AITOR ORTIZ: OBRA RECIENTE
GALERÍA MAX ESTRELLA: 03/04/09-23/05/09
A pesar del páramo conceptual en que descansa el arte de hoy, ciertas estrategias artísticas conservan el poder de sorprender por su amplitud, sobre todo teórica, de miras. En un mundo espectral como es el del arte, el enfrentarnos aún con propuestas que nos sitúan lejos de lo manido-espectacular o de lo superfluo-efectista son, sin duda, de agradecer.
Yendo en esta línea, la obra de Aitor Ortiz se dispone, de buenas a primeras, a barrer y a saltar sobre dos contradicciones que tienen como objeto, una, la fotografía como medio artístico y, otra, la arquitectura como ámbito específico de lo artístico.
Los resultados pueden ser dubitativos, en ciernes aún, más teóricos que vivenciales, pero, sin duda, nos ponen en contacto con lo que cabría esperar del arte: establecer una relación, o más aún, problematizar un vínculo, entre el hombre y su producirse como tal.
En referencia a la primera, no es sino la bidimensionalidad de la fotografía lo que se quiere poner en duda o, cuando menos, entre paréntesis. En este sentido, y como si de una escultura o instalación se tratase, las fotografías toman cuerpo y tridimensionalidad para erigirse como un verdadero ‘campo expandido’ de la matriz fotográfica original.
En relación a la arquitectura, Aitor Ortiz trata de diluir la necesidad de experimentación que tiene toda arquitectura haciéndola remitir, precisamente, a esa tridimensionalidad del objeto fotográfico. La arquitectura, como campo artístico, siempre ha sufrido los imponderables de una contradicción en los términos: la que remite a su habitáculo como puro habitar (en el sentido más existencial que se le pueda dar), y su carácter de artificialidad, de producción. Así, exponer una arquitectura desde lo fotográfico no deja de ser un total sinsentido, ya que toda arquitectura, debido a ese doble carácter, descansa sobre los pilares de la experimentación existencial del habitar.
Es bien conocida la tradición fotográfica que hizo uso de lo arquitectónico como vía sobre la que desarrollar y elaborar un lenguaje fotográfico autónomo. Y es que, durante un tiempo, quizá ambas disciplinas compartiesen más de lo que se pudiera pensar en un primer momento: pragmatismo en las formas, simetría y orden en la composición, necesidad de autonomía frente a la pintura o al capricho ornamental.
Pero, después del fracaso moderno arquitectónico, después de desnudar todas y cada una de las distopías que llevaba en su seno, desde la de la ciudad perfecta hasta la de la igualdad del ciudadano, quizá la arquitectura, en esta época de tele-experimentación y despojada de toda garantía de orgánica racionalidad, haya conseguido acentuar su esencia de creadora de espacios y ser el último reducto donde la experimentación haya de hacerse “in situ”.
Pero algo las lastra y, en eso, siguen caminos parejos: la drástica negación a salirse del plano-superficie en la fotografía, el hacinamiento de lo arquitectónico en el archivo fotográfico, intentando hacer inútil todo intento de transitarse o de vivenciarse como producto humano del habitar de su existencia.
Es de extrañar el que, pese al tiempo que se puede considerar a la fotografía y a la arquitectura como autónoma, no se haya replanteado esta relación en términos más actuales: los que hacen depender el arte de la experimentación propia del espectador.
Querer acabar con el estatismo arquitectónico que supone toda reproducción fotográfica es la tarea que se ha propuesto el artista. Toda arquitectura ha de vivenciarse, al igual que toda fotografía puede sobredimensionarse. Y, a mitad de camino, en el punto de cruce de ambas estrategias, el espacio latente arquitectónico surge como lo experimentado en la contemplación de las instalaciones fotográficas tridimensionales dispuestas en la galería.
Se percibe ya la posible intención del artista en sus fotografías bidimensionales, en las que se contempla lo repetitivo de un forjado: lo artificial de un paisaje que es el de nuestro habitar se deja adivinar en la intuición que relaciona lo representado y lo producido, lo que se contempla y donde, en ese mismo contemplar, hace surgir el espacio vivencial del habitar.
Pero es en sus foto-esculturas donde se alcanza el punto más alto de experimentación: las fotografías, modelos casi escultóricos de lo arquitectónico se dejan transitar, recorrer por el espectador. Así, las fotografías se despliegan sobre el campo expandido surgido en su transitarse al igual que lo arquitectónico logra romper el ámbito de lo fotográfico permitiendo así una experimentación más existenciaria. Y, como nexo aglutinador del entramado teórico, la percepción: el espacio sugerido del habitar en la bidimensionalidad de lo representado, la espacialidad como imagen en lo escultórico.