica –inocua– al sistema sino de mostrar los esquejes de tal impotencia, los rescoldos de un entramado escópico con múltiples puntos de fractura que nos empeñamos –en nuestra ideológica fascinación– en seguir no viendo. Y es que cuando lo único que ha cambiado es la capacidad tecnológica de producción de la imagen y el sistema  ideológica para una mejor optimización de la implantación disciplinaria, seguimos estando bajo el poder de la imagen, a expensas de que nos quedemos inscritos como sujetos en su pantalla. En definitiva, hoy como ayer, no somos más que la imaginación de una imagen que nos refleja: fascinación y superstición no son sino dos nombres para lo mismo: un deseo de romper las cadenas con la imagen y la necesidad de continuar pegados a ellas, bajo su amparo visual. Es entre estos dos rasgos de la mirada –aquella con la que vemos y aquella que nos mira– que una civilización, la nuestra, se construye.

sábado, 15 de julio de 2017

DOCUMENTA Y EL CASO ROGER BERNAT: EL ROBO COMO OBRA DE ARTE


I
En eso de tomar el pulso a la realidad, al mundo, al sistema o a lo que cada uno piense que hay que tomarle el pulso, en la labor de desenvolvimiento del arte en el propósito firme de llevar a cabo su misión o tarea, Documenta este año, como todo el mundo ya sabe, se ha desdoblado en dos sedes: la clásica de Kassel y la de Atenas. Razones hay varias pero lo principal es que ese pivotar sobre la ciudad griega, protagonista en estos últimos años de muchas de las contradicciones del propio sistema (si no incluso injusticas y desafueros) podría permitir al arte llevar a cabo con mayor capacidad esa tarea para la que ha sido convocado.
Pero pese a la buena voluntad del equipo ejecutor –Adam Szymczyk y Paul B. Preciado a la cabeza– todo queda un poco en standby, a la espera de cuál es esa labor que solo el arte puede llevar  a cabo y cuál es el potencial y valor añadido que la dupla Kassel-Atenas puede crear sobre la ya de por sí escasa confianza que se tiene en el arte.
            No obstante, y mientras llegan los resultados, algo si podemos poner ya en el haber de esta edición, la catorce, de Documenta: haber propiciado, en ese descentramiento que supone la bicefalia y la pluralidad de núcleos, una implementación en el nivel de contradicciones del propio arte. Desde mi punto de vista, esta es una de las pocas cosas que todavía le queda al arte, la más alta misión que sin duda se le puede encomendar –servir de atalaya desde donde mostrar las paradojas del sistema– y donde reside todo su interés. Claro que, para ello, no debe de jugar con las cartas marcadas y ponernos sobre preaviso. Es decir: no debe de anticipar la jugada maestra que hará desencadenar una serie concreta de contradicciones o paradojas. Pero al mismo tiempo la obra tiene, ha de tener siempre, el firme propósito de ser “obra de arte”, de poderse llamar así y de poder participar del estado de excepción del que goza el ámbito de lo artístico. Esta es la primera de las contradicciones y que, en tanto que no nos interesa en este momento, solo apuntamos: cumpliendo el llamamiento de ser “obra de arte”, la propia obra desoye ese impulso a la mostración de contradicción a la que el arte debe de apuntar. Diciéndose como obra de arte no cumple el destino del arte.
            Pero continuemos. Si, decimos, ha de dejar su propósito en suspenso, ha de liberar a su significación de una finalidad concreta, es su propia inserción en los canales de distribución, su propio devenir mediático, la donación de sentido que ha de dejarse en manos de la comunidad, lo que de modo siempre a posteriori calificará una obra de arte (si ha sido capaz de remodelar cierta reconfiguración de lo sensible, de recortar la lógica de los tiempos, lugares y competencias). Dicho de otra manera, una obra de arte ha de correr el riesgo de llegar a ser otra cosa: de llegar a ser arte pero por otras vías, no por el modo canónico de inserción en la esfera de la estética autónoma sino como contraefecto de ese desplazamiento en la frontera de lo simbólico que previamente ha realizado.
            Si decimos todo esto es porque ese doble pivotaje entre Kassel y Atenas está dejando momentos memorables, dignos de tenerse en cuenta para, en un futuro cercano, entrar a diseccionar el arte contemporáneo de principios del siglo XXI.



II
            Como modelo operacional desde donde hacer emerger un sentido alternativo a las lógicas que rigen la relación Kassel-Atenas, vertidas como no en la relación Alemania-Grecia que ha llenado las noticas económicas en la última década, muchos artistas han apostado por el “trayecto”, el que va de una ciudad a otra, como forma catártica capaz de remodelar el paisaje –económico, social y político– que ha mediado entre ambas naciones, haciendo de esta relación alternativa modelo ejemplar para las más variopintas cuestiones que asolan nuestro mundo.
Y la idea no es mala. Puede resultar inane, impotente, ridícula para las cuestiones que nos traemos entre manos o fracasada. Pero esos son calificativos que solo desde una querencia hacia una politización de la estética como en la que estamos sumidos pueden dejarse aflorar, siendo por el contrario la mínima resistencia, la comunicación interrumpida, la estética de la microhistoria, de la deriva, de la negación, del fracaso o la monumentalización de lo transitorio, moldes desde donde el arte, pensamos, es capaz de mostrar la impunidad de las lógicas de adiestramiento y burocratización en la que estamos sumidos. Como ejemplos puede citarse el trayecto de Nikhil Chopra (Kolkata, 1974), la obra Adonis de Sokol Beqiri (Peja, Kosovo, 1964), el Athens Ingot Project (Copper) de Dan Peterman (Minneapolis, 1960) o el traslado de la tienda de mármol de Rebecca Belmore (Upsala, Ontario, 1960).
                Pero ha habido una pieza que, aún tratándose de uno de estos casos de desplazamiento, deriva y trayecto, ha sido capaz de mostrar más que cualquiera de los anteriores ejemplos. Nos referimos a la obra de Roger Bernat (Barcelona, 1968) The Place of the Thing. Y si lo ha conseguido no ha sido por el potencial con que carga en sí misma de forma ontológica la obra sino, todo lo contrario, por toda esa serie de dispositivos e injerencias que hemos indicado más arriba la obra necesita para concretar su finalidad. Lo ha sido porque, en su trayecto, ha pulsado de manera tan poco atinada todos los resortes de la eficacia estética, ha resuelto tan mal la supuesta distancia estética, que ha sacado a la luz variadas y múltiples contradicciones. Lo ha sido porque, digámoslo de una vez, ha confiado tanto en el poder y capacidad del propio arte que ha terminado por desbarrar de la forma más tragicómica posible.
¿Paradoja de que sea en el equívoco de una sobrepujanza de las condiciones del arte donde se resuelva de manera efectiva el entuerto de mostrar las contradicciones tanto del sistema capitalista como del arte? Quizá. Pero ahí es donde hemos de movernos para, en el trabajo de la crítica, no nos quedemos en la cómica valoración de obras o en la pamema de una adjetivación que no hace sino seguir la bola a la impotencia del arte.



            III
La obra alude a la noción de Thingplatz, recintos abiertos que imitaban por una parte a los cosos primitivos donde los guerreros germanos se reunían y por otra a los anfiteatros griegos, y de Thingspeil, forma de entretenimiento teatralizado en la época nazi, realizado en los Thingplatz, donde a través de movimientos perfectamente organizados de sincronización y simetría la comunidad sentía la llamada personal a vivir épica y míticamente su nacionalidad, identidad y raza, y donde la audiencia era al mismo tiempo el autor y el espectador, creándose así una realidad teatralizada, el formateo de una virtualidad que tomaba la forma de lo real.
Como el propio Bernat escribe en un texto alojado en su página web, “hoy en día, como parte del desdoblamiento definitivo del capitalismo espectacular, el Nazi Thingspiel ha llegado a ser una pálida profecía de todas las variadas clases de ‘gimnasias del consenso’ que el siglo XXI ha proporcionado a las masas de consumidores, todas ellas basadas en la estratégica superposición de lo político, lo cultural y lo religioso”. Y continúa poniendo algunos ejemplos: funerales, deportes de grandes estadios, liturgias culturales, el misticismo del fitness o las mismas redes sociales.
Dicho todo esto, la obra de Bernat pretendía reactualizar el Thingspiel nazi de acuerdo a un nuevo proceso de resemantización de una cosa, en este caso una copia de una piedra de mármol –la “piedra de los juramentos” frente a la que se inició el juicio a Sócrates en el 399 a. C.– que, después de recorrer varios colectivos atenienses, sería llevado a Kassel y enterrado en la Thingspaltz que hay parece ser a las afueras. En el camino la falsa piedra devendría ofrenda diplomática, regalo arqueológico, pieza de arte contemporáneo, monumento, etc. En definitiva: pasaría de ser una inexpresiva piedra a ser un objeto digno de atención cultural, cargado con todas las significaciones que haya atesorado a lo largo de su periplo.
Ni que decir tiene que el proceso alude a la generación de consensos e identidades, a la lógica del don y la acogida que cimiento toda sociedad, al carácter siempre fetichista del arte que no puede dejar de funcionar como transacción de valor. La piedra, en su traslado, mostraría la pluralidad de tensiones que modelan la sociedad, haría “visible” el pacto ficcional con el que la colectividad se con-forma. Sería, el devenir de la obra de simple fake a estar recargado semántica y simbólicamente, la teatrificación de las fuerzas sociales que nos configuran, la promulgación de una verdad que es simplemente construida en tanto que ficción y recorte del espacio de las competencias. Las resonancias van en amento ya que la palabra alemana Thing es el origen del thing inglés, es decir: de la cosa, algo que puede ser continuamente desplazado en su significado, renombrada, re-fetichizada, siempre que haya un suficiente consenso para hacerlo.
Si según queda apuntado en la propia web de la Documenta, para Bernat la “democracia no es solo una forma de gobierno sino una manera de representar la realidad”, las travesía de la piedra, de Kassel a Atenas y entre las propias asociaciones atenienses, prefigurarían el tensionado de una dinámica de fuerzas para la que el propio traslado de la piedra sería huella y traza, efecto representacional preciso de la realidad en la que nos movemos. Igual que el Thingspiel nazi muestra la lógica de las sensibilidades y al jerarquización precisa de ciertos valores que da forma a la sociedad nazi, el traslado de la piedra tendría el mismo efecto de expresión y delineado de nuestras fuerzas, valores y sensibilidades.
El propio artista concluye muy bien el texto al que nos referimos dando, por una parte, cabida al propio fracaso de la pieza –al hecho de que no motive nada más que indiferencia y ningún tipo de participación– y, por otra parte, apuntando que no serán verdades o historias lo que la piedra llevará a Kassel sino “mitos y cuentos, fantasmas y mentiras”.  Y es que Bernat parece conocer bien la noción de historia que fue válida hasta Aristóteles: el hecho de que es la poética quien da forma a la historia: lo contradictorio, lo irrepresentable, lo inútil, la desmedida, lo simulado, es lo que va tejiendo la historia en tanto que acontecimiento. Si el traslado de la piedra quiere ser un acontecimiento es solo tomando la poética –en su general desmedida– como puede, hubiera podido, conseguirlo.

Indicaciones del Thingplatz a las afueras de Kassel


IV
Pero el problema empieza justo donde termina los buenos propósitos –estéticos y teóricos– de la obra porque, y aunque parece ser que estaba previsto por el artista, la piedra fue robada por un colectivo LGBTQI de refugiados, desplegándose entonces y sólo entonces una serie de momentos paradójicos entre el hacer dentro de las coordenadas más o menos seguras del arte –un arte que ha de guardar siempre, para bien o para mal, un aliento de autonomía– y su operar en la frontera difusa donde se abre al territorio del no-arte. Si como dijo Rancière lo interesante del arte sucede cuando entra en contacto con el no-arte, el robo ha motivado una serie de momentos, sobre todo a raíz de la incomprensión de la que ha hecho gala el artista, dignos de tenerse en cuenta.
El robo de la pieza, en tanto que exceso al que el arte –deudor de ese cierto nivel de autonomía con el que ha de cargar al menos para ser contextualizado dentro de un determinado régimen de realidad– no puede hacer frente, dejó al descubierto la incapacidad del arte, la necesidad que tiene de cubrirse las espaldas, de dar una de cal y una de arena, de ser, en definitiva, un agente doble que trabaja para ambos bandos. Y si así ha de ser para ser fiel a ese double bind que supone por una parte incidir en la realidad y por otra parte ser fiel a los dictados estéticos de la “finalidad sin fin” y de la disyunción y suspensión en cuanto a metas y propósitos, no es menos cierto, por otra parte, que es necesario concretar los centros neurológicos de este conjunto de paradojas para comprobar cómo sismógrafos el momento efectivo en el que se encuentra el arte contemporáneo.
El error se encuentra, a nuestro juicio, en el punto 3 del escrito que el artista ha alojado en su web como precisa contestación a los hechos. “Sabíamos desde el principio que la piedra podría ser robada, y de alguna manera era parte del propósito general del proyecto el ser secuestrada o incluso destruida”, apunta con acierto. Pero a continuación tira todo por la borda: “esa es por lo que decidimos tener dos copias más”. Si el arte ha de mantenerse fiel a su capacidad –mínima– de mostrar las paradojas y contradicciones del sistema, el zafarse de la suspensión estética vía proponiendo otras dos piezas nos parece una de las cosas más incomprensibles que un artista haya podido hacer. Incomprensible, decimos, porque deja claro que el artista no comprende los mecanismos de cuestionamiento del propio arte y porque deja dicho que su propósito es hacer triunfar al arte caiga quien caiga, que todo el tinglado del trayecto no es sino una pamema circense porque al final todo será reconducido dentro del arte, asimilado a una distancia determinada, concreta, validada por todo un sistema que no tiene problema en saludar y dar la bienvenida a cierta disidencia.  Si en palabras al El Cultural apuntó que "lo único que está decidido de antemano es el lugar de salida, porque la piedra, desde hace miles de años, está en el ágora ateniense", de los últimos acontecimientos solo se puede deducir su falsedad. El error de Bernat ha sido no haber tenido los arrojos de, habiéndoselo puesto en bandeja, mantener su piedra en la indecibilidad que se merecía, de haberla consignado dentro de un destino bien diferente al que se le tenía asegurado –dentro de la institución-arte– desde un principio.   
Pero la cosa ya toma tintes macabros en el punto 5: “¿pensáis que si nosotros o Documenta hubiéramos pensado que la piedra tiene algún valor en sí mismo, hubiera sido entregada tan fácilmente y sin garantías a cualquier colectivo que lo pida?” Lo dicho: el artista tira la piedra y esconde la mano. O, mejor dicho, pretende nadar y guardar la ropa. Deja al arte en su suspensión metodológica pero en cuanto el efecto se sale de las coordenadas de lo apropiado para el propio arte, aparece la mano dictadora e inquisitorial. 


Falla de nuevo al apuntar que si el colectivo en cuestión quiere atacar al “establishment” debería de haber ido al EMST y haber, allí mismo, perpetrado un robo de una obra de arte REAL, enfatiza. Nada más lejos de la realidad: es solo el operar en la frontera del arte, ahí donde lo autónomo y lo heterónomo se conjugan, lo que puede de alguna manera aunque a largo plazo incidir en la noción de arte. El “ataque” al arte plenamente autónomo, reconocido como tal e ingresado en lo mausolítico del museo no tiene mayor recorrido que aquel que le lleva directo a la prisión. Si un artista no comprende estos mecanismos de validación, hegemonía y excepcionalidad que solo tiene el arte ya ínsito dentro de lo aprobado pero que aún está en ciernes en su propia obra es que, contra lo que cabía esperar, no ha entendido la profundidad con que contaba su obra ni mucho menos el momento de despliegue dialéctico del destino del arte
Con lo que sí que estamos de acuerdo es cuando apunta que “Gracias a los refugiados LGBTQI el proyecto ha adquirido una mayor visibilidad de lo que nunca lo había hecho”. Pero, claro está, no a través de esa ristra de puyas con que colma una carta publicada en contraindicaciones.net y en esferapublica.org donde zanja el asunto basculando hacia la visibilidad que el colectivo ha logrado: “¿cómo queréis ser mencionados en el programa de Kassel? Ojala podamos ver lo más pronto posible vuestra acción y las fotografía de ello en la web”. Ha adquirido mayor visibilidad pero no a costa del supuesto morbo –casi nulo– que pueda desatar el robo de una obra de arte de tal calibre sino porque ha evidenciado que el rey iba desnudo, que la deriva de la piedra era solo una pamema para hacer ingresar más tarde la piedra en el sacrosanto recinto de Kassel –y ahí está, en la Neue Neue Galerie– con todo el boato que el propio arte en una época de desprestigio aún se esfuerza en mantener.
Y para acabar: “si robar una piedra falsa porque pensáis que simboliza algo o tiene algún valor es la única acción política de la que sois capaces, quizá deberíais chequear vuestra agenda política o vuestros parámetros artísticos”, sentencia Bernat en tono más bien cínico. Pero se le podrían devolver con mayor dosis de realidad: si humildemente hubiese respondido a la Documenta que la piedra simplemente, en su quedar en suspenso respecto a sus propósitos y metas, se había perdido o había sido robada, que había tomado una deriva que lo hacía incapaz de ser reconducida a la institución-arte, hubiera de ese modo puesto el dedo en la yaga, hubiese mostrado la distancia estética que el propio arte ha de mantener con sus juegos políticos, nos hubiese enseñado que aunque la sobrepujanza de sus pretensiones va en la honda de querer auparnos a un estadio de emancipación superior, el arte –todo el arte que se muestra en la Documenta– queda referido a una reconducción programática, a un pastoreo institucionalizado de su efectos.
El robo no suponía sino una inversión en todo el planteamiento de un arte que no puede dejar de estar institucionalizado, de estar referido a una medida determinada respecto a esa realidad en la que trata inútilmente de incidir: el robo no suponía sino la obra maestra de esta Documenta, la concreción del estado de deriva del propio sistema democrático y social en el que estamos insertos. Pero todo esto el artista no lo vio. Quizá, lo más seguro porque no pudo, porque al fin y al cabo el poder ideológico del sistema-arte nos hace estar continuamente persiguiendo no los sueños del arte sino los nuestros, vernos reconocidos, rubricada nuestra firma de algún evento: queremos llegar a ser alguien sin entender que el arte solo trabaja con los que no son nadie.

martes, 11 de julio de 2017

DYLAN AND THE DEAD: TREINTA AÑOS DEL INICIO DEL PRINCIPIO DEL FINAL


“A veces oyes hablar del glamour de las giras (…) pero eso lo dejas atrás muy rápido. En muchos aspectos no es tan distinto de levantarse para ir a trabajar todas las mañanas. De todas formas, o eres un músico o no lo eres. Eso no se me ocurrió hasta que hicimos esos conciertos con los Grateful Dead. Si solo sales cada tres años más o menos, como lo hice yo durante un tiempo, pierdes el contacto. Si vas a ser un  intérprete, tienes que hacerlo con todas tus fuerzas”.
Dylan a Robert Hilburn de The Angeles Times, al acabar un concierto en 1991.

Antes de que Dylan ganase el Nobel o el Óscar, antes de que fuese reconocido con Legiones de Honor, Príncipes de Asturias u Honoris Causa, antes incluso de que diese comienzo su Never Ending Tour o que crease la joya Time Out of Mind, Dylan llegó, al menos por una noche, a no ser nada. Seguro que entra dentro del mito, pero dicen que viendo lo que Grateful Dead le tenía preparado para los ensayos previos a la minigira del 87, Dylan salió despavorido refugiándose en un local de jazz de San Rafael, California, donde un triste cantante de jazz cantaba sus tristes canciones.
            Todo parece que empezó en el verano del 86, en los backstages de los conciertos de Estados Unidos con Tom Petty. Allí Jerry García empezó a ser un asiduo, manteniendo largas conversaciones con Dylan acerca de música e influencias.  Ante la invitación del líder de los Dead a que se sumase a una gira que iban a hacer al verano siguiente Dylan debió de pensar que nada podía ir ya tan mal como para terminar de arruinar su carrera, lo poco que quedaba ya de futuro para una carrera que había pasado del todo a rozar la nada. Así pues, aceptó despidiéndose hasta nuevo aviso.
Y ha decir verdad que las cosas iban calamitosamente mal. Desde el 82 hasta aquel verano del 87 Dylan había estado parado, sin más giras que las seis semanas del tour del 84 (la primera vez que vino a España) y otra seis en el 86 con Petty en la gira True Confessions. Y lo cierto es que esos en total 88 conciertos era lo único que se podía salvar de discos tan flojos como Empire Burlesque o Knocked Out Loaded y de bolos tan aciagos como el del 13 de julio del 85 donde con medio planeta viendo el Live Aid Dylan salió a escena en estado comatoso con Ron Wood y Keith Richards en estado más comatoso aún. Entre medias, cosas tan aciagas como la película Hearts of fire solo podían hacer subrayar el declive.


            Pero lo cierto es que Dylan andaba buscando alguna conexión, algo que le hiciese rememorar las razones por las que se había dedicado a cantar durante tanto tiempo. Pero no las encontraba. Como noqueado, iba de aquí para allá buscando, como diría su amigo Ginsberg, una “primigenia conexión celestial con la estrellada dinamo de la maquinaria de la noche”. En la primavera de aquel año, al tiempo que daba forma al paupérrimo disco Down in the Groove, Dylan participó en varios bolos y en los discos de algunos otros como por ejemplo el Rattle and Hum de U2. Según comentó, en ellos veía esa conexión con una determinada música, unas mismas raíces. Pero por mucho que lo intentaba las ocasiones cada vez eran menos y el hundimiento era tan generalizado que, según el mismo confesó tiempo después, sintió que “había llegado, en cierta forma, al final del camino. Tenía pensado retirarme”.
Y es ahí cuando sin otro horizonte más allá que el ir progresivamente desconectándose de todo aquello que le había encumbrado, desafectándose de todo un enjambre de conexiones musicales y vitales que habían hecho de él un artista fundamental para entender la segunda mitad del siglo XX, Dylan recibe la llamada de García para sumarse a un par de conciertos de la mítica banda californiana. Y es ahí donde comienza una extraña jugada maestra del destino para volver a poner a Dylan en la senda de la carretera. Y esta vez para siempre.
Con la idea de ensayar un par de canciones, Dylan acude a la cita en el Club Front San Rafael sin mucha mayor perspectiva que el seguir dejándose ir. Pero, sin embargo, los Dead estaban deseosos de tocar todo el cancionero del de Minessota. Tanto las más conocidas como las menos, los himnos generacionales y las que mecían olvidadas en el fondo de cualquier disco. El impacto fue brutal: Dylan se encontraba tan alejado de sus propias canciones que no podía enfrentarse a ellas. “Si hubiese sabido esto al empezar, no hubiese cogido las fechas”, apunta en Chronicles. Así que, después de un primer conato de ensayo, decide marcharse sin darse muchas explicaciones.
Y es ahí, de acuerdo siempre con el halo mitológico que recubre la vida y obra de Dylan, que acede a la epifanía definitiva: un cantante canta, un intérprete interpreta canciones. No hay más. “(El cantante) estaba relajado pero cantaba con un poder natural. De repente y sin aviso, fue como si el tipo tuviese una ventana abierta a mi alma. Era como si estuviese diciendo ‘Deberías hacerlo de esta manera’. De repente, comprendí algo mucho más rápido de lo que nunca antes lo había hecho” (escribe en sus Chronicles). Es decir, no hay música más allá de su interpretación y esa fina y delgada línea que la une con un origen, con un compromiso, con una raíz; se canta, se interpreta porque hay una poderosa razón para hacerlo, un compromiso con ellas y contigo mismo, un lugar al que volver y que rememorar, una implicación entre personas, gestos, historias, lugares y tiempos.


En algunas ruedas de prensa dadas más tarde el propio Dylan relata lo sucedido pero sin entrar en demasiados detalles: “En la época de aquella gira ni siquiera podía cantar mis propias canciones”, para añadir que “tocar con los Dead me enseñó a mirar el interior de esas canciones que yo cantaba (…). Me costaba captar su significado, aunque a los Dead no”. Oyendo los conciertos y los ensayos bien puede decirse que no es del todo cierto o que la menos no es toda la verdad. Oyendo lo mal que sonaban, lo arrastrado del fraseo dylaniano, las entradas a destiempo y el dejar yéndose la canción como un globo desinflándose, no creemos que la razón del resurgir esté sin más en la fuerza entrópica y ligérsica de los Dead. Pero tampoco es mentira: los Grateful Dead, con su modo de operar como una gran familia y con unos seguidores fieles hasta el final, fue la escuela perfecta donde Dylan terminó de aprender todo lo que había desaprendido. Y de eso, como el propio Dylan ha apuntado varias veces, Jerry García tuvo mucha culpa: “para mí no fue solo un músico y un amigo; fue en realidad como un hermano mayor  que me enseñó y me mostró más que lo que él mismo llegó a saber”, declaró tras la muerte del carismático líder.  
Aunque la gira con los Dead fue un desastre (“fascinante por las expectativas que plantea y frustrante por la forma con que sigue perdiendo la marca”, decía la crónica de Rolling Stone con ocasión de la publicación del disco Dylan & The Dead) a partir de ahí todo cambió. Terminó en el otoño su gira con Tom Petty and the Heartbreakers y después llamó a su agente para que le programase una media de doscientos conciertos por año, dando comienzo a la Never Ending Tour. A partir de ahí Dylan se reencontró con sus canciones, siendo ahora capaz de cambiar el setlist de concierto en concierto, de modificar los arreglos de gira en gira, de sentirse, otra vez, cantante.
Pero la moraleja de esta historia no puede quedar aquí. La moraleja apunta a aquel que sin llenar estadios, sin ser famoso ni reconocido, sin ser saludado con los vítores de quien removió conciencias o cambió la música popular para siempre, lo sabía todo: ese viejo cantante de jazz que reveló a Dylan la verdad intrínseca al ser humano y al artista. Que no hay ídolos ni mitos, que simplemente cada uno debe hacer lo que debe hacer, que el mundo está hecho de compromisos y fidelidades, para consigo mismo y para demás. Que si se hace así no hay mucha diferencia entre aquel que coge todas las mañanas un autobús para ir a trabajar y aquel que coge otro autobús para llegar a la siguiente ciudad y cantar allí, en un estadio, polideportivo, festival, en las fiestas del condado o, como ha llegado a hacer Dylan, en la feria de ganado de la comarca. Es una verdad incómoda –pues nos sigue molando la fascinación del genio– pero es la única manera. En el cantante de jazz,  y no en Dylan, está la lección: que la vida trata de, hagamos lo que hagamos, “cargar”, de día en día, de ciudad en ciudad, con nuestra verdad. 

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