BERNARDÍ ROIG: CUIDADO CON LA CABEZA
SALA ALCALÁ 31: 28/04/16-24/07/16
Hay tantas genealogías para explicar nuestra cultura porque todas ellas son, y es un alivio, falsas. Todas ellas encallan en el umbral donde se nos deja a solas, a expensas de un deseo que ha de abrirse paso, reconocerse como tal y reafirmarse. Es decir: todas ellas naufragan en una narración que solo puede darse como mito, como alumbramiento ambivalente, como razón que se busca y se persigue, como voz del héroe (cada uno de nosotros) que solo puede reconocerse en las búsquedas de aquellos que le han precedido, que nos han precedido.
Una de esas genealogías, al menos la que vamos a ensayar aquí para dar cuenta de esta extraordinaria exposición, es la que nos sitúa en la herida que supura abierta y que va de Platón a Goya. Ahí es, pensamos, donde nos sitúa Bernardí Roig; ahí es donde hemos de empezar a narrar, con cuidado para nuestras cabezas, nuestra mitología.
Si partimos de Platón es porque, sin duda, ya sabemos todo lo que llegaremos a saber; ya tenemos en nuestro interior las tres o cuatro imágenes que nos empujan hacia adelante a iniciar la búsqueda. Y aunque ahora se nos aparezcan como una nebulosa blanquecina, cuando las encontremos se nos aparecerán a la mente con la claridad de los primeros días, de los primeros anhelos, de los deseos originales. Saber no es sino volver a recordar, volver a toparnos con esa memoria nuestra fugitiva y nómada. Seremos lo que fuimos.
Pero, ¡cuesta tanto toparse con ellas! Lo más que tenemos son ejercicios que nos sitúan en el umbral, en el tránsito de un estado a otro: percepciones que nos barruntan una posibilidad que se nos da siempre como desconectada. Situados –y sitiados– en esa imposibilidad fundamental nuestra cabeza empieza a girar sobre sí misma, creando los monstruos necesarios para seguir en el empeño un día más, para seguir trajinando con esas imágenes que ya no sabemos de qué fondo han nacido. Si hemos de tener cuidado con la cabeza es porque en el camino de regreso a nuestra memoria lo más normal es que nos perdamos y que los fantasmas, el horror y el espanto empiecen a invadirnos.
Más aún cuando bajo premisas emancipatorias que han resultado absolutamente falsas, hayamos trocado una narración mitológica con grandes dosis de hallar sentidos derivados en nuestra experiencia por otra narración que, bajo la égida de la razón y con el nombre genérico de Modernidad, simula atreverse a más cuando no es sino una renuncia en toda regla. “No, la mitología –comenta el artista en una entrevista reciente– está en todos lados, es nuestra capacidad de fabular para explicar la realidad desde el relato, para contarnos cómo somos, y para crear una salida a nuestro fin trágico garantizado”.
Pero no olvidemos una cosa: si conocer es volver a recordar, no pasemos por alto que la impronta griega basaba en la vista todo el proceso epistemológico. Conocer, recordar…es ver, mirar, contemplar. Por lo tanto, la genealogía que acabamos de referir quedaría apuntalada sobre esa preeminencia del ver: si ver es volver a ver las imágenes que nadan por nuestra memoria fugitiva, el riesgo que nos acecha es que, no pudiendo volver a verlas –o al menos reconocerlas como tales– nuestra mirada queda abierta en canal a ser visitada por fantasmas, a ser obturada por síntomas indescifrables. En suma: el riesgo de perder la cabeza.
Creo que toda la obra de Bernardí Roig gira en torno a esta idea clave: porqué deseamos ver lo que no podemos ver y porqué tal deseo –fantasmático y fantasioso– es el que nos vertebra como, en el más amplio sentido de la palabra, humanos. Porqué pese a no poder ver, ensayamos mil y una forma de acercamiento, de ceguera, de escenografías con las que simular una visión que es mero teatro pero que nos vale para calmar nuestra angustia de no-visión. Porqué pese a no poder ver –mejor aún, en la imposibilidad de ver lo que excede la posibilidad de ver– trajinamos a diario con una sintomatología –sexo, horror, belleza, muerte, etc– de la que en vano tratamos de salir indemnes.
Pero sobre todo una idea motriz: cómo a pesar de intentarlo desaforadamente no podemos dejar de ver imágenes, de representárnoslas. Es decir: de desear, de tener memoria. No, no podemos dejar de estar vivos. Salvo cuando hayamos muerto; pero esa será ya otra historia. "Yo quería ser –explicaba el artista hace ya una década– ese hombre de espaldas al mundo, ese hombre ausente (...), ese hombre que tenía la mirada tapiada, no una mirada ciega, sino una mirada que ya no generaría imágenes". Quería serlo pero, ante la imposibilidad, solo pudo hacerse artista para cauterizar la herida.
Pero eso, a la larga, tampoco es solución: lo suyo sería estar metido en una caja, sin imagen alguna a la que rendir pleitesía, ser solo memoria: “pero ahora –decía el artista– sólo puedo estar dentro de una caja de cartón, porque afortunadamente ya no tengo ideas, sino memoria. Me voy a entregar por completo a este absoluto: vivir en una caja de cartón”. Pareciera que la solución fuese convertirse en ermitaño, en un Simón del Desierto. Pero ni por esas hay algo garantizado más que una búsqueda que desfonda al alma: “no puedo vivir contemporáneamente en mi cabeza y en mi cuerpo”, dice Doménico en el discurso final de Nostalgia (Tarkovsky, 1986) (Nostalghia (d’aprês Tarkovsky), 2008).
Ver y, en cuanto que reconocemos la imagen como nuestra, perteneciente a nuestro interior, poseer: he ahí, en toda su simple profundidad, los resortes enigmáticos que trazan la esencia del ser humano. Mónadas en busca del impulso necesario para sortear el peligro y hacerse con aquello que la mirada contempla. En ese ansía, en ese recrudecimiento de las capacidades para llegar a la posesión única y extasiante, el reguero de drama y horror vadea a ambos lados del camino. Somos en virtud de un impulso que nos lleva a fantasear con la posesión pura, diáfana, sin percatarnos que en tal ejercitación se rompe ya el misterio. Acteón vio, contempló la belleza y, por eso mismo, tuvo que sufrir el castigo de transformarse en ciervo. Consecuencia de romper el misterio es que la propia identidad de uno queda zaherida, reconvertida. Romper el misterio es ser otro.
Es más: vio y tuvo que ser devorado. “Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo", dice Ovidio en Las metamorfosis. Si es que puedes…porque de hecho no podrás. El hecho mitológico de ser devorado por los ciervos corre paralelo al gesto abrahámico y kierkegaardiano de no poder decir el secreto: el secreto solo es secreto en cuanto que nada puede decirse de él porque nada se sabe de él. Decir el secreto, ver a Diana desnuda: no hay más destino que la muerte. “Acteón ha visto –comenta Castro en el texto que abre el catálogo– lo que podrá contar jamás y queda encerrado en el mutismo absoluto. Ve porque no pudo decir lo que ve, si pudiera decir, dejaría de ver”.
Lo suyo sería –y es ahí donde estamos, ahí dónde nos sitúan las obras de Roig– decir el secreto diciendo otra cosa, ver la desnudez de Diana simulando ver otra cosa. Otro mito, el de Medusa, es el que da cuenta de esta necesidad: Perseo decapita a Medusa no mirándola directamente sino observando su reflejo en el escudo. Teniendo esto en cuenta es fácil concluir que el arte no es sino otro mito, ¿No es el arte otro mito, un ardid, una estratagema para cortar la cabeza de la gorgona sin morir de pánico. Y el artista es un héroe que trabaja con el riesgo de, en cuanto se descuida, caer en las redes de Medusa. Cualquier pintor es Perseo, decía Caravaggio; y ahora Roig no es sino otro héroe: aquel que nos indica nuevos modos de aproximación, de acercarnos al fogonazo de luz que exuda lo Real, de rodear a la verdad indescifrable que habita en nuestro interior. Porque, quien sabe, quizá estemos destinados a, en algún momento, decapitar también nosotros a nuestros fantasmas interiores, a tener acceso directo a nuestros traumas.
Si hacemos caso a todo lo dicho, se descubre que las luces de neón de las obras de Roig no están para ver las obras sino para acercarnos a la experiencia de no ver justo por un exceso de luz. Porque, pese a parecernos lo contrario, hay mucha luz: siempre un exceso de luz, de sentido, de vida. Y esa es nuestra labor sisífica: ¿cómo acotar tal exceso?, ¿cómo poder poner nombre a aquello que nos despide con cajas destempladas? Sí, desde luego que siempre podemos decantarnos por una interpretación que nos asegure el ser, su esencia, que nos diga que todo es, de puro goce, sublime: siempre podemos apostar por una imagen sublime con la que acondicionar nuestra memoria interior. Sí, quizá debiéramos tener cuidado con la cabeza y dejar de atrevernos con interpretaciones más valientes y capaces.
Sí, quizá…pero entonces sería todo tan aburrido. Si hay que tener cuidado con la cabeza es porque, afortunadamente, nos atrae el riesgo, nos seduce sobremanera fantasear con la posibilidad de lo imposible: la de toparnos cara a cara con la imagen-límite. Deseamos ver en razón única de esa portentosa fantasía que nos fundamenta, deseamos ver porque soñamos con el momento culmen en el que imagen y memoria se fusionen en una única y portentosa idea. Ese momento en el que lo ya sido como memoria y lo proyectado como imagen sean una y la misma cosa. Y, todo ello, pese a saber que es inviable tal logro, pese a intuir que el fracaso en nuestro destino único, pese a experimentar que no hay fundamentación que no sea un profundo desfondamiento, un nadar en lo profundo sin nunca hacer pie. Acteón solo consume su deseo de poseer a Diana un instante (Diana y Acteón, 2005) y, además, en proceso ya de metamorfosis, iniciado ya su descendimiento a un destino que culminará en ser devorado por los ciervos.
Es decir: lo nuestro, lo que plantea esta exposición, es atrevernos a ser siempre, una y otra vez, no acogidos por la luz, llamados pero sin lograr la meta. Quedarnos, como quien dice, con la miel en los labios, trajinando entre fantasmas, entre memorias volatizadas que no encuentran a su imagen original. Todo esto está en el origen de nuestra narración: cuando Moisés pregunta a Yahvé por su nombre –no por curiosidad, sino para saber de parte de quién ha de ir a ver al Faraón– la traducción griega de los LXX se decantó por “yo soy el que soy”, interpretación correcta y que abre el campo para el encuentro greco-judío, pero que ningunea otra posibilidad: “yo soy lo que soy” o, lo que es lo mismo, “a ti que te importa quién soy”.
O, dicho de otra manera y como comenta Fernando Castro en el catálogo, “puede que ‘iluminar’ una cabeza’ suponga aceptar la oscuridad como nuestro destino”. No hay por tanto deleite, no hay una apuesta por la imagen-sublime que reordene toda una trama de sentido, no hay ni siquiera origen y final en la búsqueda: hay solo, y como señala Roig, una maquinaria expositiva llamada a producir víctimas, a causar una herida profunda en el espectador: este que soy yo porque ante mi aparece, no soy yo; yo soy solo en cuanto me pliego al festín de mi memoria, en cuanto me disemino, en cuanto que doy rienda suelta a esa memoria que seré. Y es que, a fin de cuantas, a nadie más, ni siquiera podríamos decir a Dios, parece importarle.
A este respecto, las fotografías que se toma de sí mismo Roig durante un año entero (Naufragio del rostro, 2013/2014), ¿para qué están? Para hacer patente que no se fotografía nada, que, de hecho, no somos lo que aparece en el fotograma único y revelado, sino esa mancha metafórica, esa huella que pasa de fotografía en fotografía, que simula con estar siempre presente pero no es sino el palpitar de la propia ausencia. Quizá deberíamos a tomarnos la idea de que para conseguir ver a Diana en todo su esplendor hemos de empezar a tacharnos, a borrarnos.
Si nos hemos referido anteriormente de modo subrepticio a lo Real es porque las obras de Roig, y en consonancia con todo lo expuesto, son ejercicios de acercamiento escópico a ese Real inefable. Un Real que no es la verdad que acampa en el otro lado, sino el hueco desfundador de la propia realidad, el vacío que permite transitar de una red sistémica de realidad/apariencia a otra, de un régimen de simbolización a otro. Y si, en este sentido, lo Real –como dice Zizek– es la propia pantalla que desenfoca la mirada, la mirada de Roig opera a modo de arañazo en esa pantalla-real, en la oscuridad absoluta que es la realidad en estado bruto. Cada mirada, un rasguño en esa telúrica membrana; cada mirada, un haz de luz que expele dicha membrana; cada mirada, un ejercicio de simbolizar ese magma extraño que amenaza con cegarnos.
Sí, no caben más que dos posiciones: asumir nuestra incapacidad y atrincheraros en la oscuridad más absoluta, o enfrentarnos a esa pared que tenemos delante y tratar de arañar con las uñas algún sentido. Pero no hay que asustarse: el antagonismo no es más que aparente. A pesar de desear encapsularnos en nuestra total negritud, descubrimos con horror una memoria nómada que nos inquiere, una imagen que sobrevuela en nuestro interior. Atrevernos, por tanto, a rasgar la oscuridad es nuestro destino más inmediato: ahora bien, el drama de nuestro existir es que no hay forma de acallar ese impulso memorístico, esa vis espectral que habita en nuestro interior, en nuestras cabezas.
No hay manera de, en definitiva y como ya hemos dicho, terminar de ver. Todo intento de ver acaba en su fracaso, en un ejercicio que ha de vérselas con una simbolización para trampear la impostura de nuestra ceguera. Pese a ser empujados a rasgar la pantalla y vérnoslas con nuestra propia imagen interior, la luz que expele el propio diafragma no nos lo permite. Así, hemos de darle salida a eso que “vemos que no vemos”, hemos de darle una forma determinada que nos haga capaces de decir “esto” o “aquello”: hemos de hallar un sentido para aquello que es solo un flashazo directo a los ojos.
En este sentido, las figuras humanas de Roig no aluden a seres humanos en este lado de acá sino que son cuerpos en el momento preciso de estar viéndoselas con la tragedia de no ver lo que se pretende ver, de ver un no ver. Por eso sus figuras son blancas: para restarle todo el peso corpóreo que pudiera hacernos pensar en un realidad física a su alrededor, pero también porque, como el propio Roig señalaba en una cita que Castro recoge para su texto en el catálogo, “el instante es blanco. De eso no hay ninguna duda. Y seguramente es blanco porque la luz detenida en pos de la intensidad del acontecimiento se ha coagulado. Posiblemente sea uno de los pocos momentos en los que la incertidumbre zozobra y por ello convierte ese instante en algo muy hermoso”.
Las figuras de Roig son figuras atrapadas en su propio exceso, pegadas a un misterioso objeto a del que no pueden desentrañar la verdad. Son los habitantes de nuestro interior, seres destinados a no-ver lo que fantasmáticamente vemos a través de una memoria en fuga que amenaza con volarnos la cabeza. Y es que, habida cuenta de que tal deseo de ver habita en nuestras cabeza, es con ella, con la cabeza, con la que hay que tener cuidado.
Claro está que para soportar ese exceso desbordante de sentido, ese plus que nos ciega y que nos impide dotarnos de un fundamento propio, hemos generado herramientas si no perfectas sí al menos efectistas: una sintomatología a través de la cual nos conocemos tan bien que, condescendientemente, nos engañamos creando simulacros que nos ayuden a convivir con el terror.
En este sentido, si la exposición y el trabajo de Bernardí Roig es digno de tenerse en cuenta es porque nos enseña a no temer al horror que amenaza con fagocitar nuestra identidad y nuestro rostro, nos muestra como nuestra labor es, como poco, titánica: enfrentarnos de cara a una oscuridad que nos sabe a poco y a una luz que nos deslumbra. Todo en su trabajo, en suma, alude a ese extraño magma interior que nos define: esa capacidad de unir muerte y placer, imposibilidad y fantasía, belleza y espanto. Es, simplemente, el tiempo y la forma de purgar nuestras heridas. Es decir: el arte.
Acteón quería, como nosotros, ver. Y, también como nosotros, fue castigado: él, devorado por ciervos, nosotros repelidos por una luz excesiva que nos ciega y nos aturde: somos hermanos gemelos de aquel que Practices to suck the dark, “atrapado –dice Fernando Castro– en un espacio claustrofóbico con el semblante contra un fluorescente, semidesnudo, torturado por su búsqueda de lo absoluto”. A nosotros, como a él, nos basta con continuar, con trajinar con los fantasmas de nuestra cabeza, con no golpeárnosla, con fantasear con que vemos cuando no es sino de nuestra ceguera de lo que estamos hablando todo el rato. Todo es, por tanto, espantoso pero terriblemente bello.