Crítico con gabardina visto por detrás.
BIENAL DE LYON: ENTRE-TEMPS… BRUSQUEMENT, ET ENSUITE (hasta 05/01/14)
“¿Cómo podemos vivir juntos los que no podemos cantar ni contar juntos, los que no tenemos tierra ni mundo, ni pueblo ni raza, ni cultura de origen?”
José Luis Pardo
“Entre-temps... Brusquement, Et ensuite”. O, lo que es lo mismo, entre tanto…, de repente y después. Un título para una bienal que hurga en los modos y maneras que tenemos de contar –de contarnos- historias; un título que, con esos puntos suspensivos entremedias, quieren remitirnos al tiempo como instancia privilegiada de estudio, a la heterogeneidad de temporalidades de la que actualmente hacemos emerger nuestras historias.
En esta Bienal de Lyon pueden verse la obra de 52 artistas que, con variedad de formatos y técnicas, establecen las coordenadas de la narración ficcional en este tiempo epilogal nuestro. En ese vislumbrar lo invisible desde donde el arte se entiende a sí mismo sin dificultad, los recitados en busca de la primigenia conexión entre fragmentos gana por goleada: es decir, la obra como lectura parcial solo completada por un espectador que, más perdido que otra cosa, busca algo a lo que agarrarse. En definitiva, y como gesto político casi infinito, el arte como narración de lo fronterizo, de lo otro, lo diferente, lo olvidado: desde la mujer hasta lo colonial, desde la esclavitud hasta lo virtual como antesala de una realidad panóptica.
Como en el fondo sabemos que lo que mola es dar nombre, ahí van unos cuantos: Tavares Strachan (Bahamas, 1975) con un historia olvidada: la de la cosmonauta Sally Ride; Jonathas de Andrade (Brasil, 1982) y la historia de la producción de unos famosos bombones brasileños; Aleksandra Domanovic y una sutil y potente forma de narrar desde el mismísimo exterior; Peter Wächtler (Alemania, 1979) con una reactualización animada del esperando a Godot; Laure Provost (Francia, 1976) recontextualizando a Kafka y la metamorfosis; Gustavo Speridiao (Brasil, 1978) y su otra historia del arte; Ryan Tecartin y Lizzie Fitch (Estados unidos, 1981) en una fantástica instalación donde se proyecta la historia de su generación: imágenes captadas con teléfonos móviles, a medio camino entre la snuff-movie y la telerealidad, sitúan al espectador en un lugar conocido pero que, poco a poco, se vuelve cada vez más inusual, representando una realidad que conocemos como la nuestra pero que se nos hace extraña y siniestra. Ah, y, cómo no, la única representante española: Laide Lertxundi (Bilbao, 1981), de la que recientemente pudimos ver casi una integral en la Galería Marta Cervera, y de la cual nos reafirmamos en todo lo ya dicho.
El buho de Blade Runner contándonos su historia (Anna Lislegaard)
En el debe de una Bienal que cabe calificar como de bien medida y comedida, la presencia de Jeff Koons y de Yoko Ono que, se mire por donde se mire, se me escapa por completo su pertinencia.
Pero, como esto va de sacarle todo el jugo posible al arte (hasta dejarlo seco sequito), y como lo de listar nombres es una sandez como otra cualquiera, vayamos al lío:
No es ni mucho menos baladí que cuando estamos en la cuenta atrás para que la galaxia Gutemberg implosione dejándonos a los pies de otro momento estelar para la cultura, la institución-arte, desde este gran mirador que es la Bienal de Lyon, se interrogue acerca de los modos y maneras que tenemos –si es que nos queda alguno- de contarnos historias.
Y es que, como bien decimos, estamos en la lanzadera hacia otra era cultural: otro momento de esos en los que nuevos modos de producción y distribución revierten en nuevas construcciones sociales e identitarias. ¿O es al revés? Buena pregunta que no contestaremos de momento. Pero, para no divagar mucho, aquí viene otra: no ya el qué ni el cómo sino, ¿no será que nos estamos contando siempre la misma historia y no nos damos ni cuenta?
Premio para quien se haya dado cuenta que ambas preguntas son la misma: nuevas posibilidades técnicas, ¿crean nuevas narraciones?, ¿o es que, al contrario, nuevas necesidades de narración hacer pertinente el uso de nuevas técnicas? O, ¿no será una simple recodificación simbólica para encauzar la original narración en nuevas estructuras acordes a esa nueva técnica? Total y resumiendo: quien es antes, el huevo (la historia) o la gallina (la técnica que vehiculiza la narración).
La Pantera Rosa en plena faena (Bjarne Melgaard)
Como decimos puede parecer una pregunta insustancial pero, bien al contrario, es la pregunta nuclear de todo el asunto del arte y su lugar en la cultura ciber-ultramoderna de la actualidad. O dicho de otra manera: acierto total de una Bienal de Lyon que, pasado ya con mucho el euforismo bienalista del siglo pasado (ahora estamos en la multiplicación endoplasmática de refritos feriales), se está convirtiendo en uno de los pocos acontecimientos internacionales dignos de tenerse en cuenta.
Este asunto de las ficciones del arte y su íntima relación con la técnica nos viene heredado de la ya periclitada época de la reproducibilidad técnica de la imagen, allí donde Adorno y Benjamin reflexionaron acerca de las nuevas coordenadas y funciones para un arte desauratizado y masificado. Pero existe una radical diferencia: si en aquel momento la reflexión podía postular una salida, ahora ya no existe en modo alguno esa tal salida. El aspecto positivo de la técnica en Benjamin y el negativo de Adorno juegan, por así decirlo, en la misma liga: pensar las condiciones para una emancipación de la humanidad de las ya por aquel entonces tiránicas condiciones del capital.
Pero ahora al menos manejamos un dato más: que no hay salida. Emplazados en una panosfera videográfica mediatizada, la ideología no remite ya a una “falsa conciencia” sino a un régimen especular de apariencias donde las imágenes no quedan referidas a un régimen de producción técnico sino cibernético. Cómo dijo Brea, “la imagen electrónica fulge con el brillo breve de la mercancía, en su captura fatal de los flujos de deseo”. Si para Debord el espectáculo es la relación social entre imágenes, nuestra pantalla-global no es sino la mundalización del espectáculo.
Si lo de antes no era 'peluchismo', esto ya es indescriptible (Hannah Weinberger)
Así las cosas, en este régimen cibercapitalista, donde las imágenes centellean en una nada espectral, donde las imágenes dejan tras de sí la huella de una instante inasible y evanescente, ¿qué historias contarnos, qué ficciones proponer? En definitiva: cuando los mismos mundos de vida son apariencias, cuando los propios productos del arte son indiscernibles de los productos del capital, ¿para qué vale el arte?
Porque, seamos claros: siendo la realidad una construcción política, un emplazamiento de decisiones urdidas ideológicamente, el arte, o dispone del potencial suficiente para establecer nuevos baremos, o es perfectamente inútil. Es decir: no vale en absoluto con seguir siendo capaces de contar historias, sino que la historia contada debe de desequilibrar a esa ficción privilegiada llamada realidad.
Creemos que así, sin demasiado engolamiento, hemos dado respuesta a la primera pregunta: la novedad de una técnica, si no sirve a la posibilidad de un nuevo decir, no es sino la repetición depotenciada de un ya-dicho del cual no cabe esperar nada. Esto quiere decir que la prioridad siempre viene dada por la necesidad de nuevas urdimbres, de nuevas tramas que dispongan una reorganización novedosa en el espacio común; el protagonismo ha de ser siempre el de la posibilidad del arte de crear uno novedad disensual en la configuración de las sensibilidades del procomún. Dicho esto, no nos es desconocido que suelen ser las nuevas técnicas las más capaces de llevar esto a cabo, pero, claro está, sin olvidar su status de gregaria. En este sentido, la imagen no es nunca en primer lugar una manifestación de la propiedad de un cierto médium técnico, sino relaciones entre visibilidades, entre expectativas y potenciales. Es decir: la imagen es –ha de ser siempre– un dispositivo político de visibilidad.
No hay Bienal que se precie sin el momento estúpido de dejar pintar en las paredes.
Así las cosas, la pregunta para esta Bienal es más que pertinente: ¿qué capacidad tiene el arte para promover imágenes que sirvan como nexo narratorológico para crear historias disensuales, historias emplazadas en un nuevo decir abierto a lo porvenir? Porque, bien pudiera ser que, en esta época de globalización en red, no cupiera narrar historia alguna que no fuesen ya las administradas por el régimen mediático.
Es decir, si la realidad es ya devenida imagen, ¿puede el arte, las imágenes por él construidas, subvertir el régimen escópico de un capital para el que, instalado en la reproductibilidad cibernética, ya no hay zonas de invisibilidad? O dicho de otra manera, para un capital que siempre dice la primera y última palabra, ¿cabe la posibilidad de imágenes que digan lo otro?, ¿puede el arte crear imágenes desvinculantes pero, al mismo tiempo, comprendida como una operación de puesta en comunidad?
Porque es otra: toda narración ha de estar urdida en la trama conectiva que fundamente, crea y sostiene a la comunidad. Es decir, toda ficción narrativa ha de ser política, ha de ser comprendida como una jugada disruptiva con el consensual emplazamiento de la comunidad, tratando de reconfigurar los límites de lo fáctico donde se asienta dicha comunidad. Pero hete aquí que el arte se inserta en esta dificultad mayúscula a la que se enfrenta: ¿cómo crear narraciones que remitan a una comunidad cuya mayor característica es, precisamente, no tener narración alguna?, ¿cómo anudar y entretejer ficciones referidas a una comunidad de la que ya no cabe decir nada con sentido?
Emplazados en la era del individuo frente a la antaño era de la comunidad, el arte no puede ya entretejerse con narraciones metahistóricas, sino con esa microfísica de los acontecimientos que remiten a un pathos social rizomático e hiperfragmentado. Ya no hay historia, sino una pluralidad de microhistorias incapaces de atesorar a su alrededor una ergonomía social lo suficientemente poderosa como para crear lazo social. Así entonces, ¿cómo decir propiamente la historia de la comunidad?
Escultura al crepúsculo (Gabriela Fridriksdóttir)
Y es que somos supervivientes de una cultura en clara recesión y nuestra drama es que ya no hay lenguaje común, ya no hay molde narrativo con el poder contar el tamaño de nuestra experiencia; somos verdaderos últimos hombres de una época que, por mucho que lo intenta, no logra ni de lejos superar un nihilismo reactivo que se nos ha infiltrado hasta los tuétanos. Somos, queramos o no, los nuevos bárbaros.
Es en este punto donde, por ejemplo, bien pueden establecerse unas coordenadas desde la que comprender el uso y disfrute de las nuevas tecnologías. Porque, como establecimos antes, la internet, las redes sociales, todo ese tinglado cibernético, es concelebrado por muchos como la posibilidad caída del cielo de labrarse un futuro en esto del arte asimilando una praxis que no es sino un hacer lo mismo pero con otras herramientas (a new skin for the old ceremony). Y no: las nuevas tecnologías, en su rizomático dinamismo, en el tiempo-cero que atesora la imagen en su interior, en ser ahora ella misma –la imagen- un fluir de diferencias, una fluídica diferencial e inmanente capaz de absorber la totalidad del tiempo-ahora en cada instante, es el exponente perfecto desde el que cifrar la posibilidad para construir una nueva historia para una sociedad, la nuestra, sin lazo social alguno, sin historia original que la fundamente. Son las nuevas tecnologías las que, por fin, pueden articular una historia para esta comunidad sin historia. Es responsabilidad nuestra dar a estas tecnologías, como suele decirse desde la beatería del discernimiento moraloide, un buen uso.
Lo mismo que José Luis Pardo comenta que “no es que la gente ya no sepa contar cuentos porque se haya habituado a leer novelas, (…), es que la gente empieza a leer novelas porque ya no puede contar cuentos, porque las transformaciones de la experiencia propias de la era dorada de la burguesía sólo pueden ser narradas en esta nueva forma”, nosotros, los últimos hombres de esa cultura, somos ya incapaces de leer no por las sandeces que dicen nuestros políticos y tertulianos, sino porque nos sabemso ya todas las historias que pueden ser escritas. Esas historias refieren a una sociedad donde, aún en la exclusividad burguesa del ‘buen gusto, gusto individual y ególara, es aún posible establecer unas coordenadas para una comunidad: un mismo ritmo de tiempos, un mismo emplazamiento para los tiempos y las competencias.
De aquí sale una historia....(Dineo Seshee Bopape)
Pero aún así, la dificultad estética no se soluciona por arte de magia refiriéndolo a las utópicas posibilidades de las nuevas tecnologías. Se nos puede tachar de todo pero, inocentes, si que no somos. Por mucha capacidad que pueda tener la e-imagen para instalarse como dispositivo disruptivo, lo fundamental de esta época nuestra de supervivientes es que, se mire por donde se mire, nuestra experiencia no puede ser ya novelada (es decir, narrada, contada, representada, urdida, etc). Y, en esto como en todo, es el capital el que antes lo ha adivinado: la lógica capitalista está en prometernos una experiencia salvífica que nunca es tal, que, como fetiche, solo descansa en un quid pro quo ficcional y fantasmático. Así las cosas, nos mecemos en un océano de experiencias de entre las cuales ninguna es la que necesitamos. La cultura, después del alegato de la sospecha de Freud y Nietzsche, es eso: la entelequia por las que nuestras experiencias están teledirigidas hacia una nada evanescente, empujados hacia una casilla vacía desde la que poder lanzar nuestro siguiente –y eternamente frustrado- órdago.
Si hay experiencia postmoderna alguna es precisamente la de la angustia ante una infinidad de microexperiencias ninguna de las cuales es la que se nos ha dicho ser. De ahí esa pulsión por lo real tan de última hornada. Por muchos palos que le hayan dado Adorno tenía razón: no se puede escribir poesía después de Auschwitz pero no por cuestiones morales, sino porque con una Historia hecha girones, lo que es ya de modo alguno imposible es ofrecer ficciones capaces de articular nuevos sentidos. Es decir, ¿cómo desplazar el sentido, cómo deslizarlo, si propiamente no es ya, el sentido, sino una ficción en sí mismo?
La única posibilidad, vista ya hace tiempo, es postular un cortocircuito de temporalidades, una heterocronía de narraciones, y, al mismo tiempo, una desconexión en los fines, una disyunción entre los sentidos parciales. Es decir: atravesar la comunidad con una ficción siempre diferida, interrumpida en su desenlace, distorsionada en sus efectos más probables. De esta manera, el tiempo de la narración aparece no ya como una continuidad lineal de los apareceres, sino como una abrupta heterogeneidad, como el entre-temps, el brusquement y el ensuite que da título a la Bienal.
Por si alguien no se cree que Yoko Ono está en la bienal!!
El emplazamiento ficcional propuesto por el arte (o sea, dicho en cristiano, el narrar del arte) refiere no ya a una topología bien diseñada, ni a una utopía como apertura, sino a una heterotopía. Dicho topos es ahora y por definición paradójico: no es un decir consensuado en referencia al origen de un vínculo sino la pérdida precisamente de ese supuesto vínculo. Nosotros, los últimos hombres, los nuevos bárbaros, no tenemos ya vínculo alguno: el arte nos proporciona la mínima potencia que soportar para, aún en la diferencia de decires, apuntar a una nueva configuración disensual de nuestro procomún: ahí donde el libre juego de las afectividades puede apuntar a un sucedáneo de “sentido común” kantiano. Rancière lo dice muy bien en su fórmula “estar juntos estando separados”: somos referidos a un común como resultado de una dialéctica de la vibración entre un mismo-decir, un estar juntos como nosotros, y un decir unívoco y personal, un estar-separados de ese mismo sustrato social, ahí justo donde nos referimos al yo.
Así entonces, las historias redundan en un zigzag, en un zapping convulso de afectividades, de decires, de conexiones y desconexiones que en su desenvolvimiento construyen un sentido como sustracción, como disyunción, como envío desinteresado de efectos y contraefectos, de contradicciones en el tejido de lo sensible y de operaciones que abren nuevas coordenadas para lo visible y lo posible.
De esta manera, el número de historias que atraviesan una comunidad son casi infinitas: concretamente el resultante exponencial del conjunto total de nodos interelacionados. De entre todas ellas, solo pueden ser tenidas como arte aquellas que apunten a un afuera, aquellas que cifren su potencial en la posibilidad de salir de aquí. Claro que, y esto hay que tenerlo claro para –sobre todo- no engañarnos ni engañar al personal, salir de este aquí es imposible: no hay nada más ideológico que sopesar la posibilidad de una salida. Esto quiere decir que la práctica artística hay que realizarla desde el fracaso como estadio fundamental (de ahí la cada vez mayor profundidad de Bartleby como tótem de este arte de la fuga imposible) y que la tan cacareada influencia del arte en la vida real hay que ponerlo entre paréntesis: no es en absoluto claro que el éxito del arte radique en su capacidad de transformación de lo real (¿no será ese ‘afuera’ otra cosa que un espejismo ideológico?), sino, más bien, en mostrar ese afuera sin pretender nunca alcanzarlo.
La habitación propia como lucha racial (Lili Reynaud-Dewar)
Mostrar, señalar el afuera, pero siempre desde dentro, porque lo que está fuera, por definición, no puede ser dicho, no puede contarse, no puede ser más que experimentado. Wittgenstein tenía razón: si el mundo es todo lo que acontece, lo que no puede ser dicho es que no acontece, lo que es impensable. Pero, antes que él, Nietzsche: es el lenguaje el que determina nuestra visión de la realidad; si el modo de construcción lingüístico fuese otro, nosotros seríamos otros y otras nuestras historias.
Y ahí estamos nosotros, últimos hombres de un tiempo que no termina por llegar, epílogos de un decir que no deja de decir como papagayos una misma nada, un decir que dice justo lo que calla: que no hay modo de salir. Entonces, volviendo al principio, la respuesta es sí: siempre estamos contándonos la misma historia, la única que podemos contarnos. Sólo que dicha narración es infinita: siempre cabe la posibilidad de un nuevo decir que diga lo mismo peor de modo diferente, que señale y que arroje luz a una nueva porción de afuera que, aunque inasible, es lo que, en el fondo nos sostiene. Eso es el arte: mostrar un decir que no puede ser dicho sino únicamente señalado; establecer una nueva narración para definir mejor los límites de nuestro decir.