domingo, 27 de septiembre de 2009

UN MUNDO EN COLORES


STEPHEN DEAN: 'OBRA RECIENTE'
GALERÍA MAX ESTRELLA: 17/09/09-31/10/09

Siendo como es Stephen Dean un apóstol de la luz y el color, un profeta del carácter perceptivo del arte asentado en ese aura de sacralidad efímera que consigue operar el milagro de crear espacios de la nada, debiéndosele entender eminentemente como pintor que pinta sin pinceles, este último video suyo grabado en los Sanfermines debe ser incardinado dentro de esa tradición que ya se ha hecho con un lugar de privilegio dentro del arte contemporáneo.
Pintar sin pintar, sin hacer de ello un empalagamiento de los sentidos, una atrofia a la ñoñería de los flexos, las luces de neón y las instalaciones más pretéritas, es desde hace ya tiempo un modo recurrente, al tiempo que eficiente, de remitirse a un minimalismo más pendiente de lo efusivo y festivo de la vivacidad de colores, que a disquisiciones más filosóficas sobre la percepción y la experiencia estética.
Pintura expandida, suele llamarse a estos modos de hacer pinturas sin lienzos y óleos. Porque si el arte se expande llegando a los límites de solaparse con el mundo de la vida, la pintura ni mucho menos puede quedarse atrás aún sin saber muy bien hacia donde se dirige.
Aún con todo, sí puede decirse que el Dean del video Pulse, grabado en el festival de Holi en La India, roza lo asombroso, igual de pertinente es decir que las escaleras con vidrios de colores con que nos ‘deleitó’ en su última muestra en esta misma galería rozaba la anestesia artística. Y es que siempre hay un tiempo para todo, y encontrar el pulso a una enfatización de lo lumínico sin caer en la pasmosa nadería de manpostería artesanal de escuela de primaria, requiere esfuerzo y acierto en grandes dosis.
En este caso, y como decimos, se trata de un video grabado durante un encierro en los Sanfermines de este mismo año con la particularidad de que son solo las tonalidades calóricas las que se nos muestran en toda su gama de coloraciones perceptivas. Así, el encierro deviene una proto masa, un ectoplasma móvil que actúa como un todo variando las tonalidades, principalmente azules, según el grado de calor que se suponga a los diferentes cuerpos.
Como en el famoso anuncio, casi podría preguntarse uno por el color del miedo: ¿de qué color es el miedo? Y la muerte, ¿de qué color es? Muy español y sobre todo muy lorquiano eso de dar colores a los sentimientos más iracundos del ser humano. Pero Dean no va por ahí. Dean parece quedarse en la composición lumínica que determinado evento despide aún sin ser la real. Dean hace depender su paleta cromática de los gestos casi tribales de una masa apuntito de correr los sanfermines en relación directa al grado calórico que el cuerpo exuda y, encantado de haber dado con un ‘nueva’ vuelta de tuerca al impresionismo de Monet, ahí se queda.
Es lugar común de numerosas prácticas artísticas el anular el momento procesual de la obra apoyándose ya sea en lo azaroso de la probabilidad computacional, en la reorganización caótica de determinado sinsentido o en la recurrencia exponencial al carácter derivado y polisémico de cualquier significar. Y es que una vez que lo artístico queda reducido a la idea, lo demás está de más y el artista ni pincha ni corta.
Se nos dirá que la obra logra trascender los límites de la técnica de la termofotografía, que el artista hace de ello un medio y no un fin, que el expresionismo que se documenta está en relación directa con las diferentes estructuras de realidad que pueden articularse merced a la técnica usada. Pero todo, claro está, tiene un límite.



Más que nada porque a poco lince que se sea, la recurrencia en la idea que hace de eje discursivo no suele llevar nunca a buen puerto. Al festival Holi le siguió el carnaval de San Salvador de Bahía y, después de otras varias concentraciones humanas, ahora le ha tocado el turno a los Sanfermines. Ya sabemos que la vida en general y las fiestas en particular están llenas de colores, pero quedarse ahí apalancado, como tibio espectador que registra la realidad con la boca abierta ante el espectáculo sin siquiera mezclarse entre el tumulto, se nos antoja una posición bastante cómoda para un arte que desde luego necesita arremangarse, bajar al ruedo y oler a toro.

viernes, 25 de septiembre de 2009

NUEVAS ABSTRACCIONES: EL LÍMITE DEL REPRESENTAR


'ABSTRACCIÓN AMERICANA: NUEVA PINTURA Y ESCULTURA'
SAATCHI GALLERY(LONDRES): 29/05/09-17/01/10

¿Tiene aún algo que decir la pintura en el mundo de hoy en día? Así, lanzada de sopetón, podría decirse que no se trata sino de la enésima vez en que dicha coletilla es lanzada al aire, para ser, antes o después, mancillada con un rotundo ‘no’, seguido como es preceptivo también de la enésima apelación a la muerte de la pintura. Pero, no por haber sido perfilada la pregunta un número desorbitado de veces, deja de tener sentido no sólo el plantearla, sino también el intentar contestarla con un mínimo de dignidad.
Hacia ese propósito parece que se dirige la actual exposición que se puede ver en la Saatchi Gallery de Londres, y hacia ese propósito igualmente nos vamos a dirigir nosotros en este pequeño texto.
Para empezar, y por si todavía quedase alguien que albergase dudas, negamos la mayor: en absoluto la pintura se vio relegada de su posición privilegiada por la fotografía. Quizá pueda parecer que el remitir así de primeras a consideraciones surgidas hace más de un siglo (bastante más de un siglo) es una forma como otra cualquiera de salirse por la tangente, pero quizá más bien sea todo lo contrario.
Porque, como suele decirse, de aquellos lodos vienen estos barros. Sostener aún hoy en día que la fotografía fue el principio del fin para la pintura es quedarse atrapado en un arte pre-ilustrado y pre-kantiano, que hacía sorna de todo lo que no fuese copia de la naturaleza y apelaba, en mayor o menor medida, a conceptos como mímesis y catarsis para explicarse.
Porque, visto con la perspectiva que sólo el tiempo puede dar, quizá haya sido más bien el fin del principio: un arte ilustrado, que nace como producto de la sociedad capitalista, un arte que se debate entre forma e idea, entre lo sensible y lo epistemológico, no podía por más tiempo soportarse bajo las decadentes estructuras de lo mimético. Aún es más, cuando la naturaleza pasó de ser el ámbito del habitar al ámbito capitalista ya del producir, nuestra relación con ella cambió definitivamente para siempre haciéndose ya imposible un remitir que no optase por una clara creación de formas según las propias reglas que el genio pudiera darse a sí mismo.
Si en algo influyó la fotografía no fue ni mucho menos en el carácter de representación, sino más bien de reproducibilidad. Apelar aquí a la teoría del aura de Benjamin creemos que es tan obvio que no hace falta ni el explicitarlo. Porque es que, si algo es propio de la pintura, de la pintura de cualquier época pero más aún la que surge a partir del siglo XVIII, es problematizar el carácter mismo de la representación. Es algo que va tan apegado a su misma piel que el aún hoy plantear a la fotografía como su acérrima enemiga y la consecuencia principal de su desplazamiento dentro de las artes, es no entender ni tan siquiera mínimamente no sólo la pintura, sino el arte mismo.
Porque los problemas a los que se parece que se vio sometida la pintura a mediados del siglo XIX son los propios problemas que han dado sustento a todo el arte: qué representar y cómo hacerlo. Y es que, si de algo ha hecho gala el arte en toda su historia es de no necesitar productos externos, como pueda haber sido la primera fotografía, para problematizarse y, así, esenciarse. Porque el hecho es que, como dijo Adorno, “el arte se dirige contra lo que forma su propio concepto”: es decir, el arte problematiza la representación porque le va de suyo el hacerlo.
El estado de impase en el que parece dormir la pintura hoy en día viene, a nuestro modo de ver, por los rescoldos de la última fase de la modernidad que aún aletean en torno al arte. Con el expresionismo abstracto y el minimalismo, con la exclusión que ambos practican de toda signo de representación, el problema de la relación idea/percepción que marca el desarrollo de toda la estética a partir de Kant, queda fagocitado debido a una apuesta descarada por la percepción. ¿Cómo pueden tales obras consistir en la mera organización sensible de la forma, sin ninguna representación o idea contenida en ella? Si algo nos enseña este episodio es que, la fascinación por las apariencias de la modernidad no ha tenido sino su más que presumible epílogo: la disolución de toda la realidad en el simulacro postmoderno.
Hoy, cuando la realidad se disuelve en juegos aleatorios de significado, cuando por tanto la apertura del sentido entra en estado de cortocircuito, cuando todo es deglutido en la implosión de signos y la hipertextualidad se convierte en episteme postmoderna, cuando por tanto la apariencia es simulacro y la realidad se ha convertido en virtualidad o en la hiperrealidad propia que supone el exceso de información con el que somos bombardeados a diario, el arte, el representar mismo, parece quedar ya para siempre desanclado de aquello que lo esenció durante su larga historia.


Lo que sucedió simplemente es que, al quedar el referente problematizado en la propia economía capitalista devenida simulacro, la representación sufre una transformación tan profunda que se hace problemático incluso el representar. De ahí que el arte, el arte surgido ya con la postmodernidad, una vez todo había ya quedado de parte de la percepción, se dirigió más a tener experiencias reales que a tratar de vérselas con la representación. ¿Será por tanto cierta la profecía de Baudrillard que entendió el arte postmoderno como una fábrica de imágenes donde no hay nada que ver?
En este punto no dudamos a atrevernos a decir que la misión con la que carga aún la pintura no es otra que el encontrar una tercera vía a la dualidad que el sociólogo francés quiso ver ya en el arte de principios de los noventa. Si para él las opciones se reducían a dos, o bien toda simulación es irreversible y no hay nada más allá de ella (nihilismo definitivo), o bien existe de todos modos un arte de la simulación (posición irónica que vuelve una y otra vez magnificada), todo intento de fundamentar la pintura descansa en el supuesto de una tercera vía, de un barruntar aún la posibilidad de un representar no subsumido en la vorágine telemática del signo hipercapitalizado. Y creemos no dejar de tener razón en este punto al considerar que toda la pintura que ha ido apareciendo a partir del minimalismo no ha hecho otra cosa que meter los codos y hallar un lugar desde donde autolegitimarse frente al avance imparable del simulacro en el que ha devenido la economía libidinal del signo-mercancía. Ya fuese Rauschenberg ampliando el lienzo y comparándolo a una pantalla de proyección donde se mueven y almacenan datos, ya fuese el pop-art y su intento de ampliar el campo de representación apostando por una ruptura en la diferencia que mediaba entre alta y baja cultura, o ya fuese la pintura de los ochenta y su remitir a las teorías de la alegoría de Benjamin donde cualquier persona y cualquier relación pueden significar cualquier cosa (y significar no olvidemos que posibilita un representar), todos y cada uno de ellos no han hecho sino zafarse de la negatividad intrínseca con la que el propio arte les catalogaba.
La misión de la pintura entonces no es otra que saltar por encima del propio arte y vérselas de nuevo con aquello que le fue esquilmado en algún momento y que, paradójicamente, fue lo que le esenció. El arte ha triunfado, uno sale a la calle y no ve más que arte por todas partes; pero, en contra de lo que cabía suponer, y en palabras de José Luis Brea, ni se transforma el mundo, ni se asegura una intensificación real de las formas de vida, ni se produce una reapropiación por el sujeto de su propia experiencia.
Pero, y aquí las preguntas se intensifican en una pluralidad que excede ya por fin el memo ‘sí’ o ‘no’ que se supone a la supervivencia de la pintura, ¿está la pintura actual preparada para esa misión?, ¿evita ella misma, como una última estrategia de la negatividad propia del arte, su destino y se apunta al carro del divertimento y el espectáculo circense?, ¿prefiere lo manido del enésimo reapropiacionismo que ensayar una novedad que haga saltar por los aires lo que de ninguna otra manera terminará saltando? Es decir, ¿evita la pintura de hoy su propia paradoja, la de seguir los dictados de un representar que se disuelve y evade en la pantalla mediática de la velocidad límite del signo? Lo cierto es que, después de ver esta exposición, uno no puede por menos dejar de pensar que la pintura, en este tiempo que le ha tocado vivir, hace lo que puede. Yendo ya al meollo que nos ocupa, lo primero que puedo destacar es que los dos artistas que más llaman la atención no son pintores. Me refiero a Rachel Harrison y a Ryan Johnson. Ambos practican una escultura abstracta mediante la que intentan situarse en el centro mismo del representar humano. La primera, artista por otra parte reconocida internacionalmente, juega de forma magistral con el carácter eminentemente representativo y monumental de la escultura. Porque si algo ha caracterizado a la escultura, la escultura que llega hasta Rodin, es esa dimensión de monumentalidad que solo la peana o pedestal le otorga. Sustentado en esa elevación, la escultura se contempla a sí misma desde su carácter totémico: la escultura siempre representaba algo, ya fuese un personaje o un acontecimiento, digno de alabarse y contemplarse como tal.


Pero Harrison ensaya una torsión digna de tenerse en cuenta: no elimina el pedestal sino que consigue que el campo expandido teorizado por Krauss como esenciante para la escultura postmoderna se haga cero. Así, la escultura y el pedestal conviven en un ‘grado cero’ bien diferente al que podían preconizarse desde las vanguardias.
Sus esculturas parecen derretidas, esfumadas de su corporalidad de manera que el pedestal se convierte en la escultura propiamente dicha. Pero, claro está, por ese pedestal se amontonan los chorretones de lo que una vez se representaba, la masa corpórea de lo representado ahora se confunde con el propio pedestal que le otorgaba preeminencia. El último gesto es disfrazarlas: una peluca o una simple nariz postiza bastan para crear la paradoja: ¿es una escultura de-construida o la de-construcción hecha escultura? Es decir, todo lo que falta, todo lo que no es ni peluca ni nariz, ¿se ha esfumado o es solo que esos restos son lo que realmente nos representa?
En cuanto a los pintores que componen esta exposición, dos son las prácticas pictóricas que pueden evidenciarse como preeminentes. Una de ellas, como no podía ser menos, trata de problematizar el hecho mismo de pintar en confrontación directa con la historia del arte más reciente. En este sentido, cabe citar el futurismo que practica Kristin Baker, cuyos lienzos rezuman velocidad y colorido otorgándole al cuadro el carácter de superficie superlativa donde poder y ruptura juegan entre ellos (aunque en uno de ellos, no se si confundido o no, pero se ve claramente a Delacroix); a Joe Bradley, cuyos paneles retrofuturistas y minimalistas simulan la esencia del tótem postmoderno, a medio camino entre la nadería absurda ‘made in Ikea’ y el gráfico computacional; a Francesca DiMattio, cuyas obras acentúan el carácter hiperbólico y ecléctico de cualquier perspectiva que se pueda ensayar hoy en día; a Mark Grotjahn y su pseudometafísica de la contemplación, que media entre lo absoluto de Malevich y la ilusión óptica generándose así un espacio cercano a veces a lo virtual y otras casi a lo religioso; a Dan Walsh y su recursividad geométrica basada en un la intuición de un paisaje fragmentado que nunca se resuelve del todo.
En segundo lugar, podría citarse a ese otro grupo de pintores que, de una u otra manera, entienden el lienzo como la superficie sobre la que cabe operar y crear significados. Para ellos la pintura es un medio de crear relaciones, de enfatizarlas o de problematizarlas. Si, como dijimos más arriba, todo representar lleva adherido un significar, ellos, visto que la representación tradicional ha quedado arruinada, enfatizan el proceso de creación de significados y relaciones.
Cabría citar aquí a John Bauer, cuyas obras comienzan con una capa de dibujo computacional que tras varias capas de pintura se va rellenando en un ejercicio de sobreinformación y recurrencia;


a Mark Bradford y sus cuadros entendidos como cruce de referencias culturales que crean una especie de palimpsesto topológico, a Eric y Heather ChanSchatz que entienden la abstracción como el arte más lógico para el mundo globalizado, siendo sus obras el resultado final de un proceso en el que multitud de gente es invitada a formar parte; a Jacob Hashimoto y sus ejercicios de collage rizomático a medio camino entre el arte y la milenaria artesanía del papel de arroz chino; a Aaron Young y su hiper-expresionismo abstracto donde una vez colocado el lienzo en el suelo, motociclistas van coloreándolo en la oscuridad.
Como puede verse, esta recurrencia a la semántica objetual como lo eminentemente pictórico puede ser entendida como el camino lógico trazado desde el collage cubista, cuya apelación a meter en el cuadro objetos de la vida real enfatizaba el nivel cero del lienzo: superficie mediática en la que se crean relaciones nuevas de significado y sentido. Sin embargo, el tiempo que dista entre unos y otros en el tiempo es proporcional al poder maquínico mostrado por un objeto que hace ya tiempo ha dejado de comprenderse como inocente. Hoy en día, cuando el signo-mercancía acampa a sus anchas en la meta-superficie telemática del simulacro global, cuando nada lo detiene en su vorágine hiperreal, lo inocente del collage ha dejado paso a estas nuevas estrategias de dinaminación y problematización de significados.
Así, y como hemos dejado constancia, ahora opera la fragmentación, lo azaroso, lo nómada, la defunción de la subjetividad organizativa y creadora en el caos de lo público y participativo, la dejación de principios del artista en manos de la lógica computacional o de la a-lógica del sentido derivado. Peor, en el fondo (o mejor dicho, en la superficie), se trata de lo mismo: rastrear los procesos postmodernos de acumulación, generación y producción de significados encaminándose así a los límites en lo que opera el representar mismo.



Entre ambos podría citarse a Jonas Wood, con unos paisajes domésticos pop a medio camino entre la figuración y la abstracción y en donde la realidad parece esfumarse en un sueño, en un duermevela que hace recordar al primitivismo o surrealismo, como si del reverso de Edward Hopper se tratase, y a Amy Sullivan, que practica una pintura enormemente intuitiva, de ritmo elíptico y desacompasado, donde la luz y el color parecen iluminarlo todo sin terminar nunca de hacerlo remitiendo de esta manera a nuestras capacidades de percepción, memoria y experiencia.



Por último, este dialogo entorno al representar y las nuevas abstracciones que de ello puedan surgir, se plantea también como un momento capital en la relación que el arte haya podido tener, sobre todo y principalmente desde el minimalismo, con la percepción. Así, cabría citar el ‘povera’ practicado por Gedi Sibony o el curioso cruce de caminos que se da en torno al prisma cuadrangular: si Stepehn G. Rhodes lo convierte en alimento de serpiente, Jededih Caesar lo transforma en una especia de materialidad orgánica que convierte la percepción en un extrañamiento que solo produce ajenidad convirtiendo el límite de nuestra percepción en límite también de nuestra experiencia y de nuestro representar significativo.

martes, 22 de septiembre de 2009

UNA SILLA DOS SILLAS, UN CULO DOS CULOS, Y EL ABC DEL ARTE

GABRIELE BASILISCO: ‘CONTACT 1984’
GALERÍA OLIVA ARAUNA: 10/09/09-31/10/09


Quizá por una vez, y a la espera de que la temporada artística irrumpa con inusitadas fuerzas (sic), vamos a hacer un ejercicio de escuela en relación a la primera exposición galerística de este nuevo curso: la del fotógrafo Gabriele Basilisco en la galería Oliva Arauna.
Veamos (porque siempre, tanto para bien como para mal, se trata de ver): a la izquierda, la fotografía en precioso blanco y negro, de unas sillas; a la derecha, la fotografía de sálvese la parte después de haber permanecido sentada en dichas sillas un tiempo suficiente. Las marcas en la carne desnuda hace que la relación sea inmediata, que no sea necesario permanecer enfrente de la obra mucho tiempo para escudriñar mínimamente el sentido que ha querido dar el artista (quedémonos con esta frase, porque quizá sea fundamental: sentido, dar, artista,…¿demasiado?). Pero, ¿realmente es esto así? Es decir, ¿la finalidad de la obra es hacer viable una relación que además de inmediata es simplona? Y, tanto si sí como si no, ¿en qué momento surge la experiencia estética?, ¿de verdad surge?, ¿nace de ser capaz de comprender la relación entre ambas fotografías?, ¿o de paladear la exquisitez de unas formas, ya sea la de la materialidad objetual de la silla o la sensualidad adherida a las nalgas femeninas? O, incluso más allá, ¿se trataría más bien de percibir justo aquello que no se muestra, las largas horas que tuvieron que permanecer las diferentes posaderas en cada silla? Quién sabe, quién sabe. Pero, ¿y si nuestra sensibilidad no da para deleitarnos ni ante la relación entre las fotografías ni ante unas bonitas formas femeninas ni mucho menos ante unas sillas como las que hemos visto miles?, ¿y si ni siquiera hallamos nada artístico en la relación objeto-cuerpo que se nos plantea?, ¿se nos primaría entonces de la supuesta excelencia de la experiencia artística por un ‘defecto’ congénito, quizá heredado, quizá debido a una falta de educación? ¿Terminarán teniendo razón los que tachan al arte de despótico y de clasista?, ¿me he de sentir inferior por no ver en esas sillas y culos nada más que ‘sillas’ y ‘culos’?
Detengámonos aquí (será lo mejor dado que en el arte contemporáneo cualquier ‘más allá’ puede llevarnos al infinito) y tratemos de responderlas con disciplina de colegial (no tanto para basarnos en un credo como para saber hasta donde se puede llegar hoy en día con la tan denostada teoría). Quien más quien menos (a no ser que haya entrado en la galería confundiéndola con el ultramarinos de la esquina), cualquiera que se plante ante estos diez dípticos sabe que algo cambió en el ‘estado general’ del arte allá por los no tan lejanos años sesenta. También, quizá ahora más bien más que menos, sabe que ese cambio supuso un desmantelamiento de eso que se llamaba ‘arte’ en otra cosa bien diferente que, como consecuencia general para el mundano orbe, supuso que las posibilidades de tomadura de pelo sean directamente proporcionales a las cotizaciones que dichas obras alcanzan en el mercado. Quizá ahora sea cuando por lo general uno prefiere estar en el ultramarinos de la esquina y no perdiendo su precioso tiempo contemplando culos y sillas, pero uno ya está dentro y no hay salida.
Este cambio de orientación en la historia del arte la vamos a simplificar lo suficiente como para poder avanzar el relato sin enfangarnos en disquisiciones adyacentes: el cambio de paradigma vino de la mano de un cambio en las ideas estéticas que sustentaban hasta entonces la experiencia estética. Además, dicho cambio prefirió optar por la primacía de la idea frente a la forma, de la idea frente a la percepción.

Dicho cambio vino ayudado, aunque saber hasta qué punto es siempre difícil, por Greenberg, para quién lo propio de la modernidad era concebir la pintura como una investigación sobre la esencia de la pintura, poniendo así por tanto énfasis más en el momento conceptual y autoreflexivo del producir del arte mismo que no en el resultado que se pudiera obtener.
Sin embargo, es obvio que ninguna historiografía, y menos aún si cabe la del arte, puede entenderse según cortes temporales bien definidos, porque ¿es que Duchamp no trabajaba ya con conceptos, por poner sólo un ejemplo?, ¿es que el cubismo no plantea ya los propios límites de la pintura? Quizá en esta breve incisión en la historia del arte tenga razón Hal Foster, para quien la neovanguardia (conceptualismo incluido) no fue sino el efecto de una ‘acción diferida’ de la vanguardia en sí misma, o también Boris Groys a la hora de hallar en la autoreferencialidad de la pintura cubista un precedente claro de la sentencia de Marshall McLuhan de que “el medio es el mensaje” y que en cierto sentido da el pistoletazo de salida a la postmodernidad.
Pero para comprender esto del ‘cambio en las ideas estéticas’ sin dejarnos impresionar por la propia dinámica de una historia que puede ser reinterpretada a cada instante, nos deberíamos ir a la madre del cordero: a Kant. El mismo Greenberg estipula que Kant fue el primer modernista por usar la razón para… ¡criticar a la razón misma! (de ahí, tirando del hilo de un formalismo que pudiera debatirse extensamente si está bien fundado o no, se llega a una pintura que reflexione sobre la pintura). Y es que las premisas de las que parte el filósofo alemán para configurar sus ideas estéticas son el punto culminante a esa crítica de la razón que se propuso llevar a cabo. Habiendo como había, y debido al hecho de que la misma libertad pertenece a lo suprasensible de manera que no tiene influjo en el mundo sensible, una falla infranqueable entre la teoría y la práctica de una razón que pretendía fundarse en la libertad, Kant se propone hacer de la crítica del juicio estético el punto de contacto que logre sellar la contradicción interna en su pensamiento.
En su ‘Crítica del juicio’ separa el juicio estético del juicio teleológico, siendo este último aquel que no se dirige a un fin en concreto sino que se sustenta en un agrado desinteresado. Las obras de arte son expresiones de ‘ideas estéticas’, ideas que, en contra de lo que se supone en otro tipo de ideas, son representación de la imaginación sin que medie concepto alguno. La obra de arte por tanto presenta ideas en forma sensible que, al no caer ya en el campo teleológico, de otra manera permanecerían desconocidas a la intuición. Y, precisamente, en esa capacidad de las ideas estéticas de presentar ideas racionales que exceden los límites de la forma sensible, es donde dichas ideas afectan a la imaginación apareciendo a la intuición después de la libertad en el libre juego de nuestras capacidades cognoscitivas.
El juicio del gusto entonces encerraría ideas mostradas únicamente por intuición y que surgen después de haber sido intuidas mediante aprehensión sensible gracias al libre juego de la libertad universal de nuestras capacidades cognoscitivas. Lo principal en este escueto resumen es que por primera vez en la historia la belleza no es ya propiedad de un objeto en sí, sino que es algo captado por la experiencia estética bajo las bases de determinadas ideas estéticas la cual, operando bajo la el libre juego de nuestras facultades, es capaz de emitir un determinado juicio. Así, la exigencia tradicional de que el arte tenía que ser entendido como copia de la naturaleza queda definitivamente echada por tierra. Todo juicio estético queda ahora dependiente de las ideas que se consideren estéticas y en la libertad creadora que las ha hecho encarnarse en forma sensible, de tal manera que la nueva ‘oposición’ no se da ya entre naturaleza y copia, sino (y aquí enlazamos definitivamente con lo que íbamos diciendo) entre idea y forma.
En particular, este acentuar la idea en detrimento de la forma al que antes nos hemos referido tuvo su momento de gloria en el arte conceptual. Todo lo que hemos dicho hasta aquí puede resumirse en las palabras de uno de los gurúes del asunto, Sol LeWitt: “a lo que la obra de arte se parezca no es importante. Ha de parecerse a algo si es una forma física. Cualquiera que sea la forma que finalmente tenga, debe empezar con una idea. Lo que al artista le concierne es el proceso de concepción y realización”.
El punto álgido de este cambio de orientación vino de la mano de Joseph Kosuth: no sólo es que el arte se basase preferiblemente en ideas sino que era posible reducirlo a proposiciones analíticas, siendo tales proposiciones la formulación más simple de una idea. Tan claro como el agua. Años de disquisiciones para que, de golpe y como por arte de magia, todo viniese a coincidir: arte como idea de una idea de arte. La tautología perfecta o como cerrar un círculo sin dejarse nada en el camino. Cualquier cosa (es decir, cualquier idea; es decir, cualquier proposición) es arte siempre y cuando definiese en sí misma las condiciones propias del arte. Pero resulta que, oh milagro, ese ‘siempre y cuando’ es totalmente superficial: una obra de arte es obra de arte por el simple motivo de proponerse como tal (en terminología kantiana, toda obra intuida bajo ideas estética es arte por el mero hecho de surgir de ideas estéticas).
Su obra “Una y tres sillas”, de 1965 es la ejemplificación perfecta de este arte. Si el arte fuese un objeto, una silla por poner por caso, “Uno y tres artes” abarcaría de una sola tacada todo lo que el arte es, ha sido y será: tendríamos el objeto ‘arte’, tendríamos (en una teoría del conocimiento que no sabe ya de sombras ni de cavernas de Platón) la representación concisa del ‘arte’ y, por último aunque indispensable, tendríamos la proposición analítica que viniese a coincidir, punto por punto, con lo que el ‘arte’ es. Afortunadamente (o no), esto se nos antoja tan inabarcable como imposible.



Hasta aquí el arte conceptual. Visto que la cosa daba para poco (a las sillas le siguieron luego los paraguas y después obras con relativo encanto en las que con fluorescentes se construían proposiciones tautológicas en referencia al propio estatus del arte, como por ejemplo la famosa obra de Bruce Naumann 'El verdadero artista ayuda al mundo a revelar verdades místicas'), su vida fue relativamente corta. Quizá es que, aún con todo, algo sí que se quedaba fuera de ese círculo tautológico en el que se pretendía encerrar al arte.
Pero la semilla ya estaba puesta en el tinglado del arte. Tanto es así que, dando otro gran salto y yéndonos al momento actual, todo el arte puede ser catalogado como postconceptual. Este arte basa todas sus premisas en la misma forma de proceder que el arte conceptual pero habiendo renunciado a su labor tautológica o autoreferencial. Así pues, de nuevo y ya por segunda vez, tenemos un segundo cambio que es gestado en los mismos principios: cambiar las ideas estéticas que hacen de generador del arte para así cambiar el producir del arte en toda su dimensión.
La dificultad del arte postconceptual, en donde radica su diferencia en cuanto a lo conceptual, es que la idea estética está poco conectada con la obra en sí que se muestra. Prefiere sugerir ideas más que plasmarlas. Pero, para terminar de liar más el asunto, las ideas estéticas que el arte postconceptual suele poner encima de la mesa son aquellas ideas, si se quiere decir así, no-estéticas, que se rebelan contra la idea general de que el arte debe de ser agradable y bello. Entonces, ¿qué tenemos hasta aquí?, ¿un arte que maneja ideas no-estéticas?
El recorrido seguido hasta aquí es fácil. En primer lugar Kant basa su estética en la aprehensión sensible de determinadas ideas estéticas gracias al libre juego de las facultades. Pero sin embargo, aquí como en otras partes, Kant lo dice todo sin decir nada. Porque ¿cuál es el contenido de dichas ideas? Ah, misterio. Y, en referencia a su ética, ¿cuál es el contenido de ese ’bien común’ sobre el que se asienta su imperativo categórico? Tampoco, en principio, parece decirlo. Así entonces, lo que para uno es bien común, para otro podría no serlo; lo que para alguien es idea estética, para su vecino puede no serlo (si digo ‘en principio’ es porque Kant se basa en el carácter universal de la razón cosa que, como veremos permite un consenso y la posibilidad de intersubjetividad). Después, el conceptualismo trata de llenar ese vacío en que aparentemente se mueven las ideas estéticas kantianas de manera que ahora el arte se refiere únicamente a sí mismo ya que dichas ideas son justamente las que lo definen tautológicamente. Y por último, el postconceptualismo, sabiendo ya que ni hay razón universal ni es posible dotar de contenido autoreferencial a ninguna idea estética, ha hecho del arte un aparente ‘totus revolotum’ en el que cualquier idea puede ser digna de definirse como (no-)estética.
Así pues, si no queremos ser víctima de tal vorágine, hallar la senda acertada en esta encrucijada en la que parece nos encontramos no es fácil ya que, una vez aclarado el tipo de ideas que alientan al producir del arte postmoderno y postconceptual, la siguiente pregunta raya ya lo absurdo: ¿qué hace en último término que el concepto empleado, la idea estética utilizada, en llevar a cabo una obra de arte logre ser entendido como arte? Es decir, y yendo al núcleo del asunto, ¿qué diferencia hay entre un urinario y el urinario de Duchamp, entre miles de fotos de sillas y las fotos de sillas de Gabriele Basilisco? Porque, vale, podemos estar de acuerdo en que la cama deshecha, sucia y llena de condones y restos de vida de Tracy Emin es arte, pero, ¿por qué no lo es cualquier otra cama exactamente idéntica? ¿Por qué no es arte cualquier caja Brillo que cualquier americano medio compraba en los años sesenta en el ultramarino de la esquina? O hay diferencia, o vamos a tener que empezar a optar por ir al ultramarinos más a menudo.
Ésta, y no otra, se nos antoja ser la pregunta fundamental. Decimos esto porque, descansando como descansa el arte actual en determinadas ideas estéticas (sean éstas cuales sean) más que en formas o procesos, debe de existir algo que diferencie el ‘objeto arte’ del ‘objeto no arte’, siendo ambos, como tales, idénticos.
¿Existe por tanto diferencia entre percibir una obra de arte y percibir un mero objeto físico? En principio, cualquiera juraría que debiera haberla. De no ser así, ¿cuál sería el límite?, ¿qué distinguiría al artista del que no lo es? Muchas preguntas y todas ellas de difícil solución, pero lo que está bien claro es que una cama es una cama, excepto la de Tracy Emin, unas cajas de Brillo con unas simples cajas de Brillo excepto las de Warhol, y un urinario es un urinario excepto el de Duchamp.






Pero entonces, ¿es todo un juego?, ¿todo consiste en que alguien diga que eso es una ‘obra de arte’ y eso otro, que es in-dis-cer-ni-ble del primero, no lo es? Y ese alguien, ¿quién es? Y, enfatizando más aún los procesos de producción del propio arte, ¿no pueden ser esos mismos procesos pasto perfecto para un arte que se basa en ideas no-estéticas? Es decir, el tensionar ese efecto de pantomima y de idioticia que el arte lleva consigo en cuanto producir autoreferencial y autoreflexivo del producir postmoderno, ¿no es ya jugar con la idea no-estética por antonomasia de este tiempo, la de considerar al arte una burda burla?, ¿no es por tanto la más alta cota del arte postconceptual focalizar la atención en los medios no solo de producción sino también de difusión del propio arte? Lo es, lo es; no hay más que ver a Murakami o Hirst; para dar un sí por respuesta.
Pero, dejando de lado estas consideraciones que nos llevarían demasiado lejos, aquí se puede enlazar perfectamente con las teorías de Danto, para quién la pregunta no es tanto qué es arte sino, dados dos objetos indiscernibles, como discernir que uno sea arte y el otro no. Él mismo desarrolla una posible solución apoyándose en las cajas de Brillo de Warhol, del cual dijo que “era la cosa más parecida a un genio de la filosofía que la historia del arte haya podido producir”. Incluso, plantea la diferencia que pueda haber entre Warhol/Duchamp haciendo hincapié en que mientras para el segundo su urinario no está del todo claro que sea arte (se trataría más bien del gesto dadaísta de introducirlo en el museo), para el primero no cabe ninguna duda de que su caja de Brillo es arte.



Danto, como buen conocedor de las teorías de Kant, se inserta dentro de esa red que opta por preguntare por las condiciones de posibilidad del arte, llegando a la conclusión de que, dado que no puede existir un criterio clasificatorio que separe al arte delo que no lo es (¿cómo hacerlo si entre dos objetos exactos no rige una misma taxonomía?), dicha pregunta es más de carácter histórico y filosófico que meramente artístico. En la caja de Brillo viene a confluir el acabamiento de una determinada narración del arte y el comienzo de otra que se caracteriza por el hecho de involucrar en su producción su propio concepto. Así, a partir de ese momento, y no antes, el arte será todo lo que incorpora en su propio ‘medium’ su propia significación. Como se ve, estamos cerca de las consignas de Greenberg y del propio conceptualismo, además de cierto tufillo hegeliano a la hora de trazar los límites de cierta narración del arte en dependencia directa con el grado de autoconocimiento alcanzado por la propia historia del arte.
Pero, yendo al asunto que nos ocupa, para Danto existe una diferencia radical entre la ‘obra de arte’ y la ‘mera cosa real’ debido a la transfiguración que la simple cosa sufre al ser introducida en la sala de exposiciones. Siguiendo a Kant, el arte se produce a partir de determinadas ideas estéticas, dichas ideas se ‘encarnan’, para Danto, en un significado que se ‘muestra’ según una determinada obra: es decir, la obra es la encarnación del significado de la idea estética del artista. El asunto es que para Danto “comprender una obra de arte es captar la metáfora que pienso que siempre hay en ella”. Es decir, toda obra es un símbolo determinado que encarna cierto significado que hay que saber desentrañar en la metáfora en que se constituye. Así, no es de extrañar que “el ser de la obra de arte ‘es’ su significado”. El punto de torsión a la hora de discernir objetos idénticos es que en la medida en que uno de ellos pertenece al ámbito ‘arte’, ya carga con un determinado significado diferente del que pueda tener la misma cosa fuera de ese ámbito.
Si se quiere (y de hecho es así, pues no pocas críticas le han caído al bueno de Danto), su posición es decirlo todo y no decir nada (recuérdese lo que dijimos también de Kant): es dar otra lectura a la tautología de Kosuth: la cama de Emin es arte porque carga con un significado diferente del que pueda tener cualquier otra cama por el hecho de pertenecer al arte. Pero, estamos en las mismas: ¿qué ha hecho esa determinada cama para que se la catalogue como perteneciente al mundo del arte? De verdad parece todo enfangado en el círculo vicioso de Kant del que nos es imposible salir.



En este punto Danto es radical a la hora de hacer depender esta aparente tautología de la existencia o no de una teoría: de haber una teoría, la interpretación que se de a la obra de arte, el significado que se le quiera dar, coincidirá de por sí con su esencia propia. Es decir, en último punto, “las interpretaciones son lo que constituye las obras, no hay obras sin ellas y las obras están mal constituidas cuando la interpretación es equivocada”.
Aquí entonces hay algo que nos salva y algo que nos condena. En primer lugar no se puede acercar uno al arte contemporáneo, al arte que nació con las cajas Brillo, sin una teoría. Y, en segundo lugar, de no captarse el significado correcto de la obra (o incluso de no captarse significado alguno) el problema o está en el artista por haber encarnado mal el significado en la interpretación, o en el espectador al no acercarse a la obra con la teoría correcta. Pero de por sí, si todos los condicionantes son correctos, no puede haber lugar a ninguna duda: la interpretación que hagamos de la obra y el significado que queramos darle coincidirá absolutamente con la idea estética puesta en marcha por el artista a la hora de producir la obra. Total y resumiendo, para Danto, “el ‘esse’ de la obra es su ‘interpretari’”.
Por supuesto que, se quiera o no, nada opera en el vacío y que, por tanto, aún sin ponernos excesivamente adornianos, el arte en un producto ilustrado más que ha de ser entendido dentro de la red de significados propuestas por una determinada cultura. De esta manera, el dotar a la obra de arte de un significado no debería, al menos en primer término, vagar en la insustancialidad de un capricho. Entonces, ¿es correcto basar el éxito de una obra de arte en un juicio subjetivo? ¿Y si la obra despierta ideas que el artista no quería plasmar? ¿Existe una obra de arte de al que nadie es capaz de sacar un significado? Y, más a las claras y basándonos en la experiencia cotidiana, ¿cómo es entonces posible que surjan interpretaciones diferentes ante una misma obra?, ¿es que, en último caso, uno no sólo ha de tener una teoría sino la teoría correcta?
Sin embargo, dar aquí carpetazo al asunto no sería sino dejar todo pululando en una paradoja que haría del sinsentido carta de presentación, sería terminar fagocitando al propio arte desde sus propias estructuras internas al ser capaz de entenderse como ‘lo radicalmente otro’ ante lo que antaño se elevaba majestuoso. Hay voces, y las hay a miles, que prefieren dar ese carpetazo final, condescender ante un arte que se ejerce en la tautología contraria a la planteada por los primeros conceptuales y que, como tal, no se comprenda en la mismidad proposicional que coincide únicamente consigo misma, sino como el coincidir con todo aquello que lo interpela desde cualquier lejanía. Morir de éxito sería entonces el epitafio preciso para un arte que optase por hallar sustento en la paradoja arriba apuntada. Si como decía Marshall McLuhan la misión del arte es crear distancia, un arte apuntalado en la paradoja de un mero coincidir con cualquier cosa, pues si cualquier idea es susceptible de convertirse en arte así sucedería, haría de la distancia el cero absoluto.




La situación actual es por tanto el último eslabón en la secuencia arriba descrita: después del formalismo kantiano, de las tautologías conceptuales, y de la amplitud de miras del postconceptualismo, lo que ha terminado por suceder es que todo en su expansión coincide consigo mismo, que la distancia se hace cero. Así, todo es arte con tal de que se proponga como arte, todo ámbito humano es estético ya que de ahí se puede sacar todo el arte que se desee, arte y vida vienen a coincidir por fin y para siempre. Es decir, ahora y más que nunca, el arte ha muerto por su propio éxito: por haber sido capaz de dilatar las tautologías fuera de su propio ámbito de autoreflexividad.
¿Cómo hallar una escapatoria dentro de un arte que se festeja dentro del sinsentido en que consigue autoproducirse? Es decir, ¿cabe aún lugar para la intersubjetividad? Y digo ‘aún’ porque, como es de prever y ya he dejado apuntado, en Kant si que media la intersubjetividad. Sí para el alemán bello era “aquello que place sin concepto y de manera general”, la pregunta acerca de la intersubjetividad se formularía en relación a cómo es posible que los juicios del gusto tengan carácter de conocimiento si se formulan desde un sentimiento de placer. La solución es que aunque el juicio del gusto no tenga ‘necesidad lógica’, si que tiene, para Kant, ‘exigencia de validez universal’. Es decir, apoyándose en que la razón es algo universal, el libre juego de las facultades debe ser entendido como un juego comunicativo dirigido a la reflexión entendida como el placer más humano de todos, el de la sociabilidad y la cultura. De tal manera, el gusto vendría a ser una especia de sentido común. Puesto más en limpio, la sensibilidad no se ligará a la sensación, sino a la imaginación productiva en tanto que facultad de presentación de las intuiciones, y que ésta, gracias al gusto, someterá su producción al entendimiento (recordemos universal) en tanto que facultad de la configuración del juicio.
Como se ve, no terminamos de salir nunca de cierto grado de tautología: para Kant, en la misma formación de las ideas estéticas, existe ya un prerrequisito de validez universal apoyado por una libertad de la imaginación creadora capaz de dirigir al juicio del gusto hacia aquello que le es propio, su capacidad universal de ser comunicable.
En conclusión, y dando por concluido nuestro breve recorrido por la estética, las preguntas se nos muestran ahora bien concisas: ¿es usted capaz de discernir entre miles de sillas y culos, de la sillas y culos mostradas en la exposición?, ¿bajo que teoría?, ¿qué significado esconde la relación silla/culo?, de no ir solo o sola, ¿coincide su interpretación con la de su compañero o compañera? De no haber contestado afirmativamente a cualquiera de estas simples preguntas: ¿piensa que es culpa del artista por haber realizado de forma deficiente la metáfora que encarna el significado de la obra, o más bien es culpa suya por no tener ninguna teoría válida?
O, más bien a pesar de todo lo dicho, ¿piensa que estar aún enviciado en la misma terminología del ‘interpretar’ y el ‘significar’, de la ‘intersubjetividad’ y la ‘comunicación’ es algo propio de épocas pasadas? Bien pudiera ser así; no por nada la ‘razón universal’ ha quedado en la postmodernidad tan devaluada que apenas acierta ser un guiñapo y sombra de sí misma; no por nada, y por solo citar dos nombres, Foucault y Derrida pusieron sobre el tapete los verdaderos mecanismos de formación de significados y discursos.
Sin embargo, y sin querernos erigir como poseedor de la teoría correcta, sabedor de que incluso lo postconceptual no sea sino el desmadre ante Kant y Danto debido al hecho de que cualquier idea puede llegar a ser idea estética en el sentido de que las ideas estéticas puestas en marcha por el postconceptualismo trascienden su propio ámbito ya que sus obras no van ya acerca del arte, lo cierto es que sí pensamos que todo lo hasta aquí dicho puede ayudar, y bastante, a la hora de dirigir nuestra experiencia estética. Porque hoy, cuando la palabra ‘verdad’ está vetada en todo lo que tenga que ver con el arte, cuando la fatiga del sanbenito de ‘muerte del arte’ fatiga ya demasiado, quizá se esté produciendo una revaloración de las ideas kantianas, ideas que en absoluto hacer remitir la experiencia estética al carácter de verdad ni hacen de la experiencia estética la historia del autoconocimiento de ideas.
Quizá por tanto no hayamos sabido contestar a ninguna pregunta hasta aquí planteada, pero lo que si que tiene que quedar claro es el tipo de contradicciones a las que el arte heredado de la Ilustración ha tratado hasta ahora de contestar sin haberlo logrado ni tan siquiera mínimamente. Conseguir saber las razones tautológicas de por qué diez dípticos de sillas y culos ‘es’ arte es ya un avance, pero el conseguir discernir que ‘realmente’ lo sea es algo que toca en el centro mismo de nuestra humanidad: se incardina en la secuencia de experiencias que nos hacen ser libres ampliando así hasta casi el infinito la red de significados a los que socialmente podemos tener acceso.
Por tanto, el arte es la experiencia central de todo intento de plantarnos en un ‘aquí y ahora’ que interpela directamente a nuestra capacidad de discernimiento y que queda apuntalada únicamente por nuestro carácter de seres libres no ya sólo como individuos sino, y principalmente, como sociedad.

lunes, 14 de septiembre de 2009

EL SALTO AL ABISMO Y LA ULTIMA CREACION


FRANCESCA WOODMAN:
GALERÍA LA FÁBRICA: 08/09/09-24/10/09

Mario Perniola, en su ‘Estética del siglo veinte’, comienza diciendo: “La idea de que la experiencia estética comporta una agilización y una intensificación de la vida, un enriquecimiento y una potenciación de la energías vitales es algo tan difundido en la cultura del siglo veinte, que cuesta atribuirle un significado filosófico específico; y es que la misma noción de vida parece, a primera vita, demasiado vaga y genérica para gozar de una particular riqueza conceptual”. La vida, ese exceso incontenible, ese torrencial sustrato inaprensible; como bien dice Zizek, “la vida nunca es meramente vida, siempre es sostenida por un exceso de vida”.
En último término, la estética kantiana ya va encaminada a intentar digerir esos excesos bajo la primacía de la vivencia. Separando el juicio estético del juicio teleológico, hace que el primero se desentienda de consideraciones de la naturaleza como un todo orgánico en busca de un fin. Pero además, incidiendo en tal brecha, para Kant las obras de arte son expresiones de ‘ideas estéticas’, ideas que pueden ser encontradas en la experiencia pero no comunicadas. La obra de arte por tanto presenta ideas en forma sensible que, al no caer ya en el campo teleológico, de otra manera permanecerían desconocidas a la intuición.
Precisamente en esa capacidad de las ideas estéticas de presentar ideas racionales que exceden los límites de la forma sensible, es donde dichas ideas afectan a la imaginación y estimulan la mente: es donde se produce una sobrepujanza de los poderes cognitivos en un ‘sentimiento de vida’ como sentimiento de vitalidad mental. El genio es quien personifica este estado a la perfección al ser capaz de comunicar el libre juego de las facultades (el estado cognitivo responsable de la producción de ideas estéticas).
En ese estrecho vínculo entre la imaginación y las ideas estéticas es donde se plasma, lejos del formalismo que siempre se ha querido ver en la tercera crítica de Kant (vía sobre todo Greenberg) un potenciamiento de las capacidades tanto receptivas del espectador como productivas del propio artista.
Obra de arte como encarnación de una idea estética, una idea que queda incardinada dentro de los excesos intuitivos de la propia vida, de la propia vivencia que entonces se convierte en germen de la propia labor artística. Al igual que mi experiencia se asienta sobre lo que conozco, las ideas intuitivas que exceden los límites de lo sensible se asientan en ese propio exceso de vida inasible. Y es que la razón de Kant es siempre una razón trascendental pero también limítrofe, sabedora de que el cierre ontológico en la brecha que separa necesidad y libertad requiere tanto de conceptos mediadores según el esquematismo trascendental como de la facultad del imaginar y el intuir.



Lejos también de las concepciones más holistas (tanto hegelianas como marxistas) de comprender la vida, Dilthey no cree que la vida pueda ser reducida a un significado inmediato. Lo fundamental no es ya la vida empírica sino la Erlebnis, la vivencia, la experiencia vivida. La finalidad de la vida queda constituida como un infinito trabajo de reelaboración de lo ya sido y la experiencia estética asume así los visos de una continua e interminable lucha contra la muerte.
Pero quizá haya sido Nietzsche quien mejor ha sabido ver la implícita conexión que hay entre la vida y el cuerpo, entre la vida y el poder. Porque la vida para Nietzsche es el espanto continuo de creación de formas, la fuerza misma de la autoafirmación. Sometidos a una pluralidad de afectos e impulsos, la vida se entiende como la constatación continua de un intento de dar forma y de canalizar, de afirmar e interpretar: es decir, de valorar. Porque valorar es ejercer el poder propio de cada voluntad, es autoafirmarse como voluntad creadora. “Yo amo a quien crea por encima de sus posibilidad y por ello fracasa”: amor al destino porque sólo amando al destino se vive una vida digan de vivirse: aquella que se sabe creadora.
En esta teoría de la vida como afirmación creadora de una voluntad que se autoresuelve en un destino que se alcanza en el valorar y en el decir sí al propio exceso de vida, el cuerpo no se reduce a un simple catálogo de impulsos ni a un conjunto de condiciones biológicas medibles y observables. El cuerpo es la pluralidad infraconsciente de formaciones de poder. El cuerpo es voluntad de poder, es vida, juego de fuerzas que seleccionan e interpretan esa pluralidad de impulsos que transitan por ‘yo’ pre-subjetivo. Es el cuerpo por tanto quien valora, quien interpreta y afirma.
De esta manera, se puede hablar del cuerpo como hilo conductor de la interpretación, de una estructura semántica identificable como base hermenéutica para una teoría y crítica de la cultura. Porque, si la voluntad intenta dominar afirmativamente el exceso de vida por mediación de su poder de dar valores, es el cuerpo quien en última instancia realiza esta afirmación creadora. Pero, y esto es algo en lo que Foucault incidió sobreabundantemente, si por una parte existe un vínculo entre cuerpo y cultura, por otra lado, existe también una influencia configuradora de la cultura sobre el cuerpo. Es decir, toda interpretación, al igual que todo valorar, está ya de por sí mediado por una cultura que ejerce, ella también, su quantum de poder no dejándole al cuerpo más que un juego de fuerzas que tratan de afirmarse siempre en vano dominadas como están por esa tradición en la que nace insertada.
El drama es que la vida en sí misma, siendo por sí misma el propio exceso que hay que interpretar, no ofrece ni mucho menos ninguna salida mediata: la vida, o está transfigurada en sentido o queda amputada en la ampulosidad de unos excesos que la asedian hasta el derrumbe. Entre mí mismo como ser vivo que siente y yo mismo como ser cultural que toma conciencia e interpreta ese sentimiento hay un abismo de separación que no une ningún puente.

Francesca Woodman, viendo que ese abismo que separa una orilla y otra no hacía más que crecer, decidió lanzarse por él una mañana de enero de 1981. Hasta entonces, hasta ese momento en que con sólo 23 años puso fin a su vida, no había hecho sino intentar eso mismo que se nos tiene vetado a pesar de ser también aquello a lo que se nos invita constantemente: ser uno mismo y, en ese ser afirmativo que elegimos, transformar creativamente lo que nos rodea.
Sus fotografías son el archivo vital de ese intento, de ese fracaso en que toda creación, de ser creación nacida de la voluntad del mismo poder con que uno crea y valora, ha de terminar y claudicar. Experimenta con su cuerpo ya que sabe que es en su cuerpo donde radica todo el poder interpretativo, al igual que aquello que parece ser necesario dominar en un valorar claustrofóbico. De ahí que su cuerpo resulte ambiguo. El cuerpo de una mujer que trata de autopercibirse de forma diferente, de relacionarse y de habitar con un otro que siempre le exige banalice sus excesos vitales, que delegue sus procesos de posición de fuerzas, que subsuma su poder innato de creadora de formas en el poder omnívoro con que la sociedad en sí se perfila.
No hay solución y se la pide, como a todos nosotros, capitular. Hacer las paces con nuestros excesos, con nuestros cuerpos y con nuestra voluntad siempre hambrienta de darse a sí misma en un libre juego creativo y afirmativo.




Pueden rastrearse en sus fotografías posicionamientos feministas, estéticas cercanas a Ana Mendieta, pero la corporalidad que muestra no entiende de géneros ni mucho menos de lucha de sexos. La fragilidad de sus miembros es la fragilidad propia de nuestra subjetividad actual, deudora como es de una amputación original: la que se rinde ante sus propios excesos sin presentar ni la más mínima batalla. De ahí también que en sus fotos se plasme un desgarro existencial, una imposibilidad ya de simbolizar y la patentización de una ausencia, como la tristeza ante la partida de algo o alguien.
Y es que es aquí donde se puede delinear una fractura perfecta entre el mundo moderno que queda aún, aunque cifrado en la más profunda de las desolaciones, como el lugar de la utopía del encuentro ideal, y la sociedad postmoderna donde ya no hay lugar ni para el cinismo de un ‘hacer como si’ cupiese aún tal posibilidad.
Dicha diferencia podría ejemplarizarse tomando como cruce de caminos la obra de Francesca Woodman y la de Cindy Sherman. Si para la primera todavía cabe la desolación ante una falta que se presiente ya como un lugar vacío, si sus fotografías exudan el dolor de un crear imposible merced a un poder que yace desligado de toda relación a la corporalidad propia de quien interpreta y valora, para la segunda dicha angustia no es más que una máscara más, un último disfraz. Y es que las imágenes de Sherman son ya completamente postmodernas: ella misma es una imagen donde no cabe ya ninguna apelación a luchas de genealógicas de poder que provoquen una ulterior formación subjetiva basadas en el interpretar y valorar según voluntad. Ahora ya no rige la sentencia del ‘existo porque me doy valores que creo según poder’, sino la del ‘existo porque me hago pantalla hipervisible’.
De ahí que estas fotografías, ese cuerpo frágil y que parece flagelado, lacerado como un San Sebastián moderno, nos espante y nos aterre: tan abobados estamos en la panacea telemática de nuestra hipervisibilidad y socarrona verborrea de quien lo tiene todo bien aprendidito que hemos olvidado incluso el dolor que llevamos a cuestas: el de no tener ni el coraje ni las agallas de darnos la más mínima posibilidad de ejercer nuestro poder creador.
Hoy, el abismo por el que saltó Francesca Woodman en forma de ventana de su apartamento en el Lower East Side de Manhattan, queda casi ya perfectamente sellado en la hipertrofia libidinal del hiperconsumismo (los deseos no se tienen y ni tan siquiera se crean, sino que simplemente se consumen) y en el ansiolítico que regula esos mismos excesos de vida en que toda corporalidad se asienta.

viernes, 4 de septiembre de 2009

MIRADAS AL EXTERIOR: LA LÓGICA DE LO MICRO COMO (IM)POSIBILIDAD DEL ERROR

Alberto Gracia es artista multidisciplinar y actualmente artista residente en HANGAR
http://intentodeexplicacionfallido.blogspot.com/

Cuando la postmodernidad parece estarse evaporado por momentos dejando un desierto conceptual tan abrasado como se podía figurar, dos, como de costumbre, parecen ser las opciones por las que pasa una salida no siempre tan airosa como pudiera parecer: una de ellas sería la de invertir los términos y, allí donde no hay más que la sordidez de un dolor heredado del fracaso ilustrado, levantar sobre sus ruinas una especie de fantasmagórico paraíso, un parque de atracciones telemático donde poder disfrutar de los restos del naufragio sin traumas ni decepciones; otra sería, por llamarlo así, el intento de un intento, la reactualización de un fracaso con distintas coordenadas: sería recapitular con lo que nunca debió haber sido y, apelando al carácter autorreflexivo de la propia postmodernidad, recoger los trastos adecentando el terreno mínimamente para el posible renacer de una, aunque sea sesgada, esperanza.
Claro está que, conociéndonos, la solución será la callada por respuesta: un disfrute en el Disneyworld del mundo psicóticamente infantilizado de hoy en día esperando que en la próxima vuelta de la noria surja la pregunta precisa. No hay más que ver el impudor catatónico del ciudadano medio pegado a su pantalla telemática mientras simula un dolor que ya no es dolor, que es mera anestesia centrifugada en la vorágine de imágenes a la que se presta cada noche, para atrevernos a prefigurar tal salida.
Aún así, ciertas preguntas a vuelapluma son capaces aún de despertarnos de la modorra general: ¿seremos capaces de desenchufarnos de la pantalla global?, o, si no nosotros mismos (cosa que sería de un heroísmo casi beatífico), ¿pueden aún darse las condiciones para que nos veamos apelados a una inminente desconexión? Es decir, ¿podremos deshacernos del poder autoritario y despótico del objeto o, siendo ya tarde, sólo nos resta adecuarnos lo mejor posible para una definitiva puesta entre paréntesis del significado de ’humano’?
Quizá la cosa no sea, después de todo, tan dramática, pues las posibilidades son sólo eso, lugares límites a los que el pensar humano puede llegar. Pero lo que sí está claro es que, sobre todo desde la filosofía y el arte, el tipo de respuestas que se den a estas preguntas en las siguientes décadas pueden orientar una salida u otra.
Por de pronto, Alberto Gracia apuesta por una reestructuración de los parámetros que siempre han guiado la acción del ser humano en la realidad para así provocar el surgimiento de una nueva tectónica de superficies que, en su disfuncionalidad, otorgue nuevas perspectivas a la praxis humana lejos ya del plegarse a la irreverencia topológica del objeto.
Crear roturas, microfugas, cortes en la superficie, hacer del dolor causa común, de la enfermedad posibilidad última, permitir una reactualización del objeto ya consumido, etc. Esas son, principalmente, las estrategias que usa para violentar una realidad despojada ya de todo atisbo de subjetividad. Como él mismo dice, su arte consiste en “desmembrar los mecanismos de acercamiento a la realidad”.
¿Qué se consigue así? Una nueva diferencia que haga saltar lo imposible. Sabe que su labor es inútil pero, justo por eso, se pueden esperar muchas cosas. Su estrategia es la de permitir una reactualización del objeto ya consumido para así crear una diferencia prorrogada que permita el último intento de afianzar una nueva libertad, el surgimiento de una nueva dialéctica que tenga a la tan denostada utopía como uno de sus polos aunque sea en su carácter de imposibilidad.

Como artista, todavía se permite el lujo de apelar a los poderes adivinatorios del artista-chamán: en palabras de Deleuze, “la interpretación adivinatoria consiste en la relación entre acontecimiento puro (todavía no efectuado) y la profundidad de los cuerpos, las acciones y las pasiones corporales de donde resultan”. Porque de eso trata su arte, de crear las condiciones para una última adivinación, una última interpretación que siempre ha sido postergada en el proceso de cosificación llevado acabo por la economía ilustrada del signo-mercancía.
Siguiendo un poco más al filósofo francés en el mismo párrafo, él mismo nos da las claves: “y se puede decir precisamente cómo procede esta interpretación: se trata de cortar el espesor, de tallar las superficies, de orientarlas, de agrandarlas y multiplicarlas, para seguir el trazado de las líneas y de las rupturas que se dibujan sobre ella”.
La labor por tanto que el artista carga sobre sí se nos antoja fundamental, no sólo porque esa y sólo esa ha sido desde siempre la misión del artista, la de erigirse como ‘daimon’ e intérprete de lo que sucede en la superficie gracias a su contacto con las profundidades del abismo, sino porque la producción capitalista, en su esquizoide apuesta por el objeto, ha logrado lo que parecía imposible y que, por el contrario, llevaba como un estigma ya desde su mismo comienzo: ha conseguido cosificar toda interpretación reduciendo el ámbito de la apariencia hasta la domesticación precisa en el simulacro global.
De esta manera toda interpretación (es decir, toda relación entre la superficie y la profundidad) es, en cuanto eterno retorno de la presencia que todo objeto reclama para sí, un plus en la cosificación técnica, un eslabón más en la cadena de un olvido. Así pues, su obra testifica la repetición que siempre ha quedado olvidada en el eterno retorno que el capitalismo ha favorecido.
Pero, ¿cuál ha sido este olvido?, ¿en qué ha consistido la repetición por la que el capitalismo ha optado? Algo ha quedado siempre velado en el proceso de cosificación: la repetición capitalista, en cuanto repetición del proceso técnico del producir objetos, no repite la mismidad, sino la diferencia. Otra vez Deleuze es claro: “la repetición no es nunca repetición de lo mismo, sino siempre de lo diferente como tal, teniendo la diferencia en sí misma por objeto la repetición”.
Así, lo que se llega a cosificar en esa repetición sin fin es el mismo producirse, la misma diferencia que permite la repetición, el mismo sujeto que como productor opera una nueva secuencia de la repetición. Y el olvido consiste precisamente en eso, en haber optado desde el principio por una repetición que, en el dogmatismo de la diferencia impuesta por el objeto, lo humano, la libertad humana como garante del producir ilustrado, ha quedado vejada en lo más profundo no siendo ya sino un mero efecto de superficie, una rugosidad topológica.
Pero es que, como ya hemos dejado caer, no podía haber sido de otra forma: el pensamiento puro, en cuanto producirse, se excluye a sí mismo en el momento en que se piensa, no siendo entonces el ‘yo’ más que una sucesión de repeticiones de una diferencia de la que ha quedado, desde el principio, excluido. Es decir, el proceso de reificación con que el capitalismo, como producto ilustrado, ha intentado racionalizar el mundo, basándose para ello en el principio de identidad, necesita como razón sine qua non de su propio éxito olvidar aquello que lo alentó con cándida inocencia: al sujeto autónomo.


Esta teoría del olvido esenciante al proceso ilustrado no es en absoluto nueva, sino que ha venido marcando cualquier crítica más o menos válida que se haya podido hacer a tal proceso, sobre todo desde el momento en que el capitalismo entró en su segunda época, la de la industrialización técnica. En Heidegger, por ejemplo, el proceso ilustrado no es más que un traer a la presencia la cosificación técnica del ente que, en su darse, olvida aquello precisamente que lo esencia, el ser. Es decir, el desvelamiento técnico del objeto como ente hace que el ser quede oculto y olvidado.
Es más, considera que la metafísica ha terminado debido al despliegue total del ente que posibilita un olvido del olvido del ser. No es sólo que del ser no quede ‘nada’, sino que incluso esa ‘nada’ es olvidada. Por tanto, el ser, al ser rehusado, al permanecer siempre en su estar fuera, está siempre a la espera de su descocultación, está siempre en la promesa de su advenimiento. El giro ontológico de Heidegger consiste en hacer de la nada que le queda al ser punto de partida para propiciar un pensar rememorante que de verdad esencie, en un retorno a la pregunta original, al ser. De ahí que defina al ser como lo que se piensa siempre de la diferencia.
Hacer de dicha pregunta por el ser la pregunta que esencia también al ser humano en cuanto Dasein, en cuanto irle de suyo la misma pregunta por el ser de modo que el Dasein es aquel que se sitúa en lo abierto del ser, aquel que a su esencia le va permanecer extáticamente en el lugar que el ser rehúsa una y otra vez como suyo, quizá sean consideraciones que se nos escapan en este breve ensayo, pero que no son desde luego ajenas a las consideraciones postmodernas en relación a las consecuencias que para el ser humano haya podido tener un olvido esenciante como característica de todo producir ilustrado.
En todo caso, la postmodernidad puede entenderse como la imposibilidad irresuelta de esta última posibilidad: la de retrotraernos a un pasado que nos esencie y por el que olvidamos preguntar desde el comienzo. Percatarnos de cual fue ese olvido, al tiempo que las mismas condiciones de posibilidad quedan fagocitadas en un darse del objeto dentro de la vorágine en su velocidad límite, no es otra cosa que la última consecuencia de una modernidad que se las prometía muy felices y que no ha hecho sino encallar en la más profunda de las desutopías.
Sin embargo, y aún pareciendo inocente, Alberto Gracia sabe demasiado bien que es en ese olvido en donde hay que actuar permitiendo, como ya hemos dicho, crear la ‘diferencia olvidada’. Como él mismo dice, no se trata de seguir “la política del frenazo, basada en la oposición extremista al fluir de acontecimientos”, ni tampoco optar por “la total adecuación cínica a la situación, con las velas desplegadas a favor del viento capital”.
Esta toma de posición desde dónde comenzar a pensar la ‘diferencia olvidada’ pudiera parecer obvia (y más aún tratándose de un artista dado que estos, si algo han de tomar como sustrato material con el que trabajar, es precisamente una estructuración precisa de la realidad con el fin de problematizarla), pero sin embargo, en los tiempos que corren, dista mucho de ser común.
Porque si algo cumple a rajatabla el arte de hoy en día es tomarse en serio a sí mismo lo mínimo que haga falta para poder seguir la fiesta del funeral de un arte indigestado en su propio éxito. Así, si por una parte, dejarse llevar por las velas del cinismo postmoderno es algo ya tan manido que, si en los ochenta pudiera tener su punto de gracia, hoy es difícil que escape de la sandez exhibicionista en que el propio arte se ha convertido (además de ser un encubrimiento perfecto de un arte que se entiende como divertimento mayúsculo y lugar privilegiado para el fluir del capital), por otra parte, pretender seguir en las trincheras de la izquierda es otro defecto bastante común que no hace otra cosa que exhibir una inocencia incapaz de comprenderse como un momento y necesario para el perfecto fluir del capital.
Su obra, por el contrario, dentro de plantearse como ajena o contraria (¿se puede ser contrario o inocentemente crítico respecto de algo que es indisoluble de nuestra actual relación con la realidad?) al simulacro en que el acontecimiento de la diferencia ha devenido, y lejos también de plantearse como la enésima idiotez con la que simular un balanceo forzado en el poder maquínico del signo, opta por el cortocircuito, por una nueva causalidad gracias a un efecto ya anteriormente producido, por un reacoplamiento que posibilite una re-interpretación y una re-producción.



Aquí Alberto Gracia introduce su concepto de de-consumición. Se trata de dar nuevas oportunidades para el surgimiento de lo imprevisto en una lógica que parece finiquitada en su mismo producirse como objeto acabado. Reintroducir, en el proceso de reificación, un objeto ya consumido (entendiéndose como ‘consumido’ el efecto de superficie que se actualiza en cuanto producto del olvido al que antes nos hemos referido) puede provocar una grieta inesperada, una coagulación topológica en el campo de inmanencia, un (como veremos) absceso en el sistema de producción. De-consumir, en las propias palabras del artista, no es sino “imaginar a un Sísifo dichoso”, el reflejo invertido del superhombre de Nietzsche y su amor al destino.
El artista, en cuanto apelar a la autonomía del sujeto, lo tiene claro: sus instalaciones tituladas “Microfugas” necesitan de la interacción del espectador para que todo se vuelva a poner en marcha. Es decir, un intento desesperado (tan desesperado como puede plantearse una acción que se sabe fracasada desde el principio) por reintroducir la diferencia en el olvido sólo puede venir dada por ese mismo sujeto que en el origen se planteó como autónomo.
Ejercitar su libertad, una vez más, puede enfatizar el regreso a un origen que guarda en su seno una última posibilidad. La deconsumición, en cuanto un ya-sido que se actualiza en el futuro, y en cuanto serle imprescindible una acción del espectador, asume los tintes existencialistas de Heidegger. El instante es el momento en que el Dasein se hace cargo de sí mismo y decide invertir toda la historia anterior; es decir, el momento en que otorga, mediante su todavía libertad de acción, una ulterior posibilidad a ser esenciado como aquel que impone su destino y no se ve impedido por el poder maquínico del objeto.
De esta manera, el instante, en el cual la diferencia queda olvidada en la cosificación técnica del eterno retorno de la diferencia, se desfetichiza en una de-consumición que es comprendida como el fracturar de ese mismo instante desde dentro. A este propósito el artista dice: “hay que vivir el instante como algo que es, que acontece, y cederle la importancia que se des-merece”. La de-consumición se transforma por tanto en una nueva valoración de lo cotidiano lejos de la autonomía del instante. El poder maquínico del signo, fagocitado en esa simple reinserción de lo ya producido, queda desanclado en sus mismos presupuestos.
Aún con todo, esa reactualización de la repetición productiva del signo-mercancía mediante la valoración de un instante retrotraído en la de-consumición, ¿supone una brecha en el entramado capaz de llegar al núcleo, o simplemente es un efecto de superficie más que no tarda en ser deglutido por la lógica del simulacro imperante?
Alberto Gracia utiliza la ironía y sabe bien que no es tiempo de recolección sino únicamente de provocar una trabazón sistémica por mínima que esta sea. Así, dos son, en palabras del artista, los efectos que se consiguen: “la propia grandeza de los microtrascenderes (fugas aparentes a la horizontalidad de los desarrollos puramente dialógicos y nihilistas” y “la estimulante complejidad de los simple (acciones de carácter multiplicativo)”.
Quizá se piense que bien poco se haya conseguido a pesar de lograr un injerto en el tejido capitalista, pero, ya sea porque la inocencia es lo único prohibido al actuar postmoderno, ya sea porque la dromótica de la velocidad límite en que todo producirse encalla constituye una pantalla tan precisa contra la que bien poco puede hacer una leve desconexión maquínica, lo cierto es que el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de las grandes preguntas, hace ya tiempo que acabó. “Las pesadas preguntas filosóficas ya no tienen cabida en este fluir frenético de los acontecimientos, es ahora el turno de lo cotidiano, del quehacer lúdico del presente continuo”, dice el artista a este respecto.
Su fracaso, el fracaso del artista, ¿significaría acaso el hundimiento de una humanidad entera que ha perdido cualquier aliciente que no venga dado por su conexión a la pantalla global?, ¿sería nuestro futuro el de aquella novela de Philik K. Dick en el que el protagonista se conecta a una máquina para recibir la satisfacción inmediata a cualquiera que sea su deseo? Por el contrario, su éxito, ¿significaría acaso que aún cabe algún tipo de esperanza?
Situarse en los extremos de tal dialéctica es algo que queda excluido al habitante postmoderno: sabe que, más que jugar a ganar sabiendo que se puede perder, lo único que le está permitido es ver la superficie mediática de los signos sin ser capaz nunca de desvelar qué se oculta detrás de ellos. Es decir, lo único a lo que puede apelar es a una sospecha,
De nuevo, todo viene a coincidir: todo signo designa algo al igual que lo oculta, que lo esconde, es decir, que lo olvida en su propio producirse. Más aún, igual que el olvido del ser se hace necesario como forma precisa de intentar de veras un rememorar esenciante (es decir, igual que el nihilismo se hace razón necesaria para un pensar acerca del ser), así la sospecha es constitutiva de la contemplación de la superficie mediática. La sospecha, para decirlo en palabras de Boris Groys, “es el medio de los medios” y la forma existencial del habitante del plano de inmanencia postmoderno.
Porque, al igual que sólo se es en cuanto que se consume, solo se es en cuanto que se desea, sólo se es en cuanto que se está vigilado, sólo se es igualmente en cuanto se sospecha, en cuanto uno tiene la intuición de que, detrás de esa vorágine de imágenes que nos bombardea, no hay nada, que detrás de la pantalla que nosotros mismos nos creamos, tampoco hay nada (o al menos, otra cosa bien diferente de la que se exhibe). Y es que, como bien dice Debray, “cada uno se museografía en vida”, es decir, cada uno se constituye en pantalla desde la que autoexhibirse. Y, de esta forma, cada uno es la sospecha que carga detrás de su propia pantalla haciendo de nuestra propia relación con el mundo una relación paranoica.




¿Por qué se aplaude hoy al que más rápido fluye, se pregunta Groys? Porque el miedo es radical, porque la paranoia es extrema, porque la violencia lo salpica todo, porque la mirada del otro es siempre la mirada de la sospecha y porque, siendo la hipervigilancia el nexo esencial del habitante postmoderno, lo que toca es intentar huir. Y huir, huir aunque sea de esta manera tan decadente que consiste en anestesiarnos delante de la pantalla, no puede ser considerado ni una victoria ni una derrota.
Así pues, la labor del artista, lejos de plegarse a los dictados del éxito/fracaso, consiste más bien en desvelar mínimamente el proceso de sospecha que toda novedad produce en el campo topológico, proceder a atrevernos no a mirar debajo de la pantalla (cosa que nos está vedada) pero si a, al menos, saber que siempre hay un ‘plus’, una repetición que retorna en su olvido, un objeto que vuelve de-consumido, un espectro que, como el padre de Hamlet, vuelve para enfrentarse cara a cara con la sospecha convertida ahora en seguridad.
Así, lo más que llega a decir Alberto Gracia es que, merced a esta implosión, “el todo no es la suma de las partes, es mucho más”. Es decir, si la realidad es todo lo que se ha quedado fuera del archivo, plantear una lógica de las microfugas es plantear la posibilidad de una novedad que, en su propia repetición, plantee la sospecha más radical, la que da cuenta de que, como dijo McLuhan, “el medio es el mensaje”; es decir, de que ya no hay forma de separar el mensaje subjetivamente interpretado del hablante particular que enuncia el mensaje del medio. De tal manera, la “verdad” se da con anterioridad a su enunciación, la realidad se da en proposiciones ya legitimadas por el poder desde antes de ser inferidas. Poder y subjetividad, en la pantalla telemática que opera bajo el poder despótico del signo (la tecnología del poder en Foucault llevada al límite de su perfección), coinciden en su aterradora mismidad
Hay ecos de Zizek, y por tanto de Lacan, en este planteamiento final: “la realidad es no toda”, “la vida humana nunca es ‘meramente’ vida, siempre es sostenida por un exceso de vida”, dice el esloveno. Plantearnos qué es ese “más” que nos queda vetado es plantearnos, de una vez y por todas, que puede ser considerado ese “olvido” al que una y otra vez volvemos para articular el discurso y el sentido de la obra artística.
Quizá en este punto es donde el llegar demasiado lejos se torna una decisión de absoluta trascendencia. Aquí si que uno puede mirar para otro lado, hacer de dicho olvido algo que, como por otra parte ha sido siempre, nos conviene y con lo que no vale la pena andarse haciendo preguntas que hagan de él, de ese olvido, algo actual en la economía de la sospecha. Porque, en este punto, se corre el riesgo de hacer del propio intento un simulacro más. Aquí si que todo lo demás, todo lo dicho hasta ahora, puede convertirse en una pose, en un guiño, en un manierismo postmoderno como los hay miles y, sin duda, los seguirá habiendo.
No andarse por las ramas significa hacer de la propia irrupción en la economía maquínica del simulacro telemático una posibilidad a la que hay que valorar tal y como es. Como bien dice el artista “crear otra posibilidad, esta vez como accidente o precipitación impredecible”. De acuerdo que la posibilidad se da como imposibilidad, que la inocencia es algo de otros tiempos (de ahí que Alberto Gracia califique a sus microfugas de “objetos postrománticos”), que el propio sustrato efímero que sostiene el intento es demasiado débil como para provocar una fisura en el sistema, pero es que, además de que toda acción que revierta en el sistema debe de basarse, como cualquier ética ilustrada, en el “como si”, intentar una secuenciación micrológica a este nivel, tomando el olvido como presente, puede hacer surgir un nuevo lapsus, un error en el circuito que, como diferencia, provoque la precipitación de nuevas subjetividades, ya sea por disolución de la conciencia actual o por su simple superación.
Porque quizá sea esto lo que se esté jugando el arte actual, el proporcionar experimentos para dilucidar la pregunta que esencia a toda reflexión actual: ¿qué hacer con una libertad paralítica que depende de una noción de sujeto y de conciencia que, como poco, está puesto entre paréntesis? No es sólo que pensemos que en la polémica entre Habermas y Slodertijk acerca del futuro post-humano pueda y deba haber un punto de entendimiento, sino que, al fin y al cabo, el sujeto ilustrado se ha visto en la necesidad de renegar de su postura iniciática, la del saber por el saber. Hoy en día se hace necesario mirar para otro lado, no usar un conocimiento que está ahí pero que, dudando de qué hacer, cualquier salida le parece problemática. Porque, si adentrarse en los mundos de la biotecnología y la cibernética pareciera saltar el límite de lo humano, quedarse amedrentados sin usar un conocimiento que se tiene significaría también una traición a la propia esencia del sujeto ilustrado.
Pero vayamos por partes. El planteamiento nos ha llevado a apelar, en la propia lógica del microacontecimiento que sostiene las microfugas, a un ‘plus’ de realidad que, conectado de manera directa con ese propio olvido que ha facilitado la propia asunción del signo como poder despótico, ha quedado olvidada y disuelta en todo producir capitalista. Por tanto: ¿qué es lo que nunca se ha permitido?, ¿qué es eso que es entendido como un olvido?, ¿en qué consiste el ‘plus’ de realidad que se intuye, como sospecha, hay detrás de cada retorno de lo mismo por el poder maquínico del signo?

La respuesta solo puede ser una: ¡gozar del síntoma! La economía del signo, la del signo-mercancía impuesta por el producir cosificante del capitalismo ilustrado no es otra cosa que el estadio más avanzado en que los síntomas son olvidados, no permitidos según una lógica que pretende hacer coincidir siempre todo consigo mismo en una machacona identidad tan falsa como insidiosa que hace que, poco a poco, todo vaya cayendo del lado del objeto.
De tal manera, el síntoma, el error que precipita todo producir, incluso el de la conciencia, es justo lo que ha sido olvidado en todo el proceso de producción humano. De esta manera, toda la filosofía contemporánea no ha hecho sino intentar asumir esa diferencia “genética” que asola toda producción. Intersticio, grieta, diferencia, deconstrucción, diferentes palabras para referirse a lo mismo: al error original que, como olvido, sigue campando a sus anchas en el producir humano.
Así, mientras Deleuze se refiere a que “lo que cuenta es el intersticio entre imágenes, entre dos imágenes”, Lacan no duda en hacer surgir al ‘yo’ de la “diferencia mínima” que surge en el hiato entre dos significantes. Es decir, el ‘yo’ es una diferencia olvidada, un error en la diferencia que existe entre significado y significante. Lo específico humano es el fallo en el orden de lo simbólico, cierto fantasma consustancial. De tal manera es esto así que el sujeto es entonces el interminable proceso de división y repetición que lleva en el error sustancial del mismo proceso su esencia propia. El sujeto es entonces eso: diferencia y error. ¿Qué le queda entonces? Precisamente eso que se ha visto obligado a olvidar: el síntoma de su propio error, gozar del síntoma.
Gozar del síntoma es lo que eternamente ha estado presente en todo pensar pero que, en su misma cualidad de pensado, ha sido necesario mantener en el olvido. Gozar del síntoma es seguir las palabras de Hegel a la hora de calificar a la razón como locura total, como el mismo exceso de la locura, es hacernos eco de Kant al hacer de estados idealizados imposibles sus ideas reguladoras, del mismo Adorno cuando sentencia que todo pensar que no acabe en la trascendencia será guillotinado, de Zizek al decir que el exceso propio de razón es inherente a la razón misma, de Freud y su ‘pulsión de muerte’ como exceso del propio placer y, por último, de Lacan y la renuncia que plantea al ‘plus de goce’ como condición previa para entrar en el orden socio-simbólico (orden de la razón ilustrada).
Pero, sin querer hacer una inspección demasiado detallada, ¿cuál sería hoy el objeto de una razón que se produce según esas propias coordenadas de exceso pero que crece en el olvido de ese ‘error excesivo’ olvidando así sus síntomas? Alberto Gracia la tira con intención al basar la razón actual en “el síntoma postmoderno de la paradoja imposible de la felicidad”.
Porque hoy la felicidad se ha tornado ideología. Lo que en otras épocas no era sino la meta que se alcanzaba después de un proceso, hoy se ha objetivado de tal manera que es ella, la felicidad, lo único que propiamente se consume. ¿No es ahora el tiempo de la felicidad instantánea?, ¿no es ahora cuando la propia felicidad constituye el sustrato propio del plano de inmanencia?, ¿no es ahora cuando la felicidad se ha hecho hipervisible de manera que es ella la que soporta el peso de la pantalla global? La felicidad es lo que hace de frontera, de límite entrópico entre la superficie mediática y el espacio submediático. Es en ella, en la felicidad, en donde toda sospecha y todo olvido viene a hacerse efectivo.
La paradoja de la felicidad postmoderna es la siguiente: el signo-mercancía, en el último estadio del desarrollo de su poder despótico, es capaz de hacerla objeto cósico de deseo. Sin embargo, al tiempo que la ofrece, la oculta en el enésimo olvido generado por su propio producirse. Es el último eslabón porque nunca se hubiera pensado que fuese lo más propio humano, la felicidad, lo que se llegase a consumir como objeto. De esta manera el capitalismo ha triunfado en cuanto ejercicio perfecto de dominio del exceso de goce inherente a cualquier producir.
La paradoja está servida en bandeja de plata: al tiempo que se nos permite el goce, se nos indica el cómo y el dónde de tal goce: el sujeto postmoderno aparece como el efecto de superficie de un campo de inmanencia que soporta la hipervisibilidad de una felicidad que, para su consumo, impone su enésimo y más férreo control apelando a toda una serie de regulaciones y prohibiciones. Y, como hemos indicado más arriba, lo perfecto de este control del signo-mercancía es que es interiorizado como propia subjetividad de una manera perfecta. Así, el sujeto mismo es quien se vigila, a quien se le hace creer merecedor de una felicidad que posterga una y otra vez. No tabaco, no alcohol, no colesterol, etc. Se puede gozar, sí, pero siempre que el goce venga dado de mano del poder maquínico del signo de manera que el olvido del síntoma siga sin desvelarse.
Tabaco sin nicotina, chocolate sin grasas, cerveza sin alcohol, etc. ¿Qué oculta el signo-mercancía en su propio ser consumido como promesa de una inmediata felicidad? Oculta eso que ya hemos repetido: oculta la sospecha de un ‘plus’, de un exceso, de una sobredimensión más allá de la felicidad de superficie mediática impuesta por la dromótica de la velocidad límite del signo. Aquí es donde las teorías psicoanalíticas de Lacan alcanzan su apogeo: eso mismo que queda oculto como exceso del propio producirse no es otra cosa que lo Real. Lo Real es siempre el exceso, siendo la realidad la propia extracción de lo virtual de lo Real. Sólo mediante la simbolización lo Real queda filtrado para poder acceder a él. De ahí que el sujeto sea entendido como un lugar vacío, como el fantasma producido por el propio exceso al que no logra insertar dentro de las redes de significados.
Todo esto es bien sabido por la economía capitalista de manera tan precisa que hace de la felicidad del goce ideología. Si seguimos a Zizek en su teoría de la ideología como regulación de la distancia con el fantasma para así evitar lo Real de lo imposible, no podemos dejar de pensar que en la búsqueda hiperconsumista de la felicidad se evita justo aquello que produce el trauma: la posibilidad de lo Real. Así por tanto se goza del tabaco pero sin nicotina, de la cerveza pero sin alcohol, del café pero sin cafeína. Eliminando o, mejor si cabe, olvidando el fetichismo original con que toda mercancía es producida, haciendo de la felicidad de su consumo algo cosificado, se consigue lo que parecía imposible: olvidar, en un consumismo pulsional, el hecho de que ninguna mercancía cumple nunca su promesa.

Las microfugas de Alberto Gracia como posibilidad de una imposibilidad se tornan entonces el reverso de la perfecta ideología postmoderna de la felicidad como objeto consumible en cuanto que, esta ideología, hace del goce y del síntoma la imposibilidad de una posibilidad: consumir y ser felices porque lo Real traumático que puede producir el goce lo hemos eliminado.
Pero, ¿cuál es la consecuencia de esta hipertrofia en el fluir de acontecimientos? La consecuencia es que la propia sospecha se hace ya insoportable. El paranoide dejó paso al esquizofrénico como perfecto sujeto tardocapitalista, pero ahora el fluir es tan insoportable, se consume a tanta velocidad que las patologías se multiplican exponencialmente.
El producir capitalista, en el límite de su producir, habiendo cosificado la imposibilidad misma del posible encuentro con lo olvidado, con el trauma del encontronazo con lo Real, construye una sociedad donde el límite de la libertad se ha convertido en un miedo congénito a todo a todo lo que signifique lo otro. La sociedad misma devine en el simulacro y espectáculo de sí misma. En palabras de Alberto Gracia “lo sindical (resistencia utópica) se ha desdoblado en lo enfermo, se han cambiado las armas campesina (hoces y martillos) por las píldoras de Prozack. El ‘mejor enfermo que encabronado’ se ha convertido en el lema de la postmodernidad, tanto a nivel artístico como a otros niveles, viendo en la píldora, la cápsula, la ficción, la virtualidad, etc, una vía de escape para plantear nuevos puntos de fuga en la situación”. Es decir, sólo la farmacia es capaz de digerir los propios excesos generados por un capitalismo que maximiza hasta el límite la cosificación de la propia felicidad como olvido endémico.
Los procesos de medicalización son por tanto el anverso del olvido que el propio capitalismo asume como punto de partida. Se podría corregir incluso a Adorno y Horkheimer: no es que el mito sea ya Ilustración, ni que la ilustración sea ya mitología, sino que, más bien, la ilustración es un proceso de ‘patología’.


Aquí el planteamiento artístico de Alberto Gracia asume los dictados del esquizoanálisis de Deleuze pero en un tono más aséptico que revolucionario. Si para el francés el deseo implica un campo de inmanencia, un Cuerpo sin Órganos al que procurar una redistribución de los flujos libidinales que lo transita según la economía libidinal del signo-mercancía debido a que las relaciones intensivas del propio Cuerpo sin Órganos produce un exceso en forma delirio esquizofrénico, el carácter eminentemente de-consumido de las “microfugas” hace necesario otro tipo de intensidad. De esto es bien consciente el artista al caracterizar a sus “microfugas” como “cuerpos con órganos ya consumidos” haciendo reverter en ellos una doble lógica, “una doble intensidad: por un lado la intensidad de consumición y por otro la frialdad cadavérica de una presentación como productos”.
De ahí que no se trate tanto de aprovechar las intensidades de flujos libidinales, de reterritorializar el campo de inmanencia en una nueva lógica del sentido, sino de ‘profanar’ el mismo campo intensivo gracias a la presencia del objeto cadavérico y ya consumido.
Y es que Alberto Gracia entiende más la enfermedad como una coagulación intensiva en el campo topológico que no como un mero fluir esquizofrénico de intensidades. De ahí que la forma de enfermedad propia del sujeto postmoderno sea el absceso, la retención de pus, la infección a nivel micro de la pantalla mediática en un punto de intensidad máxima. Y eso justo es lo que provoca sus “microfugas”. Con la reinserción de una repetición no programada, de una producción ya producida, la vorágine telemática que acontece en la pantalla mediática se ve inesperadamente socavada en un error no previsto por el sistema global produciéndose así una coagulación infecciosa en la pantalla.


Si la fanatización es el perpetuarse en la pantalla, hacer del olvido una necesidad, y si la profanación alude a la acción misma de las “microfugas”, Alberto Gracia caracteriza como “ibuprofanaciones” a la profanación del edificio sagrado del dolor, al hacer del dolor causa olvidada y valerse de él para operar una incisión, una herida que supure y drene el absceso que supone la intensidad cadavérica de las microfugas. Es, por tanto, un intento de gozar del síntoma, del error que, aunque simulado en el efecto de la de-consumición, catalice una última posibilidad.
Pareciera en este punto ser radicalmente nietzschiano ya que, según el alemán, la felicidad para el hombre dionisíaco resulta no de una huida del dolor del mundo (léase, de su habitar en la pantalla global que hace del dolor espectáculo hipervisble y, por tanto, anestesiante), sino de la expansión de su afán de superación que tiene como condición el sufrimiento de la lucha contra los obstáculos. El sufrimiento, igual que en Nietzsche nace de un excedente de fuerza, de un ‘plus’ en la voluntad de poder, de una repetición no medida en la lógica del eterno retorno, en Alberto Gracia el dolor es un precipitado de la lógica de la microfuga, un excedente en una producción que se excede a sí misma en cuando opera con el excedente de lo ya consumido. Esconder el dolor y el sufrimiento, ese ha sido siempre desde luego la contraprestación necesaria para que el poder maquínico del signo se haya perpetuado desde su mismo comienzo, desde que se zanjó el asunto con un olvido que parecía revertir en lo beneficioso de la producción de un sujeto autónomo. El hecho de que ahora la anestesia del dolor necesite de ingestas masivas de medicamentos, tranquilizantes, que cree drogodependientes, ludópatas, personalidades bulímicas, compulsivas, no es sino la constatación del estado decadente del nihilismo (pues el olvido no es sino nihilismo) en las sociedades postmodernas. Al final, se harán proféticas las palabras de Baudrillard: “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”. Es decir, algún día todos necesitaremos nuestro chute diario para soportar el simulacro global de manera que el olvido que acarrea todo producirse no significará más que la garantía de tal sociedad.
En definitiva, la propuesta de Alberto Gracia “viene dada por el hecho de ver la enfermedad como una ventana para decir algo, siendo ésta un reflejo de la norma, la ley, la tendencia, y, en definitiva, la situación socio-cultural en general y la del arte en particular”. Para ello, su arma es la ironía, “no es un cínico ‘así es la vida’, sino un ‘¿así es la vida?’”.
En último caso, sólo nos resta accionar el sistema por él propuesto para comprobar si la lógica de los microsublimes, de los microtrascenderes y la de-consumición basta para crear el reflejo invertido al simulacro postmoderno; es decir, si se genera así un espacio abierto para el definitivo encuentro con lo traumático de nuestro olvido: si generará, aunque sea como (im)posibilidad, el error necesario para operar una lógica del síntoma que proponga una nueva libertad.