KARMELO BERMEJO: 10000 euros de dinero público enterrados
ARTIUM: dentro de la exposición PIGS
Karmelo Bermejo, 10.000 euro of public funds buried / 10.000 euros de dinero público enterrados. Latitud Norte 42º 50’ 57.2172” y longitud Oeste 2º 40’ 5.3688”.
El mundo es trasparente, se nos dice. El secreto ha terminado no por deglutirse sino por remitir a una paradoja fundacional para nuestra sociedad: que el secreto está a la vista. No hay encriptación o clave de seguridad que no pueda romperse. Todo está, literalmente, a la vista. Pero, al mismo tiempo, la sospecha de impostura campa a sus anchas. No hay ámbito de producción que, pese a gozar de una hipervisibilidad absoluta, no cargue con un quantum de inherente sospecha: es todo tan perfectamente falso que apenas acertamos a balbucear algún resquemor, alguna queja. El juego de manos se realiza ante nuestros ojos pero por ello no dejamos de ser engañados.
Desde esta perspectiva, la pieza de Karmelo Bermejo (Málaga, 1979) no es sino una inversión en las coordenadas ideológicas en las que nos movemos: esconder algo para que los resortes ideológicos dinamiten el consenso estipulado. Porque, ciertamente lo sabemos todos: el arte sobrevive fagocitado en formas de estatalización e institucionalización que hacen que el producto resultante no sea sino un ejercicio panfletario de simulación. Pero a través del gesto del artista ese saber, que nos esforzamos por no ver del todo pese a que, como decimos, se encuentra a la vista, rompe su estado de postración, de silencio condenatorio, para hacer saltar las medidas de seguridad del sistema y situarse desnudo ante nuestros ojos.
En definitiva: si el sistema opera haciendo gala de un régimen de hipervisión desde el que no caben ya ámbitos de sombra, Bermejo da la vuelta a la situación para mostrarnos el reverso ideológico de tal sedimentación ideológica del saber. El resultado, pese a que lo sabíamos, no deja de ser desconcertante: no solo es falso que no existan zonas de sombra, sino que el mundo entero ha devenido una fantasmagoría de una realidad para la que hemos perdido cualquier clave de acceso.
Lo que sucede es que, confundiendo las churras con las merinas, nos creemos en posesión de un mundo-imagen global cuando somos nosotros los efectos de superficie de un juego chinesco de sombras. No es que el saber esté ya a la vista: es que para esta situación nuestra de genuflexión constante a los primados del espectáculo mediático –y el arte no es sino uno de los más capaces regímenes de producción llamados a glosar las bondades del sistema–, cualquier saber nos vale pues todo saber en un mundo falso es tan falso que puede pasar por verdadero sin dificultad alguna.
Y es que –y la referencia a la obra en concreto que comentamos no es simple casualidad– el saber, nuestros saberes, no nos ayudan a encontrar el tesoro escondido en medio de la isla sino, precisamente, a no toparnos con él. No queremos –porque ni siquiera podemos– ver otra cosa que aquella que las tectónicas ideológicas nos han puesto sobre la mesa con el aviso previo de que, si somos buenos, podremos ver más, mucho más. Porque, como reza el frontispicio de nuestra escena ideológica, todo está a la vista.
La conclusión tiene que ser obvia: estamos de acuerdo en que quizá haga falta empezar a sabotear al sistema. Y, además, sabiendo que la única posibilidad es hacerlo desde dentro. Porque no hay más allá, no hay exterioridad, no hay ningún punto de apoyo arquimediano desde donde poder realizar la maniobra de desvelamiento. Todo tiene que remitir a una inmanencia de sentido que en su emerger se deje atrapar ella misma en forma de paradoja manifiesta, de indecibilidad capaz de interceptar el sentido consensuado de un saber que solo puede ser ya ideológico.
Pero la cosa no es tan sencilla: ¿cómo mostrar el secreto que todos conocemos pero sin que ello redunde en un ejercicio –uno más– de saber?, ¿cómo hacer ver que el rey va desnudo pero sin necesidad de dárnoslas de sabiondos pues, recordemos, al sistema le encanta que estemos al cabo de la calle de cómo funcionan los simulacros que nos propone? En suma: ¿qué saber poner sobre el tapete para que el arte supure aún alguna potencialidad disensual y no quede todo en preciosismos de salón pero tampoco en una mera documentación de nuestra barbarie cotidiana?
Porque, y esto ha de quedar claro, al secreto –del arte en este caso– no se llega para destruirlo: o sea, para decirlo. No hay decir ninguno del secreto pues –paradoja– si el secreto se dice deja de ser secreto. Al secreto se llega para acogerlo más en profundidad, a sabiendas de esa paradoja sobre la que se erige. Es así por tanto que la pieza de Bermejo no va en la honda de querer socavar todo el entramado estructural del arte: no se trata de encontrar el tesoro –la verdad oculta– sino en hacernos comprender como merodear alrededor suyo no es tan fácil cómo se presuponía: alguna sospecha encierra que no queremos vernos en la necesidad de desvelar nada.
Porque no se trata de cantar por cantar las perversidades del sistema sino en crear la trama, realizar el gesto capaz de congregar en torno a sí mayores dosis de paradoja. ¿Qué posibilidades hay, como decía Derrida, “de decirlo todo sin afectar al secreto”? O, lo que es lo mismo, ¿cómo acoger lo que se sabe, el secreto, sin hacer gala de tal saber, sin forzar las cosas para que el secreto tenga que ser dicho? O, para nuestros intereses, ¿cómo desnudar al rey-arte sin simular –pues sería mero simulacro– derribarlo?
En el número de febrero de la Revista de Occidente dedicado a las veleidades y connivencias entre política y estética, y al hilo de la red antinómica de un arte que necesita eso mismo que denuncia para su supervivencia, Francesc Torres señala que “aquí radica, pienso yo, esta sospecha permanente de impostura que sobrevuela al arte contemporáneo sin que nadie lo reconozca y si lo hace, calle”. Pues bien: las obras de Bermejo son intentos de hacer hablar al arte contemporáneo desde un lugar bien determinado: ahí donde si bien no puede dar la callada por respuesta tampoco puede hacer gala de esa violencia endogámica con la que opera.
Es decir: hacer hablar no para, por arte de birlibirloque, concluir tal o cual cosa, tal o cual saber sino para que el arte deambule alrededor de su secreto, un secreto que está a la vista pero que necesita ser silenciado –como un tesoro que pese a saber sus coordenadas nos negásemos a encontrar– para que todo siga igual, un secreto que le sacaría los colores al propio arte con que solo cargase mínimamente con su destino. Esa es la máxima dificultad de la estrategia de Bermejo: que en ese forzar al arte a que tome la palabra todavía cabe la posibilidad de que éste se enroque y haga aparecer el intento de nuestro artista como mera exhibición de una impostura. Pero, ¿qué posibilidad de éxito hay si no emerge del riesgo radical al fracaso?
Y no, no nos referimos a que haya o no haya 10000 euros enterrados –que de hecho los hay–: nos referimos a que el gesto de Bermejo pueda ser entendido como una boutade, como una burda utilización de los resortes del arte para beneficio propio. Es un riesgo, insistimos, que ha de estar ahí, que debe estar ahí, porque solo haciendo revertir las tornas –invirtiendo la pregunta que nos cae encima– podremos, podrá el artista, desvelar el secreto a la vista del arte.
Porque la acción, en esta ocasión, consiste en enterrar 10000 euros del Museo debajo de una placa en la plaza del museo Artium de Vitoria, justamente en las coordenadas latitud Norte 42º 50´ 57.2172” y longitud Oeste 2º 40´ 5.3688”. 10000 euros que, encriptados, realizan el gesto paradójico de decir lo que solo puede mantenerse callando: todo el mundo sabe que no hay arte que opere fuera de lo institucional y que, por ello mismo, el calado crítico es adelgazado casi hasta lo irrisorio; todo el mundo lo sabe…pero hacemos como si tal cosa. E, insistimos, no hay afuera extrasistémico para el ejercicio crítico: la propia obra trata de negar lo que no puede dejar de ser dicho; renunciando a la objetivación del dinero en obra de arte, el resultado no puede dejar de ser una obra de arte.
Bermejo recibe de la institución-Arte -del Estado, al fin y al cabo- dinero preciso para realizar obras de arte y éste, estirando la cuerda hasta casi romperse, realiza la pirueta capaz de darse un tortazo mayúsculo o sacar los colores al arte: aún colocándolo a la vista, aún diciendo que está ahí, Bermejo oculta el dinero realizando una perfecta maniobra de escapismo. Es solo negando la mayor, negándose a convertir capital en obra de arte cómo más y mejor responde a la ideología estética, cómo más y mejor es fiel a sus requerimientos. Es decir, enterrando el dinero Bermejo simula desobedecer a lo institucional-estatificado cuando no hace sino cumplir más taxativamente sus mandatos: realizar una obra de arte, poner una placa, etc.
Pero es que no hay otra manera, el riesgo ha de estar implícito: el riesgo en que, dando la callada por respuesta, digamos más de lo que pensábamos y terminemos por tratar de revelar el secreto. Es esta la razón por la que el artista, comprendido como terrorista mediático, como agente doble capaz de revertir lo pansensuado del mundo-global en un momento de mínima desorientación ideológica, ha de correr el riego de ser tomado como un simple falsificador, como un estafador de tomo y lomo. Y es que al arte lo que le interesa para tener capacidad de crítica es situarse en la indecibilidad que supone el que, hagamos lo que hagamos, pensemos lo que pensamos, el capital, la mercancía, ya estaba ahí antes. El arte debe, según una de sus estrategias más complejas pero de donde pende aún algún atisbo de emancipación, replicar las abstractas estructuras del sistema-capital para mostrar que la lógica antinómica es la que mejor funciona.
Pero entonces, en este caso, y si no hay modo de escapar de la lógica macabra de la mercantilización estética de la totalidad, ¿sólo basta con el gesto?, ¿con mostrar las garras todopoderosas de la ideología estética?, ¿basta solo con volver a saber que el arte acampa en su propia inviabilidad? Sí y no: “sí” porque ciertamente con eso bastaría, con mostrar cómo la mecánica ideológica es de tal calado que reduce a sus consignas previas cualquier arsenal disruptivo. Y “no” porque la obediencia ciega de Bermejo –obediencia simulada pero obediencia al fin y al cabo– despeja el bosque para que al menos vislumbremos el descampado desde donde poder algún día alcanzar nuestra emancipación.
Y es que la obra de Bermejo reproduce la dupla antagónica con que la ideología nos tiene donde más goce nos da pero también donde nuestra libertad no puede ser más que falseada: siempre es una misma pregunta para que contestemos disciplinariamente lo que se nos manda al tiempo que el desarrollo maquínico de la ideología nos hace creer que tal respuesta es solo decisión nuestra. Dicho de otra manera: la cuestión acerca de si hay esos 10000 euros o no los hay es totalmente baladí pero reproduce las instancias ideológicas desde donde el sistema nos lanza el anzuelo para que contestemos, bajo una libertad que es un momento epilogal de nuestra vida falsa, lo que se nos ordena.
Y, en una época en que el dinero estatal ha servido para tapar agujeros de incompetencia y de delincuencia al por mayor, lo mismo podríamos decir: ¿no es la pregunta acerca de si hay razones para, por poner por caso, rescatar a la banca o si, por el contrario no las hay, una pregunta ideológicamente falsa? Porque lo catastrófico no es que hayamos llegado a este punto: la catástrofe –desde un punto de vista ideológico- es que no podamos dejar de responder a esa cuestión..
La cuestión, por lo tanto, no es si el dinero está o no está ahí. De permanecer en este nivel de interpretación no hacemos más que minusvalorar el potencial crítico de la pieza al tiempo que, nosotros, empeñarnos en no querer salir de lo institucional del arte. Por el contrario la cuestión que emana de esta propuesta es que la pregunta, para que el arte remonte el vuelo, para que supere por elevación este momento de inanición crítica, ha de ser otra: no una que se responda con un “sí” ni con un “no” sino otra que quede suspendida en una disyunción constante, sostenida en una paradoja que haga que la respuesta nunca termine de darse.
Porque lo propio del arte no es apoyar una tesis en contra de otra, sostener un saber y no otro: su misión consiste en enfatizar que no hay tesis válida, que cualquier saber es solo un ejercicio sintomático de caída en lo mismo. El arte está llamado a mostrar cómo el mundo descansa en una paradoja irresoluble, ahí quizá donde realidad y ficción se anudan y cuya indecibilidad –insoportable para todos nosotros– le sirve al sistema para reducir todo ejercicio de resistencia a cero.
Por lo tanto, un arte crítico y con posibilidad de resistencia no es aquel que se cree capaz de modular el espectro de las respuestas ni tampoco aquel que se propone cambiar las condiciones de la pregunta: más humildemente, arte crítico sería aquel que trata de violentar la pregunta hasta el límite en el que se atisbe su impronta ideológica. Y la importancia es ahora urgente cuando el propio arte, reconvertido en institución, no es sino el constructo ideológico perfecto para construir masa: sujetos empleados en responder a la ideología estética aquello que el sistema mejor optimice. Es decir: cualquier cosa. Porque el quid de la cuestión es que al sistema ya le vale todo: decir que “sí” o decir que “no”, ser un lacónico meapilas o creerse el más rebelde de la clase.
Así, lo mismo se puede decir: ¿había mierda de artista en la lata de Manzoni?, ¿hay 10000 euros bajo la lápida de Bermejo? Todo para revertir el status quo y hacernos comprender que lo importante no es la respuesta sino la lógica implícita de las preguntas que el sistema nos hace responder. Si el artista italiano nos lanzaba el anzuelo para desnudar la recaída constante de toda producción artística en mercancía, ahora nuestro artista da un paso más allá: justo lo que el desarrollo del arte en su devenir institución necesita. Si en su día la lata de mierda de artista trataba de pivotar sobre un arte que se desarrollaba ya dentro de las coordenadas postfordistas de la producción mercantil en serie, ahora es necesario dar un paso al frente en la red de paradojas puestas sobre la mesa y sobrevolar un secreto aún más a la vista: el arte no es solo uno más de los ámbitos de producción capitalista sino que es sin duda el principal y más eficiente, tanto que toda experiencia y toda construcción de subjetividad se da plenamente dentro de las estructuras de lo estético. El arte, como ejercicio institucionalizado, es el primer agente de producción de pseudocultura: neutralización y debilitamiento de las facultades estéticas, creadoras e intelectivas a través de mecanismos de socialización que acaban con todo aquello que pueda sugerir una perspectiva crítica de la sociedad.
En suma, y para concluir: el arte crítico o político no es aquel que se propone revelar verdad oculta alguna ni el que, menos aún, se contenta con simular que busca alguna verdad mientras no deja de mirar para otro lado. Arte crítico sería aquel que se construye en torno a una pregunta disyuntiva, condenada a vagar errante a través de un saber que no puede dejar de ser paradójico: una pregunta que solo puede hallar fundamento –según la etapa de desarrollo del capitalismo en la que estamos– en el propio exceso que exuda el sistema para su progreso. Un exceso que, en su recreación estética en forma de pregunta ambivalente o en forma de gasto improductivo (recordemos sus obras 'Booked' o 'Booked the Movie'), muestran el vacío estructural del propio sistema: en este caso lo hueco que está el arte por dentro, necesitado a cada instante de ser oxigenado con cantidades de capital venidas de mundos que lo decapitan a la hora de intentar ser fiel a lo que se supone es su destino histórico. Y es que si hay algo que revele esta estrategia es que el sistema, para progresar, solo necesita destruir, quemar ese mismo exceso que él mismo genera, inutilizar los sobrantes que el sistema produce.
Ahora bien, seamos claros: mirar esa placa y no preguntarse si, sí o no, hay 10000 euros debajo es un imposible. Quizá a lo que nos llaman las obras de Karmelo Bermejo es a darnos de bruces con nuestra propia incapacidad, nuestra propia cobardía. ¿Por qué no preguntarnos otras cosas?, ¿de qué tenemos miedo?, ¿no tenemos la valentía de escapar, si quiera por un instante, de nuestro simulacro cotidiano?, ¿por qué no queremos encontrar el tesoro?, ¿tememos que alguna verdad se nos revele?