"No, no estás enendiendo lo más genial de todo. Todo se desplegará en el mundo de las imágenes. Habrá un increíble consenso político sobre el hecho de que tenemos que escapar del confinamiento y la rigidez de la obediencia, de ese mundo fluorescente y muerto de la oficina y del libro de contabilidad, del tener que llevar corbata y escuchar hilo musical, pero las corporaciones serán capaces de presentar las tendencias de consumo como la escapatoria a todo eso: usa este tipo de calculadora, ecucha este tipo de música, lleva este tipo de zapato porque todos los demás están llevando unos zapatos que son conformistas. Será una era de increíble prosperidad y obediencia y demografía de masas, en la que todos los símbolos y la retórica tratarán de la revolución y de las crisis y de osados individuos que miran al futuro y se atreven a marchar al son de su propio tambor mediante el hecho de aliarse con marcas que apostarán fuerte por la imagen de la rebelión".
David Foster Wallace, El rey pálido
Uno, de cuanto en tanto, se siente perplejo ante la iracunda frivolidad e inocencia con que se ven y explican las cosas. Quizá de nada vale llenar de más ruido el espacio cibernético, quizá no es más que un gesto exhibicionista ese de llenar un blog –dedicado en exclusividad al arte y a las formas culturales de existencia (llamadas ahora pleonásticamente industrias culturales)- con asuntos que prefiero dejar para la tropelía de los desencantados. Pero mirándolo desde un punto de vista lo más objetivo posible: ¿de qué estamos hablando cuando anteayer diseccionábamos las posibilidades de Santiago Sierra de escenificar la antropofagia hipercapitalista?, ¿qué se estaba poniendo sobre la mesa cuando el mes pasado sacábamos a colación la exposición de Marlon de Azambuja y las estrategias de las que se sirve para, humorísticamente, adentrarse ficcionalmente en el poder icónico de los museos-fachadas?. Y así podíamos seguir hasta la saciedad.
Es decir, ¿no trata el arte, y ahí a de quedar comprendido, de crear la posibilidad, última y no necesariamente factible, de desviar la mirada hacia lo que permanece invisible, de construir de la mejor manera que pueda una máquina de mirar lo que permanece oculto?, ¿no tiene por misión seguirle la pista al capital para situarse un pasito por delante y escenificar la implosión hiperemediática de sus conclusiones? En definitiva, ¿no carga el arte con el destino fatal de una humanidad ortopédicamente situada al borde de la implosión esquizoide operada por la amistad hecha entre imagen y capital?
Que esto no lo cumpla muchas veces el arte es cosa que, poniéndonos hegelianos, ni al mismo arte le importa un bledo. Pero aún así, y aún en sus errores, no podemos por más que, al hilo de los acontecimientos, ponernos del lado de Adorno para convenir que el arte está aquí entre nosotros para cargar con todas nuestras culpas.
A ver si se me sigue que, a la vista está, parece harto complejo: si el arte “progresa”, si la frontera entre aquello que es y no es arte se desplaza en cada movimiento de asignación política, de articulación del continumm sensible compartido por una comunidad, si cualesquiera fueran sus cualidades son traídas a colación una y otra vez con el fin de aportar lo que pueda –que suele ser mucho- para la construcción de una sociedad cifrada en el compartir igualitario de un espacio común, si para ello se afana en enfrentarse a componendas capitalistas, en operar un quiasmo en la economía de la imagen, si denuncia cómo puede el monopolio al que parece haber llegado el sistema de producción y exhibición de la imagen así como su capacidad para atraer para sí cualesquiera flujos libidinales, si es capaz de consignar bajo la amenaza impune de su propia muerte el escándalo que para la razón supone todo este complot ante el que no cabe ya resistencia alguna, ¿qué puede hacer, que le resta de su destinación, si la sociedad entera bate con palmas y oles la perfección orquestada del poder hipermediático?, ¿a qué dedicarse si las promesas procomunitarias a las que daba vida quedan acortadas en una dogmática prerevolucinaria cuya candidez preadolescente choca con os oprobios salvajes del capital los cuales, sea dicho de paso, dan forma y construye de forma privilegiada nuestras subjetividades?
A lo que me estoy refiriendo, y para decirlo ya por fin de una vez, es que, habida cuenta de la ola de felicitaciones que todos nos hemos llevado por la selección de la revista Times de elegir al manifestante como personaje del año, habida cuenta de que pareciera que nuestra virginidad mediática es aún más que patente, si seguimos aún apoltronados en nuestra trinchera ideológica cuyos mecanismos son más que conocidos por el capital, si seguimos sin llevar a efecto la sentencia de Debord por la cual “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”, ¿qué diablos le queda por hacer al arte ante tanta bendición y tanto estar encantados de habernos conocido? Si no reconocemos ni siquiera la lógica imperial que nos da forma, si ese ‘volverse hacia el poder’ en el que cifraba Foucault la construcción subjetiva es de tal radicalidad que incluso nos abalanzamos a sus manos, ¿qué le queda entonces al arte -o cual sea que convengamos que sea el nombre y práctica para tal finalidad- para promover ejercicios de resistencia o –lo cual sería ya para dar saltos de alegría- operar una fractura en ese entramado hiperfliuídico sin por ello caer en la lógica meapilas de la oposición ramplona?
De verdad: oriente próximo, lejano, lo que venga a ser ese Otro con el que, si quiera o no, calificamos desde occidente, no nos necesita. No necesita nuestra catatonia hipermediática, nuestra roña ética y timorata, no necesita de nuestro miedo compulsivo para elevar su voz. El mismo odio a la democracia (Rancière) que se destila en nuestras sociedades es capaz de mover olas de misericordia con pueblos con los que nos alegramos en la lejanía. El mismo oprobio con que muchos califican la actuación occidental en el exterior durante siglos, es capaz ahora de crear un producto tan versátil en su embaucamiento que vale incluso para traspasar fronteras.
La lógica, pienso, es la misa que una de las obras que se pudieron ver en la exposición ILLUMInations en la pasada Bienal de Venecia: una sala, rectangular, blanca (corrijo: ideológicamente blanca y rectangular), con plastilinas de tres colores con los que el espectador, el burgués acomodado necesitado de su chute bienal de arte, ha de agacharse, recogerla del suelo e ir formando cualquier palabra que le venga a la mente y pegarla en la pared. Si la hipersensibilización del burgués raya ya el trauma compulsivo, si los tres colores son aquellos que más veces se repiten en los países árabes, si (esto es fundamental) en el libro de mano se dice que al obra quiere ser una concienciación bla, bla, bla, el resultado el más que obvio: love, peace, democracy, son las palabras elegidas por la piara de abnegados cerdos que con eso y con el voluntarioso deseo de que “Gadafi caiga” dan fin al rito de la mancomunidad que viene.
Quizá uno de los pocos en saber lo que está en juego sea Richard Stengel, editor de la revista. La decisión, en sus propias palabras, no es otra cosa que una forma de rendir homenaje a "los hombres y las mujeres de todo el mundo, en particular de Oriente Medio, que derribaron gobiernos y llevaron un sentido de democracia y dignidad a quienes no lo tenía antes". Y añade, "esta es gente que ya está cambiando la historia y que cambiará la historia en el futuro. Hay un contagio de protestas. Irán anticipó lo que iba a pasar en el mundo árabe y lo que pasó allí influenció Ocupemos Wall Street y Ocupemos Oakland, y las protestas en Grecia y Madrid".
En otras palabras: crear ya, cuanto antes, un monumento hipermediático, que, si bien no anticipe el sentido de lo por-venir (ese es el sentido de monumento), sí que congele la historicidad propia de todo acontecimiento. Y es que, como dijeran Deleuze y Guattari, “un monumento no conmemora, no honra algo que ocurrió, sino que susurra al oído del porvenir las sensaciones persistentes que encarnan el acontecimiento: el sufrimiento eternamente renovado de los hombres, su protesta recreada, su lucha siempre retomada. ¿Resultaría acaso todo en vano porque el sufrimiento es eterno, y porque las revoluciones no sobreviven a su victoria? Pero el éxito de una revolución sólo reside en la revolución misma, precisamente en las vibraciones, los abrazos, las aperturas que dio a los hombres en el momento en que se llevó a cabo, y que componen en sí un monumento siempre en devenir, como esos túmulos a los que cada nuevo viajero añade una piedra”.
¿Alguien duda entonces, después de estas palabras, que ese ‘honrar’ expelido por uno de los medios más poderosos de Norteamérica tiene algo que ver con un sincero reconocimiento de quien está luchando por darse carta de sujeto político? Pareciera que, en esa siesta eréctil a al que antes me he referido, sí. Que guays somos, que divinos que, además de desear happy, love y peace, les damos un reconocimiento. Repetimos: “el éxito de una revolución sólo reside en la revolución misma, precisamente en las vibraciones, los abrazos, las aperturas que dio a los hombres en el momento en que se llevó a cabo, y que componen en sí un monumento siempre en devenir”. En devenir, siempre en devenir, sin cierre ontológico, ni cibernético ni mediático. Nadie está en posición de decretar honras ni reconocimientos, nadie está en condiciones de decretar la construcción de un monumento basado en, cómo es el caso, el servilismo a una democracia adocenada en la pulsión endogámica al consenso.
Porque pensamos con Rancière que si, en definitiva, “hay política porque hay una causa del otro, una diferencia de la ciudadanía consigo misma”, la política consensuada del democratismo es un medio para regular lo que se ha de mantener fuera de la política; es una estrategia para regular siempre la distancia precisa mediante la cual el ‘otro’ está siempre reducido al silencio, siendo así imposible mediar cualquier tipo de relación que no sea otra que la de la violencia del consenso. Así pues, podría decirse que el consenso es el olvido de esta diferencia. Así entonces, las políticas consensuales llevadas a cabo por la economía hipermediática de la imagen-mercancía se afanan no en redistribuir la frontera que separa lo Otro, sino en elaborar una categoría bien específica de lo múltiple como categoría del Otro que no puede ser acogido.
Así, lo mismo da decir que “no podemos coger a toda la basura del mundo” que confraternizarnos con el otro en una especie de pupurrí melodramático: la finalidad en ambas maniobras es la misma, aquella encaminada a crear una zona de exclusión consensuada donde el otro quede bien definido. Aceptado o rechazado son términos que en principio nada tienen de importancia: lo importante son las condiciones con las que se elabora dicha separación. Así, repetimos, lo que no hay que cambiar es la mecánica ínsita en el corazón mismo de tal secuencia, pues cual sea el punto de vista es lo de menos (más aún cuando ambos reproducen la misma lógica sólo que en sentido inverso). La cuestión, por el contrario, radica en crear las condiciones para que surja un sujeto político diferente, capaz de ver lo que no puede ver, de reasignar las competencias. No se trata de sumarse al vagón de los competentes o de hacer el vagón más grande, si no de rearticular la manera de relacionarse los cuerpos. No es cuestión de saber, de repartir de modo diferente las capacitaciones que, de una manera u otra, siempre redundarán en un comité de expertos.
Muy por el contrario, la emancipación por venir no se articulará nunca a través de la necesidad del ciudadano de “saber”, ya que todo conocimiento, dentro de la máquina libidinal en la que estamos inmersos, pertenece al mundo invertido, el de la falsificación y el simulacro. Así, y otra vez con Debord, “conocer la ley del espectáculo equivale a conocer la manera en que éste reproduce indefinidamente la falsificación que es idéntica a su realidad”.
En este sentido, la emancipación sólo pasa por una nueva forma de disenso que rompa definitivamente con la lógica de la sospecha y del simulacro. No ya realidades ocultas bajo las apariencias, no ya ideologías enfatizadas en ‘conocer’ que hay bajo las imágenes (bajo el impulso de muerte, bajo la lucha de clases, bajo la voluntad de poder, bajo….), no ya regímenes que dispenden impotencias e incapacidades con las que basar la sujeción necesaria. Reparto de capacidades y nueva topografía de lo posible, vienen ambas a redundar en la necesidad de una nueva crítica que produzca de una vez por todas un efecto en el actual régimen de lo dado y que posibilite así un disenso a partir del cual reasignar, reestructurar y redefinir todo lo referente a aquello que es posible ver, pensar o decir.
Pero, ¿qué decir, qué esperar cuando, como suele decirse, tenemos al enemigo en casa? Igual que Zizek se ríe de sus amigos norteamericanos de izquierdas que juegan en la bolsa (es decir, dice él, no creen en el sistema peor creen en el sistema), podemos nosotros –con solo quitarnos un poco de caspa de encima- rearticular (irónicamente, pues de sobra sabemos qué hacen) la paradoja: ¿qué hacen los medios de comunicación escenificando el triunfo aplastante de las movilizaciones que tuvieron lugar el pasado 5 de octubre al tiempo que –y en este caso, y por mero recuerdo, me refiero a El País- despliegan en veinte o treinta hojas color salmón todas las estrategias que el mercado seguirá en una semana para estar al tanto, invertir mejor, etc, etc?
Quizá es que ya no cabe ni la más mínima posibilidad y todo se reduce a un juego de espejos donde victoria y derrota quedan consignadas a la capacidad de escenificación del acontecimiento en cuestión. Quizá nuestra esperanza pertenezca ahora a unos medios de comunicación que han sabido, aliados con el imperio del capital, reterritorializar todos los ámbitos de nuestra vida para así dominar amplias topologías libidinales.
Pero lo que sí que es cierto es que al lógica de la imagen es implacable: lo único que quedó del 15-O es un bombardeo medial, la construcción de un evento retrasmitido a todo el globo y una diáspora de imágenes que, en mayor medida, o serán olvidadas o, pertenecientes a alguna agencia, pasarán en breve a pertenecer a Bill Gates (dueño de uno de los más grandes bancos fotográficos del mundo) o a cualquier otro de sus adláteres.
En definitiva, no hay nunca diferencia, porque, habitantes como somos del circo hipermediático, aquel de la transacción de imágenes en tiempo límite, la implosión hace ya tiempo que ha acaecido y el reino de la simulación es nuestro hogar. Nada sucederá realmente porque, como profetizó Baudrillard “habitamos el desierto de lo real”. La sentencia aquella que decía que el medio es el mensaje se ha quedado ampliamente corta: el medio termina confundiéndose con lo real en una operación donde es la imagen la que, atesorando la cantidad de quantum necesaria para funcionar por sí misma, propicia la velocidad de transacción necesaria.
Así, y para ir terminando, el que nada, absolutamente nada tengan que ver las manifestaciones orientales con ese plebiscito voluntarioso y seborréico occidental, no es tanto culpa de ellas mismas sino de no saber bien las consecuencia de la red “democrática” en la que se mueve lo real. Una red donde anticipa lo deseado, donde la imagen es ahora el catalizador de una economía donde no hay salida alguna: desear ser uno de ellos, desear adquirir el rango de burgués, de tener derecho a todo lo que prometió el sistema sin darse cuenta de que es esa mentira, justo esa, la que hace mover todo el sistema.
Así, la memez histriónica del ‘personaje del año’ no es otra cosa que una ecualización, un ejercicio bien pensante de democratismo occidentaloide donde, más que preocuparse por hallar las fracturas, por no anticipar sus sentidos, remite siempre a una igualación, a la búsqueda de un consenso donde nada ‘extra’ pueda surgir. Todos iguales, todos con el consenso: como mucho eso es lo que desea el ciudadano medio occidental, que nada se escape a la lógica del capital. Su apatía, su oposición, su pose contestataria no es más que lo que da de comer al proceso: un ansia por llegar al punto de no retorno, ahí donde todo queda consensuado sin saber que dicho proceso es reversible: “al final se cumplirá el sueño social y no habrá más que excluidos”, decía Baudrillard.
Para nosotros no hay posibilidad alguna de transformación porque no somos capaces de pensar el consenso sin esa posibilidad paradójica que inaugura la reflexión política y que se llama democracia. Así, ‘Democracia real ya’ vendría justamente a ser eso mismo: una modalidad acelerada de fragmentación de las competencias, los lugares y los tiempos; un movimiento que permitiera la integración de más excluidos dentro del sistema; un exceso en los primados falsificadores de la realidad que permitiera seguir asentados en la paradoja consensual de un mismo saber para todos.
Es esa la razón por la cual los mass media tienen que dar eco de tales acontecimientos y seguirles el juego, desear su triunfo: porque saben que ello es imposible, porque saben que su propia existencia –la de los medios- hace inoperante cualquier revuelta y porque, en última instancia, la existencia de un deseo de más democracia es consustancial al proceso falsificar del mundo, ahí justo donde los medios tiene su habicoca.
Por último, y si hemos empezado dando cuenta del arte, si hemos citado alguna de las pamemas en las que suele caer sirviendo de pañuelo para el moco lacrimal del occidental medio, sí que me gustaría citar, y solo por poner un ejemplo, como el arte está destinado a crear la situación necesaria para que otras formas de visibilidad se lleven a cabo –condición esta necesaria para que los procesos mediales vean abortada su lógica. Sin salir de la Bienal de Venecia, tuvimos la obra de Thomas Hirschhorn. Un pabellón entero lleno de maniquíes, de aparatos de alta tecnología, de revistas e imágenes recubiertos todos ellos de papel de plata y adheridos con cinta. Después de la sorpresa inicial, uno, si se acerca a las imágenes comprueba que todas ellas son de asesinatos, matanzas, tragedias, etc, que, frente a lo endomingado del mundo plastificado de alrededor, crea una insana sensación de culpabilidad. Dos letreros informativos nos ponían sobre la pista: (cito de memoria) “pedimos el derecho a mayor opacidad”. Pudiera parecer paradójico que en un mundo donde la información, ese ansía por la claridad, es nuestro pathos cotidiano, sea de forma tan tajante repelido. Pero es que es la única forma: esperar al acontecimiento, no dejarlo todo en manos de esa “claridad” medial que lo único que nos depara, igual que ese estupidez del ‘personaje del año’ del Time, es acallar el horror de un olvido, el nuestro propio, frente al otro que es masacrado.
Si la claridad juega a favor del consenso democrático de un olvido, de un medir a oro según nuestras consignadas, estamos con Thomas Hirschhorn y con el arte: crear campos donde la relación visible/invisible sea otra, donde la opacidad nos enseñe a desempeñar otras competencias que no aquellas que nos vienen dadas según el lugar que ocupamos en el régimen de lo consensuado.