Asistimos impertérritos
en los últimos tiempos a una repetición de actos obscenos donde a nuestros
políticos se les llena la boca de la palabra democracia, sirviéndose de dicho
concepto para ningunear y calificar de dogmáticas las posiciones de cuantos contrarios
les salgan al paso. En esa repetición maquínica, la palabra en cuestión está a
un tris de terminar por no significar nada. Pero, mientras se anda dicho
camino, ¿imaginan un tiempo en el que el calificativo de demócrata llegue a ser
despectivo?, ¿un tiempo en el que se le pudiese arrojar a uno a la cara “eres
un demócrata”, con esas ínsulas que nos gastamos de vez en cuando de igual modo
en que ahora, y no sin cierta superioridad, se hace con adjetivos como fascista
o facha? Es mucho imaginar, lo sé. Pero visto lo visto estamos cada vez más
cerca. ¿O no?
Razones: principalmente
dos. En primer lugar el constatar cómo precisamente los calificativos que ahora
sirven como insultos fueron en su día encomiables adjetivaciones para quienes
creían estar viendo y viviendo su época con la potencia que se requería. Ver esto
con perspectiva ayudaría sin duda a curarnos de nuestras dos enfermedades
congénitas: una, creernos siempre subidos a la ola de un tiempo superlativo
donde han venido a dar todas las contradicciones que durante siglos han ido
desarrollándose hasta este precio momento histórico; y dos, reducir todo pasado
a una diatriba maniquea, los buenos contra los malos, los amigos contra los
enemigos. Desde este punto de vista, es fácil ver muchas de nuestras luchas
intestinas como el momento de síntesis en que, por fin, las contradicciones,
los polos antagónicos, van a ser superados por un momento de eclosión final
–nuestro presente– en el que obviamente van a ganar los buenos: es decir, los
nuestros.
Y en segundo lugar, el
hecho palpable y contrastable de que la noción de democracia ha virado
notablemente, entrando en una nueva fase de licuado de lo que han sido hasta
ahora sus fundamentos. La causa para este tránsito hay que encontrarla en una
confusión de bulto: consignar la crisis económica de la última década dentro de
los haberes de una democracia que no ha funcionado correctamente o, al menos,
cómo se esperaba. Es decir: se han confundido los mecanismos irracionales,
violentos y míticos que operan dentro del dispositivo llamado democracia con los
desajustes sociales que han venido dados por la crisis. A este respecto, se echa
parte de la culpa de la crisis a desarreglos en el seno de la democracia,
cuando la democracia es lo que es desde siempre, en las buenas y en las malas,
en la salud y en la enfermedad. Que nos hayamos creídos los cantos de sirena
respecto de un sistema político que ocultaba sus formaciones de poder y
coacción no es razón para, de buenas a primeras, hacer de la democracia algo
que nunca ha sido: algo inocente.
Aclarando más esta
segunda característica que nos parece fundamental, este desplazamiento que
vemos en el concepto de democracia remite a que ni “demócrata” es ya un
adjetivo que cubra por completo y homogéneamente el espectro de lo social ni
tampoco “democracia” es un sistema que permita la modulación de dicho espacio a
través de un simple “decir sí” o “decir no”. Lo que ha sucedido es que todo lo
que atañe a la democracia se ha desplazado para situarse precisamente dentro de
la falla de indecibilidad donde, a nivel de simbolización cero, se reparten
saberes y competencias. De este modo, democrático se ha convertido en un
modulador de antagonismos, un punto bisagra donde la mitad de la ciudadanía le
puede espetar a la otra su falta de carácter democrático y, de igual modo y con
la misma razón, en sentido opuesto.
Sin ir más lejos, esta
comprensión de la democracia como piedra que arrojar al otro viene siendo ya
moneda recurrente ante acontecimientos como la elección de Trump, el Brexit o el procés catalán, acontecimientos todos estos
donde el calificativo de democrático ha bailado de un lado a otro de la esfera
pública, para concluir con un hecho patente: democrático soy yo y
antidemocrático todos los que no opinan como yo. Qué poco demócratas los que
eligieron a Trump, dicen unos, o que poco democrático quienes se mesan los
cabellos, dicen los otros, rompiéndose las entendederas para lograr comprender
cómo alguien puede votar a Trump sin percatarse de que, en la libertad y
responsabilidad propia, lo más razonable es que cada uno de sus votantes tenga
motivos más que suficientes. Y lo mismo sucedió con el Brexit y lo mismo ahora
con el procés.
Dicho esto, es bastante
obvio que todos funcionamos ya como “pequeños fukuyamas”, encantados de haber
encontrado un adjetivo con el que sellar una historia que parece siempre a
punto de escapársenos de las manos: si la democracia liberal era según el
pensador norteamericano el punto omega del desarrollo histórico, la nueva
versión de la democracia es que si la historia nos sigue asaltando con sustos y
terrores nocturnos es porque los demás nunca son tan democráticos como
nosotros. Democracia 2.0 donde todo lo que acontezca fuera de mis redes sociales
me parece un campo minado de anti-demócratas.
Así las cosas, las
nuevas luchas sociales tienen todas ellas un denominador común: hacer ver a los
demás que somos nosotros no ya solo los más democráticos sino que nuestro
sistema –la objetivación institucionalizada de todas nuestras opiniones y
creencias– terminará por dar una versión más remozada y óptima de la propia
democracia. Es decir, ideología al por mayor: la democracia no es el a priori desde
el que emana todo discurso sino que es el a posteriori que se alcanzará en caso
de seguir determinadas consignas, vehiculadas todas ellas por los diferentes
partidos y grupos políticos enfrentados no ya por ideas sino por soltar el
exabrupto que mayor capacidad tenga de poner al otro la pegatina de
anti-demócrata. De este modo, y dentro de ese desplazamiento que decimos ha
sufrido, la democracia es el nuevo significante-cero, el lugar neutro del que
emana una nueva serie de antagonismo: los míos, los demócratas, frente a los
otros, los antidemócratas.
Atisbadas con mayor o
menor razón estas consideraciones: ¿es difícil delinear un futuro inminente
donde, visto que la democracia no puede ser nunca limpiada de sus residuos
irracionales y despóticos, lleguen a invertirse las posiciones respecto de ese
significante-cero que es ahora la democracia? Más aún, reconvertida como
decimos en frontera que separa simbólicamente campos antagónicos, amparada en
un toma y daca donde el propio concepto viene gastándose con extrema velocidad,
manoseada como ‘pequeño objeto a’ objetivado por tal o cual posicionamiento
político, no sabemos cuanto queda para que, ciertamente, al hablar de
democracia estemos hablando de otra cosa. Pero, ¿hasta el punto en que se
inviertan las posiciones, hasta el límite en el que “democrático” sea un
adjetivo despectivo?
Para dar una respuesta
correcta –una respuesta que dará cumplida cuenta de nuestra paradójica
situación actual– debemos ampliar un poco más nuestras tesis: ¿a qué se debe,
en primera instancia, este desplazamiento de la democracia de la totalidad del
espacio público a la bisagra fronteriza que reparte antagonismos y, en segunda
instancia, esta inversión que pronosticamos del adjetivo ’democrático’ como algo
despectivo? Pues ni más ni menos que a la propia democracia, al exceso con que carga,
a ese núcleo de violencia con que impone sus tesis.
Y es que se ha
confundido la esencia de la democracia: se ha hecho de ella un constructo
social asentado en la idea de un contrato original identificándose de modo
perverso con una cultura de la paz civil y del consenso –una sublimidad del
bien común al servicio de las simplezas del consenso– cuando no es sino una
aberración respecto de la forma habitual del poder ejercido de hombres sobre
hombres basada en el poder de la sangre y del saber. La democracia se
constituye de forma paradójica como el gobierno de aquellos que no tienen
ningún título para gobernar, siendo entonces que, como señala Rancière, “la democracia no es una
simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación
misma por la cual la política existe en general”. Así entonces la democracia es
un exceso, una extravagancia que descansa en la paradoja de que “para que la
política exista, es necesario que exista una forma de gobierno que no descanse
sobre ninguno de esos títulos para gobernar”.
La democracia, en tanto
que a priori para que emerja el juego político que no es otro que el encauzar la
causa del otro, alude a la separación de la ciudadanía respecto de sí misma, a
la distancia que separa a unos (los señalados como ciudadanos por el propio
régimen democrático) de los otros (los que no forman parte de los ciudadanos contados
por la democracia). Así, y en definitiva, la democracia no es tanto el sistema
que permite decantar opiniones y saberes sino la distancia que la propia esfera
pública impone para su vertebración política. ¿Y qué distancia es esta que
propone la democracia? La propia de la política consensuada del democratismo:
aquella capaz de regular lo que se ha de mantener fuera de la política, la
distancia precisa mediante la cual el “otro” está siempre reducido al silencio
y que logra que sea imposible mediar cualquier tipo de relación que no sea otra
que la de la violencia del consenso. Así pues, bien podría decirse que el
consenso es el olvido de esta diferencia y que democracia es sin más el nombre
de un reparto de lo sensible que explicita ese olvido.
Bajo estas premisas,
haciendo claro ese exceso aberrante de la propia democracia, asignarse el
propio título de demócrata no es sino un juego perverso de decir a las claras
“el consenso está conmigo”, “es mi saber y mi opinión el que establece la
distancia con la que olvidar a ese otro a quien tildo, sin ambages ninguno de
antidemócrata”.
Dicho todo esto, lo que
decimos está pasando es que la democracia está sacando a la luz la verdad de su
secreto: la verdad de un saber que no está llamado a estructurar el campo
social sino a dividirlo en torno a la indecibilidad que la propia democracia
crea en el seno de la sociedad. En este sentido, si hasta hace bien poco
democráticos eran todos aquellos que pertenecían a la comunidad, ahora la
aberración democrática, el virus de su paradoja fundacional, se ha incoado por
fin en el seno de la propia comunidad: democrático, como ya hemos dicho, somos
nosotros y todos los que quedan a mi distancia mientras que antidemocráticos son
todos los demás, aquellos que rompen mi distancia.
En resumidas cuentas, y
aunque caigamos también en ese esencialismo histórico que antes hemos
denunciado, vivimos tiempos sumamente interesantes: un tiempo donde se está
aclarando que cuando se lanzan de uno y otro lado de la frontera simbólica
acusaciones de antidemocratismo, se está hablando de algo que excede a la
propia democracia –de hecho es su propio exceso. Quedará por ver, y eso es lo
interesante, quién y de qué manera nos guía en pos de ese exceso, de
canalizarlo y darle forma. Posibilidades hay, cuando menos, dos: o, por una
parte, formaciones que sigan las tesis de una verdad que descubrir o una
esencia que alcanzar, formaciones que a pesar de la emancipación que aletearía
en sus discursos son emanaciones de los totalitarismos que han sazonado nuestra
historia reciente o, por otra parte, políticas que sepan jugar con esta
diferencia, con ese olvido que la propia democracia permite de unos respectos
de otros, políticas que incorporen en su mecanismo la paradoja que la propia
democracia pone cada vez más ante nuestros ojos: que la política es en sí misma
el ejercicio de vehicular una diferencia, de crear un antagonismo, de bascular
una distancia con la que decir ‘amigos’ y ‘enemigos’, y que, por tanto, sepa
que todo consenso no está larvado sino en un efecto ideológico, en la
imposición de una determinada distancia.
Llegados a este punto
solo podemos concluir de modo un tanto pesimista: por de pronto la historia de
las próximas décadas no será demasiada alentadora ya que la ideología trabaja
para que esa distancia no sea vista más que bajo la máscara simbólica. Yo
pertenezco a la comunidad en tanto que caigo bajo el paraguas de una distancia,
en tanto que soy inscrito como un “uno” que cuenta y suma para la producción de
un determinado consenso, siéndome imposible observar tal distancia en tanto que
indecibilidad antagónica. Es decir, aunque la democracia permite que se sepa la
verdad de su secreto –que su lógica de los consensos es algo violeto e
ideológico– no podemos usar tal saber para operar un desplazamiento capaz de
acoger a cuantos más otros mejor ya que no accedemos a dicha distancia más que
simbólicamente. Al final, y bajo esta tesitura, lo que nos toca es estar
atentos a nuestro futuro inminente: el campo social será radical y
paradójicamente democrático cuando el sistema sea por completo antidemocrático.
O, lo que es lo mismo y como decía Baudrillard,
“algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”.
Dicho lo
cual solo nos cabe responder con un no a la pregunta que nos ha permitido
llegar hasta aquí: nunca “demócrata” será un insulto pese a que bajo su imperio
se fraccione y rompa la esfera pública en una infinidad de antagonismos. Y
nunca lo será porque aunque cada vez será más clara la verdad impositiva de la
democracia, pese a que cada vez será más claro que la distancia que propicia el
consenso es de un calado aberrantemente ideológico, nunca estamos ni estaremos
en condiciones de ver nuestro saber –nuestra distancia– como algo
ideológicamente producido, cómo algo que surge como efecto de nuestra propia
inscripción yoica en el seno de la comunidad. Si el fascismo sí que permitía
que se vieran las costuras al sistema, que se supiera de forma directa la
exclusión que se producía con los “otros”, la democracia perfecciona todo esto
para que no se comprenda, para que cada uno se aferre a una verdad cada vez más
ideológicamente sobrevenida: demócrata soy yo.
Y así
será hasta que la fracción de la sociedad tienda a atomizarla por completo,
donde en el límite solo operen un conjunto de mónadas que se juntan y separan a
intervalos mínimos, formando comunidades centrifugadas en la instantaneidad de
un saber, el de la propia democracia, que fluirá por todo el entramado social.
Así será hasta que la democracia sea implantada globalmente. ¿Suena demasiado
distópico?