jueves, 27 de septiembre de 2012

LARA ALMARCEGUI: LÓGICAS DEL DESCAMPADO


LARA ALMARCEGUI: MADRID SUBTERRÁNEO
CENTRO DE ARTE DOS DE MAYO: 28/06/12-28/10/12
 
(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=420)
 

 Descampados, su protección y documentación, lugares en desuso rehabilitados, levantar asfaltos, etc: el trabajo de Lara Almarcegui se inserta en el tegumento de la ciudad para dar otra visión que rompa con la lógica del funcionalismo urbanista. En esta ocasión, además de repasar proyectos anteriores Almarcegui se sumerge en las profundidades de Madrid para sacar a la luz la memoria de lo olvidado. Hasta finales de octubre se puede ver en el CA2M el trabajo de una de nuestars artistas más internacionales.

 En la pamema compulsiva que vivimos, presos del zappeo masturbatorio diario, si de algo tenemos necesidad es de enfrentarnos con la posibilidad. Pensarla, diseñarla, catalogarla: la posibilidad como el trazo inmanente a la lógica que escribe nuestro tiempo. Porque cuando los desechos inundan la esfera social cifrada ahora en una videosfera cínica, cuando de igual manera poses de rebeldía u oposición son rápidamente digeridas por las fauces del sistema y revertidas en pantomimas idiotizantes, lo que nos queda es la referencia última a intuir siquiera la posibilidad.

Tejer la posibilidad dentro de la esfera que define la sensibilidad común de una sociedad es, sin lugar a dudas, la labor única de un arte que, plegado en esa (in)creencia de la que hacía gala Brea, sea capaz de no caer en narraciones del acabamiento, en ofuscarse en polémicas inútiles en relación al arte y al no-arte, ni en hacer de aquel, del arte, el ámbito para la redención escatológica o en asumir para sí la carga de una humanidad salvajemente lacerada. Y si decimos apuntar la posibilidad, es sin duda en su obturación hacia el futuro, en la construcción de esa sociedad siempre por venir, hacia donde el arte debe de apuntar en una monumentalización no de lo pasado sino del acontecimiento que está a la espera, aleteando en la posibilidad que abre todo futuro.



Estrategias para ello hay muchas, pero lo que hay que saber es que hoy el monumento está en el extrarradio, en los márgenes de visibilidad que nos ofrece esta mirada industrializada e inquisitoria. No hay ya lugar para la utopía sino, como mucho, para una heterotopía que nos libre momentáneamente de la anorexia pandémica que sufrimos. Una heteropía que, jugando con ese aberrante que se ha instalado en el seno de lo real, proceda a crear otra serie de emplazamientos, de deslizamientos y de series; una heterotopía que bascule hacia el extrarradio, hacia lo olvidado, hacia lo que segrega y expulsa la maquinaria libidinal del signo-mercancía.

Así entonces, si la experiencia contemporánea cabe comprenderla como la del “no-lugar”, la posibilidad del arte remite a operar otra inscripción en el lugar, en la topografía saturada de códigos en que deviene toda espectacularización. Y si esta promesa de posibilidad alude sin dudas a la deconstrucción, bien hay que convenir con Derrida en que la deconstrucción no es un método, sino un “ven” que silba entre los escombros, un “estar juntos” apuntalado sobre la violencia mimetizada del sistema. Así, la posibilidad es siempre un susurro que se lanza al futuro de un porvenir en comunidad.

Si nos ponemos estupendos a la hora de consignar las potencialidades del arte en estos tiempos de crisis generalizada es para toparnos de forma más original con la posibilidad que cifra Lara Almarcegui en su quehacer artístico. Porque ahora, cuando la labor de desescombro se hace ya ingente, hacia donde hay que mirar es hacia ese extrarradio al que antes nos hemos referido para atisbar otra posibilidad que no sea la archirecurrente de la pose rebelde o la melancolía tecnoexistencial.    

Si la Modernidad es un proceso de desposesión, ningún otro como aquel que toca en lo íntimo de un habitar no ya como acaecimiento del ser como existencia sino como saber técnico, como emplazamiento donde aniquilar esa siniestralidad endémica sobre la que acampa nuestro vivir. Porque el hogar es eso mismo: el emplazamiento donde puede desvelarse lo real de ese aberrante antes nombrado. El hogar es lo “cercano más lejano”, la lejanía de una proximidad que nos infunde el terror necesario para seguir viviendo. Lo desconocido que desde el origen conocemos, el terror de lo innombrable y de lo imposible. De ahí que las soluciones pasen únicamente por dos vías: o la bunkerización extrema o el idílico “en ningún lugar como fuera de casa”. Es decir, o acercarte tanto al trauma que te hagas uno con él, o dar vueltas en círculo –vueltas a la manzana global- para no toparte nunca con él.



De todo esto habla el trabajo de Lara Almarcegui: cuando la polis se ha convertido en el esperpento de la simulación y el espectáculo, cuando la dromótica funcionalista del urbanismo y el glamour de la mega-arquitectura ha arrasado páramos enteros de inocente habitar, nuestra artista se las ve con los retales de una planificación urbanística donde bien se puede decir que el mapa es el territorio: todo sucede en la superficie y todo construir remite a arruinar la posibilidad de habitar de acuerdo a índices que no queden referidos a la conquista de la publicidad y el marketing. Nada escapa a la lógica de la planificación estratégica de la megalópolis; lo pensado es lo construido.

Para ello Almarcegui pone en relación la ciudad con el páramo, con el descampado. Si lo primero remite a lo cerrado de un presente siempre insustituible, lo segundo alienta la posibilidad de lo nunca-acaecido. Y es que para Lara el descampado condensa en su perímetro las posibilidades que de fractura aletean aún en las moles disciplinarias de la ciudad postmoderna. Si el “no-lugar” remite al eterno retorno como temporalidad fugitiva de un mundo global, el “lugar-descampado” trata de exortizar todos los fantasmas de la identidad para dar cabida a la diferencia. La misma artista ha declarado que la definición de descampado que más le gusta es la de Ignasi de Solá Morales, quién se refiere a ellos como a “lugares vacíos”, lugares de posibilidad, lugares que no coinciden con su diseño o que, simplemente, no ha habido diseño para ellos. Lugares donde no hay nada y que, precisamente por ello, reúne en torno a sí todas las posibilidades y, como no también, todos los riesgos.  

Porque el riesgo está ahí mismo: si el “no-lugar” nos cobija aún en la sordidez de lo fantasmagórico (gasolineras, hoteles, aeropuertos, etc), el descampado nos indica el camino de no estar a cubierto, de estar a la intemperie, de –según esta lógica- no salir ya en el mapa. Porque, precisamente, el descampado es lo que no sale en el mapa: aquello que nadie ha construido pero que está ahí, y que precisamente en esa indefinición son capaces de articular algún cambio. Es decir, son promesas de posibilidad en el seno mismo de lo inamovible
 
 

Así pues, ni land-art ni arte público, tampoco eco-arte ni no-arquitectura. El trabajo de Almarcegui se sitúa en la necesidad misma de la estética: abrir topologías a la memoria de lo nuevo, remitir la construcción de la esfera común a otro ritmo de relaciones donde lo inesperado también suceda. Su trabajo consiste en catalogar esos espacios desnudos y transformarlos en espacios de memoria individual y colectiva.

Porque no hay posibilidad alguna sin una reconsideración de la memoria, sin un operar una fractura en la temporalidad causal de lo dado para priorizar las potencialidades siempre nuevas de lo ya-sido. Así, no solo el descampado, sino también el lugar abandonado (como la estación de tren abandonada de Fuentes del Ebro) o los paisajes subterráneos (como en este caso los de Madrid). Pero incluso el propio cavar de la artista en un descampado en busca de lo impredecible, o, más aún, lo aparentemente inútil de restaurar lo pasado para que sea demolido inmediatamente después (Mercado de Gros, San Sebastián). Y, sobre todo: pesar una ciudad, en este caso Sao Paulo. Porque pesándola, sumando las toneladas de cada material a lo largo y ancho de toda la ciudad, la ciudad queda reconvertida en una serie de cifras, en el aniquilamiento de toda utopía social y en el surgimiento de una posibilidad radical: la de hacer otras sumas, otras restas, en pensar la ciudad en su abstracción más potente. Y pensar es siempre abrirse a lo posible-diferente, en este caso tan diferente que objetivamente es imposible.

En definitiva, cortocircuitar con diferentes estrategias la secuencia lógica de la construcción y la utilidad, hacer de lo periférico y lo oculto la razón de ser de otra narración. Hacer de lo baldío y lo inhóspito la réplica perfecta al mito ilustrado de la ciudad. Esperar lo imposible, hacer lo inútil, buscar lo in-encontrable: es decir, hacer que la herida supure, que el pensamiento se tope con otra posibilidad.

martes, 25 de septiembre de 2012

APERTURA’12: ABURRIMIENTO SUPINO


Sé que soy injusto y que lo más seguro es que me podría guardar ese comentario para mí solito. Me consta también del esfuerzo que están realizando los galeristas para dinamizar un mercado enterrado por lo menos ya hasta media altura. Y sé, porque no hay que ser un lince, que la subida del IVA, junto con la falta de ventajas fiscales en la compra de arte contemporáneo, puede terminar por mandar al hoyo al entramado galerístico en un plazo más que corto.

También se, y sabemos, que los ánimos están más que quemados y que todas las promesas que quisimos ver hará unos cuantos años no hacen más que darse de bruces contra una realidad tan sabida y resabida y que poco más me queda por decir.

Frente a esta situación de gameover generalizado, es de aplaudir iniciativas como esta del pasado fin de semana de “Apertura”. Ganar espacio, ganar en publicidad, concentrar para ser más fuertes, aunar esfuerzos en pro de un beneficio común. Todo lo que tú quieras.

Parto de que es una iniciativa del todo necesaria y que este texto no trata de diseccionar los efectos del arte en el ciudadano medio –del desconocimiento a la ira en segundos- ni en reflexionar acerca de las escasas playas de libertad que no están ya conquistadas por el entertainment más burdo y por el ya más que incipiente capitalismo inmaterial que se nos viene encima en nada de tiempo.

Todo esto lo sé y lo sabemos, y desde aquí pocas veces hemos hecho una mala crítica de un artista novel, de una galería que lucha por levantar el vuelo, o de una aventura incierta. Pero lo cierto es que, igual es que fue coincidencia en la programación de las galerías, pero yo me aburrí soberanamente.  Y me dirán, y me diréis, ¿y a mí qué? Si la situación es difícil, si hay que tener un ojo mirando al artista y otra mirando al mercado, lo normal es que el riesgo sea mínimo. El riesgo y la aventura. Pasar el trago, apretar el culo, y que pase esto cuanto antes.

Si ya. Pero estando aquí para lo que estamos, no creo que pase nada si uno levanta la mano, y con mucha timidez, dice que hacía tiempo que no se aburría tanto en las galerías. Y no se trata de cargar las tintas, insisto, ni contra nada ni contra nadie. Es más, somos más que conscientes que el esfuerzo es mucho. Quizá mi apunte valga solo para constatar un hecho: que, una vez más, conocemos el problema pero ni idea de cuál es la solución.

Gustarme solo me ha gustado la de Jacobo Castellano en Fúcares (aunque me gusto mucho más la de hace tres años), y la de Luis Úrculo en la Galería Eva Ruíz (aunque lo que de verdad me ha gustado ha sido la ampliación de la antigua Fernando Latorre). David Lamelas en Parra & Romero y José Dávila en Travesía 4 pasen. Y no, no me gustan ni Sicilia ni Goldblatt (al menos no en los trabajos presentados). Lo demás, en general, va de lo hiperprevisible a lo trillado, de lo banal a lo singracia.

En fin, no es cuestión de ponernos a divagar acerca de las razones. Se trata solo de una impresión, de un dato “medioambiental”, de un extraño aire de familia, de la prueba –una más- de que el arte se nos está escapando de las manos. Museos, bienales, galerías, etc: y el tedio es mortal.  
 
Y es que el arte -lo que resulte que sea el arte- funciona siempre igual: cuanto más reconcentrado, más muestra sus heridas de guerra, la idiosincrasia de su futilidad; cuanto más se le pide, menos da; cuanto más orgullosos estamos de él, más sonoras son sus carcajados. Y lo peor es que no sabemos ya que hacer con él, aunque nos gustaría matarlo. 

viernes, 21 de septiembre de 2012

LA DISPUTA DE LAS IMÁGENES: UNA TEOLOGÍA DE LA MIRADA


“Quien rechaza la imagen, rechaza la economía”
                                                                                                                      Niceforo

 Una vez más la disputa de las imágenes llena nuestra actualidad más internacional. Y, una vez más, las posiciones son tan enfrentadas que apenas uno logra hallar un intersticio por donde sacar la cabecita. Porque, esta visto, posiciones solo puede haber dos: o hay quien tacha de retrógrados integrales (e integristas) a la mayor parte de la sociedad musulmana, o, en el polo opuesto, nos encontramos a quien defiende un acercamiento respetuosos con lo que, simplemente, viene a ser otro espíritu del mundo.

Si el primero aboga por no rebajar un ápice los logros ilustrados alcanzados por la sociedad occidental (libertad de prensa ante todo), los segundos, con mejores intenciones que logros, tratan de apelar a un sentimiento de mancomunidad global donde cada uno tenga ‘sus’ razones.  En ambos se ve una cierta dosis de paternalismo, de comprender que todavía están un peldaño por debajo y que, por tanto,  o rebajar el listón de nuestras expectativas o hacerles ver más pronto que tarde el error mayúsculo de sus posiciones no estaría mal del todo.

No es que aquí nos vayamos a poner a discutir cada uno de las posiciones. Ya cada uno tiene suficiente información paras sacar sus propias conclusiones. Pero si que, tratando este blog de arte, sí que nos parece pertinente encontrar otro punto de vista desde donde comprender estas disputas que cada poco nos sacuden llenándonos de estupor e indignación en partes iguales. Y es que, si el asunto es un problema en cuanto a las imágenes, la cosa tiene un recorrido tan amplio y tan lejano en el tiempo que apenas posiciones como las arriba descritas se sostienen. Más aún hoy en día, donde el tertuliano (esa protuberancia seborréica) está terminando –a base de poder mediático e indocumentación a partes iguales- por fagocitar al antaño intelectual.


Quizá sea, adelantando en parte nuestras conclusiones, que el salto de un régimen de visibilidad al otro es tan infinito que, mientras para nosotros todo puede ser visto ya que remite en última instancia a una mismidad instantánea, para ellos nada puede ser visto ya que el asombro ante lo incognoscible es aún enorme. Mientras en nuestro entorno la asepsia simbólica ha esterilizado por completo las miradas, para ellos todavía el levantar ídolos tiene el punto de sacrílego de aquel que se atreve con lo innombrable y lo invisible.

Y bien podemos convenir que en el principio la prohibición era así para todos. Ya por ejemplo el Éxodo: “Tú no harás ídolos”; y ya por ejemplo a lo largo de la Biblia si de algo se diferencia el pueblo judío de los demás es porque ellos no construyen ídolos. En un principio la imagen estaba referida únicamente a los muertos a modo de triunfo de la vida. En las exequias de los reyes, cuando los banquetes de las ceremonias mortuorias duraban días, para luchar contra la podredumbre de la carne del muerto, se le hacía un doble que presidía todas las ceremonias: el maniquí del difunto “es” el cadáver. Así ídolo, en griego eidôlon, significa fantasma de  los muertos. Así también en Grecia, las estatuas de los dioses no estaban para adorarlas no verlas, sino, más bien todo lo contrario, para que ellas nos mirasen, para que mediasen por nosotros. Lo mágico –lo terrible y lo sublime- era la mirada, el ver.

Y así duró hasta que el genio del cristianismo apareció en escena. Porque, ¿quién es Jesucristo sino la imagen de Dios?, ¿no es verdad que “quién me ve a mi ve al Padre”?, ¿no es un cuadro algo más que una tela coloreada, igual que una Ostia es algo más que un trozo de pan? Sin lugar a dudas, es la Encarnación el hecho original sobre el cual las imágenes empiezan su flujo de transacciones. Si algo seguro significa es que la Transubstanciación da origen a una teología de la mirada capaz ya de desplegarse en este mundo. Si hubo imagen mientras hubo terror, ahora la gloria de Dios se manifiesta en una clase especial de imagen: aquella que es bella, ahí donde el terror es domesticado.    


La belleza es el límite de lo cognoscible: de ahí que Dios sea Uno, Verdadero, y Bello. Lo siniestro, por el contrario, es el paso de más que se da para el velo de lo bello se desgarre y aparezca aquello que no debía de ser mostrado, aquello que debía ser mantenido oculto.

El arte occidental comienza justo aquí: en el hecho de que la tela debía mostrar algo al tiempo que lo oculta. Una verdadera teología de la mirada da sus primeros pasos. Y, con ello, una exégesis, una interpretación, la búsqueda de un sentido, una hermenéutica, la apertura de un invisible que se da a ver a través de lo simbólico. Si, por ejemplo, San Juan Bautista vino a reconocer a Jesucristo, su imagen es aquella que porta un cordero y, con el dedo índice, lo señala: lo da ver sin enseñarlo del todo. De igual modo, si el culmen de la vida cristiana es el entrar en el Reino de Dios, ¿no son las cristaleras góticas el primer peldaño de una fantasmagoría donde el no ver nada se hace uno con la belleza, donde la luz ciega en un caleidoscopio de colores? Ver sin ver, o mejor aún, ver lo invisible, ¿no es ese el propósito de lo que con el correr de los años vino en designarse como arte?

A partir de entonces –y sin ánimo de ningún análisis exhaustivo- nuestra historia, la de Occidente, ha sido la historia de la revolución de la imagen. Liturgia, agit-prop o marketing. Todo apela a lo mismo: ver detrás de las apariencias, ya sean la de lo divino, la de las fuerzas materiales de dominación capitalista, o las de la mercancía. Así hasta que la imagen ha terminado por adelgazarse tanto que ya no remite sino a sí misma. El tiempo ha implosionado en el interior de la imagen permitiendo una fluídica hiperrápida que termina por saturar todos los códigos. La imagen ha perdido toda mediación con la memoria del pasado, con cualquier realidad que no sea ella misma. El único valor de la imagen es la de su exposición y distribución, sin profundidad, sin aura, sin misterio…

Así, la imagen –en nuestro régimen escópico- ha pasado de ser mesiánica a ser mediática. El triunfo del ojo ha sido tan radical que, en la videosfera global, la cultura visual ha terminado por unificar mundialmente la mirada mediante una reducción, nunca antes llevada a cabo, de lo real a lo percibido.

El punto de divergencia está aquí entonces: ahora, aquí, en Occidente, la esencia de lo visible no es ya lo invisible, sino un sistema de puntos y de líneas, una perspectiva escópica detrás de la cual está siempre la mirada no de lo trascendente sino del hombre. Y es que, donde hay imágenes de lo divino es que ya algo se ha negociado entre el hombre y Dios: el ídolo deja de tener la iniciativa, el hombre levanta la mirada y empieza a ver.

Pero, ¿cómo ese paso?, ¿cómo el salto a elevar imágenes de lo sagrado a desacralizar la imagen? Mediante un proceso de democratización de la imagen, auspiciada por la democratización radical del dinero. El dinero fluye para que fluya la imagen que hace fluir el dinero. Tan sencillo como siniestro: la era de lo visual se corresponde con la supremacía del capital financiero. De la imagen de la religión a la religión de la imagen. Arte y dinero se aúnan para convenir en la construcción de una nueva religión mundial: la del propio arte.

Un proceso en última instancia con tres órdenes: el mediático –de la noticia al mensaje-; el político –del Estado a la sociedad civil-; el ocio –de la cultura de la instrucción a la cultura de la diversión. Un proceso por el cual la democratización de la imagen –vía estetización de la imagen- ha terminando matando a Dios, al hombre y a la propia imagen. Porque el zappeo esquizoide lleva irresolublemente a que ningún ojo mire nada, a que haya infinitas imágenes pero nada que ver. La saturación escópica, la coincidencia especular del ser con el percibir, lleva aparejado un efecto disciplinado de invisibilización.

Entonces, cuando se les vende la democracia, cuando les vendemos las verdades occidentales, ¿qué les estamos vendiendo? Porque la democracia no es –como piensan muchos inocuos inocentes- el poder representar a Mahoma, ni siquiera el hacer caricaturas de él. La democracia es hacer posible que una lata Campbell valga tanto como Mahoma.   


Porque el problema –y la diferencia- es esa: que si en un lado las imágenes están referidas aún a un régimen de poder jerarquizado, en el otro lado las imágenes ya no significan nada: sin pasado ni futuro, las imágenes trazan brechas instantáneas en la pantalla-mundo para desvanecerse al siguiente segundo. Es la democratización en la producción de imágenes lo que, en último punto, iguala a todas: no ya solo a Mahoma con las latas Campbell, sino a Jesucristo con Mario Vaquerizo o la Madre Teresa con Lady Gaga.

La democracia opera la fractura. Es hiperfluídica y necesita cada vez más campo para llevar a cabo sus transacciones. La democracia, como campo topológico de lo consensuado, ahí donde los flujos viajan cada vez a mayor velocidad en busca de lo Mismo, es la fantasmagoría ideológica que vertebra este régimen de las imágenes. La democracia, en sintonía con los simulacros de la era Ilustrada (autonomía, libertad, libertad de prensa, etc) allana el camino para un flujo de transacciones a velocidad límite.

Así, en definitiva, no existe punto de anclaje entre un mundo y otro. No hay medida común alguna. Pero, siendo esto cierto, lo fundamental es redirigir la mirada para no centrar el problema en una cuestión de “democracias” y “libertades”.  Porque, ¿no será que la democracia, la ideología democracia, esa que se ha convertido en leitmotiv panavisionario en la era post-89, necesita de estas diatribas para fluir más rápido, para acaparar cada vez más ámbitos de los mundos de la vida? Y es que la razón occidental funciona siempre así (y ya tenemos una edad para saberlo): polarizándose frente al otro, estigmatizándole y, más tarde, exterminándole.

Todo exterminio es una guerra por las imágenes, una lucha a muerte por ver lo que hay que ver. La razón occidental se ha convertido en poderosa porque iguala todas las miradas, porque incluso la visión del holocausto le es querida. Olvidar el olvido; ver lo invisible. Mismas ecuaciones para un mismo poder exterminador.

 Para enfrentarse al problema, si de verdad quiere uno enfrentarse, se ha de dejar de tomar la democracia como la máxima realización de la razón humana, se ha de dejar el paso abierto a otras posibilidades para el pensamiento y la concordia. Porque el problema no es de imágenes ni de libertades, sino de un cierto modo de libertad que ha hallado en la imagen la forma perfecta de dinamitar todo a su paso. Es una cuestión de miradas, de miradas demasiado sacralizadas o de miradas desacralizadas, que solo encuentran tope en una hipereconomía de la inmediatez.

viernes, 14 de septiembre de 2012

DAVID ESCALONA: EN LA HERIDA, EN EL LÍMITE


DAVID ESCALONA: BAJO LA CAMA
GALERÍA FÚCARES (ALMAGRO): Hasta el 11 de octubre de 2012

 Como continuación casi perfecta a la exposición que el pasado otoño se pudo ver en la malagueña Galería Isabel Hurley, ahora David Escalona recala en Almagro, en la Galería Fúcares, para presentar sus nuevas búsquedas y nuevos interrogantes. Si en la anterior muestra sus indagaciones merodeaban alrededor de la palabra “pan”, en esta ocasión es la rememoración de aquello que de niño había debajo de su cama lo que estructura la exposición. Y es que para Escalona el arte tiene esa forma, nada común por otra parte, de búsqueda incesante. Una búsqueda que parte del pasado pero no para comprenderlo ni digerirlo, sino para propiciar el desgarro, para situarse en esa falla donde nuestra seguridad empieza a descomponerse en multitud de fragmentos.

Dicho lo cual, avanzamos. Todos tenemos un punto desde el cual catapultarnos a una comprensión más primigenia de nuestro ser más íntimo. Porque no hay que ponerse muy psicoanalítico para comprender que es un vacío estructural, una nada que se desliza en torno a zonas de invisibilidad, lo que nos va construyendo en el tiempo. Un trauma, un rasgar el velo de la mismidad para darse cuenta de que existe el lenguaje y los otros, para darse cuenta que el enfrentamiento de igual a igual con la realidad es imposible, que solo cabe comprendernos –comprenderles- bajo la horma de una simbolización radical.

Para él fue el accidente. Ese que ocurrió cuando de niño su mano quedó atrapada en una de las máquinas del obrador de pan de sus padres. Todo su trabajo como artista consiste en volver a ese origen germinativo donde anida siempre del otro. Porque, ¿no es la construcción de nuestra subjetividad el robo sistemático que se le hace a aquel otro que podíamos haber sido? Siempre una presencia que alude a esa ausencia que nos susurra, a esa oportunidad perdida que siempre somos.

Pero Escalona lo tiene claro. No se trata de reelaborar el trauma, no se trata de insertar el accidente dentro de una secuencia donde la narración tenga pleno sentido. Ya decimos que nos encontramos más bien en las cercanías de la ausencia. Es decir, nada de Freud. Más bien es practicando ese esquizonálisis tan deleuzniano como nos podemos enfrentar a nuestros fantasmas, incluso a este en que hemos terminado enjaulados.
 


Nada de interpretarnos, nada de dar una explicación consecuente al relato de nuestras vidas. De lo que se trata es más bien de lo contrario: de hacer la herida más grande, más poderosa, llenarla con el tiempo de una existencia para la que siempre –y quizá porque sabemos que lo hemos perdido todo- todavía cabe una mínima esperanza. Es decir, nada de volver a la seguridad de nuestro “yo”, sino de mantenernos en la indigencia de esa separación que siempre seremos.

Así entonces, su obra no trata de buscar sumergiéndose en las inmundicias de nuestro pasado para explicar mínimamente este presente paralítico que disfrutamos. Más bien es manteniéndose en la superficie de lo simbólico donde Escalona sabe que se haya, no ya la respuesta, pero sí la pregunta correcta. Es, como bien dice el texto de Chantal Maillard que le vale a nuestro artista de introducción, deslizándose cómo se puede obtener alguna respuesta diferente de aquellas que se nos venden y que remiten a la dialéctica bien sabida de la enfermedad y la sanación: “se trata de aprender una nueva forma de honradez...tomar conciencia del vacío, de la página en blanco, de la posibilidad de ser: de hacerse. A partir de ahí, podrán empezar a hablar".

Porque es en la superficie donde la herida empieza supurar y no para; donde el dolor toma otro nombre para reconvertirse en pathos, en senda inencontrable a través de los años y los días. Es en la superficie donde acontece la gran parataxis, la desmedida de un murmullo gutural tratando de decir, de poner nombre, de acotar, enfrentándose a la imposibilidad de cerrar nunca el círculo. Porque, ¿qué sabe mi dolor de mí?, ¿qué sabe la enfermedad de mis límites? No hay límite sino el que nos damos, no hay dolor sino la atestiguación de una cura como existencia, no hay incapacidad sino aquella que se forja en la posibilidad más radical: la de la apertura de ser.
 

Sus obras por tantos no son evidencias sino metáforas de una ausencia, rodeos prelingüísticos que se sitúan en la frontera misma donde lo bello y lo siniestro se separan siendo uno la posibilidad del otro. Porque, en ese vuelco hacia el futuro que toda búsqueda iniciática origina, es justo lo más cotidiano lo que se nos muestra como más desconocido. Quizá Escalona está aquí buscando lo inhóspito, el unheimlicht freudiano: aquello que de tan cercano se hace extraño. Aquella herida que de tanto ser suya deviene extraña; aquel destino que te danto llevarlo cosido a nuestra vida termina por rasgarse en una herida sin fin y al que ya ni reconocemos.

Esa es la razón de porque Escalona se sitúa en el límite de lo visible. Y es que, si como dejó dicho Eugenio Trías lo siniestro es aquello que teniendo que mantenerse oculto, termina por desvelarse y salir a la luz, su trabajo consigna los modos de visibilidad de esa herida, de esa cicatriz interior que todos llevamos dentro. No trata de ocultarlo bajo el velo taimado de la belleza, sino que su ejercicio apunta a otro tipo de mediación, otro tipo de representación.

Si también sabemos que una vez descorrido el velo, una vez enfrentados cara a cara con el miedo y espanto que causa lo siniestro, no hay nada, absolutamente nada, de lo que se trata es de hacer de algún modo presente esa ausencia fundacional. Aquí Escalona es más que preclaro: la metamorfosis, el límite de lo perceptible, aquello que aunque está ante los ojos no se ve. ¿Qué hay debajo de las vendas de su herida?, ¿qué hay en los capullos de seda que guardaba debajo de su cama? No sabemos, simplemente un límite; una frontera entre aquello que podemos ver y lo que es preciso mantener oculto.

En definitiva: trabajar con esa ‘nada’, acercarnos lo más que podamos a lo noúmeno sin quemarnos en el intento, sin que el dolor termine por desagarrar todas nuestras heridas, dejar que la memoria se abra a la infinidad de posibilidades que a cada instante se abre al vivir.

martes, 4 de septiembre de 2012

HOPPER: NARRACIONES EN (DES)ESPERA


EDWARD HOPPER
MUSEO THYSSEN: hasta el 16/09/12

 Rancière, en sus libros sobre cine, considera que el cine tiene una posición de privilegio en esto del arte ya que ha conseguido colocar sus pies a ambos lados de la línea paradójica: aquella que separa los productos del entretenimiento para las masas, de aquellos otros que atesoran toneladas de reflexión estética (y, cómo no, de soporífero “aburrimiento”). Es en esta doble lógica del cine que lo sitúa como imagen autoimpuesta a la cámara y al mismo tiempo como pensatividad pura, donde aún podemos esperar, dice el francés, algo de él.

Y es que nada es ni blanco ni negro, sino que más bien es solo en el eje que separa los productos del arte de la causalidad histórica de la sociedad (de sus fines y sus destinos), donde el arte se lo juega todo por primera vez en cada caso. Y ahí, en esa intersección, solo hay suspensión, una nueva distancia estética basada en la desconexión entre causas y efectos.

Sí, no nos hemos equivocado, esto va sobre Hopper y su pintura. Pero si empezamos este texto sobre un pintor recurriendo a una de las últimas teorías cinematográficas, es porque Hopper encarna como nadie este arte de la narración no-narrada, de la suspensión de la narración. El arte, dicho en pocas palabras, que se independiza de las grandes narraciones monárquicas o teológicas y que consigna en la narración de la propia historia de la comunidad su razón de ser. 
 

La imagen se estanca, se paraliza a la espera de un desenlace que nunca llega: la belleza sin concepto de Kant, la dialéctica del juego de Schiller. Y, en el ínterin, la posibilidad manifiesta de una historia nunca resulta: el no hacer nada, el preciosos far niente, el “prefería no hacerlo” de Bartleby, la soledad de Julien Sorel en su mazmorra esperando ser ejecutado: “no pensar en nada más que el momento presente, no disfrutar de nada más que del puro sentimiento de la resistencia y, eventualmente, del placer del compartir con un alma igualmente sensible”. La potencia de subversión de una nueva comunidad queda cifrada en la potencia del ocio, del no acudir presto a la cita que las lógicas de la historia disponían antaño, de disponer cada uno de su propio tiempo, de darse cada uno su tiempo.

Como conclusión, una última vuelta de tuerca: todo puede ser narrado, todo puede ser representado. Todo, en su quedar a la espera, puede ser consignado como importante y digno. Todo puede ser interesante, todo puede sucederle a cualquiera, todo puede ser copiado. De esta forma, en el proceso de cotidianidad que todas las artes sufren a partir del siglo XIX, el cine ha recorrido de manera mucho más directa esta relación de la forma artística con la realidad. El cine, incluso, no constituye nunca ningún intento, sino que ya en su mismo producirse se inserta dentro de las lógicas de la cotidianidad más banal. Es precisamente ese quedar desde el principio incardinado dentro de la banalidad lo que dota al cine, como dijimos al principio, de un privilegio respecto de las otras artes.

Y ahí aparece Hopper, mayúsculo y solemne para hacer lo mismo que trataba de hacer el cine clásico por aquellos mismos años: conciliar una distancia donde texto e imagen se empujen la una a la otra para ir abriendo la imagen a una acontecimiento siempre por escribir, por representar, por-venir. Es decir, integrar en un mismo lienzo –en una misma película- regímenes diferentes, clasicismo y modernidad: la lógica de la narración y el régimen de la suspensión. La forma de anudar ahora la imagen y la palabra –la narración- es la de la parálisis, una gran parataxis como momento de advenir el sentido dentro de un no-sentido siempre postergado.


Y ahí, otra vez, el gusto del público por esa pintura –pintura de fotogramas se diría- que se comprende como bisagra entre la lógica de los objetos del arte, y la banalidad de lo hipercotidiano, de las historias de una comunidad para la que los fines sociales siempre están en espera. Porque ahí es donde radica el arte: en su impureza, en su plegarse no ya a las conquistas de un medio, sea el lienzo o la película, sino a descifrar las lógicas de las historias de lo cotidiano y de lo banal.

Y es que el arte siempre excede un poco la vida, siempre se inserta en la lógica de unas historias que se pliegan y se despliegan en el tejido de lo sensible según la potencia de un todo abierto, de un todo que excede toda totalidad orgánica; pero también es un poco menos porque siempre parece necesitar una historia que llevarse a la boca. Es por tanto un choque de ficciones, de historias aceleradas y desaceleradas, un choque múltiple de cuerpos y luces, de sensibilidades que atraviesan cuerpos y de cuerpos fragmentados en al (des)espera imposible de un “no estar ya a tiempo”. Todo eso pasa en la superficie, en la superficie del medio artístico. Porque eso, y no otra cosa, es el arte.