GHOSTS
GALERÍA MAX ESRELLA: 15/09/16-08/11/16
(texto original en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/Bill-Viola-Laurie-Anderson-Eugenio-Ampudia.html)
(texto original en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/Bill-Viola-Laurie-Anderson-Eugenio-Ampudia.html)
Hasta
principios de noviembre puede verse en la galería Max Estrella de Madrid una
exposición que, bajo el comisariado de Kathellen
Forde y con el título de Ghosts, reúne a artistas como Bill Viola, Laurie Anderson
o Eugenio Ampudia. Pero, más allá de
la parafernalia de los nombres, la exposición es interesante porque permite
reflexionar acerca del estatuto ontológico de la imagen; no ya una imagen
producida sino una imagen evanescente, mera huella que desaparece apenas llega.
Lo interesante de estas imágenes es el indicio que dejan una vez se vuelven
ausentes: ¿dónde han ido? Es decir, y en cuanto que espectadores dentro de la
imagen: ¿dónde vamos?
Dentro de la tradición occidental hay
dos términos con los que poder referirnos a la imagen: imago y fantasma. Alberto Ruiz de Samaniego, en su libro Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo
espectral, las define y diferencia del siguiente modo: “el término latino
alude más bien a algo cósico, modelado o manufacturado. Mientras que el
fantasma griego es sólo la concreción de una aparición. En este sentido, mucho
más desmaterializado, apunta a una transformación de las cosas o de las personas
o los fenómenos que los tiñe de una transparencia o un destello inéditos, y que
les concede un suplemento o un resto extraño de realidad que al cabo va a ser
lo base de su talante inhóspito”.
Es de esta segunda acepción, la
griega, de lo que queremos hablar y de lo que trata –ya desde el título, Ghost–
esta exposición de la galería Max
Estrella. No las imágenes en cuanto que producidas sino referidas a su
sesgo evanescente e inmanente, a su carácter de aparición y de exceso, ahí
donde se dan las condiciones de, según la cita, trasparencia, suplemento y
resto.
En lo fundamental, estas imágenes en
cuanto que fantasmas no vienen en modo alguno a solaparse con un ámbito de la
realidad. Es decir: no media en su aparecer ninguna lógica representacional, ni
siquiera aquella que pudiera venir auspiciada por el ejercicio libre de la
imaginación. Para estas imágenes no hay, nunca, una primera vez: no son
apariciones sino reapariciones, figuras situadas ya en la senda de una huella,
en el recorrido de un trazo donde ausencia y presencia remiten el uno al otro
sin ser ninguno de los dos estado originario al que tender. En este sentido, es
casi una futilidad el, como hace la hojita de sala, referirnos a Derrida: “la exposición gravita en
torno a la idea del trazo de Jacques Derrida, o la huella que deja la ausencia.
En el concepto de Derrida, todo presente lleva con él el trazo o el signo de la
ausencia, cuestión que lo define”.
Sea como fuere, lo importante es
comprender que el fantasma es la presencia/ausencia que testifica de una
suspensión, de un suspense. El fantasma nos dice que, de poder, deberíamos
vivir en un constante estado de excepción. Y es que, como señala también Ruiz de Samaniego, “la aparición
del fantasma no viene más que a refrendar una diferencia –traumática, pero
originaria– entre el hecho de ser y el hecho de existir. Desde esta
perspectiva, la realidad existente está teñida de irrealidad, o de
inconsistencia”.
Dicho de otra manera, el fantasma, su
reaparecer, es quien nos dice que nuestra realidad no es completa. Y no simplemente
porque medien las apariencias sino porque precisamente la dupla real/virtual,
apariencia/realidad no llega para cubrir por completo la realidad. Siempre hay
un nudo de abigarramiento, una diferencia no reducida, una repetición no
reconducida a través de un forzar el encuentro traumático. En este sentido, si
el fantasma nos angustia es porque nos dice aquello que no queremos oír: que
siempre nos quedará un resto inasimilable, un nudo que, en caso de poder
desanudar, haría que la realidad se fuera por el sumidero. De ahí que, como
hemos dicho, la imagen fantasmal apunte a un exceso. La realidad, como señala Zizek en Arriesgar la imposible, es no-toda: y el fantasma reaparece en
nuestra escena para que no lo olvidemos, para que recordemos que esto que
llamamos realidad no es sino un queso de gruyer.
Pero no se trata solo de la realidad
fáctica, del conjunto de lo dado como relación entre lo posible y lo imposible.
Se trata también, y más aún si cabe, del mundo de la ética: el fantasma nos
angustia porque nos advierte de que la ética como modo relacional no es
suficiente. Ni el tomarse la justicia por su mano, ni la ley del talión ni
siquiera tampoco la ley del amor fraterno y universal: por encima de todas
estas “leyes” sobrevuela la ley que vincula al padre con el hijo. Es por ello que el fantasma siempre suele
ser alguien de la familia que vuelve no para comunicarnos algo que se quedó en
el tintero sino para que tengamos presente esta ley. El fantasma del padre de Hamlet es sintomático de esta relación.
El espectro solo le deja un mandato, un
imperativo fundamental pero que, al tiempo, es justo lo radicalmente imposible
para el hijo: “recuérdame” (I.v.91).
Imposible
porque no entrar en confrontación con la ley del padre, con la venganza que su
memoria siempre clama, es no devenir hijo, no es ser nada, es ‘no ser’. Pero
por el contrario hacer caso al padre es cometer asesinato: más aún, llenar la
escena de cadáveres. Esa es la duda de Hamlet:
ser o no ser, cumplir la promesa del padre o no hacerlo. ‘Ser’ es cumplir la
orden del padre. Casi puede decirse que estamos “obligados” a ser. Pero es en
esa mínima no-adecuación del deseo a la obligación lo que abre la duda, lo que
abre al sujeto a enfrentarse con su propio destino y no aceptarlo sin más.
Y es que, cómo
hemos dejado dicho, el fantasma viene a poner el dedo en nuestra llaga: que
entre el existir y el ser media el abismo de lo innombrable, de lo inhóspito.
Media una llamada a la responsabilidad y a la decisión y, sobre todo, media la
certeza de que nunca atinaremos del todo. Porque, ¿cómo no hacer caso de la ley
del padre? Pero, ¿hasta qué límite puede llevarnos el tratar de ser un buen
hijo, tan buen hijo como Hamlet?
En definitiva,
la imagen reaparece para que no olvidemos, para que nos esforcemos en recordar.
No trae un mensaje que no es del más allá en sentido espacial sino del más allá
temporal: del futuro, del porvenir. El fantasma nos recuerda nuestro presente
para que no reneguemos del futuro. En este sentido, la cuestión es, como apunta
Derrida en Espectros de Marx, “no solamente de dónde viene el ghost,
sino, en primer lugar, ¿va a volver?, ¿no está ya llegando, y adónde va?, ¿y
qué hay del porvenir? El porvenir solo puede ser de los fantasmas. Y el
pasado”.
Dicho todo esto: ¿no cargan nuestras imágenes
con estas mismas características del fantasma?, ¿no son ellas igual de autoproducidas,
evanescentes e inmanentes?, ¿no atesoran en su interior un potencial
nemotécnico que va más allá de quedar referido a un contenido concreto?, ¿no es
su repetido retorno la traza de una memoria que sirve de indicador hacia un
futuro donde solo aletea una presencia en cuanto que ausencia? Ciertamente que
sí; ciertamente, entonces, que nuestras imágenes no son sino fantasmas. Superficies
infrafinas donde aparecer/desaparecer quedan referidas a un instante de
autoreproducción y donde su maquínica reproducción nos advierte que nuestro
futuro no es sino el de una pulsión de muerte, el de una ansiedad catatónica
por ver y cuya memoria no es sino un ejercicio de borrado en bucle.
Nuestro mundo parpadea incesantemente en
la constante reconectividad de todas las imágenes, de todos sus apareceres, en
la fugacidad de todos sus instantes-cero, trabando así un ejercicio de fuga
donde la memoria es la huella del siguiente nudo sináptico, ahí donde las
imágenes hacen síntoma, creando el circuito para una siguiente reconfiguración
rizomática. Es decir, nuestro mundo es puro fantasma. Obviamente que de esta
emergencia de una imagen semejante –una e-imagen,
sabríamos decir con Brea– podrían
extraerse nuevas potencialidades y que, de una u otra manera, la práctica
artística más capacitada hurga en esta nueva dimensión espacio-temporal
recreada incesantemente por la imagen fantasmática.
Pese a poder decir todo esto para
situarnos en un contexto determinado, la propuesta de la comisaria, Kathleen Forde, creemos que va en la
línea de, simplemente, presentarnos las imágenes en su nuevo espesor
heterocrónico –en su aparecer como fantasmas– para, quizá, mostrarnos como, a
pesar de que toda imagen se empeña en pasar lo más desapercibida posible y
poder ser referenciada en cuanto que objeto cuasi cosificante, estamos rodeados
de fantasmas.
Abelardo
Morell (La Habana,
1948) y Susan Hiller (Florida, 1940)
utilizan la fotografía estática para, sin embargo, subvertir el sistema de
coordenadas espacio-temporal y mostrar en la imagen algo que de por sí no
pertenecería a la imagen. Ya sea lo nebuloso de un aura perdida –entre el
pasado y el futuro– de Hiller o la utilización de Morell de cámaras oscuras que
permiten invertir el exterior y el interior, lo que se muestra es que la imagen
–en su reproducibilidad técnica– supera la cortedad de miras del espacio
representativo. La imagen, ahora, desconcierta, invierte y, sobre todo,
condensa en su tiempo-cero un tiempo otro, diferente al cronológico.
Bill
Viola (Nueva York, 1951), presente con dos piezas, Ancestors y Transfiguration, señala como el
tiempo de las imágenes, el régimen de presencias y ausencias sobre el que se construyen,
el umbral de lo físico y lo metafísico al que remiten, queda ahora urdido en un
cruce de tiempos y de esperas, de percepciones infraleves donde el aparecer de
la imagen es su propio desvanecimiento.
Por su parte, Laurie Anderson (Illinois, 1947) y Eugenio Ampudia (Valladolid, 1958) utilizan directamente
proyectores subrayando más si cabe el carácter fantasmal del actual régimen de
imágenes. Si la norteamericana alude en su pieza al miedo como fantasma que se
nos cuela en la psique, el español “fabrica” un Beuys fantasmal que, como límite artístico al que llegar, sigue
ejerciendo una gran influencia.
En definitiva, una exposición que trata
de mostrarnos, de manera inocente y sin remitirnos a capacidades radicalmente
novedosas en la emergencia de tales imágenes, como las imágenes con las que
vivimos –dentro de las que habitamos–
no son ya en modo alguno copias de una realidad alternativa sino dispositivos
de retroalimentación nemotécnica, sensores que nos ponen tras la pista de que
esta realidad nuestra es siempre excesiva y que en modo alguno cabe en una
imagen en cuanto que artefacto fabricado.
Estas imágenes, como fantasmas que nos imponen su ley, nos ofrecen la
oportunidad de experimentar tiempos alternativos, diacrónicos y a punto de ser
olvidados.
No nos engañemos: la presencia
inmanente de estas imágenes hará –en un futuro no muy lejano– que podamos
reunir eso que hasta ahora nos fractura: la existencia y el ser. Entre medias,
como pegamento, quedará la experimentación a través de la imagen fantasmal de este
tiempo derivado y heterotópico.