viernes, 30 de octubre de 2009

LA AMNESIA COMO FUTURO O EL FUTURO DE UNA AMNESIA


DAVID MALJKOVIC: ‘OUT OF PROJECTION’
MNCARS: 9/09/09-18/01/09

Desde Hegel y su noción de la Historia escrita por los vencedores como objetivación de un destino que se desenvuelve en autoconciencia, hasta los detritus actuales de una Historia incapaz de revelarse como nada más que no sea postración y renuncia, la propia Historia ha ido colapsando sus propias vías respiratorias para terminar asfixiada en una instantaneidad que no promete nada más que la catástrofe última: el accidente, el punto en el que lo virtual caerá en lo real gracias a una atrofia en los mecanismos económicos de producción de signos-mercancías.
Quizá, ahora más que nunca, nuestro tiempo sea el de la espera. Pero no una espera al modo existencialista y beckettiano; y menos aún una espera escatológica en las postrimerías de un tiempo que se acaba. Nuestra espera es la propiciada por el cortocircuito de nuestros sentidos en la amnesia generalizada, la del ciudadano medio anestesiado en los límites de lo infrahumano y sedado ante cualquier pantalla. Ni siquiera podemos apelar a un sentimiento de paradoja: Vladimir y Estragón sabían que esperaban aquello que nunca vendría. Pero nosotros ni siquiera podemos agarrarnos a esa contradicción: evitamos saber que esperamos.
Incluso, el hecho de evitar nos viene ya dado por las propias estrategias de escape de una sociedad que abe bien hacia donde no quiera mirar más: hacia el futuro. No habiendo ido a ninguna parte, se nos dice que podemos ir a donde deseemos; no sabiendo nada, se nos ofrece el saber más absoluto a golpe de click; habitando el terror más inhóspito ante todo lo que se halle ‘ahí fuera’, se nos dice que vivimos en la sociedad de la tolerancia, la igualdad y la democracia. Sin caer en la cuenta de que persigue su propio fantasma, al ciudadano postmoderno se le hace creer que el todo está a la vuelta de la esquina, el pasado no es nada.
El vídeo que Maljkovic presenta en el MNCARS trata precisamente de todo esto que hemos intentado delinear en pocas frases: trata de observar las relaciones entre espera e Historia y, como ambas, más que complementarse en una fusión idílica y plena de sentido, se retuercen y persiguen en una narración que parece haber llegado a su fin.
Maljkovic sabe que el futuro, la Historia misma, se asienta, como cualquier noción nacida al socaire de los vientos ilustrados, en un error, en un fallo original. Cual sea ese error, es lo que trata de desentrañar en esta magnífica obra.
Y decimos magnífica no llevados por la efusividad que pueda merecer cualquier artista de recién estrenado renombre, sino porque la inteligencia que se destila en esta obra va mucho más lejos del simple tener bien aprendida la lección. Maljkovic enfatiza la fragmentación discursiva y la metanarración para situarse en un ‘entre’ desde donde señalar aquello que, de cualquier otra manera, se desintegraría en su mera contemplación. Porque, si contemplar ya es narrar, y si narrar apunta a una historiografía, es claro que no valen ya los recursos archiconocidos de acercamiento a la realidad de la Historia para dar cuenta de ella.
Casi podíamos decir que, aunque desde presupuestos bien diferentes, Maljkovic explora los mecanismos del “realismo traumático” profesado por los artistas de los ochenta (Cindy Sherman, Robert Gober, Paul McCarthy, Mike Kelley, etc). Decir esto quizá sea no decir nada o decirlo todo en una fragante obviedad, pero es que, cuando la realidad se ha caído con todo el equipo en lo pantanoso del simulacro telemático, queda claro que el proceder psicoanalítico que toma el objeto a estudiar por das Ding (Freud) o por lo Real (Lacan), es la única vía para no encontrarse de repente remitido a una pantalla donde, gracias a una economía que opera a velocidad límite, el objeto, la cosa misma, se haya desintegrado en un flujo más, en una imagen más donde, como todas las demás, no nos quede ya nada que ver.


Pero es que además, en este caso, el remitirnos a postulados psicoanalíticos es del todo válido ya que la Historia se ha convertido en lo siniestro contemporáneo. Maljkovic opera simplemente una vuelta de tuerca más: no es ya que la pantalla-tamiz se desintegre en la mediación sujeto-objeto, sino que incluso en aquello en lo que media grandes dosis de autoreflexividad (como es evidente en la Historia), se nos hace imposible el mirar directamente. De esta forma, con esa simple apelación a momentos fundacionales de corte spicológicos, la Historia se convierte en el lugar topológico donde lo familiar ha devenido no-familiar, donde nuestro extrañamiento es máximo debido al hecho de ser expulsados de aquello que es esencialmente nuestro: de nuestra propia Historia.
De ahí también que la Historia se haya convertido en lugar privilegiado para la repetición: en nuestro pánico ante aquello que desconocemos en su cercanía, ante lo latente de un terror que surge de nuestra más íntima familiaridad, apelamos a ejercicios de repetición para no vernos cara a cara enfrentados con aquello de donde parece se nos expulsa.
No mirar, permanecer aletargados, preferir la hiperviolencia postmoderna a lo trágico de una Historia que nos pertenece; hoy todo es mentira porque aterra de sólo pensar en su posibilidad, porque sucede en cuanto simulacro telemático. Sólo miramos aquello que es producido para consumirlo en el espectáculo global. La Historia discurre paralela al simulacro que toma el morbo como pathos general y anestesia todo intento de insurgencia en la placidez mórbida de chutes de telemaratones.
Pero, yendo un poco más lejos, podemos ver más líneas de contacto entre la obra de Maljkovic y las teorías psicoanalíticas. Porque, como repetidas veces ha dicho el propio artista, su obra, al fin y al cabo, trata de la posibilidad de un futuro y no sólo de situarse en el error de programación en que la Historia parece haberse situado. Si mirar no nos está ya permitido, si hay que decidirse por tomar una distancia media donde poder estudiar al objeto evitando su rápida asimilación en flujos libidinales que puedan ser pasto de la siguiente campaña de marketing, lo que sí que nos está permitido, aún corriendo grandes riesgos, es agujerearlo y dinamitarlo, al objeto, en su mismo núcleo.
Esto que puede parecer un brindis al sol después de tanta ‘toma de distancia’ y tanta ‘desintegración objetual’, se asienta por completo en la teoría lacaniana de lo siniestro. Si para Freud lo siniestro intenta satisfacer una falta recubriendo lo Real para así evitar la falta, para Lacan lo siniestro es la pura angustia de contemplar el vacío. Así, lo siniestro se comprendo como un intento de llegar a la “falta de la falta”, de descorrer el velo y agujerear ahí mismo donde lo Real se erige como la “falta original”.
Obviamente se corre el riego, la certeza absoluta si se es fiel a la teoría, de que detrás del velo no haya nada, que lo Real, la Historia en este acaso, no sea sino el lugar vacío donde anida el trauma. Pero es que, al tiempo que todo se pierde, todo se gana para nuestra causa al instante siguiente: el sujeto, comprendido como el error mínimo que media entre significado y significante, entendido como la diferencia mínima entre el llegar demasiado pronto a su propia Historia o demasiado tarde, ha de comprenderse así, nómada en relación a sus propias estructuras, móvil ante los fantasmas que le acechan intentándolo reificar en una conciencia sedentaria, frágil ante el vacío en que su Historia se convierte.
Maljkovic nos sitúa desde el principio en ese ámbito de lo familiar desconocido: aparecen personas, pero no sabemos quienes son ni sabemos tampoco donde están ni porqué. A pesar de ello hay un halo de familiaridad: sus ropas, los coches, los árboles… Deberíamos saberlo todo, y, sin embargo, no sabemos nada. Se piensa entonces que el video nos desvelará el secreto, pero, casi en el límite opuesto, el vídeo nada nos resuelve.



Entonces sucede como ya hemos indicado arriba: perderlo todo para llegar al mismo núcleo duro. A medio camino entre el documental y la ciencia-ficción, la obra explora la infinidad casi de reverberaciones que surgen en el ‘entre’ de un pasado que no termina de irse y un futuro que parece nunca llegar. El tiempo se para, la escena se detiene, la cámara se aleja o se acerca; en otra pantalla algunos de los protagonistas hablan pareciendo (o quizá somos nosotros en nuestro deseo) explicar la escena. Nuestra angustia crece pero a ellos parece no importarles: estamos cerca de correr el velo a lo siniestro de una Historia que ha dejado de sernos familiar.
Resulta que las personas son jubilados de Peugeat en el circuito de pruebas de Souchaux interviniendo en la fábrica de ideas para futuros proyectos. Así de fácil porque el trauma siempre es un acontecimiento de superficie. En el ‘entre’ de dicha situación termina por desenvolverse todo: entre una naturaleza humanizada y un futuro hipertecnológico simbolizado por los coches último modelo, entre un pasado de lo que fueron sus vidas y un futuro que ya no verán pero al que siguen relacionados. Si se tiene el dato de que en dicha fábrica se fabricaron armas para los nazis en la Segunda Guerra Mundial, la historia termina por (des)cuadrar.
Quizá lo último sea decir que dichos personajes se debaten en el ‘entre’ de una herencia que no se saben hasta qué punto es suya debido a la necesidad que todos tenemos, también ellos, de amnesia general. Y es que el propio Maljkovic se esfuerza en pensar sus obras desde la necesidad última de trascender límites y operar, aunque sea desde una amnesia colectiva, un futuro mejor el cual él, como verbo-croata, sabe más que nadie de su necesidad.
Al final del vídeo, por fin, un hombre se separa de su compañera y la cámara le sigue. El hombre se gira y parece hablarnos; sin embargo, seguimos sin escuchar nada. Pero ya todo ha cambiado. El velo de lo Real de la Historia se ha descorrido y sus inaudibles palabras por fin las comprendemos: no hay nada salvo una insondable espera y una irrefrenable necesidad de futuro.

lunes, 26 de octubre de 2009

LA PINTURA COMO EXCESO

JORGE GALINDO: 'FLORES Y PAPELES ARRANCADOS'
GALERIA SOLEDAD LORENZO: 18/10/09-21/11/09

Trabajando como hace el arte en los límites de la razón ilustrada, normal que le vaya en su propio concepto el enfrentarse cara a cara con los propios excesos de una razón que nunca ha sabido muy bien qué hacer consigo misma. Quizá incluso, la parálisis que el arte parece sufrir actualmente no venga marcada sino por una razón que se ha deglutido tanto a sí misma que incluso sus excesos hayan terminado por cosificarse dentro del proceso de reificación en que la postmodernidad ha devenido.
Siendo esto así, lo cierto es que la tan manida muerte de la pintura no es sino la etiqueta con que se ha marcado estos procesos endogámicos de domesticación de la razón con que el arte ha querido cargar sobre sus espaldas. Porque la pintura, con esa relación tan privilegiada con el representar más elemental, tiene en su poder las llaves para situarse siempre un poco más allá de lo que la propia esencia del arte demanda a cada paso.Tanto es así, que los movimientos de dilatación y contracción que parecen haber dominado la escena del arte contemporáneo no son sino efectos de superficie de este tratar del arte con los propios excesos de una razón fragmentaria y cínica. Desde el canto del cisne a la creatividad romántica (a la que aún el expresionismo abstracto parece apuntar) hasta la irrupción de los nuevos salvajes a mediados de los ochenta, cada momento de efervescencia ha sido continuado por una recapitulación del arte con esos mismos excesos con que el arte pretendía relacionarse de tú a tú.
Hoy en día, partiendo de la premisa de que el arte, en su calidad de apariencia, se relaciona con lo real, y habiendo devenido ésta puro simulacro, el arte se debate entre dejarse llevar frívolamente en pos de unos límites detrás de los cuales acierta a saber que no hay nada, o mantenerse aún como producto ilustrado erguido sobre lo que un día se le dijo era su misión: guardar en su esencia aquello con que la razón no termina de sentirse cómodo. Emancipación, utopía, cerramiento de la sutura ontológica, etc, son todos ellos lugares comunes para un arte que se niega a darse carpetazo a sí mismo.
Jorge Galindo (Madrid, 1965) en esta exposición que se puede ver hasta el día 21 de noviembre en la Galería Soledad Lorenzo, y que coincide con una exposición mayor en el MUSAC de León, da cuenta de esta relación ambivalente que guarda la pintura actual con unos excesos que ya difícilmente, cuando toda realidad se ha fagocitado bajo el poder dogmático del signo, pueden ser considerados como límites fronterizos de la originaria razón ilustrada.
Galindo, sabiendo que la representación no imita, que todo producirse no apunta sino a acontecimientos efímeros, apostó desde su comienzo, allá por los años ochenta, por una vuelta a la emotividad y la expresión, al exceso y a la violencia de un pintar al que le era ya imposible verse reducido a amanerada abstracción o a lo absurdo de una figuración que nada mostraba.
Pero lo cierto es que no pasó mucho tiempo hasta descubrir que, además de no imitar, la representación tampoco expresaba. Así, las primeras obras que podemos ver en esta muestra (además de todo el montaje del MUSAC) apuntan más en esta dirección de insondable dejación de principios con la que termina por vaciarse una pintura amparada en la furia, el gesto y la violencia.
Quizá no se trate sino de una barroquización extrema en las formas, de un guiño a los motivos florales como callejón sin salida con que la pintura juguetea a cada paso, de un adornarse en los excesos de una pintura que sabe que eso ya no le basta, o incluso de barruntar (como parece hacer en el MUSAC) con una pintura expandida como momento dialéctico de no-solución que toda pintura necesita para terminar posteriormente superándose.


Porque lo cierto es que Galindo sabe bien cual es la mecánica del hecho pictórico, el punto de abordaje de unos excesos que ya, de ninguna forma, vienen dados por liberación de energías de ningún tipo. Tratar a la pintura, como hizo en una entrevista reciente, de acto combativo, subversivo y radical, sí; pero hacer de ello alfa y omega del proceso creativo es donde está el peligro, donde la pintura espera agazapada para asestar su certera puñalada.
Proponer un algo más, no sucumbir a los excesos narcisistas ni a emotividades plásticas sino, más bien, mantener una postura limítrofe con esos mismos excesos bien pertrechado detrás de posicionamientos de corte metapictórico: ahí, justo ahí, es donde toda pintura puede llegar a triunfar.
Las últimas pinturas de la exposición nos dan la solución a la aparente paradoja. La pintura nace como acto creativo pero, más que enfatizar el resultado, hay que merodear los momentos perfomativos, ya sean estos los que pudieran tener al propio artista como protagonista, o aquellos otros que se proponen como variables dilucidadoras del propio hecho de pintar. En este sentido, Galindo apunta a la problematización del soporte como lugar privilegiado del hecho pictórico.
La superficie del lienzo ya no es el lugar del representar sino que, habiéndose apelmazado la realidad, habiéndose estratificado, el lienzo ha de seguir esas mismas premisas de saturación informativa. Galindo pinta sobre carteles callejeros, sobre una masa deforme de realidad, que remite a la fragmentación, a una realidad que ha devenido acumulativa y donde la información vale solo el instante siguiente en que otro retazo de mundo y de vida viene a superponerse.
Pintar encima de esa economía del simulacro capitalista, hacer de tal superficie lugar para las dentelladas que la pintura aún es capaz de dar a la realidad: así es como el arte logra todavía trasgredir unos límites que no están tan cosificados como nuestra detrítica razón nos quiere hacer ver.

jueves, 22 de octubre de 2009

HUELLAS DE ESPERANZA

MICHAL ROVNER: 'FRECUENCY'
IVORYPRESS ART+BOOKS: 6/10/09-19/12/09
Lejos de amilanarse en los estrechos márgenes de la producción en que el arte de hoy en día se mueve, cohibido ante tanta revisitación postmoderna de lo ya archiconocido, el arte expone sus paradojas de manera tan impúdica que incluso ante la globalización logra de vez en cuando saltarse sus preceptos y hacer de lo ‘otro’, de lo diferente, motivo para dignificarse.
Insertado en una especie de sortilegio del que parece no poder salir, el arte da vueltas sobre sí mismo devorando todo lo que se le pone al paso sin pararse mucho a pensar ni en causas ni en motivos. Pero, rara vez sucede que en ese ir y venir de banalidad en banalidad y de frivolidad en frivolidad, algo le explota en las manos: capaz de asimilar cualquier diferencia por grande que esta sea, capaz de ganar toda potencialidad semiótica para su causa, capaz de ejercer su poder de forma tan dogmática que ya vida y arte se confunden en una futilidad total, sucede que justo ahí, en el mismo momento de hincar el diente, el arte se rebela y se muestra tan indómito como desconocido.
La obra artística que Michal Rovner (Tel Aviv, 1957) nos propone parece seguir estos extraños vericuetos del arte contemporáneo. Viniendo de muy atrás, hundiendo sus raíces en una cultura tan conocida pero también tan olvidada, su obra tiene todos los ingredientes para adherirse a las filas de los caídos en el intento. Densamente conceptualizada, exponiendo al espectador a un extrañamiento cifrado en un rememorar existencial y teológico, enfatizando sus nexos con la memoria de un legado milenario, su arte parece querer cifrar todo el bagaje archivístico de su cultura en unas nuevas coordenadas, y el arte, en contra de todo lo que cabría suponer, se lo permite.
Quizá lo haga, nos atrevemos a pensar, porque la artista ha comprendido que la naturaleza del arte no es tanto hermenéutica como vivencial y que, por tanto, más que des-cifrar en base a códigos predeterminados, lo esencial del arte es la posibilidad para una nueva encriptación, para una nueva posibilidad de decirlo todo por primera vez sin por ello variar una coma lo ya dicho.
¿Acaso no es esa precisamente la esencia de la tradición judía y, por ende, de la nuestra? Decirlo todo de nuevo cada vez porque esta vez puede que sea la definitiva, decir: “el año que viene en Jerusalén” porque siempre cabe tal posibilidad. La vida humana se explica entonces desde el dramatismo de esta situación, la de vivir en el todavía-no de una certeza absoluta, y al arte sólo le cabe ser testigo activo. De ahí que su trabajo se centre en explicitar las tensiones que recorren la vida humana, su relación con el tiempo y con el espacio, con lo fortuito y lo necesario, con la memoria y el archivo.
Su tiempo es el de la espera, el de la elucidación de instantes que puedan guardar en su seno la posibilidad última de una definitiva salvación. Sobre piedras milenarias, encima de desconchadas vasijas, la artista proyecta una historia entera: la nuestra, la de nuestra espera. Minúsculos seres parecen recorrer en ordenadas filas horizontales la longitud entera de la obra. El tiempo se deshace, se rasga (‘Cracked Time’ se llama una de estas obras): o no hay ya tiempo para nada o todavía el tiempo ni ha comenzado; o todo lo importante ha sucedido (y entonces, ¿qué esperamos?) o todavía ni ha empezado a suceder (y entonces, ¿qué esperamos?). Extraño y ambiguo esto de problematizar y dialogar con toda una tradición, pero, ¿no se asienta toda utopía en lo paradójico de una posible imposibilidad?
Quizá sea en ‘Culture plate nº 7’ donde, pese a su gran dosis de obviedad, se haga más explicito esta paradójica dualidad con la que carga nuestra tradición. Se proyecta una caja de Petri (cajitas utilizadas en laboratorios para cultivo de bacterias) y se ven partículas rojas en confusos y deslavazados movimientos. Pero no son partículas, son figuras humanas; somos (quién sabe) nosotros mismos.


La escala se hace aberrante pero no se sabe en qué sentido: o bien es nuestra mirada la que no tiene sentido, o bien son esos pequeños hombrecillos los que nadan en el sinsentido. Lo que sí que sabemos es que la obra trasciende la más básica operatividad de la investigación científica de la sociedad como dinámica de entropías para entrar de lleno en ámbitos más cercanos a la reflexión sobre la necesidad que aún tenemos de trascender inercias colectivas, de operar a cada paso nuevos vínculos con aquello que nos rodea y de, en definitiva, sabernos llamados a una especificidad bien concreta: la de poner cada uno nuestro tiempo al servicio de un sentido último, de una posibilidad última sustentada en la imposibilidad de que, en algún momento, no hay ya nada que esperar.
Frecuency’, título de esta primera exposición individual de la artista en España y que se podrá ver en Ivorypress Art+Books hasta finales de noviembre, nos muestra 23 obras creadas en los últimos cinco años habiendo sido algunas de ellas específicamente producidas para esta exposición.
Michal Rovner, reconocida doctora honoris causa por la Universidad hebrea de Jerusalén en 2008 y ganadora el Aviv Award en 2007 como reconocimiento a su carrera artística, es considerada una de las artistas israelíes más importantes del momento y más ampliamente reconocidas. De las más de cincuenta exposiciones en solitario cabría destacar ‘Fields of Fire’ (2006) en Jeu de Paume de París, su muestra en el Pabellón Israelí de la 50ª Bienal de Venecia de 2003 titulada ‘Against Order? Against Disorder?’, y la retrospectiva que en 2002 le dedicó el Whitney Museum de Nueva York.

martes, 20 de octubre de 2009

FICCIONES DE LA IMPOSIBILIDAD EN EL SOLAR DE LO MODERNO


Artículo publicado en ARTE10 (http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=353)

JORDI COLOMER: "Avenida Ixtapaluca"
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 17/09/09-31/10/09
En toda narración, más importante aún que la secuencia lógica de hechos, son los puntos de ruptura los que marcan el paso. Coagulándose en puntos de máxima intensidad, toda la energía acumulada durante años sale de repente, como un pistoletazo, disparada por los aires.
Y quizá después de todo no sea la historia sino esa proliferación de puntos de ruptura que amenazan con asolarla agujereándola en su misma esencia. Una historia hecha de puntos de interferencias, de lugares límites, de topologías granulosas, de rizomas endogámicos donde toda salida no es sino una problematización del momento anterior. Y es que quizá sea cierto que la historia la escriben los vencedores pero, en el mundo moderno de la lógica de los microacontecimientos, todo punto de vista guarda una querencia hacia el poder que lo autolegitima dándole carta blanca para erigirse como próxima parada en la secuencia de puntos límite que conforma cualquier historia.
La modernidad, por ejemplo y sin ir más lejos, tiene tantos finales como plausibles salidas aún cree guardar en su seno. Porque, desde aquellas posiciones más habermarsianas que pregonan una postmodernidad como lugar común del error de considerar a la modernidad como proyecto ya finiquitado, hasta aquellos que hacen de ella bandera para demoler toda herencia ilustrada, lo que si que no puede dudarse es que ella, la postmodernidad, sobrevive gracias a ese vicio adquirido durante años que no hace otra cosa que fragmentar toda historia, disolver cualquier narración y problematizar cualquier relato mediante una autoreferencialidad que lo anula por completo de cualquier vis utópica que aún pretenda albergar.
Y si antes hablábamos de pistoletazos no fue por casualidad: Gordon Matta-Clark, disparando contra los vidrios de las ventanas del Instituto de Arquitectura donde se albergaría una exposición del propio artista junto a arquitectos de la corriente formalista surgida en ese tiempo, pone punto y final al proyecto moderno que la arquitectura pensaba cumplimentar alguna vez.O, si se prefiere, no sólo un disparo, si no una demolición entera: a las 15:32 del 15 de julio de 1972, los bloques de viviendas Pruitt-Igoe de Saint Louis del arquitecto Minoru Yamasaki son dinamitados y convertidos a escombros. Adiós para siempre al idealismo moderno y a lo utopía social. La arquitectura, a partir de entonces, tendrá que ser otra cosa, es decir, deberá iniciar un nuevo relato. El que otra demolición de Yamasaki, esta vez por motivos bien diferentes (nos referimos evidentemente a las Torres Gemelas de Nueva York), haya marcado otro punto de ruptura en la secuencia de acontecimientos-falla, no debe ser tomado sino como uno de esos simples giros del destino con que la historia a veces se hace tan evidente que llega hasta el dolor más inhumano.
Pero hoy en día, anclados de todas todas en la postmodernidad, cuando todo gesto, ya sea un pistoletazo o una demolición, puede ser comprendida desde el cinismo que opera como pathos global, cuando la dromótica del tiempo hiperreal ha propugnado como imposible cualquier clase de utopía, sólo cabe una salida: inmiscuirse en el sistema, crear una divergencia operacional en la maquinaria despótica del signo y hacerlo operar. Evidentemente, nada saltará por los aires, apenas una micro-grieta surgirá en la superficie telemática de la pantalla global: lo novedoso ya no es rival para un signo que ejerce su poder de forma despótica en una topología que maximiza los flujos y transacciones a velocidad límite. Pero sin duda que es más de lo que a priori se puede pensar: se ha creado, gracias a ese gesto tan nimio como aparentemente inocente, una situación.
Y es que el objeto es despótico pero todavía ofrece un lado vulnerable, inusitadamente vulnerable: aquel que surge del mero hecho de insertarlo en la cadena propia de significados a los que de hecho y por derecho pertenece. Y precisamente ahí, en esa mediación que existe entre el objeto y la toma de distancia respecto a sí mismo que toda cámara supone, es donde tiene lugar el trabajo de Jordi Colomer. Porque él lo tiene claro: no es sólo el insertarlo en la red propia de significados, sino que es la cámara, el ojo incisivo, lo que hace que el objeto se violente y haga aparición así, en palabras del propio artista, una situación.
Más en concreto, la creación de esa situación que Colomer ensaya una y otra vez, va dirigida a investigar las consecuencias que la demolición moderna ha tenido en el habitar humano y el carácter actual de la arquitectura. Después del escopetazo y la demolición, queda el solar vacío de las ruinas que un día fueron lo moderno. Pero hoy, en esta nueva realidad telemática, ¿qué relación existe aún entre el ser humano y la arquitectura, entre la realidad que le ha tocado vivir y su habitar más ontológico?



Porque hoy, la realidad, habiendo devenido el flujo constante de información y de conocimiento perpetrado por el bombardeo tecnológico de los mass media, no concibe ya ningún habitar que no justifique estas prerrogativas de la realidad virtualizada. El construir, siempre matematizable y susceptible de adecuarse a la rugosidad del relieve, ahora se ve sometido a la matemática de la virtualidad y al relieve de la tercera dimensión del objeto: después de la materia y la energía, es ahora la información lo que constituye en sí la esencia del objeto. De esta manera, la ciudad se concibe como lugar de actividad técnica y de circulación de conectividades y cambio de información.
Bajo estas prerrogativas, casi diríase que Colomer tensa el carácter de ficción con que la realidad es hoy en día entendida: insertando al objeto convierte, gracias al ojo de su cámara, en mera fabulación y decorado a todo lo que le rodea, haciendo evidenciar al mismo tiempo, con ese gesto que antes hemos caracterizado de inocente, la teatralidad endogámica con que la arquitectura se resuelve hoy en día. Las ideas de Rem Koolhas, uno de los primeros que se puso a escavar en el solar derruido de la modernidad, de la ciudad teatralizada, son ahora enfatizadas por Colomer, al tiempo que los primeros axiomas postmodernos de escenografía de decorados asumidos por Venturi son también aquí ganados para la causa.
Pero es que no es Colomer el que se haya decidido a seguir unas pesquisas ya ensayadas por los pioneros de la posmodernidad, sino que casi cabría decir que es el propio objeto el que se postula como tal: en los setenta, todavía era posible pararse a jugar a crear ficciones con los cascotes de la demolición moderna, pero hoy, cuando la virtualidad tiene carácter ontológico merced a la dogmática del signo, sucede que o seguimos el juego y nos contentamos con enfatizar paradojas y subrayar sinsentidos, o toda ficcionalidad recurrente que no se plantee en términos de problematización no terminará sino estando de parte del objeto.
En relación a esta oposición, Colomer sabe muy bien que el objeto ya no puede hacer las veces de inocente ‘objet-trouvé’, que su lógica se ha impuesto de tal manera que, como él mismo dijo en una entrevista, “en el mundo post 11S el objeto sin propietario es una amenaza potencial y una realidad inquietante”. Otra vez el 11S como punto de ruptura: todo objeto ha de ser catalogado, definido, remitido a unas redes que den buena cuenta de él y disipen la amenaza consustancial a su propio estatus ontológico de objeto.
Pero la problemática objetual a la que Colomer recurre para trazar una autopsia en la realidad arquitectónica de la postmodernidad, no es algo demasiado recurrente en su trabajo, sino que más bien su trayectoria puede verse como la apertura necesaria para que la lógica del objeto ejerza su poder de forma más dogmática y puedan aprovecharse mejor las trazas de paradoja que todo objeto deja a su paso. Porque, a este respecto, sus primeros vídeos, con carácter más de perfomance, enfatizaban la presencia del objeto como despótica mismidad que impone su lógica libidinal en una frenética acumulación que llevaba al personaje a posiciones de irracional sinsentido. Por ejemplo, en Simo (1997) o en El dortoir (2001), los protagonistas son enfrentados en un escenario cerrado en los que los objetos no paran de multiplicarse en pos de su propia lógica hasta convertirse en objeto-masa.
Ya un poco más tarde Colomer opta por abrir el plano, por generar un lugar de mediación en el que el objeto imponga su presencia pero que al mismo tiempo nos haga enfrentarnos a las posibilidades efectivas de construirnos como sujetos incardinados en un espacio concreto. Así por ejemplo, en Anarchitekton (2002-2004) el objeto mismo es desdoblado en dos realidades de manera que es nuestra propia situación lo que queda afectado: un hombre enarbola la maqueta de un edifico representativo de una serie de ciudades (Barcelona, Bucarest, Brasilia y Osaka) y baila y corre delante de él.
De esta manera, una arquitectura que sigue basando sus cánones en la monumentalidad escultórica (ya sea la prefigurada por diverso órdenes de ideología, como por la paranoia de la hipertecnologización postmoderna) queda desenmascarada como pura teatralidad escenográfica con el simple hecho de colocar ante sus ojos una pequeña maqueta. Pero lo más grave, y hacia donde sin duda se dirige la mirada de Colomer, no es la denuncia de simulacro fantasmal en la que la arquitectura parece seguir resolviéndose hoy en día, encadenada a determinadas prefiguraciones modernas de majestuosidad escultórica y funcionalidad simbólica, sino el lugar al que somos nosotros lanzados sin ni siquiera saberlo. Lo que sucede entonces es que es nuestro habitar lo que queda intercalado en dos, fagocitado en dos realidades que lejos de construirnos, nos somete bajo la doble lógica del simulacro: la consustancial de un construir que se evidencia como montaje decorativo y la propia denuncia que en su escala no escapa de la apariencia. Es entre ambas lógicas del simulacro donde todo construir remite a una oscilación entre realidad y ficción que hace de todo lugar el sinsentido de un habitar desanclado de toda ontología existenciaria y que no termine sino resolviéndose en no-lugar.




De esta manera, una vez abierto el ámbito de decorado real en el que el objeto se mueve, llega Colomer a preocupaciones urbanísticas y arquitectónicas que tienen más que ver con los efectos que la ficcionalidad inherente al construir humano puedan tener para la socialización humana, que a consideraciones de tintes más constructivistas o de extensión de prácticas artísticas.
Decimos esto porque los parámetros en los que cabe entender su último video, ‘Avenida Ixtapaluca’, son estos mismos que hemos rastreado más arriba, de manera que no cabe comprender las largas secuencias de Ixtapaluca como un intento de abordar la problemática moderna de la vivienda obrera bajo la óptica de la miseria y serialidad con la que son ejecutadas, ni tampoco como un ejercicio similar al que pudiera inferirse de una obra parecida (‘Homes for America’ de Dan Graham) en relación a una posible extensión del arte a ámbitos tales como la planificación social de la vivienda.
Ixtapaluca es una ciudad del extraradio de Mexico D.F. en la que se ha construido una gran urbanización para 80.000 personas con viviendas unifamiliares todas ellas muy similares variando únicamente en los colores pastel utilizados. Para mayor énfasis en su carácter de decorado, la red urbanística se constituye como un gran entramado racional y funcional de dimensiones desorbitadas. Todo atisbo de novedad dentro de ella parece sucumbir bajo las coordenadas de precisión a la que la trama urbanística parece conducir. Sin embargo, de lo seguro surge lo accidental e imprevisto y Colomer solo está ahí para sacarlo a la superficie.
Y aquí aparece todo lo que hemos apuntado sobre el trabajo de este artista: la cámara, sobrevolando la repetición casi enfermiza de avenidas idénticas, hace que el efecto de teatralidad de la arquitectura (esa caústica postmodernidad que sigue haciendo piruetas sobre el solar de la modernidad) quede sobredimensionada consiguiendo que este ficcionalizar la arquitectura repercuta en una escenografía de la vida, creándose así un ámbito de contaminación en el que el espacio real queda sometido a la ficción de una determinada situación forzada.
Y en este caso, es la piñata que se pasan de unos a otros por las largas avenidas lo que hace de detonante, de punto de intersección entre una realidad ficcionada y un decorado que se convierte en real. Porque en esa acción hay más de lo que cabe esperar. El objeto, como dijimos, impone su lógica, pero también permite el desacople más irreverente. Reinscribiendo la red de significados del objeto en cuestión en el entramado de ficcionalidad que la cámara consigue, se logra que las estructuras adormecidas y plegadas al poder despótico del signo-mercancía se solivianten con inusitada vivacidad. Una piñata de Buzz Lightyear es la encarnación de aquello mismo a lo que no se presta ya ningún objeto: a dejar correr la vida ahí donde parecía dominada.
Insertando la ficcionalidad hipercapitalista que encarna el héroe del espacio en las avenidas de Ixtapaluca, más que acentuarse el poder del objeto en sí mismo (en relación si cabe bastante obvia en que es él, el héroe norteamericano, quien ha conquistado incluso la última avenida de cualquier ciudad mexicana) es la propia utopía aún mantenida lo que salta por los aires. La imposible utopía de la vivienda unifamiliar con jardincito a la entrada queda barrida como la imposibilidad que se sabe imposible y, en su lugar, aparecen inusitados momentos de resistencia, de transformación, de fuerzas que tratan de hacer de esa imposibilidad (la de comprender a semejante esperpento en una ‘verdadera’ ciudad) un intento de vida más allá de cualquier lógica impuesta.
Por descontado que la asunción de ese momento limítrofe entre la teatral realidad y la real ficción (ya sea la de la arquitectura o la de la vida que surge alrededor) no es otra cosa que un espasmo en la nomenclatura dialéctica de la dogmática que el signo-piñata necesita para imponer su lógica, pero lejos de ser esto visto como una ficcionalidad necesaria que al tiempo que accede a escenografiarse corre parejo al poder del objeto, cabe entenderlo como un momento de potencialidad en los procesos que han sostienen y estructuran a la vida humana.
Hacer violentar la imposición de vidas formateadas, reunir aún la fuerza necesaria para erigir una resistencia como contrapeso a los procesos dogmáticos del signo, permitir un ámbito para lo inesperado, para la creación evasiva de la planificación kafkiana e, incluso, apelar a reinterpretaciones de objetos para favorecer más su vis contradictoria que su poder maquínico, son quizás momentos de la utopía con que la superficie del simulacro postmoderno pretende llevar a cabo un último engaño.
Pero lejos de comprender dicha utopía bajo los escombros de lo que un día fue demolido, se hace urgente el comprenderla como la imposibilidad de lo inesperado que toda planificación, ya sea la del signo objetual o la de la arquitectura, atesora aún como reverso de la dromótica de un signo que, en su producirse a velocidad límite, se ficcionaliza en una teatralidad que favorece ese surgir de lo inesperado.

miércoles, 14 de octubre de 2009

EL PRINCIPIO ESPERANZA: SOMBRA DE UNA SOMBRA

CLAIRE HARVEY: ‘PAUSE’
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA. 17/09/09-14/11/09

Que el arte es eminentemente representación, es algo que nadie duda. Sin embargo, los corolarios que de este hecho fundacional se han sacado, no siempre han ido por buen camino. Ya Platón, en su teatro de sombras y apariencias, no supo ver, quizá porque no había manera de verlo entonces, que el espejo, además de devolver la imagen del objeto, también devuelve nuestra propia imagen.
A partir de entonces, el énfasis mimético que consistía en valorar la copia según su grado de similitud con el modelo natural, fue tomado como modus operandi durante milenios. Pero, viéndolo con más detenimiento, aún cuando la teoría de la mímesis no es identificable con lo que hoy podría llamarse el realismo de la representación, es claro que seguir por la vía muerta de la oposición realidad/copia para juzgar los beneficios del arte, era algo tan descabellado que, echando la vista para atrás, puede decirse que fue la primera trampa que el arte se puso a sí mismo: en la competición entre Zeuxis y Parrasio, habiendo ganado el segundo al conseguir engañar al primero, algo se evita siempre tratándolo de ocultar. El hecho innegable es que, por mucha copia perfecta de la realidad que Parrasio hubiera podido pintar, gana no debido a sus dotes como pintor, sino al haber conseguido engañar a su rival. Puede parecer parecido, pero es totalmente diferente: ¡es la calidad del engaño lo que mide el grado de realismo!
Por el contrario, y siguiendo la cronología del arte, alistarse frenéticamente entre aquellos que quisieron remendar el error sobredimensionando la apariencia como ventana ontológicamente poderosa sobre la que sustentar ‘mundos de vida’ bajo el horizonte de una intencionalidad fenomenológicamente producida, también fue, con el correr de los siglos, lugar común para entender el arte.
Estos, valiéndose de la consistencia simbólica que las apariencias pueden llegar a tener, y más aún desde la inversión platónica que llevó a cabo Nietzsche, creyeron ver en la apertura de sentido que posibilita toda apariencia el lugar privilegiado para la asunción de la verdad, al tiempo que se remendaba ontológicamente la grieta que había entre la creación libre y el carácter de necesidad de sus propuestas. Tirando del hilo del ‘conocimiento intuitivo’ de Schiller, se llegó al conocimiento vital de Bergson, a la preeminencia de la Erlebis (vivencia) ya sea como revivir en Dilthey o como acontecimiento del Ser en Heidegger, al juego que Gadamer propone como metáfora de un arte que se entiende como cifrada hermenéutica de ‘mundos de vida’ antiguos, etc.
Pero cuando el proceso de reificación que el arte ha seguido, ya sea como desenvolvimiento de su carácter de producto ilustrado, o ya sea como reverso de ese mismo transformarse como proceso de autonomía y autosuficiencia que siempre se supone al arte según sus coordenadas más adornianas, raya ya lo obsceno, lo cierto es que, si lo mimético no tiene sentido, seguir apelando a consideraciones traídas del subjetivismo idealista, pecan de igual o incluso más inocencia.
Hoy en día, cuando la caverna platónica ha tomado carácter de primacía ontológica debido al hecho de que la realidad entera se postula como sombras de sombras, tan estúpido puede parecer el seguir remitiéndose a mezquinos dualismos de copia/realidad, como el hacer de una subjetividad esquizoide y fragmentada lugar común para la posible experiencia estética.
Y es que la pintura, al arte en general, ya no ‘representa’: ahora todo es signo. Los objetos ni siquiera pueden ser tomados, en su vertiente más potencialmente libertaria, como ready-made. Como dice Miquel Mont en el último número de Exit, “en el mercado capitalista es la imagen la que circula, genera e intercambia el valor. La reificación y el fetichismo de la mercancía existen a través de la imagen, que ha sustituido al objeto, que ha suplantado a la realidad.”
En el espejo perfecto del simulacro postmoderno, en la pantalla telemática y global, toda devuelve, y hasta el infinito, otra imagen. Se vive en el simulacro de tomar el libre juego de las apariencias como realidad. Si el conocimiento en la caverna de Platón era sustentado por las esencias, ahora es la información lo que otorga carácter de ‘telerealidad’. Para Virilio, después de la masa y la energía, ahora es la información la característica primordial de la materia.
En este orden de cosas, Claire Harvey, ‘inocente’ ella, comete el ‘error’ de introducirnos de nuevo en la caverna, de enfrentarnos con las sombras. Dispuestas sobre tres proyectores de luz, diversas transparencias se proyectan sobre las paredes de la galería creando una yuxtaposición de figuras que envuelve al espacio entero.



Pero la ‘inocencia’ sólo es un primer efecto que no tardamos en hacer desaparecer. Porque sí, de acuerdo, podríamos quedarnos con lo insustancial y superficial de un teatro de sombras; podríamos igualmente admirar esos hombrecillos que parecen sacados de un film noir.
Pero donde la carga artística de la obra de Harvey está puesta no es precisamente en esa recurrencia manida a los topicazos de siempre. En esas figuras, en ese teatro de sombras en que el arte parece haber devenido una vez más, no tardamos en proyectarnos nosotros mismos. Ya sea por dejación de principios o por enfangarnos hasta la médula, nuestra presencia no es que active fenomenológicamente a la obra, sino que, más lejos aún, la define y esencia de la única manera que al arte le cabe hacer: sombra de sombra, simulacro de simulacro, el arte sigue los mismso derroteros que la ‘realidad’ entera sólo que, si de verdad es arte, ha de crear la desconexión, la interferencia, la repetición sistémica que aletargue al mecanismo lo enfatice hasta que salte la paradoja.
Así, nuestro caminar no está envuelto en imágenes, sino que es únicamente nuestro caminar lo que crea la dinámica narrativa, la fractura precisa dentro de lo que de otra manera no sería sino una ligazón maquínica total: signos de signos, imágenes de imágenes.
La simpleza de Harvey es que juega a la ilusión justo en el terreno donde parecía estar paraclitada en una reificación perfecta. Su arte nos remite quizá al único lugar valioso que le queda al arte: debajo de toda la estratificación hiperreal en que la realidad se ha convertido, debajo de esa capa de imágenes que colapsan el circuito, solo nos resta saber que aún cabe la posibilidad de un vuelco, de un imposibilidad utópica, de un instante en el que nuestra acción no se vea vaciada de contenidos merced al maquínico poder del signo.
En última instancia, no es sólo que la decisión de entrar en el teatro de sombras propuesto por Harvey dependa de nosotros (porque, incluso eso, ¿hasta que punto dependería de nosotros?), sino que dicho acto ha de ser tomado bajo las coordenadas más blochinas que se quieran: el carácter anticipatorio de la experiencia estética no responde al juego de las meras ilusiones, sino que debe entenderse como potencial prefiguradora de contenidos utópicos.

martes, 6 de octubre de 2009

ESCATOLOGÍAS DEL SILENCIO

LIDÓ RICO: ‘FLAGS
GALERÍA FERNANDO LATORRE: 10/09/09-17/10/09


La carne, sí, pero más que la carne, el rostro. Porque el rostro es, como decía Levinas, “significación, y significación sin contexto”. El rostro, en esa radical hermenéutica de la existencia como lugar del otro que hizo suya el pensador judío, es la apertura de sentido: “el rostro es, en él sólo, sentido". Y eso precisamente, su rostro, es lo que nos da como material estético Lidó Rico. Un rostro, el suyo, como lugar de mediación de la experiencia estética.
Pero no nos confundamos: esta apertura de sentido que nos ofrece el artista es ante todo, al igual que en Levinas, ética. El artista nos ofrece su más radical intimidad para descubrir que es idéntica a la nuestra: representaciones de la banalidad, de la frivolidad imperante y, sobre todo, de lo efímero.
Pero, en último caso, la exigencia estética, al igual que la que pudiera pasar con la ética, no son necesidades ontológicas. Se trata de algo más. Todo código ético se asienta bajo las premisas de que todo, en última instancia, es posible. Así el rostro, al hablar, comienza un discurso y todo se hace posible. ¿Qué mediación entonces solicita un rostro, en qué apertura de sentido necesita situarse? Toda relación mediata con el otro, con el rostro del otro, no exige sino responsabilidad. Responsabilidad para con él y, en cuanto en tanto no somos sino nosotros mismos los que estamos representados, también para nosotros mismos.
Porque el abordaje al rostro del otro no se basa en percepciones ni en intencionalidades de la conciencia, sino que sucede mediante una responsabilidad como estructura fundamental de la subjetividad. Vemos un rostro, descompuesto por la angustia, pero no se trata de ver. Nos adentramos en su interior, pero tampoco es cuestión de tocar las delgadas fibras de la interioridad.
Se trata de algo más extremo y que pensamos es hacia donde va el trabajo de Lido Ricó: se trata de compartir los restos embalsamados de una subjetividad deflagatoria y obstruida por flujos de representaciones caídas en lo más aberrante de la frivolidad y el esperpento postmoderno. Y se trata, en última instancia y como veremos, de crear ahí mismo el paradójico ámbito de la imposibilidad.


La asumida condición ontológica del arte y de la conciencia se deshace aquí en una apertura que trasciende lo limítrofe de unos ámbitos incapaces ya de adecuarse a la necesaria trascendentalidad ética. De esta manera, la experiencia estética se computa como un “hacerse cargo”, como un “contar con uno mismo” que, como no podía ser menos, implosiona en la dejación de principios que el pathos postmoderno ha tomado como praxis globalizada: soy yo quien soporta todo, soy yo el sujeto que se sujeta y que, mediante la apertura en clave de responsabilidad, sujeta también a la radicalidad del otro, no siendo (existiendo) otra cosa sino angustia y nausea, un grito sordo en el descampado de la atrofia hiperreal de la pantalla global. Dostoievski, padre del nihilismo, la profetizó: “todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros”.
Así, la investigación fenomenológica a la que el artista presta su propio cuerpo trata ni más ni menos que de descubrir el insondable abismo de nuestra neurosis colectiva. Nosotros, habitantes de la esquizofrenia capitalista, perdemos, al igual que cualquier otro esquizofrénico, el sentido de nuestro propio rostro. El rostro ya no es el telón de ninguna escena o lo es de todas: no hay mediación posible porque el simulacro alcanza todos los órdenes. Ya no es necesario que nos pongamos máscara (y recuérdese que en griego máscara significa persona) porque, de tanto llevarla puesta en el teatro hiperreal en que la realidad se ha convertido, no nos hace ni falta. En este mundo del simulacro global todos los días es carnaval; eso sí, un carnaval donde, de tanto merodear el profundo abismo de horror que se esconde debajo de nuestros descompuestos rostros, sabe que su única baza es agarrarse a lo festivo de lo insignificante y superficial, a la espectacularidad frívola y al más infantiloide de los cinismos.
Pero el mérito de Lidó Rico es que su obra no se estanca en los parabienes de lo archiconocido, en la confusión heideggeriana de una angustia que como modo comprensión existencial se devanea entre lo hermenéutico y lo existencial, ni en la nausea sartreana como lugar común de lo manido hasta el colapso conceptual. El artista sabe que la función del arte no es sólo plasmar ideas sino que ha de ofrecer intuitivamente una salida.
En este sentido el arte de Lidó Rico no está orientado a crear una distancia como pudiera preconizar en su día Marsahll McLuhan, sino en hacer viable un ámbito. Porque el marcado tinte abyecto de su obra, con esos cuerpos que no se sabe muy bien si salen de la pared o se ocultan en ella, poco tiene que ver con la vuelta a lo real (o distancia cero) que delineara Hal Foster.

No se trata de obviar la pantalla-tamiz de Lacan y eludir lo Simbólico para caer en lo Real enfático de cuerpos amputados y miembros sangrantes. Se trata de que, como dice Deleuze en una sentencia que casi parece guiar al propio artista, “deshacer el rostro es lo mismo que traspasar la pared del significante, salir del agujero negro de la subjetividad”.
Y ahí, justamente ahí, en el desconsolador miedo que supone esa salida, es donde surge el ámbito que Rico crea. Salir de la subjetividad productora tardocapitalista es salir al páramo de un deseo que fustiga por todas partes, que golpea y lacera hasta el extremo. De eso es de lo que se tiene miedo: del deseo. Se teme que el deseo hipostasiado en lo maquínico del signo-mercancía haya conseguido incluso fetichizar lo único que pudiera salvarnos: la mirada del otro.
Lo casi sublime es que Rico encuentra lo que buscaba: en palabras de Levinas “es el hecho de la multiplicidad de los hombres, la presencia del tercero al lado del otro, los que condicionan las leyes e instauran la justicia. Si estoy yo solo con el otro, se lo debo todo a él; pero existe el tercero. ¿Es que sé si el tercero está en complicidad con él o es su víctima?”. Rico se muestra, se metamorfosea y se esculturiza no para crear (o por lo menos no sólo) un doble, una enésima fase del espejo lacaniana sobre la que hacer reverberar la de su ya de por sí fragmentada subjetividad, sino para crear, entre él u su doble, un ámbito a través del cual se cuele, libre de todo fetichismo, la mirada del otro, nuestra mirada.
El artista nos grita y su grito, a pesar de ser inaudible, atruena: miradme, salvadme; porque sólo mirándome me salvareis, porque sólo mirándome os salvareis. Como diría Zizek, no es de extrañar que los dos gritos más famosos de la historia del arte (en referencia al cuadro de Münch y al de la película “El acorazado Potemkim” de Einsenstein) hayan sido gritos inaudibles. Lo único que cambia aquí es que en este caso el grito está construido ‘realmente’ sobre el silencio. Porque solo en el silencio se puede construir el ámbito de toda salvación y el lugar en el que toda ética se levanta para no caer jamás bajo el peso de ningún significado.
Sin duda alguna que el trabajo de Rico hubiese fascinado a Wittgenstein ya que su obra magna, el Tratactus, iba encaminado únicamente a establecer el límite entre lo que se puede decir y lo que no. “De lo que no se puede hablar mejor es callarse”, concluye: sobre aquello que raya lo indecible, solo cabe el silencio; el silencio más expresivo, pero sólo silencio.

lunes, 5 de octubre de 2009

VISCERALIDAD EFÍMERA COMO OLVIDO DEL ARTE


WENDY WHITE: ‘FEEL RABID OR NOT’
GALERÍA MORIARTY: a partir 17/09/09

Cierto que el arte dejó hace ya mucho de nadar en las incestuosas aguas de la verdad, pero no es por ello menos cierto que el dejarlo todo en manos de un vitalismo desorbitado tiene un marcado tufo a hueca visceralidad. No es que queramos hacernos abanderados radicales de la muerte del artista, ni que las tengamos todas con nosotros a la hora de tachar, como hizo Adorno, al arte hedonista y vitalista de arte “culinario”, pero seguir las directrices aún de una pose hermenéutico existencial en la que el artista continúa enfangado en las contradicciones propias de un producir que se base en filosofías de la conciencia es, como poco, inocente y desnortado.
Simplemente pensamos que, como bien saca a colación Perniola al hablar de Adorno, “diluir la filosofía en la praxis debe ser considerada con sospecha, en cuanto, generalmente, esconde el propósito de silenciar la crítica de esa sociedad de la que el pensamiento filosófico resulta, por excelencia, ser el portador”.
Reglas que se da el artista a sí mismo, impulso o élan vital, sumergirse en los procelosos mundos del inconsciente, hacer de la expresión alfa y omega de un arte que se complace en tenerse como vía única para subliminar un acceso casi místico al sentido de la vida, son derroteros por los que el arte actual, tan poco contemporáneo como de costumbre, suele adentrarse más que nada por la comodidad que le supone recorrer un camino tan trillado como cansino
Esas fuerzas, esa energía que se dice desprenderse de la obra, poco o nada tienen que ver con la experiencia estética postmoderna ya que, al poco de proponerse como tal, corren parejas al intento cotidiano de silenciar al propio arte. Arte sí, claro, clamamos todos, siempre y cuando sea divertido y hedonista o, en su vertiente más postmoderna, jurásicamente espectacular y denodadamente infantiloide.
En esto Marx, como en otras muchas cosas, dio en el clavo: lo contrario de la vida no es la muerte, sino la mercancía. Como él decía, esa “cosa sensiblemente suprasensible”. Eso, y no otra cosa, es lo que, en el mundo occidental capitalista, y más aún hoy en el mundo global del hipersimulacro del signo, hace de sutura, de cierre ontológico. No se trata de una experiencia estética que armonice, como en Kant, lo nouménico y lo fenomenológico, no se trata tampoco de adentrarse en las calamitosas galerías del alma buscando quien sabe si ese quantum de irracionalismo o de locura. Se trata simple y llanamente de recuperar nuestro propio exceso de vida, nuestro consustancial exceso de razón de las garras del objeto que, como fetiche, ha acabado por desmembrarnos como sociedad y como sujetos.
Ese culmen a la expresividad que surgió después de la vuelta al orden generalizada de los años cuarenta y personificado en Jackson Pollock, puede y debe ser entendido, a día de hoy, como el canto del cisne de una subjetividad creadora que no ha hecho sino darse de bruces una y otra vez con aquello que es incapaz de subsumir en su mismo gesto expresivo y creador: la vida se escapa y, lejos de lograr desencadenar una entropía liberadora, del hecho de desasirse del significar dogmático no se ha seguido ninguna emancipación.



Por tanto, podríamos preguntarnos: ¿qué esconde esta glorificación aún del gesto expresivo?, y la respuesta sería inmediata. Sin duda, aquello que hace ya tiempo acampa con plenos poderes por el mundo postmoderno y que, pese a situarnos en el epicentro de la vorágine por él comenzada, se nos escapa en cada paso que damos en pos de él: el objeto, y, con ello, toda posibilidad de representación.
Dale al arte aquello que pide y el arte se diluirá en efecto anestesiante, en morfina generalizada para las masas, en rutilante mecanismo de contención de aquello precisamente que es necesario desvelar de una vez por todas. Pero esto le ha costado demasiado tiempo al arte comprenderlo. Tanto es así que, quizá llevado por la confusión a la que la “finalidad sin representación de un fin” kantiana dio pie, el arte fue casi de los primeros en aplaudir los excesos lúdicos generados en su producción, en celebrarse del hallazgo de los procesos subliminales como ejes de un nuevo producir, y, en resumen, plegarse a los dictados de todo aquello que no venía sino a hacer aún más enfático el proceso de olvido en el que el arte había caído.
Claro que esta forma de entender el arte, a medio camino entre el abrevadero del ocio y la renuncia a olvidar un proyecto de emancipación que ya está de todas maneras descatalogado, ha sido capaz de generar momentos de gran lucidez y renovación. Pudieran rastrearse causalidades en Gadamer que, aunque quiso poner freno a lo rutilante de un desbordante vitalismo para dar cuenta de toda experiencia estética, hizo recaer en su teoría del juego la producción artística sin percatarse que lo que él entendía por juego, una entidad impersonal que impone sus propias reglas y que siempre está a la espera de una nueva tirada siempre insertada en redes hermenéuticas de sentido, iba a ser desbrozado poco más tarde por un arte ahíto de nuevas fuerzas subjetivas sobre las que construirse. Así, si en Gadamer el artista es jugado por un juego que se llama arte y ante el cual el artista sólo puede proponer nuevas jugadas, para el arte que vino luego fue ello mismo, el arte, lo que se convirtió en puro juego, en ejercicio libertario de quien sabe qué significado oculto que era necesario desvelar.
Igualmente, y de modo telegráfico, también en Marcuse podemos ver un énfasis en esa búsqueda de vida alternativa, de modos diferentes de sentir y pensar alternativos a lo que se espera de una sociedad en al que el más rutilante de los triunfos viene de mano de la mercancía. En su idea de eros viene a aunar todos los procesos de sublimación encamonados a intensificar el placer de una vida ajena al utilitarismo que parece llenarla por completo.
Pero, claro está, eran otros tiempos. Nadie podía saber que el juego acabaría por hacer de la sociedad infantil tardocapitalista pathos general, ni que las energías sublimadas y puestas al servicio de una autonomía plena del sujeto iban a ser escanciadas por la dogmática de un objeto-mercancía que es capaz de hacer de la realidad simulacro global.
Lo grave, al menos a nuestro modo de entender, es seguir hoy en día, como parece hacerlo Wendy White, estas caducas nomenclaturas de la pulsión y la visceralidad, de la subjetividad creadora y la tensión emocional. Sus obras vienen a ser un batiburrillo de cosas en las que nada destaca consiguiendo que, en última instancia, nada haya que ver. Apela en un primer momento a la labor performativa de su arte, al construir el ensamblaje de lienzos que más tarde formaran la obra. Tarea, juego, trabajo… arte. La semántica se desnorta en pos de una visceralidad caduca. Más tarde, su huella, su gestualidad rítmica, su marca en esos lienzos que ha dispuesto según estrategias de irrupción emocional y energética pero que se nos hacen mofa de los verdaderos momentos de construcción estética. Un verde por aquí, un azul por allá, aquí capas de graffiti. Para Wendy White la superficie del lienzo es un mundo por explorar donde, como si no lo supiésemos todavía, todo intento de remiendo subjetivo tiene todas las de perder contra un signo que se revuelve despótico contra aquel que lo produce.

Para más gravedad aún, por si la cosa no fuese ya suficientemente pusilánime, la artista explicita la no jerarquía de signos que componen la masa compositiva de sus obras dando así carta blanca a una total defenestración de lo que, alguna vez, quiso ser ejercicio de creación individual. Porque, sólo de esta manera, se logra llevar acabo esa ocultación a la que antes nos hemos referido: el arte debe proceder a desanclar el tinglado de la dromótica del signo, a enfatizar los procesos de fetichismo de la mercancía, a denunciar la institucionalización de un poder que hace suya toda implosión semántica y libidinal.
Pero, hacer a estas alturas de la superficie pictórica lugar de la irrupción de huellas y gestos, de visceralidad y emociones del artista en cuestión, no es más que un escandaloso equívoco. Es decir, al signo, ya sea abstracto o figurativo, hay que forzarlo, hay que mediarlo en una red de significados que entablen una ulterior y procelosa relación. Hay, en una palabra, que volverlo a insertar en la pantalla telemática de la que el lienzo sólo es metáfora para así forzar una implosión en el mecanismo, una grieta, un reorientar las energías libidinales y que no sean siempre ganancias para el poder maquínico del signo.
Ya por último y para apuntalar el dislate de la mejor manera posible, la artista da unas postreras pistas sobre modos y maneras de acercarse a la obra: así, si por una parte se apela a momentos perceptivos por parte del espectador al cual, dentro de esa maraña hueca y gracias, se nos dice, a lugares vacíos (dejados sin pintar) en el lienzo, se le invita a terminar la labor y recolocar los signos o ampliar el espacio del lienzo a toda la pared, por otra hace recaer esa absurda libertad creadora del hecho, casi ontológico, de ser mujer.
Ya sabemos que el arte es también una producción hipercapitalista en esta hipereconomía libidinal del signo y que como tal tiene necesidad de ocupar púlpitos y hacerse hipervisible, pero si la última consigna de su obra es, como dice la nota de prensa en palabras de la crítica Suzanne Hudson, hacer patente que “Wendy White estuvo aquí”, no hay que ser muy avispado para entender que eso ni le importa a un signo-mercancía encantado con ocultar aquello que pudiera relegarlo de su endogámica situación de poder en la pantalla telemática, ni le basta a un arte que parece estar ya más que harto de estar dando siempre sus últimos esténtores.