lunes, 31 de octubre de 2016

LA IMAGEN FANTASMA: TIEMPO Y MEMORIA


GHOSTS
GALERÍA MAX ESRELLA: 15/09/16-08/11/16
(texto original en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/Bill-Viola-Laurie-Anderson-Eugenio-Ampudia.html)

Hasta principios de noviembre puede verse en la galería Max Estrella de Madrid una exposición que, bajo el comisariado de Kathellen Forde y con el título de Ghosts, reúne a artistas como Bill Viola, Laurie Anderson o Eugenio Ampudia. Pero, más allá de la parafernalia de los nombres, la exposición es interesante porque permite reflexionar acerca del estatuto ontológico de la imagen; no ya una imagen producida sino una imagen evanescente, mera huella que desaparece apenas llega. Lo interesante de estas imágenes es el indicio que dejan una vez se vuelven ausentes: ¿dónde han ido? Es decir, y en cuanto que espectadores dentro de la imagen: ¿dónde vamos?
 
Dentro de la tradición occidental hay dos términos con los que poder referirnos a la imagen: imago y fantasma. Alberto Ruiz de Samaniego, en su libro Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, las define y diferencia del siguiente modo: “el término latino alude más bien a algo cósico, modelado o manufacturado. Mientras que el fantasma griego es sólo la concreción de una aparición. En este sentido, mucho más desmaterializado, apunta a una transformación de las cosas o de las personas o los fenómenos que los tiñe de una transparencia o un destello inéditos, y que les concede un suplemento o un resto extraño de realidad que al cabo va a ser lo base de su talante inhóspito”.
Es de esta segunda acepción, la griega, de lo que queremos hablar y de lo que trata –ya desde el título, Ghost– esta exposición de la galería Max Estrella. No las imágenes en cuanto que producidas sino referidas a su sesgo evanescente e inmanente, a su carácter de aparición y de exceso, ahí donde se dan las condiciones de, según la cita, trasparencia, suplemento y resto.
En lo fundamental, estas imágenes en cuanto que fantasmas no vienen en modo alguno a solaparse con un ámbito de la realidad. Es decir: no media en su aparecer ninguna lógica representacional, ni siquiera aquella que pudiera venir auspiciada por el ejercicio libre de la imaginación. Para estas imágenes no hay, nunca, una primera vez: no son apariciones sino reapariciones, figuras situadas ya en la senda de una huella, en el recorrido de un trazo donde ausencia y presencia remiten el uno al otro sin ser ninguno de los dos estado originario al que tender. En este sentido, es casi una futilidad el, como hace la hojita de sala, referirnos a Derrida: “la exposición gravita en torno a la idea del trazo de Jacques Derrida, o la huella que deja la ausencia. En el concepto de Derrida, todo presente lleva con él el trazo o el signo de la ausencia, cuestión que lo define”.


Sea como fuere, lo importante es comprender que el fantasma es la presencia/ausencia que testifica de una suspensión, de un suspense. El fantasma nos dice que, de poder, deberíamos vivir en un constante estado de excepción. Y es que, como señala también Ruiz de Samaniego, “la aparición del fantasma no viene más que a refrendar una diferencia –traumática, pero originaria– entre el hecho de ser y el hecho de existir. Desde esta perspectiva, la realidad existente está teñida de irrealidad, o de inconsistencia”.
Dicho de otra manera, el fantasma, su reaparecer, es quien nos dice que nuestra realidad no es completa. Y no simplemente porque medien las apariencias sino porque precisamente la dupla real/virtual, apariencia/realidad no llega para cubrir por completo la realidad. Siempre hay un nudo de abigarramiento, una diferencia no reducida, una repetición no reconducida a través de un forzar el encuentro traumático. En este sentido, si el fantasma nos angustia es porque nos dice aquello que no queremos oír: que siempre nos quedará un resto inasimilable, un nudo que, en caso de poder desanudar, haría que la realidad se fuera por el sumidero. De ahí que, como hemos dicho, la imagen fantasmal apunte a un exceso. La realidad, como señala Zizek en Arriesgar la imposible, es no-toda: y el fantasma reaparece en nuestra escena para que no lo olvidemos, para que recordemos que esto que llamamos realidad no es sino un queso de gruyer.
Pero no se trata solo de la realidad fáctica, del conjunto de lo dado como relación entre lo posible y lo imposible. Se trata también, y más aún si cabe, del mundo de la ética: el fantasma nos angustia porque nos advierte de que la ética como modo relacional no es suficiente. Ni el tomarse la justicia por su mano, ni la ley del talión ni siquiera tampoco la ley del amor fraterno y universal: por encima de todas estas “leyes” sobrevuela la ley que vincula al padre con el hijo. Es por ello que el fantasma siempre suele ser alguien de la familia que vuelve no para comunicarnos algo que se quedó en el tintero sino para que tengamos presente esta ley. El fantasma del padre de Hamlet es sintomático de esta relación.


El espectro solo le deja un mandato, un imperativo fundamental pero que, al tiempo, es justo lo radicalmente imposible para el hijo: “recuérdame” (I.v.91). Imposible porque no entrar en confrontación con la ley del padre, con la venganza que su memoria siempre clama, es no devenir hijo, no es ser nada, es ‘no ser’. Pero por el contrario hacer caso al padre es cometer asesinato: más aún, llenar la escena de cadáveres. Esa es la duda de Hamlet: ser o no ser, cumplir la promesa del padre o no hacerlo. ‘Ser’ es cumplir la orden del padre. Casi puede decirse que estamos “obligados” a ser. Pero es en esa mínima no-adecuación del deseo a la obligación lo que abre la duda, lo que abre al sujeto a enfrentarse con su propio destino y no aceptarlo sin más.
Y es que, cómo hemos dejado dicho, el fantasma viene a poner el dedo en nuestra llaga: que entre el existir y el ser media el abismo de lo innombrable, de lo inhóspito. Media una llamada a la responsabilidad y a la decisión y, sobre todo, media la certeza de que nunca atinaremos del todo. Porque, ¿cómo no hacer caso de la ley del padre? Pero, ¿hasta qué límite puede llevarnos el tratar de ser un buen hijo, tan buen hijo como Hamlet?
En definitiva, la imagen reaparece para que no olvidemos, para que nos esforcemos en recordar. No trae un mensaje que no es del más allá en sentido espacial sino del más allá temporal: del futuro, del porvenir. El fantasma nos recuerda nuestro presente para que no reneguemos del futuro. En este sentido, la cuestión es, como apunta Derrida en Espectros de Marx, “no solamente de dónde viene el ghost, sino, en primer lugar, ¿va a volver?, ¿no está ya llegando, y adónde va?, ¿y qué hay del porvenir? El porvenir solo puede ser de los fantasmas. Y el pasado”.
Dicho todo esto: ¿no cargan nuestras imágenes con estas mismas características del fantasma?, ¿no son ellas igual de autoproducidas, evanescentes e inmanentes?, ¿no atesoran en su interior un potencial nemotécnico que va más allá de quedar referido a un contenido concreto?, ¿no es su repetido retorno la traza de una memoria que sirve de indicador hacia un futuro donde solo aletea una presencia en cuanto que ausencia? Ciertamente que sí; ciertamente, entonces, que nuestras imágenes no son sino fantasmas. Superficies infrafinas donde aparecer/desaparecer quedan referidas a un instante de autoreproducción y donde su maquínica reproducción nos advierte que nuestro futuro no es sino el de una pulsión de muerte, el de una ansiedad catatónica por ver y cuya memoria no es sino un ejercicio de borrado en bucle.


Nuestro mundo parpadea incesantemente en la constante reconectividad de todas las imágenes, de todos sus apareceres, en la fugacidad de todos sus instantes-cero, trabando así un ejercicio de fuga donde la memoria es la huella del siguiente nudo sináptico, ahí donde las imágenes hacen síntoma, creando el circuito para una siguiente reconfiguración rizomática. Es decir, nuestro mundo es puro fantasma. Obviamente que de esta emergencia de una imagen semejante –una e-imagen, sabríamos decir con Brea– podrían extraerse nuevas potencialidades y que, de una u otra manera, la práctica artística más capacitada hurga en esta nueva dimensión espacio-temporal recreada incesantemente por la imagen fantasmática.
Pese a poder decir todo esto para situarnos en un contexto determinado, la propuesta de la comisaria, Kathleen Forde, creemos que va en la línea de, simplemente, presentarnos las imágenes en su nuevo espesor heterocrónico –en su aparecer como fantasmas– para, quizá, mostrarnos como, a pesar de que toda imagen se empeña en pasar lo más desapercibida posible y poder ser referenciada en cuanto que objeto cuasi cosificante, estamos rodeados de fantasmas.
Abelardo Morell (La Habana, 1948) y Susan Hiller (Florida, 1940) utilizan la fotografía estática para, sin embargo, subvertir el sistema de coordenadas espacio-temporal y mostrar en la imagen algo que de por sí no pertenecería a la imagen. Ya sea lo nebuloso de un aura perdida –entre el pasado y el futuro– de Hiller o la utilización de Morell de cámaras oscuras que permiten invertir el exterior y el interior, lo que se muestra es que la imagen –en su reproducibilidad técnica– supera la cortedad de miras del espacio representativo. La imagen, ahora, desconcierta, invierte y, sobre todo, condensa en su tiempo-cero un tiempo otro, diferente al cronológico.
 Bill Viola (Nueva York, 1951), presente con dos piezas, Ancestors y Transfiguration, señala como el tiempo de las imágenes, el régimen de presencias y ausencias sobre el que se construyen, el umbral de lo físico y lo metafísico al que remiten, queda ahora urdido en un cruce de tiempos y de esperas, de percepciones infraleves donde el aparecer de la imagen es su propio desvanecimiento.


Por su parte, Laurie Anderson (Illinois, 1947) y Eugenio Ampudia (Valladolid, 1958) utilizan directamente proyectores subrayando más si cabe el carácter fantasmal del actual régimen de imágenes. Si la norteamericana alude en su pieza al miedo como fantasma que se nos cuela en la psique, el español “fabrica” un Beuys fantasmal que, como límite artístico al que llegar, sigue ejerciendo una gran influencia.
En definitiva, una exposición que trata de mostrarnos, de manera inocente y sin remitirnos a capacidades radicalmente novedosas en la emergencia de tales imágenes, como las imágenes con las que vivimos –dentro de las que habitamos– no son ya en modo alguno copias de una realidad alternativa sino dispositivos de retroalimentación nemotécnica, sensores que nos ponen tras la pista de que esta realidad nuestra es siempre excesiva y que en modo alguno cabe en una imagen en cuanto que artefacto fabricado.  Estas imágenes, como fantasmas que nos imponen su ley, nos ofrecen la oportunidad de experimentar tiempos alternativos, diacrónicos y a punto de ser olvidados.
            No nos engañemos: la presencia inmanente de estas imágenes hará –en un futuro no muy lejano– que podamos reunir eso que hasta ahora nos fractura: la existencia y el ser. Entre medias, como pegamento, quedará la experimentación a través de la imagen fantasmal de este tiempo derivado y heterotópico.  

lunes, 24 de octubre de 2016

NO PARTICIPACIÓN: EL ARTISTA EN EL ALAMBRE ÉTICO




NO PARTICIPACIÓN
ESPACIO TRAPÉZIO: 09/09/16-03/11/16
 (texto original publicado en El Estado Mental: https://elestadomental.com/diario/el-artista-en-el-alambre-etico)
Una colección bastante amplia de cartas remitiendo la negativa de artistas a participar en algún evento artístico: en eso consiste esta exposición que hasta el día 3 de noviembre puede verse en el Espacio Trapézio de Madrid y que ha sido comisariado por la historiadora del arte neoyorquina Lauren van Haaften-Schick. Entre los artistas Jo Baer, Marcel Broodthaers, Jean Toche, Helena Keeffe, Catherine Opie, Barbara Kruger, Olafur Olafsson, Danh Vō, o nuestros Isidro López Aparicio y Santiago Sierra con su famosa carta de renuncia al Premio Nacional de Artes Plásticas 2010.
Para empezar a hablar de esta extraña exposición, una obviedad: con tanto “no” a la vista, sería ciertamente demasiado sencillo desacreditar a esta exposición. Y es que para aquellos que aún sin merecerlo nos autodenominamos adornianos, la sentencia aquella de que “la crítica de la cultura es ideología en la medida en que es meramente crítica de la ideología” pesa como hormigón atado al cuello. Porque bajo este “eslogan” quedarían referidas todas las estrategias críticas que con el beneplácito de ir contracorriente no son más que modulaciones reaccionarias que, para una ideología tan omnisciente como poderosa, no suponen sino un suplemento en el ejercicio de su coacción administrada.
Así las cosas, el hacer de la negación un arma arrojadiza contra el sistema parecería a simple vista una maniobra de disimulo para tiempos en los que, a las claras, no hay salida y en los que todo ejercicio crítico ha quedado integrado plenamente dentro de nuestra industria cultural más conservadora. ¿Decir no?, ¿a estas alturas? Insistimos: para una ideología como ésta en la que estamos sumidos y que disimula su sesgo hegemónico hasta el punto de hacerlo pasar como antagónico, la negativa quedaría emplazada en una retórica de la resistencia totalmente depotenciada y huérfana de resortes disruptivos.
Pero, decimos, aunque podríamos concluir aquí nuestra perorata, lo cierto es que esta exposición va de otra cosa. No va de arte sino de artistas; parecería que es lo mismo y, aunque efectivamente comparten una misma zona de confluencia, sin duda que son cosas que mantienen su jerarquía. Si, como hemos señalado, la exposición quedaría reducida a cero en el caso de que su propósito fuese mediar en las relaciones arte/realidad (y por tanto realidad/ficción) y modular así un ejercicio de crítica sistémica, es sin embargo en lo acertado de ver los ejercicios de resistencia del artista no directamente sobre la realidad sino sobre el arte donde está el acierto. 


Me explico: las cartas de los artistas que aquí se muestran y que comparten la decisión de un no participar en tal o cual evento cultural, no disparan contra la totalidad del sistema sino contra la parafernalia del propio arte en su connivencia con ese sistema que bebe los vientos por convertirse en capitalismo cultural. Si fusionar en un mismo horizonte interpretativo capital y arte es el sueño –ya hecho realidad– de una ideología que conseguiría hacerse así con el poder de todas las prácticas simbólicas, estas cartas tienen escrita una dirección postal bien clara –la del propio arte– y un contenido también meridiano –preguntar al arte por los motivos para semejante traición. 
Desde este punto de vista, las susodichas cartas plasman su rúbrica apelando al propio arte: ¿qué estás haciendo con nosotros?, ¿es para esto para lo que nos necesitas?, parecen preguntar, con melancolía y tristeza, los artistas al propio arte. Es así cómo, creemos, la exposición acierta en sus metas: incoar dentro de esta pluralidad de noes una sola pregunta, dirigida en primer lugar al arte y solo después a la sociedad, y que remite a la situación actual del artista.
Porque desde ser expulsados de la República de Platón hasta, en la actualidad, servir de recadero para los propios deseos de conquista del capital, el status del artista tiene un recorrido bastante interesante y que siempre, de una u otra manera, remite a su rango de agente doble. Ya sea un experto simulacionista en un mundo devenido ya simulacro en cuanto que copia –según la fábula platónica– o bien un creador de mercancías en un mundo devenido ya Gran Mercado Global, el artista siempre se mueve en una ambivalencia que, actualmente y dado el sesgo político del arte, le hace merecedor del calificativo de crítico francotirador del sistema-mundo.
Es precisamente esta capacidad crítica del artista lo que estas cartas ponen encima de la mesa, pidiendo explicaciones no ya al mundo –cosa que, repetimos, sería de una inocencia casi delatora de la propia incapacidad del artista– sino al arte. Porque el arte no es sino un dispositivo de máximo control, un procedimiento por el cual esas mercancías que el artista crea y que parecen revertir en puro exceso inútil, en fútil sentido innecesario, son purgadas de su vis paradójica, disensual y disyuntiva, haciéndolas reingresar así por la amplia avenida de la genialidad en pura y dura mercancía. Es decir, el arte, al mismo tiempo que permite ese ejercicio de francotirador al que nos hemos referido, levanta las condiciones para que ese disparo nunca dé de lleno en el blanco.
Pero, ahora bien, si este matrimonio de conveniencia del arte con la industria del capital no es en modo alguno algo que recriminar al arte sino que es la más alta posibilidad de llevar a cabo la misión que le es propia –la de mostrar la poca inocencia y candor que hay en el juego del capital, aparte de que el artista una vez hecho su trabajo (inmaterial, abstracto y simbólico) también come– ¿a qué tanto ruido y tanto rasgarse las vestiduras si, todos lo sabemos, a veces se gana y a veces se pierde?, ¿no están, los artistas, jugando a esa estrategia del agente doble que consiste en callarse cuando conviene y poner el grito en el cielo cuando la jugada les sale mal?
Sí y no; no porque evidentemente en eso consiste el arte, a ello les invita su saberse instancia autónoma, y porque, no lo olvidemos, es esa capacidad de diatriba lo que el capital trata de silenciar. Pero sí porque es precisamente esa “estrategia del agente doble” la que es necesaria llevar hasta el límite de lo paradójico y así mostrar los métodos de adiestramiento del propio capital. Dicho de otra manera, el arte, aún siendo subsumido por las estrategias de control capitalista, permite aún un as en la manga, un truco de magia consistente en servirse de las mismas condiciones opresoras del sistema para salir a la luz.


Por lo tanto: ¿qué ese mismo gesto honesto de decir “no” es trasmutado en obra de arte con algunos réditos y tajada que sacar por aquella instancia a la que se dirigen con el fin de, en apariencia, obtener alguna respuesta? Desde luego que sí. Pero desde nuestro punto de vista esa “pérdida” está ya descontada de los efectos conseguidos: el artista pregunta al arte para que a éste se le caiga la cara de vergüenza, para que se haga público y notorio todo lo que exige al artista que haga para que él, el arte, pueda seguir su camino de connivencia con el capital.
Más aún, ¿no es ese poderse establecer en el umbral fronterizo del agente doble lo que permite al artista movimientos de máxima tensión?, ¿no es su capacidad camaleónica, cifrada en trabajar para una organización –el arte– cuyo destino es pensarse en cuanto negatividad, lo que permite al artista ofrecerse en sacrificio –nada simbólico sino más bien material– por toda una comunidad?  
Porque en este sentido, todo esto que sufre el artista, ¿no es lo mismo que sufrimos la amplia mayoría de ciudadanos?, ¿no son nuestras condiciones de vida tan pueriles que el efecto que se consigue es un adiestramiento más óptimo pues, todos los sabemos, quien se mueve no sale en la foto? Ahora bien, el artista, reconvirtiendo su negativa en carnaza para el propio arte, puede llevar a cabo lo que está vetado a todos los demás. Porque, ¿qué plusvalía consigue una mercancía trabajada por un trabajador despedido?, ¿qué movimiento social se consigue a través de una desobediencia civil que te expulsa de ser tomado como ciudadano? Lo que el mundo del trabajo y la construcción social no permite –tener capacidad de mostrar los esquejes de la dominación una vez hemos sido expulsados– sí que puede llevarse a cabo en el arte. Es más: la misión del arte es precisamente esa; hacer visible lo que de cualquier otra manera, en cualquier otro ámbito, quedaría invisibilizado ya que solo el arte tiene esta capacidad de escapismo.  
Total y resumiendo, estas cartas componen un ensayo general de la no participación, estas cartas son ofrecidas como primicias de lo que algún día todos podremos llevar a cabo: desobedecer, decir no, llevar a cabo también nosotros nuestro propio ejercicio de desaparición. Quizá dentro de una imagen-mundo global, la tesis aquella de Beuys del “todo hombre es un artista” adquiere su verdadera relevancia –despojada ya de todo sesgo idealista y romántico– para señalar la única capacidad que nos une: la de decir, como Bartleby –al final le nombro– “preferiría no hacerlo”.

jueves, 20 de octubre de 2016

SUMANDO AUSENCIAS: IMPOTENCIA DE LA DEMOCRACIA, IMPOTENCIA DEL ARTE


 
            No habría porqué subrayarlo, pero es con sumo respeto y humildad, sabiendo de antemano que no acierto en todo lo expuesto, que quiero sumarme a las voces implicadas en hablar de una obra que, con sus muchos errores, es de las más importantes realizadas en los últimos años.

Impotencia de la democracia, impotencia del arte. Esta es la constatación fehaciente que puede descubrirse en el trabajo de Doris Salcedo, al menos si queremos poner en diálogo dos de sus obras, no sabemos si las más importante, pero sí las que más opiniones han propiciado: una, ya con solera, la que con el título de Shibboleth ocupó la Sala de Turbinas de la Tate durante el año 2007, y otra la que fue realizada en la Plaza Bolívar de Bogotá el pasado día 11 de octubre titulada Sumando ausencias.
En este sentido, y si este texto trata de abrir un boquete en el nudo de interpretaciones que esta última obra ha suscitado, nuestra posición –cómo trataremos de hacer patente a lo largo del texto– es que se comprende mejor si la enfrentamos y la completamos con aquella otra obra de la Tate. Es sin duda el conjunto de los dos trabajos lo que nos ofrece un panorama rotundamente desolador, donde el arte reflejado en sus dos caras –en cuanto que circunscrito en lo institucional o en cuanto que movimiento social– enarbola la única bandera de la impotencia.
Nótese que estas dos escenas del arte que hemos puesto sobre la mesa, su devenir-institucional o su devenir-social, no son sino la transformación de aquellos dos impulsos dialécticos que, en tanto que diluirse en la vida o conseguir hacer del arte un ámbito separado y autónomo, han impulsado el desarrollo histórico del concepto de arte. Así las cosas, las dos obras de Salcedo pondrían al arte no ya ante ese acabamiento del arte que auspiciado en la forma de “fin del arte” no es sino la ficción que nos permite seguir enfrascados con lo mismo, sino ante la rotundidad de fenecer o pasar a otra cosa. Lo que se constata es que el impulso dialéctico se ha detenido; ahora la dialéctica del arte opera desde una conversión diáfana en espectáculo o, por el contrario, seguir enclavado en diatribas dialécticas para las que –y la obra de Salcedo es sintomático de tal fracaso– no hay resolución alguna.      
      

Dicho esto, sentando de base tanto las premisas como las conclusiones, pasemos ya a hablar de ambas obras. En referencia a la primera de estas dos obras, y sin ánimo de cubrir todo el espectro de interpretaciones a las que dio pie, la grieta que para la ocasión se llevó a cabo venía a poner –aparentemente– la mano en la “grieta” de un arte que nunca es un ámbito de libertadas sino un dispositivo de asimilación ideológica. Haciendo pie en una crítica institucional que siempre juega con las cartas marcadas, la obra pretendía poner ante la vista del espectador el secreto del arte –que solo opera vía institucionalidad– sin saber que la propia institución-arte desconecta tal supuesta fuerza crítica, ya que, como sostiene José Luis Brea, “el propio aparato de estado adviene a autopresentarse como la única genuina herramienta de ‘antagonismo’ eficiente al propio desarrollo del capital”, dotando así al museo de una fuerza de legitimación que, de por sí, no tiene. Porque, en última instancia y como señala Ernesto Castro en un texto sobre la propia obra, “¿cuánto de profunda tiene que ser una grieta para sustraerse a la ineludible asimilación institucional? ¿Hubiéramos acaso disfrutado más viendo volar por los aires la Tate Galery?”.
En definitiva, en aquella ocasión Doris Salcedo pretendió poner al desnudo el secreto del arte –secreto que por otra parte todos sabemos– sin percatarse de que para la propia tectónica del capitalismo cultural tal gesto es un rotundo gasto improductivo: de sobra sabe el capital –es más, en eso basa su poder– que todos sabemos el secreto. Para el arte, en tanto que instancia de producción capitalista, no hay código clave, no hay fonema que distinga los amigos de los enemigos: todos estamos enfrascados en una farsa donde por mucho “saber” que pongamos en el asador, nunca dejaremos de estar dentro de un intrincado sistema de espejos falsos donde ese mismo saber se resuelve en ideológico.
El error estriba en confundir el antagonismo que vertebra la obra como consustancial al arte, como bofetada en su mismo rostro cuando –repetimos– no es sino su más eficiente método de avance: que para alguien algo sea arte y para otro no, que el arte-institución no sea arte frente a otro que –al menos virtualmente– sí lo es, que hay saberes más verdaderos que otros, no son todas ellas sino formas de antagonismo que está muy bien ser capaz de mostrar pero que en nada atañe al arte en la era de la espectacularización y la estetización de los mundos de vida. Y nada atañe porque frente al arte no hay apátridas ni extranjeros: todos, insisto, conocemos un secreto que el propio arte se afana en aclarar repartiendo sospechas según la motivación de cada cual. Una sospecha que, actualmente, solo cabe ser confirmada: el despistado espectador confirma que, como suponía y sospechaba, no hay nada que ver en el arte contemporáneo; y el efectivo connoisseur confirma esa sospecha suya de que, al fin y al cabo, es sólo su saber el que le capacita para movilizar el montante de crítica suficiente como para superar cualquier falsa conciencia. Es en este mismo sentido que en Nuevas economías del entretenimiento: el “efecto Tate”, texto de Brea fundamental para comprender estas antinomias en que incurre el arte, el propio autor comenta que la grieta constituye “una eficiente apariencia de cuestionamiento de la misma lógica de la que participaba”.


Y, ¿en esta ocasión? Esta vez el resultado ha sido similar solo que en relación a ese otro polo de atracción dialéctico sobre el que, hasta ahora, ha ido pivotando el concepto de arte en su desenvolvimiento: su devenir-vida, su diluirse en horizontes de sentido capaces de remontar el oprobio de eso que nos dicen es vida. Similar, decimos, porque si Shibboleth trataba de mostrar una serie de antagonismos que vertebra a la práctica artística en la esperanza de que eso conlleve la movilización de un saber determinado en el espectador, en ese mismo sentido la constatación última de Sumando ausencias no es sino lograr mostrar una fractura social –sobre la que, en última instancia, se construye toda democracia– y pretender desde esa constatación acoger la posibilidad de que, ante tal “descubrimiento”, se abra una esclusa donde poder advenir la ansiada reconciliación.
Así pues, unas mismas coordenadas: la puesta en escena de un saber que supere el enclaustramiento que el arte sufre a manos de su hiper institucionalización; e, igualmente, la puesta en escena de otro saber que supere la estrechez que supone inferir la voluntad de un pueblo de una lógica tan ideológica como pudiera ser la democrática. Es decir, de nuevo se trata de poner ante la vista un secreto, en este caso el de la democracia, con el fin de –al igual que en caso de Shibboleth en referencia al arte– apuntar a algún otro destino para una comunidad social incapaz de superar sus antagonismos. Pero, de nuevo, el secreto ya estaba ahí, a la vista de todos: la democracia opera no aunando voluntades sino fraccionándolas y, a posteriori, reduciéndolas a un mínimo común denominador con el fin de que el simulacro del “contrato social” sobrevuele toda formación ideológica.
En este punto no es en absoluto baladí referirse al pensamiento de Rancière: la democracia no es una simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación misma por la cual la política existe en general. Pero la democracia descansa en una paradoja: si por una parte es el a priori por el que la política en tanto que causa del otro, en tanto que diferencia de la ciudadanía consigo misma, existe, por otra parte cercena de raíz esta misma diferencia ya que el democratismo es un medio para regular lo que se ha de mantener fuera de la política; es una estrategia para regular siempre la distancia precisa mediante la cual el “otro” está siempre reducido al silencio, siendo así imposible mediar cualquier tipo de relación que no sea otra que la de la violencia del consenso.


Tanto sea que “sí” como sea que “no”, la democracia no construye una voluntad colectiva capaz de reingresar de forma disensual la distancia que separa a cada uno del otro sino que elimina tal distancia volcándola en un consenso ideológico. En pocas palabras: el espacio social que vertebra la democracia no es disensual sino que se basa en la fantasmagoría de un consenso creado no como suma de voluntades sino como negación precisa de toda distancia entre unos y otros. En este sentido, y según Rancière, para la democracia la comunidad del consenso es una comunidad donde hay exactamente el número de seres que se precisa, en términos de individuos y en términos de nociones, una sociedad saturada donde hay justo el número de cuerpos necesarios y el número de palabras necesario y suficiente para designarlos y designar las diferentes maneras que tiene de pactar y consentir juntos. Ese cuerpo social, vinculado en una distancia precisa que nos separa del otro, es lo que construye toda democracia.
Corolario de este punto de vista es que ningún efecto conlleva el protestar enérgicamente contra los resultados democráticos pues ello no va en la onda sino de querer imponer otra distancia que, en tanto que también democrática, anularía a la establecida según el plebiscito. Ni aquí en España es de utilidad alguna –más bien va en la dirección de dotar más seguridad a que la decisión democrática está bien fraguada- de que la mitad de la población tilde de idiota a la otra mitad que, pese a todos los escándalos, corruptelas y malversaciones, sigue votando a la derecha, ni allí en Colombia tiene ningún efecto disruptivo el tildar de reaccionarios a los que votaron por el “no”.  
Dicho todo esto, la supuesta misión del arte sería ayudar a fraguar ese espacio disensual, un espacio donde la distancia entre el uno y el otro no quedase nunca eliminada por el consenso democrático. Una distancia donde todo sujeto fuese, en toda su capacidad, un sujeto político y donde se evidenciase que, como apunta Rancière, “el lugar del sujeto político es un intervalo o una falla: un estar-junto como estar-entre: entre los nombres, las identidades y las culturas: un entre-dos, una forma de estar juntos al estar separados, un uno que no es un sí, sino la relación de un sí con otro.
Es teniendo todo esto en cuenta que se puede decir que la obra de Salcedo yerra en lo que es su propósito: lo que logra es mostrar el antagonismo que vertebra toda comunidad –subrayar si cabe más profundamente sus infranqueables distancias, poner ante la mirada de todos ese secreto que también todos conocemos– pero fracasa en esa misión que todavía para sí se da el arte llamado público de crear un espacio de disenso donde las voluntades, las de los unos y las de los otros, moldeen a cada instante una distancia que vincule y separe.
Y si así ha sido es porque el arte no tiene ninguna capacidad para crear ese espacio disensual. Lo que sucede es que, haciéndonos valer de nuevo de Brea, “el arte público meramente refleja, bajo apariencia de denuncia, las contradicciones culturales del capitalismo avanzado, de las que se constituye en paradigma máximo –en cuanto su presencia en el dominio efectivo y no separado de la vida cotidiana produce no solo discurso ideológico, sino también fantasmagoría e implantación ideológica como aparente e implacable ‘realidad’”. Es solo constatar el proceso burocrático de la puesta en escena de esta obra para darse cuenta de que su virulencia no es sino reflejo de la eficiente división del trabajo que moldea la sociedad, de los repartos de saberes, competencias e identidades sobre los que se fragua la comunidad. Más aún, la decantación mercantilista de la propia esfera artística hace que la autoría recaiga, ipso facto, más que en ese reguero de ciudadanos que acudieron a mantener viva la memoria, en el nombre de la artista; que cada sábana, al tiempo que servía de sudario con el que amortajar el recuerdo de una víctima que, pese a todo, hay que sostener, esté ya revalorizándose en el mercado del arte en tanto que, precisamente, obra de Doris Salcedo


En definitiva, el arte, haciendo oídos sordos a la estetización absoluta de los mundos de vida, juega a recrear una distancia entre arte y vida ya de todo punto absorbida por las lógicas de subjetivización capitalista para, desde ahí, simular una reconquista, una nueva reorganización que, ahora sí, dote a eso que llamamos “vida” de mayores capacidades de emancipación. Nada, en definitiva, más ideológico que un reflejo hipostasiado y falso de la dominación y minusvaloración de todo el entramado de nuestras vidas. En este sentido, si el arte debe estar orientado a sentar las premisas –nunca las conclusiones- para que toda identidad quede deslavazada del lugar asignado, abrir la clausura desde donde opera toda representación y toda producción de sentido a nuevas configuraciones disensuales, lo que lleva a cabo Salcedo con esta obra es una rotunda estetización de la víctima.
En suma, y para no alargar mucho más este texto, impotencia, la del arte y la de la democracia: por no ser capaces de ayudar en el clamor de una humanidad que se desgañita mientras es reducida y lacerada en un montante de experiencias mediocres a las que se le impone el yugo de nombrar como “vida”. Impotencia, de nuevo, la del arte y la de la democracia: por no alumbrar un espacio disensual que desidentifique, reconfigure y reordene sino que, muy por el contrario, trabajen en el simulacro de una distancia que no es sino el reflejo de su propia anulación consensuada. .
Decía Rancière que la proposición “todos somos judíos alemanes” encarnaría a la perfección ese proceso de subjetivización capaz de alentar una comunidad disensual. Quizá en el conflicto colombiano, igual que en los que hay en España y en el resto de los que asolan el planeta, esto sea un imposible. Pero en todo caso es un imposible no listo para consumir, simular una superación o incluso estetizar: es un imposible que, pese a todo, ha de mantenerse sobrevolando toda capacidad, la de unos y las de otros. Eso no supone llamar a la víctima verdugo ni verdugo a la víctima: supone mantener el latido por otro emplazamiento donde poderse pedir perdón en toda su infinita cercanía, en toda su próxima lejanía.
Ante nosotros se abre, por tanto, la opción: dejar de creer en el arte, dejar de creer en la democracia y lanzarnos a experimentar nuevas capacidades y nuevas competencias, nuevos emplazamientos donde poder decir lo que, por ahora, es imposible.   

lunes, 17 de octubre de 2016

PINTURA Y TIEMPO: ABSTRACCIÓN POST-PICTÓRICA

Leslie Smith III


LESLIE SMITH III: TIME FURTHER OUT; GALERÍA PONCE+ROBLES: hasta 21/10/16 
JOSÉ DÍAZ: MOTORIK; THE GOMA: hasta 29/10/16
Empezar diciendo que la pintura ya no es lo que era es una perogrullada que sin embargo reúne las condiciones para poder dictarnos el tono general de lo que queremos decir. Porque el hecho –más o menos patente– de que la pintura no es lo que era –o al menos lo que se esperaba que fuese– no es en modo alguno una diatriba contra la pintura sino más bien su más radical posibilidad de supervivencia.
Porque si frente a una pérdida del aura y frente a la llegada de la reproducibilidad técnica la pintura encontró en la abstracción la posibilidad de seguir siendo aclamada como arte, ahora la abstracción pictórica sirve a la única posibilidad de pervivencia del arte: la de resistir. Así, más que primicia dentro de una ámbito, el artístico, llamado a fenecer antes o después, la pintura se está convirtiendo en norte y guía de las poquísimas posibilidad de supervivencia con que cuenta el arte.
En definitiva, nuestra tesis es que la pintura, práctica que sirve de perchero perfecto desde donde dinamitar por inanición al conjunto del arte, disciplina en riesgo constante de ser expropiada, está consiguiendo contra todo pronóstico indicar el camino al resto de las prácticas artísticas: la de, insistimos, ejercitarse en la resistencia. Resistir a la tendencia postmoderna de convertir todo en imagen, resistencia a una fetichización visual y a una excesiva reificación en tanto que mercancía  y, por último, resistencia a una exceso de escenografía en su puesta en escena y a su querencia a devenir ready-made.   
Para conseguir tal efecto de resistencia en un mundo que se las sabe todas, la pintura ha optado por desasirse de toda parafernalia pop, por dejar a buen recaudo estrategias de deconstrucción crítica y por renunciar a convertirse en objeto específico. Aparcadas todas esas estrategias, podemos decir que la pintura está acabando por tomarse en serio: lo abstracto de la pintura no remite ya a los requisitos de autenticidad y autonomía que antaño, como hemos señalado, sirvieron de detonante sino como signo cultural de una determinada relación de la pintura con su abdicación –y resistencia– en cuanto que devenir-imagen. Es decir, entre la senda premoderna de hacer pie en la representación y el camino ya enfangado de la Modernidad que ve en la pintura el modo de reflexionar acerca de la esencia teleológica de la propia Modernidad, la pintura parece tomar una tercera vía alternativa cuyo esfuerzo queda concitado alrededor de pensar la pintura en relación con la imagen en la era del mundo global.

José Díaz

La pintura, entonces y para concluir, como medio artístico privilegiado de pensar la relación entre las imágenes que colapsan nuestra realidad y las imágenes que debía proponer la propia pintura. La pintura atiende así a la imposibilidad de mediar una relación bien orientada y direccional con el mundo-imagen y se esfuerza –estando ahí su valor– en mantenerse en esa dirección torcida y desorientada que el propio efecto cultural e ideológico imprime en la práctica artística.
Todo esto que aquí señalo puede verse y ser probado a poco que uno asome la cabeza por las muchas exposiciones que dentro del evento Apertura están teniendo lugar en las galerías madrileñas y que tienen a la pintura como protagonista principal. De entre todas ellas nosotros queremos fijarnos en dos: Leslie Smith III en Ponce+Robles y José Díaz en The Goma. Ambos comparten –pues ha habido más pintores, Rubén Guerrero en F2 Galería, Secundido Hernández en Heinrich Ehrhardt, Miguel Ángel Barba en Rafael Pérez Hernando o Liliana Porter en Espacio Mínimo– una predilección por descoyuntar temporalmente a la imagen pictórica, por desmontarla a base de deconstruirla en planos de temporalidades diferentes.
Sintomático de esto que decimos es que ambos hayan elegido como título expositivo títulos de claras resonancias musicales y, por lo tanto, temporales. Motorik se titula la exposición en The Goma, y Time Further Out la de Ponce+Robles: la primera alude a una palabra de la crítica musical especializada para referirse a un ostinato rítmico, la segunda alude al álbum de Dave Brubeck del año 1961.  


José Díaz (Madrid, 1981) nos muestra lo que queda de aquella Modernidad que los futuristas alababan: una huella, un rastro, un diluirse de todo trayecto, un emborronamiento de las direcciones, las velocidades y los tiempos. En sus lienzos pareciera como si la velocidad –padre de la Modernidad para Baudelaire y Marinetti– hubiese deglutido al propio cuadro, a la propia imagen. Así, la premisa que antes hemos dictado para alabar la nueva pintura toma aquí forma: ¿qué imagen plasmar ahora que el mundo no es sino una vorágine de imágenes inmanentes y autoproducidas?, ¿qué sueño utópico cabe en una densidad espacio-temporal que tiende a cero? Frente a un mundo que nos dice que lo que toca es ser dúctiles, resilentes y capaces de soportar ritmos alternos y diseminados, las pinturas de Díaz muestran la devastación que todo ello provoca y, más aún, nuestra única posibilidad de resistencia estética: decir ‘no’ a la imagen en cuanto que cosificación, tensionarla hasta su desaparición.
Por su parte Leslie Smith III introduce esa temporalidad desubicada y desquiciada de nuestro mundo en sus lienzos para, simplemente, ver qué pasa. Y lo que pasa es que la percepción se disgrega en compartimentos modulares que remiten a secuencias de significado alternativas y diferentes, que la pantalla-lienzo se remultiplica en escenas poliédricas y que, con ello, se produce un desmantelamiento de toda posibilidad representacional y significativa. La clave está, ahora, en el cubismo: si dicho movimiento centraba su atención en coordinar una serie de momentos perceptivos y recomponerlos en el plano-superficie, ahora es este mismo plano el que queda también descompuesto y remultiplicado en cada acto de ver

Dicho de otra manera bastante más interesante: si antes percepciones –significados– diferentes convergían en una misma pantalla –significante– ahora la implosión temporal con que carga toda imagen –un tiempo cero donde producción, exhibición y consumo se dan al mismo tiempo– hace que la pluralidad de significados y puntos de vista lleven implícito también una diferencia en el significante. En suma, la experiencia que vehicula estos lienzos es similar a nuestra experiencia por antonomasia: aquella que nos dice que toda significación y sentido es ya inviable, que el punto de vista afecta no ya solo al contenido sino al marco. Ni que decir tiene que de aquí surgen interesantes connotaciones epistémicas en cuanto que ceguera escópica y al hecho innegable de nuestra postmodernidad según el cual por muchas imágenes que haya no hay nada que ver.
En definitiva, ambos pintores comparten una misma motivación: comprender la abstracción no ya como el refugio idealista de una práctica pictórica cansada ya de pensarse a sí misma sino como un ejercicio de resistencia frente a eso que todavía algunos esperan de la pintura, de las imágenes, del arte. Pensar la pintura no en relación al tiempo interno que emana de su propia práctica sino a ese otro tiempo, violento y dogmático, que le empuja a convertirse en imagen, en fetiche, en objeto visual, en pintura, en arte. Es decir, comprender la abstracción como un hecho trans-pictórico, comprender la abstracción como relación post-pictórica.