SERGIO BELINCHÓN: TAKE
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GALERÍA LA CAJA NEGRA: 05/05/12-16/06/12
Quizá, y
es una verdad a gritos, al cine se le tenía para más altas cotas. Si, y por
poner un ejemplo bastante útil, la fotografía consiguió reconvertirse en
práctica artística cuando por fin –de la mano de gente como Paul Strand- independizó su mirada de ese
plegarse siempre al dictado de la representación pictórica, el cine, se mire
por donde se mire, no ha sabido evadirse de esa vena representacional de la que
hace gala. Vamos, ni ha sabido ni, al parecer, sabe.
Razones para
tal desajuste hay muchos. Pero el que una producción capaz de desvincular de
manera patente la lógica causal de los hechos y enfrentarla con una ficción
capaz como ninguna de desajustar miradas y narraciones, haya desatendido tan claramente
su destinación artística es una materia digna de un pormenorizado estudio.
Brevemente,
Rancière –uno de los filósofos que
más novedosamente se ha ocupado de estos temas- apunta que el cine es víctima de
su propia fábula: si por una parte el cine valora la imagen como pura presencia
sensible e inmediata que se impone a sí misma, por otro lado también apunta a
la garantía ineludible de las lógicas de la representación y de la lógica
causal. En la relación palabra e imagen sobre la superficie de representación
que ha ido moldeando, según Rancière,
el significado y destino de lo que en cada época a querido decir la palabra
estética, el cine tiene el poder –desconocido hasta entonces- de enseñar lo que
las palabras esconden. Pero por el contrario, en vez de ir estar encaminado a la
liberación total de las formas, de quedar asociado sin parangón a una estética de
la ruptura y el disenso, esta capacidad de desenmascaramiento y mostración de
las palabras tiene lugar merced a una sumisión del movimiento –maquinal y maquínico-
del movimiento de las imágenes a formas de encadenamiento narrativo y causal. En
definitiva, y cómo él mismo dice, “una fábula contrariada”: el principio de
suspensión de la acción como motor discursivo –motor que anima el régimen estético
del arte- es contrario a la especificidad misma del cine como arte de la
acción.
Quedando
entonces para esfuerzos menores, lo que sí que ha sabido hacer –de manos, todo
hay que decirlo, de su hermano pequeño, el video- es servir como ninguna otra
práctica a eso tan ilustrado de la autoreflexión del medio. Y es que, si el medio
–como decía McLuhan- es el mensaje, la
práctica videográfica ha accedido a los primeros puestos del ranking del arte
de manos de su capacidad para deconstruir el propio mensaje cinematográfico y,
más ampliamente, los procesos de generación y difusión de la imagen.
Y es que
el video, en esa inmediatez ontológica que proporciona, en esa aniquilación
radical de la temporalidad latente que anida en su superficie topológica que
hace coincidir imagen y tiempo, resulta de lo más contundente a la hora de
proponer nuevas narraciones, nuevos procederes para desenmascarar los procesos
ocultos al propio sistema de representación. Por ejemplo, y sin ningún interés
exhaustivo, Rodney Graham y su
exploración mediante el loop del carácter de narración del videoarte; Dan Graham enfatizando los
procesos de sincronización de miradas entre el espectador y lo dado a ver; Douglas Gordon y los resortes
perceptivos asimilados por una idea determinada de narración y de temporalidad;
Jean-Luc Godard y la plausibilidad –fragmentaria
y deconstruida- de une autre histoire du
cinema; Tacita Dean y la
necesidad de recoger potencialidades de lo obsoleto del propio carácter analógico
de la película cinematográfica; etc, etc.
Situándonos en
este terreno resbaladizo donde ha ido a hacerse fuerte el cine, ahí donde tan
pronto es pasto de las más perfectas industrias del show-business cómo da un
paso al frente en su capacidad para proporcionar un desencuentro de miradas y
lógicas perceptivas, Sergio Belinchón
es uno de los artistas españoles que más prometedoramente han dado muestras de
interés en esto de desenmascarar los procesos de construcción de la lógica de la
narración a partir de imágenes.
Por ejemplo
en una de sus piezas se apropia de la película “El bueno, el feo y el malo” de Sergio Leone para, a partir de ella, y
con el simple gesto de eliminar toda huella de personaje humano de la cinta, subvertir
las relaciones de miradas entre espectador y director, y desenmascarar como
éste último realiza un ejercicio eminentemente ideológico al teledirigir en
todo momento la mirada del espectador.
Si en
esta obra la estrategia elegida es el apropiacionismo de una obra ya completa y
conocida, para la pieza que ahora presenta en la Galería La Caja Negra utiliza una estrategia parecida pero con
resultados ampliamente diferentes: utilizando found footage, material ya
utilizado y generalmente desechado, Belinchón
trata en esta oportunidad de hacer patente las relaciones realidad/ficción
sobre las que se levanta todo trabajo artístico de ficción.
Para
ello, Belinchón utiliza rollos de
Super8 comprados en un mercadillo de Berlín que contenían una
película-documental sobre el día a día en una fábrica de AEG en los años 70. Su
intervención se reduce a disponer únicamente la primera toma de cada escena y a
mantener –en las fotografías que de la pieza se exhiben- el golpe de claqueta.
El resultado
funciona entonces como una reflexión acerca del ejercicio propio de la
representación, del proceso de trabajo y su relación con la mentira, con el
error, con el repetir una y otra vez la mímica gestual de lo esperado en cada
una de las tomas. En este sentido, la pieza toca puntos neuronales de la
problemática que anima al cine: si la fotografía –como ya más arriba hemos
indicado- pudo llamarse arte cuando se independizó de su querencia mímica y
representacional, el cine trata de hacerlo en balde debido a esa dualidad –casi
pulsional y latente- que lo estructura: si bien las imágenes desenmascaran al
discurso, su acto de desenmascarar está dirigido mecánicamente –y causalmente- por
el ojo-máquina del director.
Es decir,
dicho con otras palabras, el cine no asegura una articulación plena entre las
ideas, la puesta del discurso y los cuerpos representados. Siempre existe una apariencia,
un exceso de representación, una necesidad de plegarse a los dictados de la
acción.
En definitiva
–y esta es una cosa que ningún crítico ha sabido ver, cosas de la vida- la obra
de Belinchón se asienta en el mismo
nexo paradójico del arte del cine, aquel que le remite a un equilibrio entre
dos poéticas contradictorias: una poética de la representación con una acción y
personajes implicados de una determinada manera, y una poética de la ruptura,
de la desligazón, de la puesta en suspenso y de la fragmentación posibilitada
por esa superioridad de la imagen frente a la palabra.
En pocas palabras, Belinchón refuerza la idea de que al
cine nunca podrá ser considerado arte a no ser que quede reducido a mecánica de
reflexión de las lógicas de representación y producción de las imágenes. Nunca podrá
enfrentarse directamente con la realidad ya que siempre ha de existir una
mediación entre las lógicas de las historias y las lógicas ficcionales.
A esto llamamos indecibilidad del
arte, a su punto de no-identidad, de diferencia del concepto de arte consigo
mismo, a comprender que el arte –como al razón- tiene su génesis en el hecho de
fugarse de sí mismo.