Texto acerca del libro de Fernando Castro Flórez "Mierda y catástrofe: síndromes culturales del arte contemporáneo", editorial Fórcola.
Sintiendo que no nos queda demasiado tiempo para decir todo lo que tenemos que decir, y sabiendo a las claras que glosar siquiera mínimamente un libro de Fernando Castro es quedar, literalmente, retratado y a la altura del betún, lo aséptico de una biografía –la mía propiamente– que nadea entre el más colosal de los aburrimientos y el mandato yoico del “traer un salario a casa”, hace pertinente este alambicado ejercicio de tratar de escribir unas líneas sobre lo que supone el toparse con semejante texto.
Además, estando mínimamente entrenado en esto de la escritura crítica, y agradeciendo eternamente al autor que mi interés por el arte comenzase con otro encontronazo con su persona, versar aquí la necesidad de libros como este se me antoja algo innecesario desde el punto de vista general del arte (pues, efectivamente, no somos nadie), pero, he de decir, de una justicia atronadora. Así pues, después de éste acta de principios, al lío.
Fue Sócrates el que estableció una ecuación paradójica pero que, aún en su candorosa insensatez, mantiene lo febril autenticidad de la existencia: conocer la virtud es razón necesaria y suficiente para comportarse según tal virtud. Extravagancia que la práctica condena a constante negligencia pero que, creo yo, sostiene a una civilización entera. Digo todo esto que, sinceramente no viene demasiado al caso, porque después de leer este libro bien pudiera uno pensar que el autor, en esa cartografía precisa que lleva a cabo de la tardomodernidad, no puede por menos que sentarse en una mecedora digiriendo una depresión de caballo. Conocer nuestra devastadora situación hasta tal punto de detalle debería de ser razón más que suficiente para hacer dejación de principios y sorber la vida a la espera de que venga otro que trate –infructuosamente, eso sí– de levantar el campamento de la ruina en que se encuentra. Y es que aletargada nuestra época en el onanismo telemático, ni siquiera la heroicidad es digna de encomio. Si por una parte cualquier chorrada puede robarle al acontecimiento heroico su visibilidad, por otra es bien cierto que la programación diaria sabe de nuestros gustos: contemplar, a toda hora, la catástrofe; es decir, codearse cómodamente con la idiotez pandémica que nos inunda sin mover el entrecejo.
Pero hete aquí que tal pormenorización en la sintomatología que nos tiene cercenados es el emplazamiento necesario que encuentra el autor para desplegar, desde ahí mismo, un ejercicio crítico con mayúsculas. Es decir, solo desde la constatación de un hecho (la pamema ideológica que nos tiene atemorizados en una angustia escópica que trata de verlo todo) se puede situar a la crítica en su debido lugar. De esta manera, todo depende, creo yo, de la profundidad con que observemos nuestras heridas. Si no vemos en ellas más que simples arañazos de la época que nos ha tocado vivir, lo suyo es perseguir el hado artístico, labrarse un porvenir y zapear hasta disolver el enjuague siniestro de nuestras existencias. Pero si la valoración no dicta sino el coma, la cosa no está ni mucho menos en desentenderse (enchufarse a la máquina libidinal como si tal cosa esperando pase el síndrome de abstinencia que nos tiene como rehenes) sino en sabernos expatriados condenados a hacer del exilio nuestra existencia.
Es entonces hacia esa meta hacia la que se dirige el grueso de las reflexiones aquí volcadas: valorar la experiencia del desarraigo como la eminentemente estética, sabernos habitantes de la demolición, evidenciar que no tenemos donde ir, aprender a no tener demasiadas esperanzas. Es aquí donde la crítica se erige para despedazar todo discurso buenista encargado de dorarnos la píldora, de hacernos creer que no es para tanto y que la pantalla extraplana donde van a parar todos nuestros deseos nos da ya y por anticipado cualquier cosa que podamos siquiera imaginar.
Así pues, labor primerísima del arte y, por ende, de una crítica responsable es demoler las fantasmáticas construcciones que el sistema matrix genera para acallar nuestro estado post-catástrofe. Seguir, como los maestros de la sospecha, desvelando simulacros pero esta vez no para proponer alternativa alguna (ya hemos comprobado una y mil veces que no hay nada bajo la pantalla mediática, que el enigma es superficial, que, como se sorprendía Barthes, no hay nada debajo de las muñequitas rusas salvo el placer de ir abriéndolas de una en una) sino para experimentar en toda su crudeza nuestro estado de exiliados. En tal situación, la crítica debe, como es el caso, disponer las herramientas para ser capaces de habitar en medio de la desolación.
En este sentido, la estrategia no es ni mucho la de sentar cátedra ni la de establecer una causal conexión bien armada. Y es que, tal es nuestra situación de orfandad, que no hay ya siquiera caverna de la que salir: todo queda referido a una implosión mediática donde el espectáculo hace tabla rasa con todo acontecimiento. Todo habitar es ya una forma de exilio, se dice en el libro. Así pues, primera condición: no ya una taxonomía con rango de adjetivación epocal, sino una pléyade de vectores, de ideas trasversales constantemente en fuga, un conjunto de descripciones sintomáticas no para dar recetas ni para establecer un diagnóstico bien preciso. De lo que se trata es de no dejar de pensar, de no dejar de hablar, de no dejar de señalar la posibilidad de que acontezca lo imposible.
Uno de los epítetos más celebrados del autor es aquel de transestética de la banalidad. Una banalidad que, como él mismo se encarga de decirnos, no es el reino del aburrimiento, sino la generación constante de microdiferencias; unas diferencias que enfatizan la catatonia de un mirar que se complace onanísticamente en verse así mismo, en contemplarse devorándose a sí mismo, y que, como fin último, hacen inviable –al tiempo que lo apuran a cada sorbo– ocurra lo impensable, lo único que pudiera sacarnos de este estado de somnolencia: la catástrofe. ¿Cómo siquiera imaginar la posibilidad de un deseo no ya medido –y por ello anticipado– por la lógica del espectáculo? Tal deseo, excesivo incluso para la economía tardocapitalista, revertiría la mecánica libidinal puesta en marcha por el simulacro espectacular y haría descarrilar el sistema en su conjunto. Es en tales términos que toda crítica ha de enfrentarse con lo imposible de tal posibilidad: ¿cómo llegar a desear la catástrofe? O, mejor aún, ¿cómo vivir sabiendo que tal deseo es imposible, que estamos condenados a vagar en un exilio programado?
Y es que, cuando la catástrofe, el accidente, es retransmitido en prime time, la prohibición aquella de convertir la catástrofe en belleza estética, de transformar la destrucción en algo admirable, se torna simplemente en carnaza para los mass media. Si de algo estamos empachados es de la “imagen sublime”: aquella imagen que señala justo ahí donde pudiera acampar lo excesivo para una razón violentada en la economía que impone, pero que es sin embargo cosificada, consumida, que escandaliza y provoca lo justo para que cojamos el sueño plácidamente.
A colación de la polémica aquella de Stockhausen y el 11/S como obra de arte total, la cosa, para el autor, está más que clara: “allí donde algunos vieron la materialización de lo sublime-terrible únicamente podemos ya encontrar la pulsión pornográfica”. Ni al arte se le permite acontezca ahí donde, aunque escandalizados, pudiera habitar. Ya solo hay una única gran imagen-mundo que devora y cosifica cada posible inscripción, cada posible exterioridad, cada exceso suplementario de goce. Todo se nos muestra ya con esa mínima diferencia que hace que todo sea ya presentado como consumido, como visto; un mínimo efecto Doppler que hace que cada instante nos salve de lo más necesario: que acontezca lo imposible. Y es que no hay ya necesidad de más: podemos verlo todo, no hay nada que se escape a una visión pornográfica, obscena en acercarse sin respetar medida alguna.
Así pues, nuestro destino es ir, como en “Bande à part”, a toda pastilla intentando verlo todo. Pero, incapaces de hacer de ese momento un acto de insurgencia, nadeamos en la angustia de tener, bajo el mandato yoico de la ideología, de verlo todo. No hay ya capacidad de rebeldía porque toda forma de rebelión está ya diseñada por los esquemas ideológicos que nos tiene enchufados a la pantalla. Así, nuestra capacidad de visión está totalmente disciplinada: pretendemos verlo todo sin percatarnos que es el sistema el que nos ve, que no somos sino inscripciones en la pantalla-plana del sistema-mundo.
Pero, y en todo este tinglado, ¿y el arte? SI bien, hemos ya señalado, la experiencia estética es aquella llamada a no permitir el olvido de nuestro desarraigo, la crítica que construye Fernando Castro está dirigida ha evidenciar lo poco pertinentes que para tal fin son la mayor parte de las estrategias artísticas actuales. Dicho en palabras del autor: “nadie, salvo que viva ajeno al tratamiento Ludovico que impone la televisión global, puede indignarse con las obras de arte contemporáneo. Son, no exagero, descripciones literales de un mundo que prefiere la tontería antes que enfrentarse críticamente con lo que pasa”. El arte sobrevive enfatizando un mal de archivo que hace cada pose tenga ya adjudicada su vitrina; incluso, como decía Debray, no hacemos sino museificarnos en vida. Así, el arte aboga por un “estilo de la transgresión pactada” que más que clamar en el desierto lo que lleva a cabo es una “permisividad blanda”, un “desmantelamiento de lo prohibido”, según dice el propio autor.
En esta situación, Castro no aboga por un ejercicio melancólico ni por la más que justificada depresión, tampoco por una mezcolanza detrítica de conceptos para proponer una alternativa: toda crítica llamada a ser tenida como tal ha de erigirse como aventura abismática, como danza dionisiaca llamada a carcajearse en el propio careto de nuestros destinos ortopédicos y funcionariales.
Así pues, lo fundamental de este libro, lo que destila todo texto de Castro, no es ya la constatación de unas coordenadas precisas, la descripción de un paisaje desolador tras la batalla. Lo fundamental es que tal constatación o descripción solo puede remontar el estado de inoperancia e impostura con que el sistema mismo envuelve a todo discurso (por muy revolucionario que pretenda ser) si lleva consigo la vitola de la experiencia propia, de un vivenciar que no señale lo inhóspito de nuestro paraje sino que se atreva a danzar en medio de él, en medio de los despojos.
A este respecto, Andrés Isaac Santana, en un texto preclaro también sobre esta misma obra, señala que “este libro se mueve entre la utopía redentora y una especie de nihilismo devastador”. Y es que lo clarificador de las reflexiones de Fernando Castro es que el sortilegio que hace de nuestra época una aventura en el abismo es que utopía y nihilismo van de la mano. Aún en su vertiente kafkiana, el magisterio adorniano es inexcusable: hay esperanza pero no para nosotros. No hay apertura temporal que no evidencie lo inútil de una intentona más. Es decir, todo profeta lo es ahora muy a su pesar. Sin embargo, lo único que cambia es el campo de posibilidad que se abre tras dicha sentencia: no ya un lamento plañidero sino la posibilidad, infundada pero real, de que se “produzca lo necesario”.
Así las cosas, y para ir acabando, la crítica no es esa cosa complementaria, un pegote que le sale al arte de vez en cuando para diseccionar el estado de la cuestión. No. La crítica no es ni un dialogar ni un debatir; la crítica no es el chismorreo tuitero ni lo pelmazo facebookiano; a la crítica se la trae al pairo que ahora las voces se multipliquen y cualquier mindundi abra un blog (y me doy perfectamente por aludido) para decir sus tres o cuatro paridas. A la crítica, incluso, no le importa en absoluto que el arte sea deplorable; la crítica, de eso, no tiene nada que decir. La crítica ha de situarse, precisamente, ahí donde todos y cada uno de nosotros decimos al unísono “la crítica no es ya necesaria”. Y es que es en ese “no ser necesario” donde la crítica se juega el todo por el todo.
La crítica, en definitiva, es lo que hace que el arte llegue a ser un asunto de vida o muerte; jugarse a cada párrafo la verdad o falsedad de ese no ser ya necesario. Este libro ayuda, desde luego, a espabilar, a hacer de la crítica no un remanso de consenso, diálogo y saber estar, sino la avanzadilla que señale a cada paso lo trágico de nuestro destino.