BILL
VIOLA: RETROSPECTIVA
GUGGENHEIM
BILBAO: 30/06/17-09/11/17
(artículo original en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Bill-Viola.html)
El
Guggenheim de Bilbao celebra sus veinte años con una exposición de las grandes:
una retrospectiva de Bill
Viola (Nueva York, 1951). A través de 27 proyectos que resumen los cuarenta años de
su vida artística, desde ‘Cuatro
canciones’ de 1976 hasta ‘Nacimiento invertido’ de 2014, la exposición recorre
los principales hitos de este gran artista estadounidense, pudiendo el
espectador comprender en toda su profundidad los cambios de temática, interés y
tecnología por él realizados a través de los años. Estos cambios aluden a una
doble problemática: la relación, por una parte, con el propio desarrollo de la
tecnología y, por otra parte, a comprender como este desarrollo no evade las
grandes cuestiones de la humanidad sino que por el contrario es capaz de
replantearlas con mayor agudeza, profundidad y dramatismo. En definitiva, un
artista genial que tiene al ser humano en el centro de sus investigaciones.
Artista de lo espiritual, anacoreta de
un mundo del arte diezmado por lo superficial, embaucador –quizá– de
sentimientos y sensibilidades. Pero también pionero del videoarte, artista
capaz de desplegar el tiempo interior de las imágenes en una duración a veces
fenomenológica y a veces mediática. Todo eso y más, mucho más, cabe decir de Bill Viola. Y es que no es fácil hablar
ni de él ni de su trabajo. Su labor como artista contemporáneo se sale de modo
tan radical del patrón “arte contemporáneo” que uno duda a veces de las razones
de por qué ha llegado a ser considerado no solo como un gran artista sino como
uno de los artistas fundamentales de nuestro tiempo.
Tal paradoja –la de ser un artista
contemporáneo muy poco contemporáneo– se sustenta en un equívoco del que no
somos en modo alguno inocentes: “todo arte es arte contemporáneo”, señaló
apenas hace tres años cuando vino a España a presentar una exposición en la
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Y es que nos empeñamos en
considerar “arte contemporáneo” a una etiqueta epocal dentro de la linealidad
de la historia del arte –arte contemporáneo como aquel que va después del arte
moderno y antes de quizá, quien sabe cómo llamarlo, el arte post-contemporáneo–
cuando, nada más lejos de la realidad, arte contemporáneo sería aquel que
mantiene una tensión heterocrónica con su propio tiempo, una capacidad de
diálogo y apertura a un tiempo-otro, donde toda presencia y representatividad
remite a una alteridad, a un ser-otro, a una diferencia inscrita en la propia
presencia de lo representado. Siendo esto así, el bueno de Viola tiene mucha razón: contemporáneo es, o al menos puede llegar
a serlo, el arte de cualquier época, no siendo por ello menos cierto que es
precisamente el arte actual el que más fielmente se pliega al designio de lo
contemporáneo debido, principalmente, a la capacidad de mezcla de
temporalidades que posee la tecnología.
El problema –¡bendito problema!– es que
en esta labor diacrónica de conjugar temporalidades, en lugar de tratar de
dinamitar el futuro o de echar la vista atrás con el ánimo de reconfigurar el
sentido de la historia reciente (la cuestión de las víctimas como núcleo de
todo el siglo XX), Viola se va
atrás, muy atrás, demasiado atrás, hasta los maestros del Renacimiento y del
Barroco. Quizá sea ahí donde radica su éxito de público –300000 visitantes en
su última gran exposición, la de 2014 en el Grand Palais de París– y dónde,
radica la potencia de su arte: en hilar una continuidad con las grandes preocupaciones
del hombre y en hacernos ver una continuidad entre las diversas epocalidades
del arte, haciendo del arte una llamada al hombre en su totalidad, al hombre de
todo tiempo y lugar.
En cualquier caso, esta querencia suya
ha reactualizar imágenes del pasado, esta confianza en que todo arte es
contemporáneo (es decir, todo arte tiene la capacidad de lidiar con su tiempo-otro)
hacen de él un artista, en el mejor sentido de la palabra, anacrónico. En el
mejor sentido, decimos, pues no supone merma de ningún tipo en su trabajo sino
que, como sostiene Didi-Huberman, “el
anacronismo, en una primera aproximación, sería así el modo de expresar la
exuberancia, la complejidad, la sobredeterminación de las imágenes”. Y es que
esa es la asombrosa capacidad de Bill
Viola: no se trata de una reactualización sino de un sensor de
temporalidades, de una arqueología de lo visual, de concatenar cada imagen en
una trabazón epistémica que nos supere por elevación, que nos muestre el exceso
iracundo de toda imagen, la pluralidad de tiempos interconectados donde la
imagen se sustenta.
Es, precisamente, ese exceso el que
condensa Viola en sus obras. Un
exceso de visibilidad donde, presumiblemente, hay muy poco que ver lo que
remite, según las interpretaciones más regias, a cierto grado de espiritualidad
o de trascendencia pero que se quedan –afortunadamente– un escalón antes: ahí
donde la humanidad fragua sus experiencias más arrebatadoras, ahí donde el
hombre es desbordado por unos sentimientos que le suyugan de forma tan íntima
que le exceden. Si toda imagen es promesa de duración, enfrentándose a ellas el
hombre descubre la finitud de su tiempo, la incapacidad de insertarse en una
lógica de sentido pues siempre hay una memoria nómada, movediza y excesiva que
lo precede y lo circunscribe a la finitud del “aquí y ahora”. Si toda imagen es
mezcolanza heterocrónica, enfrentándonos a ellas nos protegemos de la muerte: “La
historia de la mirada, añade Régis
Debray, tal vez no es sino un capítulo, un anexo de la historia de la muere
en Occidente”.
Pero no todo en el trabajo de Viola ha tenido la seguridad de lidiar
con ese exceso anacrónico que destilan las imágenes, de hacer supurar emociones
y sentimientos casi ya fagocitados de la faz de la tierra. Dice él mismo que
todo se desencadenó a raíz de la muerte de su madre en 1991 y, nueve meses
después, del nacimiento de uno de sus hijos. Vida y muerte, tocados tan cerca,
sirvieron de disparadero para hacer entrar al artista estadounidense en una
nueva relación con las imágenes y su tiempo. Si hasta entonces su trabajo podía
comprenderse como inmanente al propio operar de la imagen, después fue ese mismo
tiempo pero vinculado extrínsecamente, de una imagen a otra, lo que centró sus
investigaciones estéticas. Si antes el tiempo manaba desde el propio núcleo de
la imagen para volver a sí mismo y así poder reflexionar sobre el estatuto
ontológico de la propia imagen y del arte, después fue ese mismo tiempo pero
volcado hacia el afuera, ese tiempo que nos excede y nos apela, lo que trató de
desarrollar.
¿Cómo logra esto? Insertando en sus
imágenes una doble temporalidad. Una que podríamos llamar temporalidad
horizontal y que es la propia de la imagen-tiempo. Esta sería la temporalidad
que es pensada en sus primeras obras de análisis de las imágenes y cuyo cénit
se alcanza en The Reflecting Pool (1977-79) y que en obras más pictóricas como Emergence (2002) se consigue a través de una cámara super lenta
capaz de percibir el parsimonioso movimiento de la quietud. La otra
temporalidad sería más bien vertical y podría comprenderse como una serie
infinita de punctum por donde la
imagen se desvanecería de su presentabilidad, forzando a convenir en una
metáfora, un sentimiento, una fractura en la propia lógica visual de la imagen.
Esto se consigue con la irrupción en la imagen del agua y del fuego, elementos
que para Viola remiten al nacimiento
y la muerte, a la toma de conciencia de cada humana de su situación de finitud
en el cosmos.
En este sentido, es en el entrecruzamiento de ambas
temporalidades –¿quizá Cronos y Aión?– donde surge la imagen evanescente, la
doble imagen-tiempo, la imagen quemada o ahogada, la imagen superada por la
propia temporalidad que en forma de duración y memoria nos excede. Y es ahí,
entonces, donde surge la pregunta que Viola plantea al espectador: ¿qué tiempo
es el nuestro?, ¿y qué duración?, ¿de qué memoria disponemos, la del ya-sido o
la del aún-no?
Quizá en este punto cabría referirnos a
un defecto endémico al conjunto de su propia obra que ha de comprenderse como
el envés de los logros –y éxitos– cosechados. Y es que en este salirse de la
imagen de su propia inmanencia, en este ex-tasiarse de la imagen con el fin de
que circunscriba al ser humano en toda su fáctica complejidad, Viola no tiene más remedio que fajarse
con lo sublime como epicentro de los efectos y sensibilidades desencadenados
por la contemplación de sus obras.
Se trata de un sublime que conecta con
los románticos y la tradición inaugurada por Burke y Kant: sentimiento
de lo sublime como arrebato paradójico que sufre el sujeto afectándole de una
contradicción mezcla de gozo y de dolor, de pena y placer y que lo remite a la
afección melancólica. Placer por una parte ante el poder de la razón que se
trasciende y dolor, por otra parte, ante la insuficiencia de la imaginación y
sensibilidad para darle forma y la aspiración siempre frustrada de
representación de algo no-representable, de conceptualización de un sentimiento
que arrebata y subyuga.
Teniendo en cuenta estas rápidas
consideraciones, está claro que Viola
busca reconectar al sujeto con el cosmos, de hacerle nuevamente merecedor de atesorar
en su interior las grandes preguntas que parecen silenciadas, precisamente, por
el ahogo de experiencias que produce un mundo saturado de imágenes. Es en la
contemplación de sus imágenes, subyugado por el entramado de una doble
temporalidad que excede todo tiempo y toda contemplación donde Viola hace
surgir la pregunta por la propia existencia del sujeto.
¿Trampa o genialidad?, ¿truco o maestro
de las potencialidades de la tecnología? Quizá ni lo uno ni lo otro, o a veces
una cosa y al mismo tiempo la otra. Pero quizá también, que en ese concatenado
de anacronismo y sublimidad, lo suyo no sea sino un dar (la) voz a aquellos
artistas del Barroco para que vuelvan a tomar la palabra: para que nos repitan
que el reflejo de toda imagen no es sino nuestra propia facies hipocrática, la máscara de nuestra defunción.
En definitiva, son muchos los vectores
que laceran las obras de Viola,
muchos los tensores que hacen reverberar la obra en multitud de ecos, hacia el
pasado y hacia el futuro. Son muchos, en definitiva, los tiempos, interiores y
exteriores, que habitan en sus imágenes. Amenazan con desgarrar a la imagen y,
al mismo tiempo, con replegarla sobre esa temporalidad mínima sobre la que se
desarrollan. Aquí solo hemos querido profundizar en dos de ellos –anacronía y
sublimidad– con el fin de comprender la complejidad de una obra como la del
maestro Bill Viola, apuntalada sobre
la idea de que la imagen, lejos de
ser en un primer momento de su desarrollo la representación de algo ausente que
toma presencia, lejos también, a través del imperio dogmático de la tecnología,
de quedar reducido al reino de la hiper-presentabilidad de lo ya-dado, es un
dispositivo de interconexión de temporalidades en fuga, es un sensor de
diacronías y anacronías, un conductor de una forma de conocimiento que,
curiosamente, no se fía solo de lo que ve.