jueves, 25 de julio de 2013

ALEJANDRO CESARCO: TODO SE (ME) DA A LA MEMORIA

 

ALEJANDRO CESARCO: LA NOCHE AGRANDA SU SILENCIO
GALERÍA PARRA & ROMERO: 04/06/13-30/07/13

De entre la marabunta que siempre supone cualquier Bienal de Venecia, recuerdo la sencillez de la propuesta de Alejandro Cesarco (Montevideo, 1975) en el Pabellón uruguayo. Una sencillez que quedaba quizá aplastada por la megalomanía circense de eventos como el citado pero que –y hay que agradecérselo hasta el infinito– la Galería Parra & Romero se ocupa de que hagamos revisitar.

En aquella ocasión presentó dos obras de las cuales destacaba el video Methodology (2011). Una pieza que evidenciaba –aunque casi habría que decir poetizaba– la alegorización como forma estructural de todo lenguaje. Si la comunicación ideal de Habermas, por ejemplo, es imposible siquiera como límite regulativo de las prácticas comunicacionales, es solo porque todo hablar gira alrededor de un secreto nunca dicho pero cuya ausencia reverbera en todo el diálogo. No ya tanto lo dicho, sino lo no-dicho, lo imposible de decir, lo que debe dejarse dicho sin decirlo. El lenguaje no es tanto comunicación como el compartir un secreto que, a pesar de nuestros esfuerzos por revelarlo, sabemos que ha de quedar silenciado, ausente. Siguiendo casi al pie de la letra a Paul de Man, Cesarco construye un diálogo fundado sobre la única posibilidad de decir lo otro y hablar de sí mismo mientras habla de otra cosa.


Son estas mismas problemáticas –el decir, el recordar, la lectura, …– las que ocupan también a Cesarco en esta su primera individual en una galería española. Autoría e influencia, memoria y recuerdo, pasado y presente, texto e imagen, texto y narración, ausencia y presencia: Cesarco tiene en el legado deconstruccionista y en la tradición lingüística conceptual de los años 1960 y 1970 los dos ejes vertebradores sobre los que construye una obra pequeña en sus medios pero enorme en sus logros.

Si donde se sitúa el núcleo de su obra es en el juego indecible entre la narración y la imposibilidad de ser dicha, para la presente exposición Cesarco se centra en la historia por antonomasia: la de nuestra propia vida. No tanto la multitud de acontecimientos que nos han, como quien dice, traído hasta aquí, sino el complejo juego especular de influencias en que devenimos. Así en Where I'm Calling From (2012) el artista elabora un simulacro de espejo donde ir a buscarse sin, por supuesto, encontrarse nunca: una especia de díptico donde reúne fotografías y textos que remiten a influencias tempranas. Quienes fuimos y quienes queríamos son límites fenomenológicos inasibles siempre ante nuestra irreversible condición de ser, en cada caso, quienes somos.

Pero, en su historia biográfica, no solo él: también su padre y su abuelo. El sujeto, el yo, como devenido sustrato de otras historias tan inconmensurables y tan inasibles como la de uno mismo. Present memory (2010) construye –como alegoriza el propio título- un emplazamiento para el duelo que vendrá, que está ya siempre, y en su ausencia, sobre todo en su ausencia, a la espera. Poco después de ser diagnosticado con cáncer de pulmón el hijo graba al padre en su propia consulta dando forma así a un ensayo general del duelo, un duelo que, desde Derrida, todos sabemos que es imposible, que no hay modo de ponerse en (el) lugar del otro.


Por último, otra historia imposible de ser contada: la del abuelo (Zeide Isaac, 2009). Superviviente del Holocausto, nos va contando una historia que pensamos ser la suya pero que descubrimos no ser más que un guión escrito por el propio artista. Así entonces el testimonio, anclaje último de lo imposible de toda narración, historia imposible en sí misma por narrar lo increíble de un acontecimiento inhumano, evidencia de igual manera su carácter de alegoría, de ausencia inasumible.

Por último, dos pequeñísimos motivos: dos notas al pie de página (Footnote #11, y Footnote #12, 2013) sobre la pared que remiten a un texto inencontrable que bien pudiera ser la exposición entera o, quizá, esa parte que se perderá y está ya siempre ausente: la narración de lo que intentamos ver, la historia autoreferencial de las tres historias (abuelo, padre, hijo) que se entrecruzan en silencios alegorizados, en historias imposibles de decir o en una operativa del duelo como catalizador de un tiempo siempre demasiado espeso, demasiado claustrofóbico, demasiado inmemorial.

En definitiva, la simple densidad de Alejandro Cesarco remite a dar forma a eso que somos pero que nunca completamos del todo: ser es siendo, estar en camino, pero no en relación al desarrollo de nuestras potencialidades sino como emplazamiento del otro, como lugar de la repetición de su nombre aún en su ausencia. Memoria, identidad, historia… promesas que solo son posibles en su ausencia, en la (im)posibilidad del duelo, del ponerse en el lugar del otro.

miércoles, 17 de julio de 2013

IDEOLOGÍA Y FEMINISMO: DEL ARTE FEMINISTA DE LOS 70 A LOS SANFERMINES


MUJER. LA VANGUARDIA FEMINISTA EN LOS AÑOS 70.
OBRAS DE LA COLECCIÓN SAMMLUNG VERBUNG, VIENA
CÍRCULO DE BELLAS ARTES (MADRID): 04/06/13-01/09/13



, esto ya no hay quien lo aguante: otra exposición de tinte feminista; abierto el melón, pareciera que éste no tiene fin. Sí: pudiera pensarse eso. De hecho, confieso, lo he pensado. Lo he pensado hasta que, casi a la par, saltaron a la ‘opinión pública’ imágenes de los sanfermines. Sí; esas donde ellas son manoseadas por ellos, donde ellas exponen libremente y sin cortapisas sus atributos sexuales mientras ellos exponen, también sin cortapisas, sus más sucios instintos cavernícolas. ¿O era al revés? Imágenes donde ellos no pueden hacer otra cosa que coquetear festivamente con la mujer que está pidiendo a gritos, la muy …, ser tocada.


Sí: pensé que la exposición del Círculo de Bellas Artes era otra exposición feminista hasta que, vistas esas imágenes, visto y leído bastante de lo que opinan los expertos y no tan expertos, cambié de inmediato de opinión: hacen falta no solo una exposición feminista, sino diez, cien, las que sean necesarias para que, de una vez por todas, nos enteremos de cómo hacer para no confundir una involución –decir revolución suena ya a rancio- con dar carnaza a los medios, para no confundir la alegría dionisíaca con encontrar vía libre para el manoseo.


Idiotas podemos ser todos en un determinado momento, unas por despelotarse y otros por fogar instintos de manera más que pueril. Pero idiota a tiempo completo solo puede serlo aquel que todavía piensa que está en el lugar correcto y que son solo los demás, siempre los demás, quienes están equivocados. Hacen falta muchas exposiciones para comprender que del juego ideológico no se sale tomando mando en plaza en cualquiera de las posiciones que la dialéctica nos ofrece; muchas exposiciones para que el cuerpo de la mujer, de tanto proponerse como campo de (auto)experimentación estética, logre resignificarse dentro de los flujos fetichistas e ideológicos, logre una inscripción sensible diferente en cada caso en el campo de lo social, y no solo la inscripción sellada por el intercambio simbólico del capital-falo.


La pregunta que muchos se hacen, para qué demonios sirve el arte, es bien concisa: para experimentar con emplazamientos exteriores al reparto ideológico de sensibilidades y competencias, para trazar un afuera desde el que inscribir nuestra identidad, para ensayar comunidades abiertas a procesos de desidentificación que la hagan remitir siempre y en cada caso a otro territorio.


No sé si me explico bien…



En estos días pasados ha salido a la luz una polémica bastante pueril pero que ha dado para llenar de milongadas las redes sociales durante un par de días. Me refiero al hecho –denunciable, lo digo ya por si, me adelanto, no se me entiende- de que durante el chupinazo en las fiestas de San Fermín se han podido ver fotografías en las que muchachas desnudas de cintura para arriba eran manoseadas por muchachos cachondos de cintura para abajo.


Como todos los movimientos sociales, el feminismo, imagino que para poder movilizar a cuanta mayor gente mejor, tiene un ideario tan palmariamente candoroso que, a la hora de dar cuenta de, por ejemplo, estas fotografías es incapaz de alzar la voz y ganarse un tanto que, quién sabe, siempre puede ser el definitivo. Lo digo porque, por mucho post que pongan en la catalogación de sus movimientos, lo suyo es del pleistoceno. “Las ideas dominantes son en cada época las ideas de la clase dominante”, decían Marx y Engels en La ideología alemana: los movimientos sociales, bajo esta casposa sentencia –casposa hasta para el propio Marx quince años más tarde-, y haciéndose fuerte en el licuado de la esfera pública a manos de los postestructuralistas franceses, concitan todo su interés práctico en desvelar cuáles son esas ideas dominantes para, una vez descubiertas, movernos a la indignación y al perdón por cómo han podido ser así las cosas durante milenios. Es decir, marxismo de primera ola y deconstrucción van de la mano para lograr una doble articulación: desvelar la falsa conciencia que hemos dado todos por buena durante siglos y, al tiempo, dar la oportunidad de que nuevas identidades políticas –postsexuales, transexuales o, incluso, cibersexuales- se alojen, esta vez sí limpios de polvo y paja, como dispositivos de diferenciación en las estructuras rizomáticas de la sociedad medial.


Este discursito no está nada mal. De hecho ha dado sus frutos aunque, se empieza a ver, se duda de si ha sido, en el caso de la liberación de la mujer, para bien de la mujer, de la sociedad, o solo del capital, que encontró el excedente de mano de obra que necesitaba a un bajo precio y que, ¡oh candor de los movimientos sociales!, aún soñaban con moralizar al capital. Tu ponte aquí que veras como en poco tiempo te igualo el salario con tu compañero masculino y no te preocupes por tener hijos y demás que aquí estarás siempre protegida: tragarse ese camelo solo ha podido suceder debido al hecho de no comprender la liberación –de la mujer o de cualquier otra minoría– como algo mucho más difícil y costoso que el echar un vistazo bajo las apariencias, el de gritar a los cuatro vientos la mentira en que se basa toda ideología y el proponer otra alternativa. Sí, si de algo ha pecado la generalidad de movimientos sociales es de creerse el camelo de que el capital iba a ser consciente de sus miserias y susceptible de ser agente ético y moral. A este respecto Althusser, en el año 1968, en abril según parece, dejó escrito: “la ideología no dice nunca: ‘yo soy ideológica’”. Es decir, la ideología existe desde siempre y no hay cara exterior: tan pronto se desvela como falsa, dicho momento es asumido por un movimiento superior de síntesis que hace de tal falsedad el momento de verdad del siguiente. Es decir, total y resumiendo: no hay salida exterior al capitalismo y la actual sociedad del espectáculo no es sino la optimización de este proceso de inversión dialéctica de los momentos de falsedad y de verdad.



Es decir: el machismo nunca dice ‘yo soy machista’. Ese cinismo tan de nueva ola de apostillar cosas como “sé que soy un jodido racista, pero odio a los negros”, no son más que poses de cara a la galería, una galería devenida espectáculo y donde su régimen especular diluye posiciones a marchas forzadas: no se trata de ‘saber’ que mi posición es falsa y aún así mantenerla –esta sería la posición de “falsa conciencia ilustrada” de Sloterdijk–; se trata más bien de que en la sociedad del espectáculo da igual en qué lado del espejo se esté: la ideología ha implosionado a ambos lados y ya no hay justificación necesaria alguna ni verdad/mentira que sostener. Decir “sé que soy un jodido racista, pero odio a los negros” no supone un desenmascaramiento de la ideología, sino el hacer evidente cómo la ideología es insensible a su crítica: da igual que sea racista o que no lo sea, pero el caso –y lo importante- es que odio a los negros. Dicho lo cual, no hay que ser muy lince: da igual si soy un decimonónico machista o no, de hecho no lo sé ni me importa, pero el caso es que te toco las tetas porque sí. Y punto. Es decir, no es cuestión de “saber”. A eso se refería el propio Althusser cuando sostenía que teoría y praxis no pueden estar al mismo nivel: no es posible mantener –o denunciar– ideas ideológicas y estar dentro de la ideología.


Las teorías feministas –tan foucaltinas ellas a la hora de comprender las identidades como dispositivos tecnológicos de enunciación diferencial– no son conscientes, creo, que la propia ideología se ha tecnificado y que ya no es cuestión de creer ni de saber, no es cuestión de seguir engordando al embobado ciudadanos que pasa sus fines de semana enchufado al zapping convulsivo ni de seguir dando carnaza fresca al adolescente hormonado que ve un par de tetas y se lanza como poseso. Posiblemente ambas cosas sean ciertas, pero, ahí está el truco, la ideología no necesita pasar ya por la conciencia para imponerse, no es necesario ‘creer’ o ‘saber’: lo que mantiene unido no es la ideología sino las propias operaciones sistémicas, unas operaciones sistémicas que pueden ser cualquier cosa menos obvias.


En este estado de cosas, y si queremos elevarnos siquiera un palmo sobre la mediocridad circundante, hay que ser claros al respecto: frases como “la culpa es de ellas por provocarnos”, o “quiero que me manoseen pero yo establezco los límites” remiten a una crítica de la ideología del año la tana. Este tipo de debates, por decirlo finamente, se la traen al pairo a la ideología del capital. Cada posición dice la verdad que a la otra le falta y, en todo caso, aún teniendo todas las de ganar la mocita que se saca las tetas, todavía estamos a las espera que de algún significante desublimado se haya inferido una mínima conquista en ámbito de emancipación alguna.


En este sentido, el pobre Adorno murió de una cacatonia pocos días después de que un grupo de estudiantes entraran en una de sus clases en la universidad de Berkley en top-less. El cansado profesor no tuvo otra cosa que hacer que despedirse comprendiendo que de ésta no nos salva ni el Tato. Cerca de cien años de crítica ideológica, debió de pensar el frankfurtiano, para que vengan con estas, con no solo seguirle el juego al capital sino, incluso, hacerle la cama. Pero en fin, la mala comprensión de la transformación que Adorno hizo de la célebre undécima tesis de Feuerbach ("hasta ahora los filósofos no han interpretado suficientemente el mundo") sigue siendo el pan nuestro de todos los días.



Todo esto muy bien, se me dirá, o muy mal, que para el caso casi es lo mismo. Pero, y esto es lo fundamental, ¿qué hacemos?, ¿qué hacemos con una ideología de género machista, endogámica, violenta y dogmática? Si, retomando a Marx y Engels, y aunque intuyamos cuales son las ideas dominantes, éstas se metamorfosean en una variedad de posiciones hasta confundirse con las ideas no dominantes, ¿qué capacidad para la acción desideológica tenemos?


Es en este sentido donde pensamos que el arte es pertinente: en su impertinencia, en su salirse del contexto establecido, en ser una producción ilustrada que juega él mismo –en su propia efectuación- a escabullirse de las redes de lo ya-dado. Trazar nuevas síntesis no reunificadoras donde pueda acontecer lo diferente, lo imposible, lo inactual.


Sostiene Rancière –y aunque mi amigo Andrés Isaac Santana se me canse de tanto citarle, es aquí necesario- que la novedad técnica no es ya de por sí una nueva forma artística sino que, para llegar a serlo, debe de ser capaz de dar forma a los nuevos repartos que la sociedad ya barruntaba desde hacía tiempo. Es decir, y esto es lo fundamental, el arte no funciona como aparato autónomo y desanclado de lo social sino que, más bien, trabaja instituyendo nuevas ficciones que reordenen el espacio de lo social que la propia sociedad trata políticamente de llevar a cabo. En este sentido, si, por ejemplo, la escritura de Balzac y Flaubert dan cabida a un nuevo reparto de lo social ya auspiciado por la necesidad de reordenación tras el periodo revolucionario, a un nuevo sistema de visibilidad donde los temas y situaciones hasta entonces privilegiados dejaron de serlo, de igual modo el arte femenino de los años 70 queda anclado en la nueva sensibilidad que se hacía patente en aquellos años: la de resignificar el campo social para instaurar otro orden político donde la razón del otro, de un otro concreto en este caso mujer, entrara a formar parte de los repartos de tiempos y competencias, que tomara la voz y se hiciese visible como sujeto socio-político.


Es así que el arte se erige siempre como ficción no opuesta a lo real, sino opuesta a otra ficción. Es decir, ni existe lo real en sí, ni la ficción es una sombra de apariencia que cae como nube de verano sobre lo real: lo real es un choque de ficciones, un campo topológico moldeado como reparte de sensibilidades según ese choque ficcional. De ahí toma el arte su fuerza reconfiguradora, fuerza que –aunque resulte paradójico– no tiene la política: si esta última se empeña en reificar lo social, en remitir –y al mismo tiempo diluir– toda potencia de subversión a una distribución novedosa de competencias que no es sino el espejo especular –vía espectacularización– de la anterior situación, el arte por el contrario traza no una novedad endogámica –es decir, no una realidad alternativa– sino una ficción disruptiva, capaz no ya solo de cambiar y reordenar lo que es visible sino de hacerlo incorporando de modo suspensivo y disyuntivo parcelas de invisibilidad, territorios de silencio a los cuales no se les dota de voz y voto inscribiéndolos en los códigos ya existentes sino en otros que están siempre a la espera, en un flujo de desincorporaciones, desterritorializaciones y desidentificaciones.
En este sentido, y para concluir, las tetas de la estudiante de Adorno, las tetas de las mozas pamplonicas: dan a ver algo reprimido y, así, reordenan el campo de lo sensible; pero lo mismo que el acceso al inconsciente no redefine el ‘yo’ pues éste se da ya desde el principio como una mediación entre represiones, el campo social –construido igualmente como campo reprimido ideológicamente- no modifica su reparto de sensibilidades sino que, como mucho, ocultara –reprimirá- de forma más perfecta el mismo campo escópico. Ves más, pero eso de más que ves no va en la dirección de una reconfiguración sensible sino en una represión y ocultación más perfecta del propio campo donde se da a ver ese exceso. Total y resumiendo: no por mucha teta de más que veamos la mujer logra alzar la voz y ser oída como sujeto; más bien al contrario, el exceso de visión redunda en un campo topológico donde los flujos libidinales tensan la cuerda de más, donde los cuerpos más que ensayar nuevas formaciones performativas se cosifican en una mirada del otro, esta sí, no reprimida en cuanto en tanto ‘lo visto’ se amolda cada vez más a ‘lo deseado’.


Por el contrario, las imágenes que se pueden ver en la exposición del Círculo de Bellas Artes, imágenes estéticas, no entran a saco en el campo fáctico de lo dado sino que inventan una ficción; es decir, proponen una salida escópica más que una burda ampliación vía ver lo obviamente-no-visto. Proponen juegos de desidentificación, emplazamientos polémicos del cuerpo cosificado de la mujer, miradas confundidas en su mezcla de órdenes y géneros. Es decir, proponen no solo una salida sino los mimbres para imaginarla, para hacerla remitir no al juego dialéctico –y siempre con ganancias para el capital- de lo visto/no-visto que nunca se sale de lo homogéneo sino a otra dialéctica suspensiva de lo heterogéneo, ahí donde la ficción no es solo una alternativa, un sesgo de emancipación bien pensante, sino un momento a la espera de interpretarse, un bloque de sentido sin topología aún donde adherirse.


Sí, está visto, hacen falta muchas exposiciones como esta, donde la mirada de la mujer, donde la mirada a la mujer, no sea ni la una ni la otra, ni la de siempre ni la deconstruida, sino una mirada que proponga otro recorte de cuerpos y espacios, una mirada que no comprenda siquiera su necesidad, que no sepa ni crea nada. Una mirada disyuntivamente dialéctica cuyo sentido sea un sinsentido en busca de nuevos terrenos y cuerpos.

sábado, 13 de julio de 2013

ANTONIO LÓPEZ Y EL ARTE COMO ETERNO REVIVAL VERANIEGO



          Suele pasar que, con el verano, la profundidad informativa, ya de por sí menguante y superficial, se ve adelgazada hasta quedar barrenada en una esquelética y raquítica realidad. Consejos para no sufrir insolaciones ni cortes de digestión suele ser lo más granado del tegumento informativo de estos día. Pero hete aquí que, para darle mayor enjundia cultureta al asunto, de vez en cuando algún reportero se pasa por los cursos de verano –otra plaga a tener en cuenta– para sondear qué se cuece en las altas instancias del mainstream intelectual.

          Como la cosa está en darle un barniz cultural al telediario de turno pero sin perder un ápice de tontuna manifiesta ni de, tampoco, poder rematar la jugada con algún titular engolado que haga deseoso sufrir mejor de insolación que comprobar cómo el dislate adquiere rango de verdad manifiesta, las caras populares –la de algún escritor o pintor de renombre– son las preferidas. Así las cosas, no creo que me falle la memoria si digo que el ínclito Antonio López suele ser un habitual de estas hazañas pseudoperiodísticas del estío. En lo que llevamos de verano, por de pronto, ya ha estado en dos cursos de verano, uno en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander y otro en la Complutense para decir, en ambos casos, cosas más bien de otra era glacial.

          Lo fascinante del asunto es que lo de López tiene mérito: porque esto de ser considerado un fraude suele ser más cosas de modernos tecnoexistenciales, de gafaplastas bulímicos que ven en la cosa artística la salida para no ser considerado la oveja negra de la familia bien. Pero esto de venir del pasado para dar lecciones y, además, ser escuchado con pleitesía –sino incluso con adoración– es cosa solo, hay que reconocérselo, de los mejores. Él, como Umbral, viene siempre a hablar de su cuadro: la coartada perfecta para un engañabobos que da al espectador aquello justo que éste reclama. Una consideración de la técnica como subalterno de la inspiración romántica, y un trabajo –el del arte– que ha de salvarse de caer en manos de las manadas consumistas que le piden –¡los muy desvergonzados!– el cuadro ya, son los dos pilares fundacionales sobre los que basa un discurso tan decadente como desvergonzado. Antonio López o el último reducto de la Modernidad siesteante: aquel que todavía ve en las potencialidades matéricas y físicas del óleo, el pigmento y el lienzo la razón de ser del arte.

             Él, casi diría, no trabaja: es el cuadro el que le habla y dirige. Así, normal que, ante la pregunta de rigor, la de cuándo terminará el cuadro, ese que empezó hace ya diecisiete años, solo pueda contestar: "terminaré el retrato de la familia real cuando Dios quiera". Bien dicho maestro, aunque lo malo es que, con 300.000 euros ya cobrados, el cuadro va a tener que terminarse –permítaseme la irreverencia– quiera Dios o no. Y es que López siega la hierba bajo sus pies cada vez que habla: echa por tierra el lodazal del arte contemporáneo y denuncia sus manos manchadas de dinero mientras él, presa de una neurosis galopante, ve en el dinero un “mal” menor que a veces, incluso, le sirve para tener que acabar cuadros que no deberían acabarse nunca.


           Quizá es que López no se quiere despertar de un mal sueño y prefiere disimular y hacer como que todavía puede vivir dentro de la película El sol del membrillo, esa oda a la insensatez de querer hacer del arte un subterfugio para estetas trasnochados. Porque eso de querer hacer del arte el lugar endiosado para dar pábulo a la pamema de lo “efímero romántico” y lo inacabado como, imagino, meandro por donde dejar ver la grandeza de una práctica siempre en desnivel respecto a la realidad, no es más que el esténtor último de la muy sibilina idea de lo sublime –en este caso de lo sublime paranoico. En definitiva, como cada verano, como la playa, el tinto de verano y la canción del verano, López vuelve para que no le olvidemos, para que no olvidemos su cuadro y para poder seguir tomándonos el pelo como mejor sabe.

           Porque esa pureza del arte que canta López y glosó Erice nunca ha existido. Ni existe ni existirá. No es más que una ideología artística con la que poder tamizar la falta de ideas, la mediocridad y el embeleso por un mundo fantasmagórico que solo anida en esa narración cortoplacista y miope de una historia del arte comprendida como homogénea y, cómo no, genial. El órdago pleistocénico viene cuando sentencia que no tendrá problemas por pintar a Urdangarín, el yernísimo, ya que, recalca, en la historia de la pintura se ha pintado a gente mucho peor. Ahí estamos, justo donde queríamos, justo donde el tropel de gente que fue a ver su gran retrospectiva en el Thyssen quería: seguir anidando la absurda idea del arte como un cuento de hadas mágico que tiene que ver con la realidad y con la ética, con lo que es bueno y lo que es malo; seguir trajinando con el simulacro de una correspondencia entre realidad y arte, entre temas por pintar y temas que merecen ser pintados según una jerarquía de competencias.

        Aquellos que ven en el sabio manchego algo más que a un simple pintor fotorealista están en lo cierto: lo suyo no es “representar” la siempre ficticia realidad; lo suyo es no moverse de la realidad. Porque allí, en su quietismo e inmovilidad, ficciones tan paupérrimas como la suya, discursos tan vacuos como el suyo, pueden seguir guardándose el as en la manga que, muy a pesar suyo, muchos vemos: que es fraude.

jueves, 11 de julio de 2013

NOBUYOSHI ARAKI: NOSTALGIAS DEL PARAÍSO



NOBUYOSHI ARAKI: FLOWER PARADISE
GALERÍA LA FÁBRICA: 22/05/2013-21/07/2013


Hasta el próximo 21 de julio puede verse en la remozada galería La Fábrica una muestra del trabajo reciente del artista japonés Nobuyoshi Araki (Tokio, 1940). Habiendo centrado su carrera en un impulso fotográfico como registro documental de su vida, estos últimos trabajos pueden interpretarse como colofones al trabajo “imposible” del arte: más que registrar la vida, la fotografía capta los vacíos intersticiales, el poso aurático de lo siempre experimentado como pasado. Viendo estas naturalezas muertas uno comprende que el trabajo demiúrgico de Araki ha sido el de constatar en primera persona que todo paraíso no dura, como él dice de sus mejores fotografías, más que un orgasmo.

Por muy rápido que dispares la cámara, la vida siempre te pasará. Esta frase, pese a no ser de Nobuyoshi Araki y ser mía, bien la pudiera haber firmado el propio artista. Y es que lo suyo, desde que su padre le regalara en su primera adolescencia una cámara y aprovechara una excursión para retratar a la chica que le gustaba, siempre ha sido tratar de atrapar la vida a base de fogonazos, beberse hasta el último poso de una vida que no hace sino escurrírsenos de entre las manos.

“Fotografiar es parar el tiempo en un solo momento, enfocarlo todo en un instante forzado. Pero si continúas creando esos instantes, forman una línea que refleja tu vida”, dice, esta vez sí, el artista: nada más empezar, ya nos están engañando. El impulso fotográfico de Araki - Tensai Araki, Araki el genio, cómo le llaman sus conciudadanos- sabe bien que no hay narración que contar y que, más bien, son los intersticios, los vacíos dejados en blanco, los que cuentan la historia verdadera.

En este sentido, en una entrevista con Adrian Searle, no dudó: "quiero decirte una cosa, escucha atentamente: la fotografía es asesinato”. No es tanto dejar un registro visual como remarcar la pérdida, la ausencia, ejercer el impulso tanático para tratar, inútilmente, de volver a un origen ya olvidado.

Germano Celant, comentando el trabajo de Araki, llamó a sus fotografías “mosaicos de erótica soledad”. Y es que tan pronto como conquistamos algo, sin duda ya lo hemos perdido. No hay goce sin pérdida, no hay amor sin dolor. La realidad es traumática en el sentido de que para conquistar algo siempre hay que dar también algo por perdido. Presencia/ausencia no son polos antagonistas sino enclaves para un mismo ejercicio: el de dar sustrato a la realidad. Dice Lacan: “un objeto es siempre una reconquista. Solo si se recupera un lugar que primero se ha deshabitado, el hombre puede alcanzar lo que impropiamente llaman su propia totalidad”.

Eso, y no otra cosa, ha tratado de hacer Araki. Su genialidad es darnos gato por liebre y ni enterarnos: su obra –en ese impresionante archivo fotográfico donde cada documento cuenta– es la de una tarea que asumió para sí una labor de derribo y construcción. Documentar no las vivencias, sino la perversión maquínica que aflora en ellas, ese aura dorada de impotencia que hace que la nostalgia siga siendo nuestra coartada más incorruptible.

Los registros de su luna de miel (Sentimental Journey), de la muerte de su esposa (Winter Journey), flashes fugaces de la noche de Tokio (Tokyo Lucky Hole) o del metro (Subway), incluso la documentación de su propia terapia para curar su cáncer de próstata (Tokyo Radiation) son solo ejemplos para comprender como lo suyo es más, bastante más, que mujeres atadas: lo suyo es tener el valor para apresar los momentos que más duelen, la determinación de llevar a cabo la labor sisífica de anudar fragmentos con la vana esperanza de que formen un todo.

Aludiendo brevemente a sus famosas ataduras, la clave interpretativa está, creo yo, en la propia matriz estructural del sujeto: “la topología del goce es la topología del sujeto”, dice Lacan. Si el masoquista es aquel que se siente culpable por no satisfacer nunca del todo el deseo del otro, Araki utiliza el bondage para retroalimentarse de ese goce superlativo y, en gran medida, prohibido. Araki ata no para contemplar belleza alguna, sino para provocarse, para probarse una y otra vez, para crear una tensión en el conglomerado llamado vida y expatriarse en él, desarraigarse y prometerse un goce que siempre será más que el propio placer. Como el cutter, Araki necesita toparse con algo más real que lo real (en este caso un goce superior) para hallar asidero.

En esta ocasión, la exposición Flower Paradise que puede verse hasta el día 21 de julio en La Fábrica apela ya sin concesiones a ese vacío que más arriba hemso comentado: la constatación fehaciente de que ya no hay demasiadas cosas que se puedan atar. El impulso sigue siendo el mismo: las flores, aún en su barroquismo hipertrófico, señalan la vitalidad explícitamente sexual que, combinadas con su decrepitud y marchitar, reflejan la pulsión de muerte que anima toda la obra del japonés. Pero, esta vez, el poso de melancolía, el rozarse con la tristeza es mayor. Si una de sus últimas series, Hana Kinbaku, jugaba de forma díptica con las flores y con “sus” modelos, ahora ya no hay lugar para la dialéctica pulsional ni para ningún atisbo de placer.

El efecto barroco de naturalezas muertas de estas flores alude a que, casi definitivamente, el pliegue se ha cerrado: ya no hay posibilidad para representar otra cosa que no sea una terrible melancolía. El tiempo ha hecho sus estragos y lo único que nos queda es el poso amargo de un archivo incapaz de parar la sangría. El hecho de que –según dice la nota de prensa– estas fotografías hayan sido tomadas en el balcón de su casa, ahí donde compartió días y noches con su mujer y su gato, ambos ya fallecidos, sólo significa que lo que mueve a Araki a la hora de fotografiar no es tanto lograr el documento como testificar de lo imposible de todo acontecer: su inasumible fragilidad.

En definitiva, Araki quería exhortizar el tiempo y se ha topado con lo que ya sabía: que no hay manera de conjurarlo. Esa puede que sea una de las funciones más principales del arte: ignorar lo que siempre hemos sabido para volverlo a aprender. Solo en ese ejercicio de reaprendizaje puede decirse que la vida ha merecido la pena ser vivida. Se sabe que no hay solución pero ese es justo el punto que le interesa: no se trata de serpentear la realidad con calditos, sino de apelar a que no hay más realidad que esta.

sábado, 6 de julio de 2013

PENSAR LO INCREÍBLE, REPRESENTAR LO IMPOSIBLE

Reflexión estético-política con ocasión del estreno de la película ‘Hannah Arendt’


 
Se ha estrenado recientemente en los cines la última película de Margarethe von Trotta titulada Hannah Arendt. Aunque los medios generalistas, en esa jerga paniaguada y niveladora, hablan de biopic no lo es en absoluto. El interés de von Trotta no es diseccionar el perfil biográfico de Arendt como el de reactualizar una serie de problemas con los que aún –y lo que te rondaré morena- estamos intentando salir indemnes. Es más: la película no es un mojón más en la rica filmografía de la directora alemana sino que forma parte de una trilogía con la que ha intentado entrar a debatir la situación actual de una memoria que no está cómoda en ninguna parte. Así, este film cierra un trabajo sobre la memoria y la lucha contra el olvido que inició con una película en torno a Rosa Luxemburgo y que continuó en 2003 con Rosenstrasse, centrado en el único movimiento real de protesta que se vivió durante los años del nacionalsocialismo por parte de unos judíos refugiados en una fábrica del centro de Berlín


Para entrar en materia, quizá, unas palabras de la directora: “lo que hizo Hannah Arendt fue mirar atrás, hacia esa época oscura e intentar comprender. Fue una pensadora independiente, una filósofa muy abierta al mundo, curiosa con todo lo nuevo. Hay una frase de ella que siempre cito porque me parece muy destacable: ‘Hay que pensar sin apoyos, sin nada a lo que agarrarse’”. Veamos por tanto en qué consiste ese ‘pensar sin apoyos’ y que lección estética se puede sacer de todo esto.

I

Olvidar y recordar parecen que son en la actualidad los ejes dialécticos con los que la filosofía trata de enarbolar un discurso capaz de tomarle el pulso a una realidad donde todavía la herida dejada por los mitos elegíacos de la Modernidad –por mucho ‘post’ con el que tratemos de camuflar el asunto– es más que patentes. Porque si malo es seguir bailándole el agua a la capacidad de la razón ilustrada, peor si cabe es dar por bueno el solar ruinoso en el que nos encontramos y hacer tábula rasa con el pasado.


¿Cómo reactualizar el pasado para que sea comprendido no como ajuste de cuentas sino como emplazamiento para la emancipación?, ¿cómo dar cumplida cuenta de las injusticias cometidas al reguero de víctimas que construyen la historia sin por ello abrir el melón y tratar de dar cambiazo a la historia? Es decir: ¿cómo resarcir al olvido sin por ello instaurar otro régimen de posiciones, de vencedores y vencidos? Porque si de lo que se trata es de eso, de invertir las posiciones, poco o nada se consigue sino establecer las condiciones para que, esta vez sí, acontezca otra vez lo increíble.


Ese es el problema al que se enfrentó Arendt y que todavía hoy supone el aldabonazo de salida para muchos discursos filosóficos. Porque si hay una genealogía básica en la acontecer filosófico occidental, esa es la que parte del idealismo absoluto de Hegel –esa comprensión de la Historia como desvelamiento objetivo y necesario del Espíritu Absoluto– y que, tras la estela de Adorno y Benjamin, tratan de pensar “lo otro” de la historia. Lo otro, entonces, como lo innecesario, lo olvidado, lo vencido y excluido de un discurso que necesitaba hacer coincidir causa y fin, necesidad y libertad, para seguir avanzando en los momentos de síntesis hasta la autoconciencia definitiva.



Porque, no ya solo en ese “después de Auschwitz”, sino casi a cada paso que ha dado la historia: ¿de qué vale un desenvolvimiento definitivo, una autoconciencia creadora emancipada, si por el camino no ha habido otra cosa que dolor, injusticia y muerte? El Angelus Novus de Benjamin es esa dialéctica suspensiva que no trata de fundirse en momentos de síntesis alguno sino dejar el futuro abierto a cuantas reactualizaciones sean necesarias. “Ser profeta”, en lenguaje bíblico, no es adivinar el futuro, sino abrirlo a la posibilidad más increíble: la actualidad mesiánica de la historia, la restitución de todas las causas perdida.


Así, por tanto, un primer esclarecimiento: si Heidegger trata de pensar ese olvido de la razón metafísica, lo suyo no es sino un camuflaje de la propia razón para asentarse en otro nivel, en otra etapa donde se hace necesario pensar el olvido del olvido como contreréplica necesaria para elevar a la enésima la propia violencia del pensar metafísico. El quedar cifrada la postmodernidad en un trabajo de duelo respecto a ese olvido con el que no se sabe muy bien qué hacer evidencia el triunfo del pensamiento heideggeriano y hace patente que los esfuerzos por desanclar al pensamiento de su coraza de poder son ahora –si cabe desde Auschwitz– más que necesarios. La polémica que desató las tesis de Arendt no son sino la evidencia de que a todo pensar le cuesta desasirse de la fuerza del presente, de su puñetazo en la mesa con el que trata de hacerse oír.


En el núcleo de esta problemática colea una misma pregunta: ¿es posible superar la Modernidad? El que Arendt fuera discípula de Heidegger, más allá del folletín vodevilesco y de la obviedad de la paradoja, da que pensar: ¿no son los intentos de la pensadora un tratar con la propia enfermedad de forma valiente y nada melancólica, sin poner paños calientes y sabiendo que toda cura, toda reparación, no es sino elevar lo imposible a rango de posible repetición? Arendt piensa la Verwindung heideggeriana –la posibilidad de la superación de la Modernidad- sin el patetismo cínico de la convalecencia y sin hacer de la postmodernidad la sanación de una enfermedad intratable. Si hay algún dato que nos permita atisbar una salida a la postmodernidad es que Vattimo nos parece ya un cansino de tomo y lomo.


Si, como comenta Rancière, “la modernidad se volvió entonces algo así como un destino fatal fundado sobre un olvido fundamental”, lo que está más que claro a estas alturas del partido es que no había necesidad de hacer de tal dato un eje vertebrador para una época avergonzada de su propia impotencia. Pensar, por tanto, de otra manera, dejarse de sandeces de sanatorio y atreverse a ver en el desgarrón de la razón no la posibilidad para liquar todo calado filosófico sino, casi todo lo contrario, para atisbar la posibilidad –¿la última? – de pensar de una vez y por todas lo impensado, lo increíble, lo imposible.


Pero vayamos a la película. Su trama nuclear se centra en los acontecimientos que dieron forma a uno de los más polémicos libros de la pensadora judía: Eichmann en Jerusalén, cuyo subtítulo es Un informe sobre la banalidad del mal. La sucesión de hechos, siquiera conocida por todos, es la siguiente: los servicios secretos de Israel detienen a Eichmann en Buenos Aires. Extraditado a territorio judío, el estado israelí le juzga de crímenes contra la Humanidad condenándole a la pena de muerte. Pero, en esto como en todo, lo importante son los silencios que surgen en –y entre– la narración. Justicia y venganza, olvido y memoria, culpabilidad e inocencia, conciliar lo particular y lo universal; dar visibilidad a lo sucedido, luchar para que no se olvide, pero también ajusticiar al culpable, darle lo que se merece, su merecido, invertir las tornas –con el beneplácito del Derecho Penal– para restituir la pérdida. Hannah Arendt –presente en el juicio como corresponsal del New Yorker– se sitúa en el centro concéntrico para pensar las paradojas que, a poco que se escrute, marcan el proceso. Y la polémica, ahora como entonces, está servida.


Si Eichmann concita en torno a su persona todas las paradojas bárbaras de la Modernidad, lo que descubre Arendt es que ese mal endémico que asola a la humanidad no nace de una innata capacidad auspiciada por la reflexión sino, todo lo contrario, por una dejación de principios con visos a perpetuar la mitología moderna: burocratización, tecnologización,…; los totalitarismos como encarnación del poder de la razón moderna encaden al sujeto a una narración ideológica donde el pensar es un exceso no permitido, un dispositivo tecnológico más administrado por las redes del sistema. Es decir, en el penúltimo estadio de la razón moderna capitalista, la ideología no tiene que ver con la verdad o la falsedad sino con dispositivos tecnológicos de control social. Si en la fase “clásica” el desarrollo moderno la ideología estaba sostenida en relaciones a una comprensión “verdadera” del mundo, lo que sucedió fue una paulatina tecnologización de tales mecánicas de adiestramiento social. Es ese caldo de cultivo despersonalizado donde Arendt comprueba que la maldad se inmiscuye en los relaciones de producción merced a una despersonalización de los sujetos.



Es decir, y retomando lo anterior, no hay coartada posible y, en el límite, los antagonismos conviven en la eclosión del mal. Pensar –pensar metafísicamente– es atrincherarse en las cloacas de la violencia, es imponer la lógica de la causalidad eficiente hasta el límite tecnológico. Pero, en el otro polo, no hacerlo, no pensar, es consentir en desasirse de lo específicamente humano, es dar por buena siempre esas circunstancias fenomenológicas. ¿Qué hacer entonces? La pregunta entonces de la filosofía después de Auschwitz es cómo pensar la diferencia del propio pensar, la fractura del pensar en ese momento en el que o se desfonda o se aviene a la lógica maquínica de lo perverso.


Lo que descubre por tanto Arendt es que la historia que nos habían contado no cuadraba del todo. Enfrentado con el nazi, se constata que no es un asesino despiadado sino un hombre cualquiera que, si hubiera que destacarlo por algo, sería por su burocrática eficiencia. Esa es la cualidad principal que Arendt ve en todo aquel horror: su banalidad, su mediocridad que solo logra rango de excelencia maquínica al ponerse al servicio de una industrialización mecanizada del asesinato. Esto no quiere decir que no fuese culpable, que no hubiera que ser juzgado. En este sentido, la reflexión de Arendt intenta ser exclusivamente un «informe de los hechos» que solo trata de comprender, no de juzgar. La propia pensadora alega que «un tal alejamiento de la realidad e irreflexión en uno puedan generar más desgracias que todos los impulsos malvados intrínsecos del ser humano juntos, eso era de hecho la lección que se podía aprender en Jerusalén. Pero era una lección y no una explicación del fenómeno ni una teoría sobre él».


Pero es en ese escalón, en esa trabazón ideológica que hace del máximo culpable el inocente perfecto, donde el impulso filosófico de Arendt se las ve y se las desea con la intelligentsia del momento: ¿cómo puede ser que se destaque la solvencia burocrática para intentar comprender el Holocausto?, ¿cómo, incluso, en la mecanización del exterminio, Arendt señala incluso a la propia víctima, a los de su mismo pueblo, como piezas importantes al servicio del engranaje? Las palabras de la filósofa golpean todavía con la fuerza de lo increíble: “donde todos son culpables, nadie lo es. Las confesiones de una culpa colectiva son la mejor salvaguardia contra el descubrimiento de los culpables”, escribió en Sobre la violencia. Aún todavía en el verano de 2000, cuando se editó en Tel Aviv una traducción al hebreo de Eichmann en Jerusalén, volvió a encenderse la polémica.


Lo que significan las tesis de Arendt es que el Holocausto es un acontecimiento increíble, una novedad tan en el límite del propio pensamiento que circunscribirse a la dialéctica del delito/castigo no roza ni de lejos la profundidad de la catástrofe. Incluso, el querer apresar semejante magnicidio en la lógica causal de los acontecimientos no hace sino dejar, como ya hemos indicado más arriba, la puerta abierta para su repetición. Reinsertarlo en la lógica sintética de los acontecimientos, sellarlo repartiendo prebendas de culpabilidades e inocencias, no supone sino su reinserción en la economía de lo posible.


Para Arendt no se trataría por tanto de cerrar la puerta bajo la apariencia de la justicia reparada sino encontrar su nexo de unión con la realidad en la que aconteció para que, definitivamente, no vuelva a ocurrir. Y es que, dentro de su imposibilidad, rodeando el aura de terror que causó, Arendt descubre la simpleza de lo banal, la normalidad de lo corriente.


Frente al "mal radical" de ascendencia kantiana, Arendt descubre la “banalidd del mal” como el síntoma decadente de una conciencia que, presa de un juego ideológico fácil de llevar a cabo, hace dejación de principios justo en el momento que cree estar siendo más consecuente. No pensar, expurgar la dicotomía moral del bien y del mal, disociar la acción de la conciencia, insertar la praxis de lleno dentro de lo esperado, de lo que se nos dice es lícito esperar. Es decir: dentro de su imposibilidad, acontecimientos como el Holocausto no dejan de ser fácilmente pensables.


El riesgo que corrió de Arendt estuvo en atreverse a pensar el acontecimiento lejos de la retahíla de lugares comunes, de la victimización facilona y de la lógica causal cifrada en que a tal delito tal castigo. El mantener el recuerdo de lo sucedido solo puede lograrse, siguiendo las conclusiones de Arendt, dejando espacio a otro pensamiento, a una reflexión que se tope con la exclusiva diferencia radical de lo acontecido sin reinsertarlo en la lógica de las posibilidades. Es decir: decir lo imposible es la única salvaguarda para que el terror no se repita.


II


Es precisamente a este punto donde queríamos dirigir nuestras reflexiones. Porque, ¿cómo decir ese imposible?, ¿cómo hacer remitir la historia a su siniestro doblez sin por ello establecer especularmente una salida que no es más que la coartada que necesita el propio pensamiento para volver a acontecer? Sin duda alguna: desde el arte.


Porque el arte tiene para sí la misión de apuntar y señalar a ese emplazamiento imposible pero sin traspasarlo nunca, sin irrumpir en su facticidad. El arte, en esa distancia irresoluble, reinventa a cada momento un lugar dialéctico nunca sellado sino abierto a la posibilidad de lo por-venir. Es decir, el arte ejercita la memoria pero no para recodificarla e insertarla, sino para experimentar el desarraigo que posibilite a cada momento el tiempo-ahora mesiánico, disyuntivo y disensual de la espera.


Si para Hannah Arendt, las palabras y los pensamientos son impotentes frente a la banalidad del mal que todo esto representa, si para Benjamin la catástrofe es “que ‘esto’ siga sucediendo’”, el arte señala la indecibilidad, la posibilidad siempre-otra, la de la sociedad por venir comprendida como ámbito de testimonio y memoria, de responsabilidad y esperanza de modo de ninguna manera se deje solo a los vencidos.


No se trata ya más –no se debería de tratar- de revelar la esencia metafísico-aurática, ni de auspiciar un ámbito para la redención de corte schilleriano. Ese posicionamiento de intereses, al converger con el plan utópico de la Modernidad, no haría sino ahondar más en el descalabro, en la herida; no remitiría sino a posibilitar un olvido del olvido, cínico y postmoderno. De lo que se trata más bien es de remover las coordenadas de lo fáctico para no olvidar que, como dice Benjamin, “para los oprimidos el estado de excepción es permanente”. Es decir, auspiciar la posibilidad de la sociedad por-venir, aquella donde, si el otro no es acogido sí que hay al menos la posibilidad de un lenguaje para nombrar al otro más allá de la lógica de la reinserción consensuada.


Ahora bien, si Arendt se preguntaba por una razón otra capaz de comprender lo incomprensible, si realizó un salto al vacío para dinamitar los antagonismos de un pensar que bascula especularmente pero sin salirse nunca del círculo vicioso de violencia y venganza sobre el que se eleva, el arte realiza también él una torsión sobre su propio eje para dar cabida a esa futurabilidad de la ausencia como garantía de emancipación. Es decir, si el pensar transciende su propia fundamentación atreviéndose a no contentarse con parches anestésicos, el arte opera un cambio en sus coordenadas para que su noción fundamental de autonomía sea capaz, esta vez sí, de acoger toda otredad, de evadirse del círculo antagónico y sea más, mucho más, que el emplazamiento para una redención que siempre ha quedado presa de la violencia imperativa de la razón idealista.




¿Cómo realiza esto? Sin duda alguna que sería demasiado largo diseccionar las estrategias que el arte tiene para esto; pero sí, y de esto trata este pequeño texto, se puede poner sobre la mesa la perfecta ilación entre el pensar de una filosofía que trata de salirse del círculo viciado de lo fáctico que proporciona la toma de posiciones ilustrada, una reflexión política capaz de dar acogida al otro, y un arte comprendido –en su adjetivación como político o crítico- como algo más que un simple campo de pruebas, cómo un laboratorio donde ahondar en la (im)posibilidad de la utopía.


No es por otra razón, pensamos, el hecho innegable de una cada vez mayor importancia al vínculo genético entre memoria e historia, entre recuerdo y olvido; no es por otra razón el que también sea innegable la cada vez mayor atención que se presta a la problemática en torno a la representación que el Holocausto suscita. A este respecto, aún con el error de bulto que toda ecuación reduccionista conlleva, no es difícil coincidir –hablando de Arendt y el arte- en un mismo intento: el de escapar de las redes representacionales del pensar metafísico y esencialista sin por ello caer en la salvajada especular, en el olvido del olvido. Escapar a la presencia del presente, del acontecer de un ser que se autoimpone evidenciando una violencia y, con ello, un olvido; escapar a una tecnología del pensar que lo absolutiza todo en una conciencia que se sobra y se basta a sí misma para levantar muros de contención.


Política y estética se conjugan entonces en un mismo fin para abrirse al juego dialéctico de las diferencias, un juego sin síntesis posible donde lo universal no juegue siempre de cara al vencedor sino que oscile en nódulos de heterogeneidad y de diferencias alternativas. Es decir, no se trata solo de dar voz a los olvidados, no se trata de impartir una justicia “reparadora”, no se trata de representar lo acontecido: se trata de crear espacio para ejercicios de simbolización que generen espacios críticos y disensuales.


La pregunta a destruir, entonces, es la misma: ¿a quién acoger?, ¿qué representar? No se puede ya más “acoger al otro” mediante procesos ideológicos de identificación socio-políticos; no se puede ya más representar lo acaecido según el canon mimético de la reproducción de la historia. Básicamente: el problema estético de cómo representar el Holocausto es el mismo problema político de cómo acoger al otro. Representar sin apropiarnos de su tragedia, sin querer hacer de ello un asalto de la propia razón para enmascarar otro olvido del olvido con el que volver a poner los relojes de la barbarie a cero; acoger al otro no insertándole en la lógica de dar voz/quitar voz sino haciendo funcionar una identificación imposible en el núcleo de lo social, un –por ejemplo- “todos somos judíos alemanes” que irrumpa disruptiva y disensualmente en la toma de posiciones –de competencias, tiempos y espacios– respecto al espectro de lo social.


El emplazamiento de lo imposible de la sociedad por-venir, ahí donde media la distancia disyuntiva con el otro –un estar-juntos estando-separados como diría Rancière– tiene su precisa réplica en el emplazamiento también de lo imposible donde se rememora el Holocausto. Porque si no hay política del consenso que acoja al otro sin remitirle a regímenes de identificación y producción que nieguen su individualidad, tampoco hay régimen representacional para dar cabida a lo increíble de una historia para la que cualquier ficción –ficción representacional- se queda más que corta.


Si la pregunta política por el acogimiento del otro se puede rastrear, por ejemplo, en el ejercicio disensual de Rancière, en el antagonismo de Laclau, en el estado de excepción de Agamben o en el evento de Badiou, la pregunta estética –doble especular de aquella– podría hacerse en los siguientes términos: ¿cómo mediar en ese irrepresentable que supone el acontecimiento increíble de Auschwitz?, ¿qué distancia tomar respecto al acontecimiento imposible? Obviamente no sirve una medida representacional, un ejercicio de ficción que intente reproducir lo sucedido: si no hay imaginación capaz de imaginar lo sucedido no hay tampoco puesta en escena capaz de dar la talla, de situarse a la altura; y, si la hubiere, ésta no supondría ninguna dialéctica memoria/historia capaz de despertar el olvido.


Por contra, la teoría de los sublime de Lyotard tampoco vale. Para éste, la no-figuración del arte moderno remitiría entonces a lo sublime del horror de querer olvidar: como huella de la catástrofe, como testimonio del olvido de lo ha habido, como la inscripción de la huella de ese mismo irrepresentable. La ecuación que hace funcionar Lyotard es sencilla: la existencia de acontecimientos que exceden lo representable lleva pareja la necesidad de invocar a un arte que, al menos, testimonie de ese impensable. Ese nuevo arte de lo sublime sería entonces un relato del testigo, un arte no preocupado tanto en contar el acontecimiento como en testimoniar su ha habido.


Sin embargo, esta coincidencia entre un impensable en el corazón del acontecimiento y un Irrepresentable en el corazón del arte es interpretada en relación a la necesidad del espíritu –según el proyecto de dominio de sí del pensamiento occidental- de olvidar incluso el olvido para poder presentarse como dueño de sí. Así, el deber moderno del arte iría en la dirección de dejar constancia de ese impresentable de la razón que se postula como la voluntad de acabar con el testigo que siempre supone el Otro: si la razón descubre cómo uno de sus polos descansa en la figura del exterminio dedicada a suprimir de su seno toda alteridad, el arte sublime sería el encargado de testimoniar el querer borrar la huella de esa exterminación, de querer olvidar el olvido para así, poder continuar. No es por otra razón que Rancière considera que el pensamiento de Lyotard es una radicalización de la dialéctica de Adorno que “transforma la ‘imposibilidad’ del arte después de Auschwitz en un arte de lo impresentable”.


Queda, entonces, una tercera vía ejemplarizada en el inicio de la película Shoah de Claude Lanzmann. Allí Simon Srebnik, uno de los dos únicos supervivientes del campo de Chelmno, vuelve al lugar del acontecimiento para rememorar lo sucedido, para recordar en el sentido benjaminiano del término: recuerdo como recordación, como Eingedenken, como un acto de revivir lo recordado capaz de detener el tiempo y salvarlo del olvido de la historia.


El barrido de cámara sobre lo que fuera campo de exterminio confronta la palabra que testimonia con el silencio en el que parece sumido tal lugar. La palabra, el testimonio del testigo, se resuelve así incapaz de llenar todo ese silencio: es esa inadecuación, esa imposibilidad de llenar el silencio, lo que es y debe ser representado según una nueva lógica de la ficción que no se levante como un procedimiento que media entre las historias, sino como un modo de tocar lo increíble del acontecimiento de lo inhumano.


Y es que esa ‘imposibilidad de llenar con las palabras el lugar’ remite a una increencia: aunque quede un superviviente, aunque lo cuente, no se le creerá. Es decir, no hay ni habrá nunca lengua propia para decir el exterminio, no hay ni habrá palabra capaz de llenar lo imposible de lo inhumano, de llenar el acontecimiento del que ahora solo resta un infinito silencio. Lo real que se abre en la ficción es el emplazamiento de lo increíble: palabra e imagen, palabra y lugar, quedan ahora remitidos a una disyunción en el límite por la cual abren el acontecimiento a su carácter de increíble; es la mediación imposible del silencio lo que redunda en la vinculación disyuntiva capaz de tocar lo increíble de todo acontecimiento inhumano.


En definitiva, si, como dice Reyes Mate, “com-pasión es aceptar la pregunta que nos dirige el otro”, lo que está claro es que para dar respuesta a esta pregunta no hay medida alguna, ni en relación a acoger al otro, ni en relación a una lógica representacional digamos clásica. Lo que hay que ejercitar, por contra, es una desmedida como emplazamiento imposible, como topología de una heterología de tiempos y espacios. Sólo haciendo funcionar la medida de la des-medida, la medida siempre disyuntiva del disenso como emergencia siempre imposible de identificaciones, se hará pertinente que Auschwitz, pese a estar en nuestra memoria, no vuelva a suceder. Si hay un lugar donde política y estética se toquen es aquí, en la emergencia de un lugar donde decir lo imposible, donde lo social remita a un juego de desidentificaciones disensuales, donde lo ha-habido no se levante como representación ni como testimonio sino como palabra-silencio a la espera de su por-venir.


Quizá era imposible que Eichmann, en esa ascendencia de la palabra compasión, sufriera con nosotros. Pero lo que está claro es que prohibiendo y zanjando la respuesta, desesperando en la espera, no se logra nada. Eso fue lo que, en definitiva, trató de hacer Hannah Arendt: aclarar las condiciones por las que las pregunta debería seguir haciéndose, aunque no hubiese modo de responderla o, como poco, de traducirla. Solo manteniendo la pregunta abierta a la esperanza se está en condiciones de no desesperar, de recordar lo increíble para, precisamente, no vuelva a suceder.


martes, 2 de julio de 2013

DE LA ARTESANÍA: ENTRE LA NOSTALGIA Y LA RUPTURA


ANTONIO BALLESTER: COBRE, COBALTO Y PLOMO

GALERÍA MAIESTERRAVALBUENA: 25/05/13-25/07/13


El arte tiene, desde su emergencia como tal, nostalgia del artesano. El arte siempre alude a la mitad que falta, a ese olvido fundacional que, pese a querer ser olvidado –el olvido del olvido- a través del concepto de sublime, no hace más que traumatizarle continuamente. El arte sabe; pero su propio saber –en contra de lo que pensaba Hegel- no le hace más autoconsciente: le hace más incapaz, más culpable de mantenerse aún con vida. El arte quiere exhortizar sus propios fantasmas pero no puede. Porque depende de ello; porque es solo a través de ellos como puede aún hoy en día erigirse como tal.


El arte, el arte al que me refiero, el que inicia el proceso llamado Modernidad, no es ningún proceso de ruptura –como se nos pretende hacer querer-, sino un nuevo modo de relación con lo antiguo. A este respecto Rancière señala que "el régimen estético de las artes no comenzó con decisiones de ruptura artística (sino) con decisiones de reinterpretación de lo que hace o de quién hace el arte”. No es la linealidad normativa de lo nuevo que sucede en oposición a lo antiguo, sino más bien un esclarecimiento de lo que es en cada oportunidad el arte establecido siempre en relación con su ha-sido, con el recorte de espacios y tiempos que planteaba.


¿Cuándo, por tanto, el artesano dejó paso al artista? Cuando las imágenes dejaron de pertenecer por sí mismas a la comunidad, cuando –por el contrario- cada obra de arte establecía en torno a sí una manera nueva de relación con el continuum social: cuando la obra suponía la encarnación de un nuevo arreglo entre pasado y futuro.


Lo que sucede es que en esa clarificación disyuntiva entre temporalidades, en esa lógica disensual de economías de imágenes que trazan ellas por sí solas un arreglo, nuevo en cada caso, con el continuum sensible de la sociedad, la nostalgia es infinita. Bien que en un primer momento, de manos sobre todo de Schiller y su programática “educación estética” la nostalgia aún rendía pleitesía a la posibilidad de redención y emancipación. Pero ha sido tal la bofetada, de tales proporciones el fracaso, que ya apenas nos queda sitio para llorar.




Así las cosas, y haciendo de la síntesis suspensiva del mesianismo de Benjamin lugar común, el arte contemporáneo trata de ejercitar su nostalgia sacando fuerzas de flaqueza. Es decir, tomar para sí como potencialidad los restos del naufragio. Echar la vista atrás, contemplar el campo de batalla de la historia, el reguero de víctimas y, desde ahí, encauzar la historia para que llegue puntual a su cita con su destino y servir, de una u otra manera, de enclave emancipatorio para la humanidad. O sea, seguir la lógica schilleriana pero con otros instrumentos.


La pregunta entonces es: ¿sirve esta estrategia para romper con el núcleo traumático-depresivo del arte contemporáneo o no son más que intentos por no salirse de la senda marcada por la estética idealista? Quizá no haya una respuesta definitiva pero lo que sí que está claro es que todo diálogo dialéctico con el pasado solo puede ir encaminado en operar un disenso heterogéneo que abra el tiempo a nuevas promesas. Para ello, visto lo visto, hay que dejarse de códigos teológicos-metafísicos y conciliar una idea de utopía como (no)lugar paradójico e indecible.


Así las cosas, y antes de entrar en más detalles, la presente exposición en la galería Maisterravalbuena de Antonio Ballester aduce la dificultad propia de todo el sistema-arte: dar por hecho, en su pertenencia al “sistema”, una distancia donde a duras penas logra levantar un par de palmos sobre sus intenciones. Fijado de manera apriorística como “arte” su supuesta desconexión queda mermada desde sus primados. Y es que Antonio Ballester quiere dar voz a ese olvido fundacional del Arte, quiere apostar por lo artesano para abrir distancias con lo consensuado…pero no tiene por menos que hacerlo dentro de la institución-arte, con lo que el gesto díscolo y de apostasía queda como poco adelgazado en sus presupuestos.



Pero Ballester parece saberlo y en sus obras no hay mucho espacio para inocencias: simplificación y reducción apuntan en él no tanto a un ya-sido como a posibilitar un futuro mejor. Sus dibujos infantilizados –si se me permite tal adjetivación– no tratan de operar un nuevo logro en cuanto a conquistas materiales del soporte-lienzo, ni a rastrear bajo la superficie algún significante vacío con el que desplazar el conjunto del sentido conquistado ya desde el principio por los mundos de la mercancía. Del mismo modo, en esta exposición, el remitirse ya desde el título a elementos primarios como el cobre, el cobalto o el plomo, no supone –o no tan solo- un rememorar nostálgico sino, y antes que nada, una nueva manera de hacer, un emplazamiento crítico con la ilación pensar/actuar dado por bueno por


De modo muy acertado Rafael Sánchez-Mateos Paniagua, en la hoja de prensa, apunta que “la artesanía no propone hoy el tranquilizador paraíso primitivo, sino que insiste en la crítica de cada gesto que pueda volverse condescendiente con la razón técnica e instrumental que, en alianza con el capitalismo pero también con la fe de muchos otros en el progreso, parece haber declarado la guerra a toda vida que se presuma libre e igualitaria”.


La palabra artesanía en Ballester pretende, por tanto, encender una heterogeneidad en el presente manufacturado y simulacionista del momento, pretende diseccionar la praxis para entroncarla con una mímica de lo fundamental, con un gesto relacional que no cosifique sino que establezca nuevas conexiones entre las cualidades de la materia prima y el mundo así creado. Artesanía entonces como emplazamiento político, no como un choque de lo antiguo y lo moderno sino como una reinterpretación de lo pasado que venga a salvarnos de la desolación tecnoexistencial.


La pregunta que queda por hacerse solo puede ser una: ¿es capaz esta oda casi elegíaca a lo artesanal de una manera de construir mundos capaz de mínima resistencia ante la ruina generalizada? El que la respuesta sea negativa tampoco significa mucho: cuando ni siquiera formas de homogenización publicitaria consiguen consensos a gran escala, pedirle cuentas al arte no es de recibo. Pero, ¿juega esta estrategia artesanal en otra liga diferente a la de la mercantilización adocenada de modos de vida, o no es tan solo un amaneramiento laxo, un vaciamiento conceptual que recae en los mismos clichés hipertróficos que su hermano gemelo –y especular-, el arte-arte? Pudiera ser.