No, no va de la
penúltima boutade para mantener a las vanguardias con vida. En ese sentido no
–un rotundo no– en contra de toda interpretación basada en la provocación o el
escándalo. No, tampoco, se trata del enésimo capítulo de una estética de la
destrucción que tiene ya una larga historia detrás. Menos aún una reflexión
acerca de lo frágil del objeto artístico. Podríamos dar razones pero María Minera ha enarbolado las
suficientes en su texto “La destrucción de la destrucción de la destrucción o
el falso suicidio de la obra” como para pasar a otra cosa dejando más que claro
que nosotros no lo hubiésemos hecho mejor. Dicho texto acaba dando las
suficientes razones como para dejar a Banksy y sus desmanes a la altura del
betún: “Banksy ni
por un momento es el primer artista que destruye su obra. Ni siquiera antecede
a otros en el acto de llevar a cabo semejante acción delante del mundo del
arte. Tampoco es el puntero cuando se piensa en un subrepticio pintor urbano
vuelto artista comercial (antes lo hizo, y mucho mejor, Jean-Michel Basquiat). Y para nada tiene la primacía de poner en
duda la capacidad de los coleccionistas para darse cuenta de que están siendo
timados”.
Pero entonces, dicho todo lo que no es, ¿de qué fue el asunto? Como punto
de apoyo, una escena de la película Roma,
de Fellini: en ella unos obreros que
estaban realizando las obras para el metro encuentran restos de edificios
romanos. Una vez avisados los arqueólogos entran todos juntos topándose ante
una vista maravillosa: paredes llenas de frescos bellísimos pero que en cuanto
entran en contacto con el aire comienzan a desintegrarse de lo frágiles que
eran. De este modo, la propia contemplación de la obra supuso la razón de su
destrucción. Este punto de apoyo para al menos disponer de algunas coordenadas
clave: estamos en las antípodas de esta experiencia sublime de los operarios y
arqueólogos romanos, pero también excesivamente cerca de ellos.
Pero avancemos con otro punto de apoyo para volver, más tarde y para
concluir, a esta escena romana. En mi último libro Escenografías del secreto (disculpen la autocita) se deja patente
como, al hilo de la ideología imperante –esta ideología invertida que nos deja
ver sin cortapisa de ningún tipo la verdad de su secreto: que todo saber es
ideológico–, el mercado del arte tiene una función y un sentido muy claro: “quizá el único
sentido para todo esto es que el coleccionista encuentre la adrenalina
necesaria en el hecho de que cuanto más sinsentido haya en una compra más se
evidencia que se posee el único saber validado por la ideología: que uno está
engañado… y lo sabe. Así, contrariamente a todo lo que ha ido funcionando desde
que el hombre es hombre, ahora el poder es directamente proporcional a la dosis
de “ser engañado” que uno puede, libre y gratuitamente, exponer ante los demás.
Es decir, el rey no ha de coaccionar a nadie para que jure que va desnudo: el
propio rey sabe que lo suyo es el poder permitirse ir desnudo”.
En una realidad sociopolítica cortada por el patrón ideológico por el cual
hemos de hacernos constantemente los suecos y no dejar nunca claro lo que
sabemos –que sabemos que todo saber es ideológico y que todo conato de aducir
un poso de realidad es un simulacro hipermediático–, el arte permite
seleccionar a los mejores: aquellos que no temen entrar en una ámbito de
indecibilidad donde, a las claras, se deja patente que saben lo que ha de
saberse, que estamos, total y absolutamente, engañados: “son los grandes
coleccionistas de arte, las grandes organizaciones volcadas en invertir en
arte, las únicas a las que la ideología permite decir el secreto: que todo es
pura simulación, que en nuestro régimen de realidad llamado capitalismo esa
relación entre valores sobre la que aparentemente se construye no es ya algo
solo aleatorio sino puramente fantasmático”.
Dicho de otra manera,
el mercado del arte permite conocer el síntoma no ya solo del arte sino de la
realidad capitalista global. El mercado del arte opera construyendo una
fantasía estética a imagen y semejanza de la ideología actual: aquella que
invertida sitúa su falsedad no ya en el “saber” sino en el “hacer”. Su fórmula
sería más o menos como sigue: yo sé que es solo una pintura,
incluso una mala pintura; yo sé que el arte está feneciendo de impotencia ante
el régimen iconográfico que se despliega como realidad; yo sé que no hay razón
ninguna ni para llamar a algo arte ni, mucho menos, para pagar la friolera de
1,04 millones de libras (1,180 millones de euros) por una pintura mural. Pero
aún así… ¡hago como que no lo sé! ¿Para qué? Unos para indignarse por la
situación en la que ha quedado ese ámbito privilegiado del arte, antaño lugar que
permitía la producción de excepcionalidades llamadas a subvertir el estado de
lo dado desde el que operaban, y otros para beatíficamente cantar y glosar el
despliegue del espíritu objetivo en una historia del arte que es necesariamente
la que es.
Y otros, unos terceros, los coleccionistas de arte, los coleccionistas de
arte capaces de estas “heroicidades”, para cerrar sobre sí mismo el campo
antagónico desde el que trabaja la ideología estética, para gozar sus síntomas
y, con ello, atravesar la propia fantasía. ¿Cómo y de qué manera? Sabiéndose,
como hemos dicho antes, engañados; colocando este saber en primera línea, dando
esta contestación al Gran Otro de la ideología: no ya un sí o un no sino un
“haz conmigo lo que quieras”. Es decir, superar el saber que la propia ideologa
nos ofrece como respuesta ideológica clara y hacer el ejercicio de “saberse”
engañado para, con ello, llevar a cabo un trabajo ideológico fundamental:
clausurar el campo, encontrar el elemento paradójico que atraviesa toda
formación ideológica. Es decir, el síntoma, para gozar del síntoma.
De este modo, y en tanto en cuanto identificarse con el síntoma no es otra
cosa que atravesar la fantasía, el coleccionista de arte –el coleccionista de
arte de este nivel de empaque, claro está– encarna el síntoma de esta sociedad
ya que hace que la sociedad funcione al tiempo que señala su punto de fractura:
es decir, clausura el campo antagónico al tiempo que lo hace operativo. ¿De qué
manera? Situándose en el centro mismo, entre aquellos que creen en las imágenes
y quienes no, quienes creen en su verdad y quienes creen en su falsedad,
quienes creen incluso en el arte y quienes no creen. El gran coleccionista de
arte se sitúa en el centro mismo de la fantasía ideológica para, gozando de sus
síntomas, no dejándose atrapar ni por un “sí” ni por un “no” –acerca de las
imágenes, acerca del arte-, atraviesa la fantasía que da forma a la realidad ya
que, haciendo obvio que es engañado, patentiza el no haber nada detrás de la
fantasía ideológica.
El coleccionista de arte niega y encarna, al mismo tiempo, la imposibilidad
de la sociedad plena. Es decir, el coleccionista de arte cierra el propio
sistema, clausura la ideología estética: si por una parte tanto para unos –los
indignados– como para otros –los beatos–, la figura del coleccionista de arte
representa la imposibilidad de la sociedad plena –la existencia de un afuera, de un objeto a, de un exceso–,
por otra parte la figura del coleccionista permite la modulación de un antagonismo
sobre el que la ideología construye la realidad y la sociedad. Es en esta
situación que la importancia del arte en la actuales sociedades es la de servir
de termostato ideológico, creando un ámbito pseudo-autónomo de producción de
imágenes las cuales siempre y en cada caso estarán o muy cerca de su producción
mediática (la vanguardista toma de posición a favor de la fusión arte/vida) o
muy lejos (el devenir del arte como ámbito de metareflexión o la vertiente exclusiva
del l’art pour l’art), o muy cerca de ser creídas o muy cerca de ser
vilipendiadas.
Bajo esta interpretación, ¿qué es la “destrucción” de Banksy sino un tensar la ideología estética? Tensarla para que
nosotros –pobres ufanos que aún necesitamos “hacer como si”– nos indignemos un
poco más o nos las ingeniemos para ofrecer una interpretación artística a la
altura del despliegue histórico del espíritu. Pero, sobre todo –y una cosa
tiene que ir pareja a la otra, ya que no se puede ofrecer carnaza ideológica
sin que al mismo tiempo alguien encarne más perfectamente el síntoma ideológico
que la nueva situación necesita–, para que el coleccionista goce mejor de sus
síntomas, para que responda al Gran Otro, de manera más plena y rotunda. En
este sentido, la obra de Banksy es un mandato ideológico dirigido a aquel que
está en condiciones de atravesar la ideología, de obedecer hasta lo imposible.
Y si no, comprueben la obediencia ciega de la coleccionista al confesar que "cuando el
martillo bajó la semana pasada y el trabajo se hizo trizas, al principio me
sorprendí, pero poco a poco comencé a darme cuenta de que terminaría con mi propia
pieza de historia del arte". Es decir: sea lo que sea con tal de que el
engaño sea colosal, de que la obediencia sea ciega, de que el goce del síntoma
sea absoluto, de que la fantasía –una fantasía tensionada como acabamos de
decir– sea atravesada sin duda ninguna.
Así por lo tanto, bien podemos concluir que el coleccionista de arte es lo
Real del arte contemporáneo: el significante puro que permite que el arte opere
simbólicamente. El coleccionista de arte permite que los demás nos situemos
simbólicamente. La respuesta del coleccionista al Gran Otro permite que también
nosotros respondamos ideológicamente, que nos inscribamos. El coleccionista de
arte permite que construyamos la fantasía, que tapemos con ella el vacío donde,
precisamente el coleccionista, se sitúa. El coleccionista no contesta al Gran
Otro según el antagonismo vertebrado por la propia ideología sino a través de
una respuesta que va más allá…del principio del placer. Responde con una pregunta
que no puede simbolizarse ya que su propia respuesta construye el antagonismo
donde se sitúan las demás respuestas.
Llegados a este punto bien podemos ya concluir nuestras pesquisas. La obra
de Banksy consiste en señalar lo
Real de la ideología estética actual al tiempo que la tensa un poco más: ese
punto de imposibilidad donde ni sí ni no, ni se cree ni se deja de creer, quizá
el movimiento elíptico del significante “arte” en pos de un significado que
nunca acude a la cita. La encarnación, por tanto, de la falta en el orden
simbólico sobre la que se modula la ideología, construyendo para ello una
fantasía que tape el vacío. A su alrededor, como siempre, unos y otros a través
de un antagonismo fundacional al tiempo que algo o alguien que selle la fuga,
que se sitúe en su misma (im)posibilidad.
La obra de Banksy, por lo tanto,
toma la forma de esos frescos romanos que hemos dejado en suspenso al principio
del texto. De igual manera a lo sucedido con los frescos, la pieza de Bansky
articula con su mecanismo de autodestrucción la distancia ideológica óptima
para que el sistema no se desmorone, una distancia que a partir del instante en
que la coleccionista dijo “así sea” es capaz de mayor engaño y falsedad, de
someter más óptimamente a todos los que seguimos necesitando una red sobre la
que hacer pie apostando por un “sí” o por un “no”.
¿Qué esta situación nos deja a los demás en meras marionetas de una
realidad ideológica? Claro está. Para nosotros solo queda el fracaso: el no
poder nunca estar a la altura de miras de la pregunta que nos lanza el Otro.
Para nosotros solo queda el aclimatarnos con rapidez a la nueva distancia
ideológica-estética y acceder a un punto de simbolización a través del cual seguir
optando por una creencia en el arte y en las imágenes o por su absoluta
falsedad.