martes, 24 de mayo de 2016

ERLEA MANEROS ZABALA: MÁS RUINA QUE UTOPÍA



ERLEA MANEROS ZABALA: SALA 403/UN ARTE PARA EL RÉGIMEN: RUINA Y UTOPÍA
MNCARS: 20/04/16-29/08/16 
(texto original publicado en Exit-express: http://exit-express.com/erlea-maneros-zabala-mas-ruina-que-utopia-3/)

El trabajo de Erlea Maneros (Bilbao, 1977) se sitúa dentro de esa gran veta de estrategias preocupadas por la producción y difusión de imágenes y, por lo que sabemos de su trabajo, por el dispositivo comúnmente asociado a tales efectos: el Museo. Bajo estas premisas, normal que un programa de exposiciones que funciona bajo la nomenclatura general de Fisuras y cuya misión es, como bien dice su propio nombre, crear una fisura en el entramado museístico, crear una grieta en ese cierre epistémico e ideológico sobre el que opera toda exposición, haya elegido el trabajo de Maneros como una de sus propuestas. Es más: incardinada bajo tales supuestos de fractura, la exposición no es sino un ejemplo bien preciso.
Así pues, llegados a este punto de aquiescencia entre Museo y artista, solo podemos hacer dos cosas. Y las dos, queremos subrayar, igual de válidas. O cantar lo preciso y bien ejecutado de la exposición, lo bien que se acopla a lo que eran los requerimientos de la institución-Museo o, por el contrario, clamar –quizá solo susurrar– lo insustancialmente cansino de la propuesta.
            Sí, las dos igualmente válidas porque, para un arte que está ya para pocos trotes, cierto que pretender grandes dosis de criticidad es algo ya más que utópico y que lo que mejor podemos hacer es contentarnos con ejercicios de meta-reflexividad tamizados por esa capa de estudios de visualidad que tantos y tan buenos réditos están dando en una época en la que el arte se ve desarbolado y desarmado frente a otras economías y dispositivos de difusión de imágenes.
Pero, claro está y por el contrario, como contentarnos con un programa de mínimos no debería ser aspiración para ningún ejercicio mínimo de crítica, preferimos sortear el impulso conciliador que todos llevamos dentro y adentrarnos por las cavernosas galerías que supone el calificar esta exposición como de fiasco.


Erlea Maneros trampea con la pregunta romántica e idealista que se cuestiona qué hacen las obras de arte cuando el museo de arte está vacío y cerrado para, desde ahí, trazar un supuesto ejercicio de articulación crítica, de cuestionamiento en el ejercicio del ver y del mirar, de puesta entre paréntesis de la red de narraciones que han venido a construir una determinada Historia canónica del Arte. Para ello la artista vasca dispone una escenografía donde por arte de birlibirloque –es decir, por reglas que solo el propio arte se da a sí mismo– crea el sortilegio para la asunción de una disyunción, de una falla, de una diferencia entre la narración institucional y la inferida de la teatralidad con que dota Maneros a las obras en cuestión.        
Conectando la sala donde se expone su obra con la 403, sala titulada precisamente “Un arte para el régimen: ruina y utopía en el sueño de exaltación nacional”; conectando la propia obra de Maneros, la dramaturgia de 24 horas por ella ideada, con las obras expuestas en la original sala 403; conectando también la actualidad de nuestro presente con aquel tiempo posbélico y dictatorial en el que cabe encuadrar las obra de la susodicha sala 403… haciendo todo esto, debería emerger una decantación diferencial de la propia historia del arte español, de las razones que tiene el arte para decir si sí o si no, esto o aquello, es una obra de arte, si merece un hueco en el archivo sagrado del arte, etc.  
Pero lo cierto es que por muy entrenados que estemos, por mucho que sepamos los resortes conceptuales de un arte que se basta y se sobra a sí mismo para pensarse en relación a sus condiciones de producción, tal diferencia no llega. Una  de las razones, pensamos, es que el ejercicio puramente visual, la propuesta netamente estética, es tan mínima, tan insustancial, que apenas abre el diafragma de lo pensable y lo posible para que surja la cuestión silenciada, para que salga a la palestra la historia no contada, para que la dialéctica ideológica que anima la formación de cualquier colección museística ensaye un exabrupto con el que sonsacar algún momento de falsedad.  
                Todo es tan recatadamente conceptual, tan analgésicamente formal, que a duras penas se logra extraer algo que no sea, eso sí, la felicidad de haber asistido a otra vuelta de tuerca en ese ejercicio testosterónico de pensarse a sí mismo y que el arte realiza con singular destreza. O, dicho de otra manera, es mucho suponer que de la ficcionalización teatralizada donde los actores son obras de arte, por mucha descontextualización y deconstrucción con que sazonemos la propuesta, se llegue, cómo señala la hojita de sala, al cuestionamiento e interrogación “sobre sus condiciones históricas y el contexto en el que fueron creadas”.


Pero también hay otra razón vinculada a la propia motivación del programa Fisuras: invertir la mirada con que el espectador viene adoctrinado de casa. Y es que en este momento en el que el arte se ha convertido en potente motor de una cultura devenida industria de masas, el espectador deambula como narcotizado por museos, salas y obras de arte en busca de algo que llevarse a la boca con verdadero gusto hasta que, en esa espera infinita, termina por renunciar e irse a su casa con una conclusión amarga pero feliz: un museo visto, un museo menos. Dicho esto, y si es cierto que invertir los modos de mirar es labor principal del propio arte, no es menos cierto que tal inversión se asienta en una paradoja fundacional: sólo son susceptibles de ser modificados en su apreciación del arte aquellos espectadores que ya sabían previamente cómo mirar. Así pues, el arte, al menos este arte enclavado en estrategias de ramplona metareflexividad, realiza un movimiento necesario pero de todo punto inalcanzable.
En definitiva, insistimos, pretender el surgimiento de una cuestión en relación al arte por mor únicamente de una supuesta danza a varias manos, es un subterfugio estético que esconde la propia fatiga con que carga el arte: que de tanto ejercer de dispositivo de reflexión ha terminado por pensarse a sí mismo en un gran ejercicio onanístico de placer autosatisfactorio pero que solo consigue los réditos de los que partía. O, dicho de otro modo, el arte como reducto de placer para quien, previamente, adivina que aquello le va a causar placer. ¿No es el arte contemporáneo, a veces, como un gran ensayo de Paulov que nos hace salivar a alguno con la esperanza de que nos alimentará con un sabroso hueso, un hueso único, solo a disposición de un pequeño grupo selecto que sí saben?
Sin embargo, hay un resquicio, una puerta entreabierta por donde podemos contemplar esta obra de Maneros Zabala con verdadera potencia: en un mundo administrado por la hipervisión cibernética, el arte es usado, dice Boris Groys, “de la misma manera en que él o ella usan la información de las demás cosas en el mundo. Es como si todos nos hubiéramos convertido en el personal de un museo o una galería –el arte documentado explícitamente como una toma de lugar en el espacio unificado de actividades profanas”. Es decir, añado yo: no hay arte sino información sobre arte. En este sentido, la propuesta de la artista supondría una reconsideración dionisiaca y festiva del arte, un arte que se celebra y se conmemora, que sigue hablando, dialogando si se lo deja a sus anchas, si nos quitamos el velo sagrado de los ojos y dejamos que la obra de arte hable sin finalidad alguna. 
Así pues, ¿nos estamos desdiciendo? No: simplemente estamos poniendo encima de la mesa que si se dejase al arte operar más a sus anchas, no tan encima del juego resultadista de encontrar una finalidad inmediata para sus propuestos (en este caso el servir de acicate para pensar la colección, el museo, la institución, el arte, desde las ya manidas herramientas postconceptuales de la autoreflexividad crítica) quizá sacásemos todos, y en primer lugar el arte, mayor capacidad crítica.
Pero claro está, eso supondría dejar libre al arte. Y, a las pruebas me remito, cualquier cosa menos eso. 

viernes, 20 de mayo de 2016

PATRICIA ESQUIVIAS: DECORACIÓN COMO FICCIÓN DE LA MODERNIDAD




PATRICIA ESQUIVIAS: A VECES DECORADO
CA2M: 19/02/16-05/06/16
(texto original en "arte10": http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=473

Hasta principios de junio puede verse en el CA2M de Móstoles las nuevas obra de Patricia Esquivias, joven artista cuyo original modo de desplegar la(s) historia(s) la sitúan como  referente dentro de las nuevas estrategias de ficcionalización. En esta ocasión, los murales que decoraron la fachada del edifico sito en Paseo de la Castellana, 111-119, sirve de motivo principal desde donde reflexionar acerca de la Modernidad y la reciente historia Ed España. Además, la necesidad de decoración le lleva a otros parajes –Colombia, Marruecos– y a problemáticas adyacentes: arte y artesanía, autor y artesano, tradición y modernidad.

En su último libro Ricardo Menéndez Salmón alude a un instante, a otro instante de peligro: “comprendo en otro instante de monstruosa lucidez que todo se reduce a eso: a la relación entre historia e Historia. Una persona afortunada es aquella que puede aspirar a que la Historia no devore su historia. Nada más, es cuanto hay”. De ahí, sostengo, que muy pocas personas puedan sentirse afortunadas, que muy pocas personas puedan tratar de tú a tú con su pequeña historia sin sentir una punzada en lo más última y comprender que han sido estafadas.
Y de ahí, concluyo, que Patricia Esquivias (Caracas, 1979) sea una gran artista. Porque lo suyo es vérselas con ese instante en el que las historias, nuestras historias mínimas, sufren una enajenación, una rarificación que la hacen desembarcar en un único relato omnicompresivo donde nadie puede ya verse reflejado ni identificado. No sabemos si documento de barbarie o no, pero lo que sí que es cierto es que la Historia es una gran meretriz hacia la que nos sentimos empujados pese a saber que gran parte de nuestra dignidad se queda por el camino.
Esquivias teje y desteje una trama, la acorta y la elonga, y, sobre todo, la pone al microscopio diseccionándola para mostrar como las suturas no están bien cicatrizadas, como los remiendos son tan bastos que, a poco que uno se acerque, los restañones son más que visibles. Y todo ello lo hace según una sutil maniobra de despiste, disponiendo una estrategia de despiece que tiene la virtud de, sin levantar apenas la voz, con un susurro tan fino y delgado que pareciera que esta chica nunca hubiese roto un plato, decir lo que entre gritos y exclamaciones se vuelve inaudible.


Y si la historia es la de cada uno de nosotros, la Historia –el agente doble que trata de desenmascarar– es esa narración mítica donde dos palabros simulan una complementariedad que solo es real en la cabeza de nuestros ideólogos más eficientes: España y Modernidad. Dos conceptos diacrónicos, diametralmente opuestos, que no casan ni en pintura, dos nociones para la que la palabra crisis es la única relación que se nos ocurre.
Sin querer dárnoslas de sabiondos –pues reconocemos que la cosa es mucho más complicada– nuestro drama es que aquí el basamento de la Modernidad no ha funcionado como era preceptivo. Pero no es necesario rasgarnos las vestiduras con toda la parafernalia patriotera: ¿no es eso, la imposible sutura entre tradición y progreso, lo que está haciendo –si no lo ha hecho ya– descarrilar a la Vieja Europa? Erigida sobre un mito tan de risa como el de la Modernidad como cola de contacto donde pasado y futuro operan como bisagra perfecta, Europa –epítome de la Modernidad– está dando durante una actualidad que dura ya cerca de cien años su particular canto del cisne. 
 Para llevar a cabo este plan de desenarbolamiento del mito, Esquivias parte de narraciones comprendidas como lugares comunes del desarrollo de la historia reciente de España para escarbar en su bien acicalada superficie y ver todo lo que se esconde. Si, por ejemplo, en una exposición en el MNCARS en el año 2009 partía de la frase de Eugenio D’Ors “todo lo que no es tradición es plagio” y que se conserva en el frontispicio del Casón de Buen Retiro bajo su forma manifiesta “lo que no es ración, es agio” –lapsus desde donde desplegar una historia paralela, simétrica y nunca antes contada, que tenía a la paella como aglutinante condensador, de lo que ha sido el comportamiento del estado Español con la cultura– en esta ocasión nos traslada al Paseo de la Castellana de Madrid, concretamente a los números 111-119, y al momento de su construcción, los años 50, años de apertura y de impulso desarrollista donde empezó a ocupar un lugar preponderante la arquitectura modernista.

En la construcción del edificio en cuestión, el arquitecto Miguel de Artiñano encargó al pintor Manuel S. Moluzén y al escultor Amadeo Gabino que decorasen los balcones con murales cerámicos. El motivo por estos elegido, escenas y significativos parajes de importantes ciudades europeas, aludían al ingreso de la periférica Madrid dentro de las ciudades seleccionadas como modernas. Pero esto es solo la punta del iceberg, la ocasión que utiliza Esquivias para hablar de muchas otras cosas: de arte y artesanía, de artista y artesano, de autor y legitimación. Pero, como nexo argumentativo, está la decoración, la necesidad que parece haber en toda latitud (pues además de Madrid hay también obras referidas a el norte de Marruecos o Colombia) de decorar las calles y los edificios, y como dicha decoración, bajo el epígrafe general de artesanía, tiene una relación problemática con el arte y con nociones como la ya referida de autor.
Pero sobre todo hay en la exposición un hilo argumentativo latente y no desarrollado –afortunadamente, pues se trata más de mostrar que de concluir– que anuda arquitectura y modernidad, decoración y arte, artesanía e industria. Y es que en esa trabazón imposible de desentrañar completamente está todo el meollo de nuestra historia llamada Modernidad y que más que un camino expedito, claro y bien trazado es una onomatopeya ideológica para, como la decoración, cubrir y ocultar diáfanas paredes. En este sentido, si Esquivias es una artista a tener en cuenta es porque más que por darle otra mano de decoración a nuestra historia se preocupa por articular narraciones que nos muestren la razón de nuestra desorientación, como todo termina por desembocar en una Historia de la que somos, esta vez sí, mera decoración.
Porque, ¿qué es la Modernidad sino un revestimiento más, un revoco de la Historia llamada a ocultar una pared donde poder inscribir nuestra historia?, ¿no es la historia de la arquitectura reciente un intento de aunar funcionalidad con belleza, no es la Modernidad el mito con el que dar por cerrada esa problemática y concluir que pasado y futuro están perfectamente hilvanadas?, ¿no es la postmodernidad el epígono de este relato que concluye, como sostenía Venturi, que no hay más que fachada?, ¿no es, por último, la Historia sino la sazonada decoración de todas nuestras historias?

Esquivias, con esta exposición, abre de par en par la narración de nuestra historia para que entre oxígeno y poder respirar otra  vez, para poder escribir todo lo que no fue escrito, para poder decir todo lo que nos queda por decir. Y es que si hay fachada, si hay decoración, es porque algo se esconde detrás.

viernes, 13 de mayo de 2016

KARIN SANDER: ABURRIMIENTO OBJETUAL (DE LO CANSINO COMO METÁFORA DEL ARTE)


KARIN SANDER: KITCHEN PIECES
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 21/04/16-15/07/16

El trabajo de Karin Sander se sitúa en esa idealista falla que creíamos ya fagocitada ante su irresoluble situación pero que, parece ser, aún goza de una, diríamos, mala salud de hierro: la polarización que va de un arte que trabaja para él mismo desde la premisa aquella del l'art pour l'art hasta, en el otro extremo, el sueño dorado de un arte que se implicase en la vida cotidiana hasta su eventual disolución.
Si decimos que tal cuestión se nos antoja como obsoleta es porque de un tiempo a esta parte el acento político del arte, así como la ya imparable reproductibilidad técnica de la imagen, ha trocado esta pregunta propia de la estética idealista en otras con mayor capacidad de adentrarse en las estructuras de nuestra contemporaneidad. Tales preguntas harían referencia a la episteme escópica, a los actos de ver, a la necesidad de poner sobre el tapete un saber diferente que irrumpa como novedad disensual dentro de una lógica hiperracional del capitalismo. Cómo abrir fallas de futuro dentro de este presente desesperanzado que nos ofrece el capital: buena pregunta esta que, aun encontrándose gestada en la estética idealista, el acerbo político y medial del arte actual han terminado por poner en primera línea de batalla.
Parecerían, las una y las otras, cuestiones simulares; pero la entrada hace ya un par de décadas de, por ejemplo, los Estudios Visuales hacen pertinente esta separación epocal entre una estética idealista deudora aún del sueño romántico de la disolución del arte en los mundos de la vida, de otra estética contemporánea empleada en proporcionar un conocimiento estético que poco tiene que ver ya con el gusto o la belleza sino con la pregunta, más humilde y realista, de no ya hallar una total emancipación sino, al menos, momentos de eficiente disenso.


Todo esto para señalar que, a pesar de que sus hortalizas estuvieran el año pasado en la galería Barbara Gross y este año recaigan en Helga de Alvear –con semejante palmarés, el logro estético de esta artista debe ser, como poco, colosal–, el actual trabajo de Sander (si no todo) nos parece ciertamente arcaico, desfasado y conseguido merced a estrategias ya ensayadas con profundidad en tiempos pasados.
Sander está empeñada en caminar aún sobre esa fina línea que, como decimos, separa arte y vida, para darnos a contemplar lo bien que camina sobre ella: y es que si el truco estaba en hacerlo en épocas pretéritas en las que aún no existía una fuerte institucionalización del tinglado artístico, hacerlo ahora, con una red que salva de cualquier tropezón que pudiera significar la muerte, no tiene, hablando en plata, ningún otro riesgo que el que el propio arte-institución le otorgue.
En este sentido, la actual exposición en Helga de Alvear, la acción de clavar hortalizas y verduras en las paredes de semejante galería –como hace un año, decímos, fue en Barbara Gross– está perfectamente hilvanada con el resto de su producción artística. Así por ejemplo, en “Call Shots” fotografiaba con su Smartphone el lugar en el que se encontraba en cada uno de los momentos en los que recibía una llamada; en “Reisebilder / Travel Pictures” nos deleita con imágenes de paisajes tomadas desde la ventanilla de un tren tamizadas por una red de puntos que impide la visión; en “Mailed Paintings” expone los lienzos que, sin envolver ni tapar, fueron enviados a la galería a través de algún servicio de correos, siendo perfectamente visible las pegatinas que fueron necesarias colocar para su catalogación, localización y correcto envío; por último, en su trabajo quizá más celebrado, realizado para la Trienal de Escultura de Stuttgart, colocó figuras hiperrealistas a pequeña escala, de sí misma y de sus allegados, en pedestales dentro de una urna de cristal.
Dentro de esta concatenación de hitos donde el arte devuelve la imagen de la vida,  normal que el meter hortalizas dentro de la galería para ver qué pasa sea un escalón más, inútil pero necesario, en su fulgurante carrera. Porque eso es lo que se puede ver en esta exposición: hortalizas y verduras, primero en su frescor más radiante y que nos guiñan un ojo de complicidad –¿son de verdad, son réplicas, son casi figuras abstractas?– para, poco después, debatirse moribundas entre la vida y la más ascética de las muertes.
Sentadas las premisas desde donde parte su trabajo, señalar que poco o más bien nada tienen que ver estas hortalizas con la sempiterna remisión a Duchamp. Y eso que, aun por muy manido que este sacar al padre del arte contemporáneo a la palestra, lo cierto es que su sombra es cada vez menos alargada y que ejercicios con algún tufillo a duchampiano tienen ya el calificativo de, como poco, caduco. Pero, aun sin tener mucho que ver, sin duda que una fina línea de conexión vincula a la artista alemán con el genio francés. Una línea que, a pesar de la primera sorpresa ante lo visto, ahonda en la falta de riesgo de esta exposición: si el gesto de Duchamp esclareció que aquello que sea arte lo es antes que nada debido a su mediación con lo que es no-arte, ahora, cuando semejante proposición es elevado a axioma, el gesto de reiterar de alguna manera el gesto incisivo y desgarrador del francés solo puede reportar en un anacronismo y una candidez que, de no resultar hiriente con el espectador, haría emocionarme.   


Y sí, claro que hemos pillado el guiño de Sander: porque más que objet trouvé –objetos que en su día sacudieron las bases de lo que, en ese momento, se entendía por arte– se trata de vue trouvée: deja vu que, descontextualizados dentro de una exposición de arte, juegan a crear un despiste en el espectador, en alterar su sentido de lo visto para preguntarse por esos objetos cotidianos con los que trajinamos. Pero es que, repetimos, semejante distorsión vida/arte, semejante estrategia afanada en un inmiscuirse más de la cuenta simulando una problemática que, según cualquiera de las teorías que estudian la relación realidad/ficción, no es tal, es lo que por muy teórico que nos pongamos, no cuela.
Pero aún con todo, y como lo suyo es sacar de la necesidad virtud, la exposición seguro que tiene –si no lo está teniendo ya– su momento de gloria: la mancha que dejará la hortaliza al ser desclavada, los líquidos acuosos que sin duda estarán humedeciendo la pared de la galería. Igual que las boñigas de los caballos de la histórica exposición de Kounellis, la mancha de las hortalizas de Sander serán el punctum barthesiano, el coladero por donde toda interpretación deberá pasar para señalar, sin duda, ahí a donde quería llegar la artista: que es imposible llegar a una convergencia arte/vida, que siempre hay un exceso de la primera irreductible a simbolización. 
Que eso se sepa hace ya un siglo, que las motivaciones del arte sean actualmente otras muy diferentes, parece que es algo que ni a Sander ni a la galería le importa demasiado. Si por lo menos le hubiese puesto un poco de semiótica a la cocina… Quizá con todo es que nuestra única contemporaneidad es la de ser unos perfectos anacrónicos. 

domingo, 8 de mayo de 2016

BERNARDÍ ROIG: ABRIR LA HERIDA. MIRARNOS A LOS OJOS. DESLUMBRARNOS


BERNARDÍ ROIG: CUIDADO CON LA CABEZA
SALA ALCALÁ 31: 28/04/16-24/07/16

Hay tantas genealogías para explicar nuestra cultura porque todas ellas son, y es un alivio, falsas. Todas ellas encallan en el umbral donde se nos deja a solas, a expensas de un deseo que ha de abrirse paso, reconocerse como tal y reafirmarse. Es decir: todas ellas naufragan en una narración que solo puede darse como mito, como alumbramiento ambivalente, como razón que se busca y se persigue, como voz del héroe (cada uno de nosotros) que solo puede reconocerse en las búsquedas de aquellos que le han precedido, que nos han precedido.
Una de esas genealogías, al menos la que vamos a ensayar aquí para dar cuenta de esta extraordinaria exposición, es la que nos sitúa en la herida que supura abierta y que va de Platón a Goya. Ahí es, pensamos, donde nos sitúa Bernardí Roig; ahí es donde hemos de empezar a narrar, con cuidado para nuestras cabezas, nuestra mitología.
Si partimos de Platón es porque, sin duda, ya sabemos todo lo que llegaremos a saber; ya tenemos en nuestro interior las tres o cuatro imágenes que nos empujan hacia adelante a iniciar la búsqueda. Y aunque ahora se nos aparezcan como una nebulosa blanquecina, cuando las encontremos se nos aparecerán a la mente con la claridad de los primeros días, de los primeros anhelos, de los deseos originales. Saber no es sino volver a recordar, volver a toparnos con esa memoria nuestra fugitiva y nómada. Seremos lo que fuimos.
Pero, ¡cuesta tanto toparse con ellas! Lo más que tenemos son ejercicios que nos sitúan en el umbral, en el tránsito de un estado a otro: percepciones que nos barruntan una posibilidad que se nos da siempre como desconectada. Situados –y sitiados– en esa imposibilidad fundamental nuestra cabeza empieza a girar sobre sí misma, creando los monstruos necesarios para seguir en el empeño un día más, para seguir trajinando con esas imágenes que ya no sabemos de qué fondo han nacido. Si hemos de tener cuidado con la cabeza es porque en el camino de regreso a nuestra memoria lo más normal es que nos perdamos y que los fantasmas, el horror y el espanto empiecen a invadirnos.


Más aún cuando bajo premisas emancipatorias que han resultado absolutamente falsas, hayamos trocado una narración mitológica con grandes dosis de hallar sentidos derivados en nuestra experiencia por otra narración que, bajo la égida de la razón y con el nombre genérico de Modernidad, simula atreverse a más cuando no es sino una renuncia en toda regla. “No, la mitología –comenta el artista en una entrevista reciente– está en todos lados, es nuestra capacidad de fabular para explicar la realidad desde el relato, para contarnos cómo somos, y para crear una salida a nuestro fin trágico garantizado”.
Pero no olvidemos una cosa: si conocer es volver a recordar, no pasemos por alto que la impronta griega basaba en la vista todo el proceso epistemológico. Conocer, recordar…es ver, mirar, contemplar. Por lo tanto, la genealogía que acabamos de referir quedaría apuntalada sobre esa preeminencia del ver: si ver es volver a ver las imágenes que nadan por nuestra memoria fugitiva, el riesgo que nos acecha es que, no pudiendo volver a verlas –o al menos reconocerlas como tales– nuestra mirada queda abierta en canal a ser visitada por fantasmas, a ser obturada por síntomas indescifrables. En suma: el riesgo de perder la cabeza.
Creo que toda la obra de Bernardí Roig gira en torno a esta idea clave: porqué deseamos ver lo que no podemos ver y porqué tal deseo –fantasmático y fantasioso– es el que nos vertebra como, en el más amplio sentido de la palabra, humanos. Porqué pese a no poder ver, ensayamos mil y una forma de acercamiento, de ceguera, de escenografías con las que simular una visión que es mero teatro pero que nos vale para calmar nuestra angustia de no-visión. Porqué pese a no poder ver –mejor aún, en la imposibilidad de ver lo que excede la posibilidad de ver– trajinamos a diario con una sintomatología –sexo, horror, belleza, muerte, etc– de la que en vano tratamos de salir indemnes.  
Pero sobre todo una idea motriz: cómo a pesar de intentarlo desaforadamente no podemos dejar de ver imágenes, de representárnoslas. Es decir: de desear, de tener memoria. No, no podemos dejar de estar vivos. Salvo cuando hayamos muerto; pero esa será ya otra historia. "Yo quería ser –explicaba el artista hace ya una década– ese hombre de espaldas al mundo, ese hombre ausente (...), ese hombre que tenía la mirada tapiada, no una mirada ciega, sino una mirada que ya no generaría imágenes". Quería serlo pero, ante la imposibilidad, solo pudo hacerse artista para cauterizar la herida.
Pero eso, a la larga, tampoco es solución: lo suyo sería estar metido en una caja, sin imagen alguna a la que rendir pleitesía, ser solo memoria: “pero ahora –decía el artista– sólo puedo estar dentro de una caja de cartón, porque afortunadamente ya no tengo ideas, sino memoria. Me voy a entregar por completo a este absoluto: vivir en una caja de cartón”. Pareciera que la solución fuese convertirse en ermitaño, en un Simón del Desierto. Pero ni por esas hay algo garantizado más que una búsqueda que desfonda al alma: “no puedo vivir contemporáneamente en mi cabeza y en mi cuerpo”, dice Doménico en el discurso final de Nostalgia (Tarkovsky, 1986) (Nostalghia (d’aprês Tarkovsky), 2008).
 Ver y, en cuanto que reconocemos la imagen como nuestra, perteneciente a nuestro interior, poseer: he ahí, en toda su simple profundidad, los resortes enigmáticos que trazan la esencia del ser humano. Mónadas en busca del impulso necesario para sortear el peligro y hacerse con aquello que la mirada contempla. En ese ansía, en ese recrudecimiento de las capacidades para llegar a la posesión única y extasiante, el reguero de drama y horror vadea a ambos lados del camino. Somos en virtud de un impulso que nos lleva a fantasear con la posesión pura, diáfana, sin percatarnos que en tal ejercitación se rompe ya el misterio. Acteón vio, contempló la belleza y, por eso mismo, tuvo que sufrir el castigo de transformarse en ciervo. Consecuencia de romper el misterio es que la propia identidad de uno queda zaherida, reconvertida. Romper el misterio es ser otro.
Es más: vio y tuvo que ser devorado. “Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo", dice Ovidio en Las metamorfosis. Si es que puedes…porque de hecho no podrás. El hecho mitológico de ser devorado por los ciervos corre paralelo al gesto abrahámico y kierkegaardiano de no poder decir el secreto: el secreto solo es secreto en cuanto que nada puede decirse de él porque nada se sabe de él. Decir el secreto, ver a Diana desnuda: no hay más destino que la muerte. “Acteón ha visto –comenta Castro en el texto que abre el catálogo– lo que podrá contar jamás y queda encerrado en el mutismo absoluto. Ve porque no pudo decir lo que ve, si pudiera decir, dejaría de ver”.


Lo suyo sería –y es ahí donde estamos, ahí dónde nos sitúan las obras de Roig– decir el secreto diciendo otra cosa, ver la desnudez de Diana simulando ver otra cosa. Otro mito, el de Medusa, es el que da cuenta de esta necesidad: Perseo decapita a Medusa no mirándola directamente sino observando su reflejo en el escudo. Teniendo esto en cuenta es fácil concluir que el arte no es sino otro mito,  ¿No es el arte otro mito, un ardid, una estratagema para cortar la cabeza de la gorgona sin morir de pánico. Y el artista es un héroe que trabaja con el riesgo de, en cuanto se descuida, caer en las redes de Medusa. Cualquier pintor es Perseo, decía Caravaggio; y ahora Roig no es sino otro héroe: aquel que nos indica nuevos modos de aproximación, de acercarnos al fogonazo de luz que exuda lo Real, de rodear a la verdad indescifrable que habita en nuestro interior. Porque, quien sabe, quizá estemos destinados a, en algún momento, decapitar también nosotros a nuestros fantasmas interiores, a tener acceso directo a nuestros traumas.
Si hacemos caso a todo lo dicho, se descubre que las luces de neón de las obras de Roig no están para ver las obras sino para acercarnos a la experiencia de no ver justo por un exceso de luz. Porque, pese a parecernos lo contrario, hay mucha luz: siempre un exceso de luz, de sentido, de vida. Y esa es nuestra labor sisífica: ¿cómo acotar tal exceso?, ¿cómo poder poner nombre a aquello que nos despide con cajas destempladas? Sí, desde luego que siempre podemos decantarnos por una interpretación que nos asegure el ser, su esencia, que nos diga que todo es, de puro goce, sublime: siempre podemos apostar por una imagen sublime con la que acondicionar nuestra memoria interior. Sí, quizá debiéramos tener cuidado con la cabeza y dejar de atrevernos con interpretaciones más valientes y capaces.
Sí, quizá…pero entonces sería todo tan aburrido. Si hay que tener cuidado con la cabeza es porque, afortunadamente, nos atrae el riesgo, nos seduce sobremanera fantasear con la posibilidad de lo imposible: la de toparnos cara a cara con la imagen-límite. Deseamos ver en razón única de esa portentosa fantasía que nos fundamenta, deseamos ver porque soñamos con el momento culmen en el que imagen y memoria se fusionen en una única y portentosa idea. Ese momento en el que lo ya sido como memoria y lo proyectado como imagen sean una y la misma cosa. Y, todo ello, pese a saber que es inviable tal logro, pese a intuir que el fracaso en nuestro destino único, pese a experimentar que no hay fundamentación que no sea un profundo desfondamiento, un nadar en lo profundo sin nunca hacer pie. Acteón solo consume su deseo de poseer a Diana un instante (Diana y Acteón, 2005) y, además, en proceso ya de metamorfosis, iniciado ya su descendimiento a un destino que culminará en ser devorado por los ciervos.  


Es decir: lo nuestro, lo que plantea esta exposición, es atrevernos a ser siempre, una y otra vez, no acogidos por la luz, llamados pero sin lograr la meta. Quedarnos, como quien dice, con la miel en los labios, trajinando entre fantasmas, entre memorias volatizadas que no encuentran a su imagen original. Todo esto está en el origen de nuestra narración: cuando Moisés pregunta a Yahvé por su nombre –no por curiosidad, sino para saber de parte de quién ha de ir a ver al Faraón– la traducción griega de los LXX se decantó por “yo soy el que soy”, interpretación correcta y que abre el campo para el encuentro greco-judío, pero que ningunea otra posibilidad: “yo soy lo que soy” o, lo que es lo mismo, “a ti que te importa quién soy”.
O, dicho de otra manera y como comenta Fernando Castro en el catálogo, “puede que ‘iluminar’ una cabeza’ suponga aceptar la oscuridad como nuestro destino”. No hay por tanto deleite, no hay una apuesta por la imagen-sublime que reordene toda una trama de sentido, no hay ni siquiera origen y final en la búsqueda: hay solo, y como señala Roig, una maquinaria expositiva llamada a producir víctimas, a causar una herida profunda en el espectador: este que soy yo porque ante mi aparece, no soy yo; yo soy solo en cuanto me pliego al festín de mi memoria, en cuanto me disemino, en cuanto que doy rienda suelta a esa memoria que seré. Y es que, a fin de cuantas, a nadie más, ni siquiera podríamos decir a Dios, parece importarle.
A este respecto, las fotografías que se toma de sí mismo Roig durante un año entero (Naufragio del rostro, 2013/2014), ¿para qué están? Para hacer patente que no se fotografía nada, que, de hecho, no somos lo que aparece en el fotograma único y revelado, sino esa mancha metafórica, esa huella que pasa de fotografía en fotografía, que simula con estar siempre presente pero no es sino el palpitar de la propia ausencia. Quizá deberíamos a tomarnos la idea de que para conseguir ver a Diana en todo su esplendor hemos de empezar a tacharnos, a borrarnos.


Si nos hemos referido anteriormente de modo subrepticio a lo Real es porque las obras de Roig, y en consonancia con todo lo expuesto, son ejercicios de acercamiento escópico a ese Real inefable. Un Real que no es la verdad que acampa en el otro lado, sino el hueco desfundador de la propia realidad, el vacío que permite transitar de una red sistémica de realidad/apariencia a otra, de un régimen de simbolización a otro. Y si, en este sentido, lo Real –como dice Zizek– es la propia pantalla que desenfoca la mirada, la mirada de Roig opera a modo de arañazo en esa pantalla-real, en la oscuridad absoluta que es la realidad en estado bruto. Cada mirada, un rasguño en esa telúrica membrana; cada mirada, un haz de luz que expele dicha membrana; cada mirada, un ejercicio de simbolizar ese magma extraño que amenaza con cegarnos.
Sí, no caben más que dos posiciones: asumir nuestra incapacidad y atrincheraros en la oscuridad más absoluta, o enfrentarnos a esa pared que tenemos delante y tratar de arañar con las uñas algún sentido. Pero no hay que asustarse: el antagonismo no es más que aparente. A pesar de desear encapsularnos en nuestra total negritud, descubrimos con horror una memoria nómada que nos inquiere, una imagen que sobrevuela en nuestro interior. Atrevernos, por tanto, a rasgar la oscuridad es nuestro destino más inmediato: ahora bien, el drama de nuestro existir es que no hay forma de acallar ese impulso memorístico, esa vis espectral que habita en nuestro interior, en nuestras cabezas.
No hay manera de, en definitiva y como ya hemos dicho, terminar de ver. Todo intento de ver acaba en su fracaso, en un ejercicio que ha de vérselas con una simbolización para trampear la impostura de nuestra ceguera. Pese a ser empujados a rasgar la pantalla y vérnoslas con nuestra propia imagen interior, la luz que expele el propio diafragma no nos lo permite. Así, hemos de darle salida a eso que “vemos que no vemos”, hemos de darle una forma determinada que nos haga capaces de decir “esto” o “aquello”: hemos de hallar un sentido para aquello que es solo un flashazo directo a los ojos.
En este sentido, las figuras humanas de Roig no aluden a seres humanos en este lado de acá sino que son cuerpos en el momento preciso de estar viéndoselas con la tragedia de no ver lo que se pretende ver, de ver un no ver. Por eso sus figuras son blancas: para restarle todo el peso corpóreo que pudiera hacernos pensar en un realidad física a su alrededor, pero también porque, como el propio Roig señalaba en una cita que Castro recoge para su texto en el catálogo, “el instante es blanco. De eso no hay ninguna duda. Y seguramente es blanco porque la luz detenida en pos de la intensidad del acontecimiento se ha coagulado. Posiblemente sea uno de los pocos momentos en los que la incertidumbre zozobra y por ello convierte ese instante en algo muy hermoso”.
Las figuras de Roig son figuras atrapadas en su propio exceso, pegadas a un misterioso objeto a del que no pueden desentrañar la verdad. Son los habitantes de nuestro interior, seres destinados a no-ver lo que fantasmáticamente vemos a través de una memoria en fuga que amenaza con volarnos la cabeza. Y es que, habida cuenta de que tal deseo de ver habita en nuestras cabeza, es con ella, con la cabeza, con la que hay que tener cuidado.
Claro está que para soportar ese exceso desbordante de sentido, ese plus que nos ciega y que nos impide dotarnos de un fundamento propio, hemos generado herramientas si no perfectas sí al menos efectistas: una sintomatología a través de la cual nos conocemos tan bien que, condescendientemente, nos engañamos creando simulacros que nos ayuden a convivir con el terror.
En este sentido, si la exposición y el trabajo de Bernardí Roig es digno de tenerse en cuenta es porque nos enseña a no temer al horror que amenaza con fagocitar nuestra identidad y nuestro rostro, nos muestra como nuestra labor es, como poco, titánica: enfrentarnos de cara a una oscuridad que nos sabe a poco y a una luz que nos deslumbra. Todo en su trabajo, en suma, alude a ese extraño magma interior que nos define: esa capacidad de unir muerte y placer, imposibilidad y fantasía, belleza y espanto. Es, simplemente, el tiempo y la forma de purgar nuestras heridas. Es decir: el arte.
Acteón quería, como nosotros, ver. Y, también como nosotros, fue castigado: él, devorado por ciervos, nosotros repelidos por una luz excesiva que nos ciega y nos aturde: somos hermanos gemelos de aquel que Practices to suck the dark, “atrapado –dice Fernando Castro– en un espacio claustrofóbico con el semblante contra un fluorescente, semidesnudo, torturado por su búsqueda de lo absoluto”. A nosotros, como a él, nos basta con continuar, con trajinar con los fantasmas de nuestra cabeza, con no golpeárnosla, con fantasear con que vemos cuando no es sino de nuestra ceguera de lo que estamos hablando todo el rato. Todo es, por tanto, espantoso pero terriblemente bello.