miércoles, 29 de octubre de 2014

FRANCISCO RUIZ DE INFANTE: POÉTICAS ERRANTES EN EL ESPACIO-TIEMPO

 
FRANCISCO RUIZ DE INFANTE: LA LÍNEA DE LOS OJOS (THE DEATH LINE)
GALERÍA ELBA BENÍTEZ: 11/09/14-20/11/14

Si cabe, de (casi) cualquier artista, apelar a su particularidad, de Ruiz de Infante (Vitoria, 1966) la cosa se queda incluso corta. Porque en él y en su quehacer se dan cabida preocupaciones y modos de actuar que rayan en lo insólito, en un atrevimiento formal que va más allá de la pose circunspecta de quien comprende el arte como una labor de acoso y derribo. Y es que lo suyo remite a un difuminar fronteras hasta el límite de lo permisible.

La obra no ocupa una galería, la conquista. Y si es necesario, y casi siempre “es necesario”, se agujerean y derriban muros. Causa de ello es que el espectador no entra en la galería sino que se sumerge en ella. Se inunda de unas obras que travisten los cuatro muros de la galería en un reducto expansionista abierto a la novedad de un caminar que se sorprende al irse topando con cada pieza -unas grandes y visibles, otras infinitésimas y creadas al detalle. Así, sus obras no son objetos aislados sino que son dispositivos de intermitencia, de verticalidad para una percepción que siempre está contaminada por nuestra propia posición en el entramado expositivo. No es extraño por tanto que en ese solapamiento de textos, imágenes y sonido la experiencia estética redunde en una cacofonía distorsionada, en una mezcla de percepciones caóticas.  

Parejo a este difuminar del armazón de la exposición con el de la galería, Ruiz de Infante se toma a chirigota el glamour de la tecnología en la producción artística y, sin complejo alguno, combina la más alta tecnologización en la producción de la imagen con un bricolaje urgente y como de andar por casa, cercano a la estética del do it yourself.
 
 
Con ello, con ambas estrategias, nuestro artista trata de provocar una disrupción en ese flujo de datos que percibimos y que consensuadamente llamamos “realidad”. La exposición, concebida como un parcours que raya en el transitar existencial, y la ejecución propia de la obra, estratégicamente diseñada para no resultarnos extraña y ajena, son epicentros desde donde el artista propone una experiencia estética bien concreta: tocarnos el inconsciente memorístico, ahí donde habita los a prioris kantianos de la percepción -el espacio y el tiempo-, para crear un ámbito de extraña cotidianeidad.

Inserto en ese espacio, el espectador no puede por menos que experimentar una distancia respecto esas estructuras sensoriales en las que se basa toda experiencia. Desde ahí, ante una percepción que se le niega en su organización sensorial, el sujeto práctica una pseudo-epojé fenomenológica donde las cosas se le presenta en su óntica desnudez. Así, devenida la experiencia estética indagación psicológica acerca de nuestros difusos y frágiles agarraderos en la realidad, el propósito del artista es explorar los mecanismos subjetivos de adiestramiento y aclimatación al medio. El resultado es casi un estudio de campo acerca de esas etapas transitorias de la vida como la infancia y la adolescencia en las que la educación y el aprendizaje funcionan a pleno rendimiento.
 
 
Para esta exposición, Ruiz de Infante se centra y concentra en torno a uno de los fundamentales absolutos no solo del arte sino de toda experiencia: el tiempo. Obviamente este punto de partida no es en modo alguno original. Como bien dice el texto de la propia galería “todo arte se enraíza esencialmente en el paso del tiempo; del tiempo buscado, del tiempo perdido, del tiempo perseguido, del tiempo recuperado, hasta tal punto que podría decirse que el Tiempo mismo es el tema eterno y el contenido fundamental del arte”. Pero obviamente, y al hilo de todo lo sugerido más arriba, la misión de Ruiz de Infante no es mostrarnos lo que ya sabíamos sino tensar la cuerda para que la experiencia estética quede dinamitada en sus presupuestos espaciales y temporales.

Nada más entrar escuchamos un metrónomo, un tic-tac que marca nuestra errar en la sala reforzando la sensación de tránsito y, sobre todo, de tiempo y espacio en construcción. Porque de eso se trata: de “descordar” la percepción espacio temporal para que ambas tengan que, en la propia percepción, ser reubicadas y reelaboradas según nuestras disposiciones interiores.
 
 
Según nos adentramos artilugios de toda índole nos salen al paso para, en un conglomerado de sensaciones lograr esa distorsión a la que hemos aludido. Así por ejemplo, en la obra más conseguida, Selva húmeda (Vanitas), imágenes tomadas en un mismo espacio pero en tiempos diferentes se superponen creando una heterocronía inquietante que fluye a mayor velocidad que la que nuestra percepción puede soportar. En otra instalación (Amanecer Múltiple) el sistema modular de jaula-casa-reloj-sombra varía acorde a la posición del espectador.

La conclusión, una  vez más, es obvia: el espectador, en su vagar y divagar construye los a prioris de la apercepción haciendo obvio que, si bien el presente necesita de un espacio-tiempo bien construido, el ser humano habita, sobre todo, en esa difusa región del “quizás” y del “tal vez”, del “a lo mejor” y del “puede ser”. Es decir: tiempo y espacio son los ladrillos de toda experiencia, pero que estén modularmente coordinados…eso es solo una ficción a la que el arte opone la suya propia: una donde tiempo y espacio coinciden únicamente como sustrato volatizado en el que pasado, presente y futuro quedan abiertos –en la subjetividad del sujeto– a una reconstrucción incesante.

jueves, 23 de octubre de 2014

VER O NO VER: LA INOCENTE PERVERSIDAD DE CIERTO ARTE EN LA EPOCA IDEOLÓGICA DEL TRATAMIENTO LUDOVICO


YOLANDA DOMÍNGUEZ: GALERÍA

TWIN GALLERY: 21/10/14-25/10/14


En estos tiempos de colapso no hay nada peor que un artista comprometido. Un artista comprometido es aquel que se toma en serio el arte y, si hay algo precisamente que no merece el calificativo de serio, eso es el arte. El arte renquea en la fatuidad de creer atesorar potencialidades nuevas cuando no es sino un trasunto hipostasiado de lo que un día quiso ser y no pudo. Así, el arte de hoy en día colea en una mezcolanda mistizoide donde el aura, el mito del genio y el ámbito de lo sagrado no es que hayan sido destruidos sino que, simplemente, y parejo a esa ideología espectral y simulacionista que muchos todavía no quieren ver, ha invertido sus posiciones.

El artista comprometido es aquel que todavía juega a que el arte como práctica y él mismo,  como artista, están invitados a ver detrás de las apariencias, a jugar con las apariencias, a guiar al pueblo proponiéndole buscar la verdad oculta. Si Platón echó a los poetas de su República fue por esta vis paradójica e idealista del agente doble que supone todo artista: producir copias de copias, espectros fantasmales susceptibles de descentrar la medida democrática de la polis. Pero, ha de quedar claro, el supuesto malditismo romántico con que el arte encontró dos mil y pico años después su lugar en el mundo duró, como diría Sabina, lo que duran dos hielos en un whisky on the rocks. Y no por menudencias sino porque la ideología encontró, precisamente, en el simulacro (en la producción de copias, justo la labor del artista) la ley imponderable de su reinado.

Yolanda Domínguez es una artista que muchos dicen que es comprometida. Y lo cierto es que, vista su última acción, el apelativo le viene al pelo ya que cumple punto por punto la fantasmada mística del arte contemporáneo. Domínguez, igual que el artista de la polis griega, igual que aquel del Renacimiento, el suicida romántico o el étonnant vanguardista, se inserta en la producción de apariencias (de copias y originales) para o bien llevar a la catarsis al pueblo, elevarle en busca de la idea o, lo mismo da que da lo mismo, escandalizarle y, actualmente, indignarle. Son, las cuatro, idénticas respuestas a un mismo emplazamiento del arte que solo modula por mor de la instancia ideológica que lo vertebra.

Nuestra artista, como es lo común en todo artista comprometido, se sitúa en la senda de lo indignante, de “reflexionar” acerca de lo indignante que es cómo funciona nuestra red hipercapitalista de copias, originales y simulacros. Porque, convengamos: es indignante que a la mujer se la trate así. Pero menos mal que el arte está ahí para hacernos ver lo oculto, el impulso maquínico de toda esta tele-realidad. Aunque, claro está, parejo a la estupidez de querer moralizar al capital, solo cabe la estupidez estética de querer moralizar al arte.  



Yolanda Domínguez nos presta su Smartphone para que simulemos uno de esos robos cibernéticos que han sacudido las redes sociales hace unas semanas. Gurú chamánico, el artista comprometido de nuestra esclerotizada contemporaneidad se ofrece en sacrificio para que pensemos, para que le demos al tarro, para que descubramos como son las cosas bajo esa narcótica capa de apariencias que nos dicen es la realidad. Nosotros, espectadores que “sabemos” de qué va la cosa artística, entramos en la galería y nos enfrentamos cara a cara con su dispositivo móvil. Según la hoja de sala se trataría de que en el momento de que estén a solas el móvil y el espectador éste se interrogue acerca de las condiciones escópicas promulgadas por el sistema: de que, en definitiva, el espectador se interrogue acerca de la decisión de mirar.

Total: puro sarcasmo, pura estrategia deglutida de antemano por las tectónicas del capital y una sobrevaloración del arte que solo indica el sesgo idealista y místico con el que, para algunos, aún carga.

            Pero para explicarnos lo mejor será empezar por el principio. Y el principio es que en un mundo devenido imagen donde todo acontecimiento es una copia sin original ocurre una cosa muy curiosa que es sabida por casi todos: que existe una indiscernibilidad radical entre un simulacro real (un simulacro de primer orden, un simulacro de los que definimos han sustituido a la propia realidad) y una reduplicación de tal simulacro, una simulación del simulacro, una imitación. Baudrillard, en su celebérrimo libro La precesión de los simulacros lo explica con meridiana claridad y propone un ejemplo creemos que contundente y que viene muy al caso: ¿existe diferencia objetiva entre un robo o la simulación de un robo? Uno, el primero, pertenece al orden de los simulacros; el otro, el segundo, al orden de las simulaciones. Pero, para el orden ideológico imperante ambos pertenecen a ese rango de visibilidad orquestado como realidad, no habiendo por tanto, ni en los gestos ni en los signos, diferencia alguna.

Así las cosas, Baudrillard se hace una pregunta que desvela por sí sola cual es la lógica ideológica del simulacro y hasta qué grado de abstracción ha llegado: teniendo por caso ejemplo un robo, ¿ante cuál de ellos reaccionaria la represión policial más violentamente, ante un robo real o ante un robo simulado? Baudrillard, como no, lo tiene claro: “la transgresión, la violencia, son menos graves, pues no cuestionan más que el reparto de lo real”.

Siguiendo esta misma lógica, nuestra artista, muy sabiamente, sabe también que la simulación (es decir, su trabajo, el “robo” de su Smartphone) es infinitamente más poderosa que el simulacro real (en este caso, el robo real) ya que permite siempre suponer, más allá de su objeto, que el orden y la ley podrían muy bien no ser otra cosa que pura simulación. Es decir, la simulación hace más daño al mundo-imagen ya que hace patente la coincidencia entre ambos “engaños”, el que es calificado consensualmente como “real” y el que es desvelado como parodia o simulación.

Sin embargo –y aquí es donde viene el retruécano ideológico-, tal “mayor gravedad” es precisamente lo que es inaceptable para el poder tautológico de lo real. Y es que el ficcionar sobre la base de lo que el sistema entiende por real es un  callejón sin salida. Para Baudrillard, de hecho, es imposible: por mucho empeño simulacionista que uno ponga, siempre se topará con lo “real”: un policía que dispara, un rehén que muere de un infarto, etc. Es decir: el sistema, antes o después, reduce su estrategia de subversión simulacionista reduciendo su ejercicio a un ataque real haciendo así inviable el aislar el proceso de simulación para poder desvelarlo. En definitiva: todo ataque, tanto si “es” como si no “es”, deviene ataque real.



Si referimos esto al caso que nos ocupa, solo pueden ocurrir dos cosas: que el espectador confunda la simulación estética y realmente quiera ver la vida y milagros de la artista Yolanda Domínguez (es decir, obvie el estado de excepción que supone el arte y confunda la ficción simulada de un robo con un robo real) o que, por el contrario, el espectador se mantenga en el terreno aristocrático del arte y, bajo el peso de tal contexto, se interrogue, piense, debata consigo mismo la pertinencia o no de violar una intimidad que, por otro lado, la artista (desde su posición privilegiada de trabajadora mediática) ha preparado para nosotros.

Así las cosas, y para no extendernos mucho, el ejercicio virtuoso de la artista fracasa de todo punto ya que solo logra implicación efectiva bajo el paraguas efectivo del arte. Es decir, es metafísicamente imposible que la simulación llevada a cabo por Domínguez incida de modo efectivo en la realidad ya que el efecto que persigue solo es tal en tanto en cuanto se mantiene en la exclusividad del mundo del arte. De querer superarlo, la simulación cae del lado del simulacro, de la ideología imperante, dando carnaza a aquel que, sin despeinarse, encuentra lo que buscaba: es decir, cae –y sin problematizarlo un átomo– en lo real. Aquel que sin tener ni la más remota idea de que esto es arte se pusiese a disfrutar del espectáculo exhibicionista de las fotografías sería entonces quién de forma más radical daría al traste con el efecto estético perseguido por la artista. Dicho de otra manera quizá más comprensible: la estrategia solo funciona en aquel que ya “cree saber” cómo funcionan las cosas, en aquel que sospecha de las imágenes, aquel que, en definitiva, “cree” en el arte. Para el otro –el que no sabe– es simplemente otra posibilidad, simple y llana, de ver lo que está simplemente a la vista.


Esta situación es parecida a aquella otra que ve Rancière al comentar que esa modalidad de arte crítico fundamentada en inmiscuirse en las redes de lo real no son demasiado útiles ya que en su caso y debido al carácter de indiscernibilidad que existe entre ambos acontecimientos, el éxito total coincide con el fracaso total: consiguen “engañar a sus adversarios adoptando sus razones y sus maneras”. Es decir: logran revelarnos como son las cosas “realmente” pero, eso sí, invitándonos –exactamente igual que las lógicas exhibicionistas del capital– a tomar una decisión, en este caso mirar o no mirar.

Y es que ese es en última instancia el truco: camelarnos para confundirnos respecto a la decisión ideológica que hemos de tomar. Porque muchas de las prácticas artísticas usadas hoy en día, además de (cómo ya hemos dicho) funcionar únicamente en el caso de ser ya creyentes artísticos, caen en la falsedad de presentarnos la misma pregunta ideológica pero confundiendo los términos. Y en esto de confundir los términos no habría más problema si no fuese porque no solo no ayuda a encontrar resortes de resistencia sino que va en la dirección que el propio sistema ideológico desea: el darnos a creer que, en última instancia, somos nosotros mismos quienes decidimos, quienes podemos optar, quienes podemos elegir nuestra inscripción en la esfera ideológica.

Es la creencia común y que la hojita de sala repite lo que está en la base de la confusión: “la decisión de mirar o no está en manos del espectador”. Porque si optásemos por no ver las imágenes, aunque nuestra decisión sea evidentemente real, desde un punto de vista ideológico (que es, creo, de lo que se trata) lo importante es la muesca imaginaria que antecede a nuestra decisión, el lugar donde la ideología nos ha situado a sabiendas (porque la ideología lo sabe antes que nosotros). Así, tanto veamos las imágenes o no, la muesca ideológica con la que construimos nuestra identidad está ya hecha.

Lo que sucede es que muchos artistas –obviamente no solo Yolanda Domínguez– tienen una fe tan ciega en el poder telúrico del arte que confunden la interrogación imaginaria que nos lanza la ideología con la pregunta real (enfangándola además con una galopante pestilencia ética) que ellos enfatizan con el fin de que, en el proceso, nos percatemos de nuestra situación ideológica. Pero una estrategia semejante es totalmente inútil desde el punto de vista de que la ideología no quiere nuestra respuesta real, no le interesa. Es más, la crítica cultural sabe, desde Débord a Rancière, que el conocimiento del proceso de separación no conlleva emancipación alguna: conocer la ley del espectáculo, la ley de dominación, la ley que se oculta detrás de lo que se nos ofrece a ver…no lleva implícito ningún momento liberador. Es más: es simplemente un momento en la lógica de la ideología.

Aún con todo, la hojita de sala de esta exposición se empeña en llevar al arte por los insensatos derroteros que le confabulan con el poder ideológico: “¿Por qué pensamos que “la culpa es suya por hacerse esas fotos”? ¿Por qué tratamos a las famosas como si no fueran personas? ¿Por qué se considera que lo que pasa en Internet no ocurre en el mundo real? ¿Cuánto gana la prensa digital con este tipo de situaciones? En suma, ¿por qué la tecnología, los medios y la fama diluyen la culpa hasta el punto en que todos estamos dispuestos a mirar la vida robada de una mujer sin remordimientos?”. Preguntarse por esta retahíla de obviedades a estas alturas de la partida es de órdago. ¿Qué por qué? Pues porque el medio nunca es inocente: el medio es la superficie libidinal donde el simulacro opera a velocidad límite. Ver es simple voluntad de poder, de poder ver más y, a ser posible, lo que nadie ha visto. Situado más allá del bien y del mal, el régimen escópico que impera en la ideología capitalista es el epígono de la voluntad de poder nietzscheana. Ser sujeto, ser alguien, es ver, verlo todo, sentir el placer de verlo todo. Video ergo sum: ser, en el actual estadio de desarrollo de la ideología, está referido a desear ver.



Para concluir, la pregunta lanzada por el arte debería ir orientada a desenmascarar lo imposible: el hecho de que la ideología nos tenga pillados, que no podamos dejar de ser ratones de ensayos condenados a tomar decisiones reales respecto al ver. ¿Por qué la ideología mediática se afana día sí y día también en ofrecernos imágenes que consumir?

 ¿Recuerdan La naranja mecánica y el tratamiento Ludovico? El asunto no es que, en caso de poder, cerremos los ojos. La cuestión es que estamos sentados en el sillón. Ni más ni menos. Que abramos los ojos o los cerremos es algo que a la ideología que nos ha sentado en el sillón no le importa lo más mínimo. ¿Por qué, por tanto, no podemos levantarnos del sillón? Esa, y no otra, debe ser la pregunta estética. Obviamente una pregunta sin respuesta correcta (porque la respuesta estará ya mediada ideológicamente), pero que no podemos –o que no deberíamos– dejar de hacernos.



            P.S. La obra en cuestión vale un millón de euros. Lo pone, como todo, en la hoja de sala. Solo se me ocurre decir, al igual que cuando Damien Hirst fue interrogado acerca de su tiburón, que “vale un montón de dinero”. No digo más.


viernes, 17 de octubre de 2014

EL ARTE EN DISOLUCIÓN O EL EFÍMERO CANSANCIO DEL DAR POR CULO


En una entrada a este mismo blog, con ocasión de una de esas “disputas de las imágenes” que nos gastamos con el mundo musulmán y con la que sazonamos nuestra parálisis cotidiana, decíamos lo siguiente: “entonces, cuando se les vende la democracia, cuando les vendemos las verdades occidentales, ¿qué les estamos vendiendo? Porque la democracia no es –como piensan muchos inocuos inocentes- el poder representar a Mahoma, ni siquiera el hacer caricaturas de él. La democracia es hacer posible que una lata Campbell valga tanto (o sea, lo mismo) como Mahoma”.

Para ello, Occidente ha optado por la forma menos dañina y por la que menos escozor produce: el Arte (o mejor, del arte después del Arte, el post-arte). El Arte entra a saco en la producción simbólica para, en una relación perversamente paradójica con la mano que le da de comer (el capital), acelerar el ritmo del PER  (producción, exhibición, reproducción) de la imagen y hacer posible una mejor implementación de la cosa democrática, produciendo así un más rápido menoscabo de la otrora realidad y su progresiva sustitución por un simulacro global que fantasea con la idea mefistofélica del “verlo todo”. Claro está que tal suculento festín, de darse el caso, si me pilla en el sofá con un botellín en una mano y en la otra el manubrio con el que satisfacer nuestros impulsos libidinales (el mando a distancia) mejor que mejor.      

Lo ocurrido esta misma mañana (17/10/14), fiesta de san Ignacio de Antioquía, en el centro del París más glamuroso (Place Vêndome) no es sino el penúltimo affaire de una práctica artística que, desauratizada, flagelada por el póstumo discurrir de su propia historia y de su propio concepto, no hace (y hace bien) sino reconvertirse en nueva ideología capaz de, por lo menos y como el Cid, ganar batallas después de muerto. Y no solo batallas sino la guerra entera, aunque sea, eso sí, en el bando contrario.  

¿Qué qué ha ocurrido? Pues nada que no hayamos visto ya (de hecho todo lo hemos visto ya) y que los agentes del IDBIF (Inocentes Detectives Buscadores de Indicios Fachosos) no hayan saludado con la algarada que se merece: que el Arte, sin moverse (él sí que puede) del sofá, ha provocado una vuelta de tuerca más en eso de catalizar toda la pantalla-mundo dentro de un nihilismo reactivo como ideología mediática.

Como cada año, y con ocasión de la Feria de Arte Contemporáneo (FIAC) que se celebra en la capital gala del 23 al 26 de octubre, los organizadores invitan a un artista para que intervenga en la ciudad con total libertad. En esta ocasión el elegido ha sido el polémico (aunque esta palabra creo que ya no significa nada) artista norteamericano Paul McCarthy. La obra consiste en situar en la Place Vendôme un objeto gigante capaz de jugar a la indecisión entre si es un árbol gigante o un plug anal. Y, cómo si fuese algo muy raro, hay quien ha protestado e, incluso, pegado al artista. 



La cosa está en que la obra en sí genera los dos síntomas traumáticos más repetidos. El primero consiste en mosquearse (incluso mucho) y no ver arte en eso que los otros, los del otro bando, sí ven como arte. El segundo es regocijarse porque la obra desvela lo que, de hecho, todos sabíamos: que esos del primer bando son una retahíla de facinerosos fachas que no ven arte en eso que es arte precisamente porque ellos no lo ven. Total y resumiendo: un lío de muy señor mío dónde o todo forma parte de una inocente simulación o, también pudiera ser, alguien sale ganando en el juego. Y, creo, no es muy descabellado pensar que los que salen ganando sean los del primer bando: élites selectas cuyas ideas hegemónicas trascriben a la sociedad pero ya no directamente como ideas hegemónicas sino, más bien, como todo lo contrario. 

¿Qué porqué? Segunda pregunta impertinente a la que, como no, también tenemos respuesta. Porque el Arte, en el proceso racional de su desauratización y desacralización, para poder seguir merodeando como instancia potencialmente emancipatoria, como preguntar que aletea en un silencio que algún día será revelado, se ha confabulado con la producción capitalista para llevar a cabo la inversión propuesta por Nietzsche logrando una platonización el universo de las artes. Una platonización un tanto extraña donde, para que la inversión sea modularmente útil a la ideología, no ofrece el revés fantasmático de lo “otro” sino, mejor todavía, ambas a la vez: es decir, lo “uno” (el ser un árbol de Navidad) y lo “otro” (ser un plug anal). 

El proceso de este post-arte es más sencillo que el mecanismo de un juguete. El Artista, como el filósofo de la Caverna, desciende para ofrecernos la inversión absoluta de la verdad del eidos: que, al final, lo que es puede que no sea, y lo que no es, quizá sí sea. Un plug anal o un árbol de Navidad, lo mismo da que da lo mismo. Esta es la verdad mística que yo vengo a revelaros, dice el Artista. Inversión platónica pero, eso sí, más que nihilismo activo se trata de un soporífero nihilismo reactivo cuyo efecto es seguir adoctrinando a los incautos que piensan que por situarse en el ínterin que media entre el plug y el árbol, entre el arte y la farsa, entre el facha y el progre, entre el connaiseur y el indolente que dicta de farsa todo el cotarro artístico, es ya de por sí un sujeto emancipado de esta retahíla de emplazamientos ideológicos llamada realidad y que, por tanto, el Arte (aún hoy) sigue atesorando esa vis emancipadora que tanto gusta. 



Y es que lo aterrador del caso es el hecho de que, creamos lo que creamos, pensemos que es un plug anal o un árbol de Navidad, o ni lo uno ni lo oro, la ideología ya está ahí, con los brazos abiertos, para recibirnos. Porque esta, la ideología, en ese impulso estético que le ha propiciado el difuminar de fronteras entre el arte, la publicidad, el diseño, el marketing, etc, se ha duplicado en una inversión espectacular y especular donde el seguir refiriéndose a falsas conciencias o cosas similares no son sino ejercicios trasnochados de empeñarse en que uno, sea del bando que sea, tiene la verdad y sabe de qué está hablando. 

  Es así por tanto que, para seguir alimentando la fantasía de cada cual, para que cada uno imaginariamente ocupe la posición ideológica que cree firmemente como verdadera, al arte lo que mejor le va es acentuar la sensación de estar perpetrando un fraude, la banalización estrictamente espectacularizada y el sesgo intrascendente de todas sus propuestas (sesgo ya descubierto por Ortega). Así, el arte comparte en sus estrategias las dos vertientes: es terriblemente democrático pero, por otra parte, recae en un ciego elitismo de dotar a algunos herederos de la mística del Carmelo con la clarividad de ver lo que hay que ver.

En este ejercicio paradójico y nihilista del arte el Artista, obviamente, no se salva ni uno. El artista, con una geta descomunal, desvela todo lo desvelable sobre su modus operandi: “al principio encontré que el plug anal tenía una forma similar a las esculturas de Brancusi. Después, me di cuenta que se parecía a un árbol de Navidad. Pero es una obra abstracta. La personas pueden sentirse ofendidas si quieren referirse a un plug, pero para mí está más próxima a una abstracción”. Es decir: el menda señala que, en última instancia, le da lo mismo todo, que, concretando, todo remite a un virtuoso ejercicio de abstracción sobre la base de un símil que para sí quisiera cualquier poeta: escultura de Brancusi-plug anal-árbol de Navidad. Si no fuese porque la cosa nos la tomamos en serio sería partirse de la risa.

Obviamente, y aunque claro está a las manos no hay que llegar (casi) nunca, un transeúnte, viendo la esperpéntica felonía realizada en un estupendo ménage a trois entre el artista, el Ayuntamiento de la ciudad y los organizadores de la cosa artístico-cultural, no ha podido contener la indignación y ha dado tres mamporros al Artista. Este, entre la pose de grandeur y de desfasado cinismo (ambas son las poses más recurrentes en el artista de la época del post-arte, sujeto que se sabe alfa y omega del más suculento refrito epocal) tenía la respuesta más que ensañada: “¿sucede a menudo este tipo de cosas en Francia…?”

Claro que, aun con el despropósito teórico en el que funda su monumento fálico, el Artista no es más que alguien a quien el sistema hace detentar la otrora jerarquía sagrada pasada por el filtro del magnetismo post-romántico. Y como no, simplemente representa su papel lo mejor que sabe (y, a decir verdad, lo hace que ni pintaó). Aquí quien confunde churras con merinas, quien hace de su capa un sallo pero que sabe perfectamente que su misión es la sustitución “reflexiva” de todo el tinglado sacro-aurático por una ideología estética bien aseadita dando los réditos pertinentes es, leídas las declaraciones, la directora artística de la FIAC, Jennifer Flay. Esta sí que sabe lo que se trae entre manos.

Para empezar, un manual de retro-avant-garde y de enfermiza adoración al Artista: “Es lamentable que alguien se permita agredir a un artista”. A continuación una eclosión populista apelando a la Cultura –y si me apuran a un profiláctico mejunje ideológico-patriotero– como lazo de hermandad entre los iguales (sí, esos a los que democracia eleva al mismo rango): “yo que soy neozelandesa y francesa, que ha elegido este país, estoy avergonzada por Francia, aunque sepa que no encarna las ideas de esta persona”.

Oh, dolor de los dolores, la patria del arte, la France, la cuna de todas las vanguardias, el hogar de todos los enfants terrible del mundo mundial, no soporta ya la tomadura de pelo y la encargada de lidiar con el pleonasmo de seguir llamando Arte a una tomadura de pelo mayúsculo ha de dar la cara y seguir, como si aquí no pasase nada, con el Gran Circo Mundial.

Pero falta la guinda al pastel de los despropósitos: “¿para qué sirve el arte si no es para problematizar, interrogar, revelar defectos en la sociedad?”. Respuesta aprendida en algún Gran Master y que hasta un parvulario podría dar gratuitamente. Y es que, como coda final, solo cabe un leitmotiv epocal: podemos, y de hecho debemos protestar por todo menos porque nos pongan un “algo” en nuestro vecindario que responda al mistizoide nombre de Arte. Si no protestamos malo, si protestamos peor. Así las cosas, el arte nos tiene donde quería: cogidito de los huevos y dando por culo.

En definitiva, el post-arte hace del democratismo estético la vértebra sobre la que operar una felonía de tomo y lomo: dar a la gente aquello que desean ver sin menoscabo alguno. ¿Y qué quieren ver? Que son ellos los que en cada caso llevan la razón, que todo consiste en situarse a un lado del espectro ideológico: en ver la astracanada de McCarthy como un árbol de Navidad o, por el contrario, verlo como un gran plug anal. Sea como fuere lo cierto es que la decisión que tomemos no es en modo alguno estética (si circunscribimos la estética al asunto propiamente artístico): la decisión es radical y eminentemente política.  

miércoles, 8 de octubre de 2014

¿EL CINE O LA VIDA? BOYHOOD O LA SINSORGADA DEL CINEASTA PANIAGUADO


Como el tiempo, nuestro tiempo, da para mucho, y visto la riada de palmaditas en la espalda y buenas sonrisas de condescendencia ante lo ímprobo y arriesgado de su proyecto, nos desmarcamos un poco de la monserga paniaguada que ve en cualquier guiño la señal indiscutible de la genialidad y preferimos referir la última película de Richard Linklater  como un ejercicio tan mastodóntico como inútil. ¿Qué por qué? Resumiendo muy mucho: la razón es que pensamos que tal ejercicio (ese de rodar la película en doce años) más que desvelar la gran capacidad del cineasta norteamericano remite a su indigencia a la hora de hacer valer todo los recursos del cine, sobre todo el principal: la capacidad de que la imagen, ciertas imágenes, atesoren no solo el tiempo de su presentabilidad sino el de su pasado y su futuro, el de su actualidad y su virtualidad.

                                            “No estoy muerto pues mi vida no ha desfilado ante mis ojos”
                                                                           Sauve qui peut (la vie) (Jean Luc Godard)

 

      Tiempo presente y tiempo pasado
      Están ambos quizá presentes en el tiempo futuro,
      Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.
      Si todo tiempo es eternamente presente
      Todo tiempo es irredimible.
      Lo que podía haber sido es una abstracción
      Y permanece como posibilidad perpetua
      Sólo en un mundo de especulación.
      Lo que podía haber sido y lo que ha sido
      Apuntan a un fin, que es siempre presente.


Así empieza una de las obras cumbres de la poética del siglo XX, el primero de los Cuatro Cuartetos que T. S. Eliot escribiera entre 1936 y 1942. Su temática remite al gran tema, al único y gran tema: el paso, irremediable, del tiempo. Todo lo que somos, seremos y, sobre todo, aquello que no hemos llegado a ser. ¿Dónde van todos esos instantes proteicos, habitados por una potencialidad eufórica pero que, por una u otra razón, no germinaron? Es decir: ¿a dónde va el tiempo perdido?
Exorcizar lo fantasmático de estos no-acontecimientos, digerir el tiempo olvidado y, sobre todo, condensar y hacer presente ese otro tiempo que, esta vez, ha devenido actual: esa es la función del arte, de la filosofía y de la religión. Pero, sobre todo, del arte. Porque el arte trata de condensar tiempo en ciertas imágenes, imágenes que se salvarán de la quema del olvido y quedarán como tótems de una memoria comunal, heredada de generación y generación, de donde cada una de las civilizaciones logrará sacar (el) tiempo para abrir el futuro. Así las cosas bien puede decirse que lo que define a una civilización es la forma que tiene de experimentar el tiempo y de representarlo, de construir imágenes con la capacidad de atesorar tiempo sin que se pierda.
Y, siendo esto es así, lo nuestro, lo de nuestra civilización, no tiene nombre. Y es que lo nuestro, más que crear imágenes con una gran capacidad de atesorar tiempo, es experimentar la nada del tiempo: el instante, el puro instante. Así, nuestras imágenes han llegado a ser meros dispositivos donde el tiempo implosiona en un puro diferir de la diferencia, en un diluirse, en un vaciarse de tiempo para ser pura inmanencia sin profundidad alguna.
El aura, decía Benjamin, esa condensación de tiempo como lejanía que es el aparecer propio de la obra de arte es, precisamente, y en la época de la reproducibilidad técnica, lo que queda dañado. Así, nuestras imágenes son meros repetidores de instantes donde el tiempo, más que agarrarse a sus paredes, se deshilvana en una secuencia infinita de instantes donde ninguno es más preciado que el anterior. Es ahora que el poder de la mercancía-imagen refulge con el destello aurático capaz de traer para sí todo el caudal mnemotécnico del instante-ahora.

El actor protagonista ante el retablo de sus edades.

Hasta aquí, diría yo, una breve introducción para darle vueltas al asunto de la película que nos ocupa: Boyhood, momentos de una vida. Porque lo siguiente a lo que tendríamos que hacer referencia es al hecho de que, parejo a este diluir de la profundidad temporal atesorada en la obra de arte, la producción artística ha ido conquistando ámbitos e instancias cada vez más amplias hasta hacer del mundo un gran mundo-imagen, una vacuidad escópica donde, sin duda, la vida participa como la que más del festival que supone un tiempo siempre echado a perder, que toma asidero únicamente en la descompresión que media entre el fulgor de un instante y el siguiente.
Y es en esa confabulación del arte con la vida donde el cine ha emergido como la disciplina artística más capaz de representar la temporalidad propia de nuestra época. El cine, de divertimento de barraca de feria a dispositivo que logra la  presentación más directa del tiempo moderno: filmar lo que está antes y lo que esta después pero, sobre todo, lo que está entre, recosido a las costuras de cada instante, lo que se oculta para que la imagen tome presencia y se haga actual; el momento en el que el tiempo-instante se precipita y se hace cero.
Pero… el que sea el arte más capacitado para representar el tiempo no significa que lo consiga. Porque en la misma palabra “representar” está la trampa de todo el asunto. El cine participa de, como dice Rancière, una fábula contrariada: porque aun capacitado para dar cuenta de ese tiempo implosionado en la imagen actual, el cine no deja de referirse a su capacidad de contar historias, de presentar un tiempo como linealidad, como mero soporte para el acontecer de hechos. Siguiendo la separación de regímenes del filósofo francés, el cine goza de una doble pertenencia: al régimen representacional en cuanto reproductor mimético de historias, y al régimen estético en cuanto que en su presentar la imagen como tiempo es capaz de referir cada acontecimiento a su interioridad como anudamiento de varias temporalidades.

La vida es diferente a los libros, pero sobre todo al cine.

Así, el cine siempre escapa a su concepto, a sus posibilidades, de modo que el cine nunca es lo que pretende ser: una presentabilidad absoluta de la vida. El cine entonces se asienta en una paradoja que lo prescribe como “distancia”, como contradicción donde reposa el estatuto dialéctico de la imagen cinematográfica: el cine, –por una parte– entre la imagen como presencia sensible e inmediata, imponiéndose a sí misma, experiencia histórica y subjetiva, y el cine –por otra parte– como universo propio de representación narrativa. En definitiva: es solo traicionándose a sí mismo como existe el cine.
Y es también entre ambos polos que la historia del cine propone sus hitos fundacionales: del cine como sistema anti-representativo (Vertov) a una concepción representativa de la imagen (Hitchcock) y, de ahí, a su régimen estético (Godard). Y es en ese mismo intervalo, pero con un encomio mucho menos rutilante con el que Richard Linklater (Houston, 1960) ha realizado su obra definitiva, y dice que última: Boyhood (momentos de una vida).
La película no dejaría de ser una más de las miles que nos muestran la imposibilidad de apoderarnos de nuestras propias vidas (sensación más fácil de experimentar, como aquí sucede, en la adolescencia) si no fuese por el experimento sobre el que está filmada: y es que ese paso del tiempo sobre el que la vida de los protagonistas discurre no es un efecto trucado del cine que aparece en la pantalla merced al montaje sino que es un paso del tiempo “real”. Es decir: el tiempo, entre secuencia y secuencia, realmente pasó. El tiempo de rodaje entonces, para dar cuenta de un muchacho desde los 6 a los 18 años, fueron realmente los doce años que van de una edad a la otra.
La película está en la misma onda que la trilogía del mismo director formada por Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, donde se nos presenta a una misma pareja pero en tres momentos diferentes de su relación. También se la ha relacionado con las películas de François Truffaut que giran en torno al personaje de Antoine Doinel. Pero, obviamente, y por mucho que se quiera engolar la supuesta proeza, y estableciendo los parámetros de la reflexión tal y como hemos hecho, este ejercicio de anti-ficción se nos antoja como totalmente inútil e innecesario. Y, por si fuera poco, por dos razones. 


La primera es que a través de esta estrategia el cine se descubre como igualmente incapaz de tomarle el pulso de tú a tú a la realidad. Porque el cine, aunque se nos quiera hacer pensar que sí, no registra de forma pasiva la vida. Así las cosas, la estrategia del director nos enseña algo que todo aficionado al cine sabe: que la vida no es –directamente- eso que pasa delante de la pantalla. Incluso el cinéma verité de Vertov está mediado por la pasividad absoluta del ojo-máquina.
La segunda razón es que las propias mecánicas del cine nos puede ofrecer este “paso del tiempo” sin merma alguna para su dignidad como artificio artístico. Si algo es el montaje es precisamente eso: la ficción de que el tiempo pasa según diferentes temporalidades. Es en este sentido que Tarkovsky habla de “la presión del tiempo en el plano”. Y es que para el genio ruso el tiempo era la materia prima con la que esculpir la historia, y ni por asomo se le ocurriría esta boutade de remitir el tiempo a su realidad extraestética.
Ambas razones remiten a un malentendido del propio Linklater: el querer indagar en el propio intervalo desde el que opera el cine y al que nos hemos referido como su constante traición. Y es que Linklater quiere hacer cine experimental cuando no hace sino narrar una historia lineal, y, por el contrario, quiere contarnos una historia haciéndonos permutar sobre un trompo cuasi filosófico. Es decir, si como dice Rancière, el cine “existe a través de un juego de intervalos e impropiedades”, el director amputa de raíz uno de los intervalos ficcionales desde lo que se modula lo paradójico del cine. Así, la coda final para esta película solo puede ser una: no hacía falta.
Aun así, el único punto de celebración para con esta película es que, basándose en esta confusión, el director intenta tomarle el pulso al ser propio del cine y no “malaprovechar” la ocasión para ofrecernos, como quien dice, una historia cualquiera. Es decir, el director sabe que su intento va en la dirección de mostrarnos qué es el cine, lo tiene claro y –quizá– lo logra aunque sea en su vertiente negativa. Es decir, el señor Linklater, aún en el ejercicio inútil que lleva a cabo, sabe que el experimento va en la dirección de desvelar los postulados del cine y no en quedarse en un mero adorno circense. Para que nos entendamos: no hacía falta, pero dado que el director remite el ejercicio al núcleo duro del arte del cine, algo se saca en limpio. 
Así las cosas, el experimento en cuestión va orientado a reflexionar cómo y de qué manera se asocian y se bifurcan el cine y la vida, la vida y el cine; cómo y de qué manera cada uno, al mismo tiempo, no llega a tocar al otro y, sin embargo, le sobrepasa. 

Deleuze a punto de traspasar el espejo...y el sentido

Porque si por una parte ya hemos dicho que el cine es siempre menos que la vida en el sentido de que, aún en la pasividad absoluta del ojo-máquina, todo está ya filtrado por la tecnología de un ojo que registra superficies y bloques de tiempos pero que es incapaz de ser permeable a las vibraciones propias de la vida (de ahí que necesite valerse de una trama narrativa para ser sacudido por una profundidad temporal), por otra parte el cine es siempre más que al vida. Y es que el cine, aunque se haga trampas con él, aunque se le adscriban posicionamientos inútiles, siempre muestra una única verdad: que, él sí, puede mostrar la imagen absoluta, la imagen-cristal de Deleuze, ahí donde lo actual y lo virtual son idénticos, ahí donde el instante-presente condensa la esponjosidad de todo el pasado y la incertidumbre de todo el futuro. El cine, y no la vida, sí puede presentar esa temporalidad-toda, esa promesa de omnipotencia, de poder volver a contar de otro modo todas las historias.
La clave para referir este desfase estaría en la penúltima y última escena. En la penúltima escena, la madre, después de todos los afanes de la vida, después de todas las idas y las venidas, se siente desesperar porque pensaba habría algo más: habría el instante en el que todos los pasados no se pierdan, donde todas las vidas no-vividas aparezcan en la superficie, donde todas las pérdidas fuesen restituidas. Ese instante, lo sabemos, no existe en la vida: la vida, sus acontecimientos, adolecen de faltarle esa mitad nunca actualizada. 
La última escena...o la imagen-cristal

Y justo después de esta escena, después de que nos dejen claro que la película trata de llegar justo ahí donde la vida fracasa, la última escena señala el lugar donde la verdad del cine aparece: no como captación directa –y verdadera– de la vida, sino como imagen donde actual y virtual converjan, el instante donde todo el pasado y todo el futuro de una vida intersecan. Esa imagen es, como ya hemos indicado, la imagen-cristal: la unidad indisoluble de una imagen actual y ‘su’ imagen virtual, la intersección del presente actual con su ya-no o su todavía-no, la virtualidad de su futuro pero, también, la de su pasado.
Es ahí por tanto, en la última escena, cuando el protagonista va con los nuevos compañeros al monte, después de haberse tomado una “pastillita”, que logra verlo todo: donde todos los recuerdos puros, hayan o no sido actualizados, acceden al mismo tiempo a la conciencia, ahí donde percepción y recuerdo es solo uno, ahí donde todos los momentos de su vida –los pasados y los futuros- se salvan y son guardados, en un instante que es idéntico al siguiente, y al siguiente, y al siguiente… 

Marienband o la memoria involuntaria

Es esa última escena muy parecida al final de Ciudadano Kane, cuando se desvela el secreto: rosebund; y es también lo que también sucede con todo el hotel de Marienband en El año pasado en Marienband. Ambos, el trineo y el hotel, son objetos que han atesorado y guardado todo el tiempo –pasado y futuro, actual y virtual- y que el cine, en ese esculpir en el tiempo en el que se basa, es capaz de hacer aparecer en toda su profunda temporalidad.
Todo entonces en la película de Linklater, sobre todo ese truco que se saca de la manga, va en la honda de subrayar esa última secuencia, de hacerla referir a una temporalidad absoluta. Y es ahí donde descansa su no saber que se trae entre manos. Porque es precisamente esa capacidad de la imagen lo que el cine, el buen cine, logra sin recursos extra de ningún tipo.
            El hombre, con tanto Después de…, veía que no lograba coger a la vida, que ésta se le escapaba siempre entre los dedos y que, si no hacer un documental, sí que podría estirar un poco más la semejanza del cine con la vida para tomarle mejor el pulso a ambos. El resultado es una película muy buena salvo donde se piensa que descansa toda su bondad.

jueves, 2 de octubre de 2014

IAN WAELDER: EL MODERNO ARTISTA DE LA VIDA MODERNA


IAN WAELDER: AFTER A HIPPIE JUMP
GALERÍA LOUIS21: 11/09/14-11/11/14

Una de las razones, puede que incluso la principal, por las que la función del arte se ha transformado en los últimos siglos ha sido la manifiesta imposibilidad del sujeto moderno de hallar pie en la fugacidad del tiempo propio de las diferentes modernidades que nos ha tocado vivir. El tiempo, pleno y total de la antigüedad, ha ido sufriendo un agujereamiento esponjoso de tal calado que, actualmente, toda experiencia no es sino el rescoldo humeante de un evidente no poder ya vivir nada de forma plena.

Y es que toda forma de vivencia o es un simple plegarse a los dictados de un mundo-imagen saturado o es, por el contario, el intento impotente y frustrado de atravesar la fantasía con la que modulamos nuestra propia realidad. Sea como fuere, la ajenidad temporal y, por ende, el exilio vital, es nuestro hábitat más común. Ser sujeto, por tanto, no es sino ser un recosido de instantes alrededor de un tiempo-pleno que resta como una nada.

No es casual entonces que Baudelaire, padre sin duda de la modernidad estética, entendiese el instante como el rasgo principal de la modernidad: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Pero si para el poeta francés todo dependía de una melancolía por “aquella que pasa”, por una belleza que apenas se roza ya ha desaparecido, si Adorno ve en ese gesto el trasunto aún romántico de una desesperación que solo cabe comprenderla como de negativa, hoy en día estamos al cabo de la calle de que ya no podemos siquiera depender de tales poses que tratan de crear el sortilegio contra el desarraigo de la inmediatez. Hoy está más que claro que el tiempo del dandi o del esteta ha pasado a mejor vida.



Dicho de otra manera: ahora ni siquiera ese tiempo-mínimo es original. Todo instante, por mínimo que sea, no es sino un trasunto –impostasiado ideológicamente– de otra gran narración que, precisamente, necesita purgar antes que nada esos tiempos intersticiales donde aún pudiera habitar un mínimo atisbo de resistencia. Es por ello que el sistema no ha continuado en su labor de derribo de la realidad sino que ha preferido centrarse en los instante que sirven de pegamento, de sutura, ahí donde lo evanescente, lo fugitivo, lo discontinuo –es decir, lo estético baudelairiano– atesoran aún el potencial de subvertir el poder del signo-mercancía.

Toda esta introducción para acentuar el símil sobre el que queremos construir este texto con ocasión de la exposición de Ian Waelder (Madrid, 1993) en la galería Louise21 de Madrid. Y es que si el recurso al instante en Baudelaire está totalmente incardinado dentro de una nueva praxis vital que solo puede ser entendida desde las nuevas prefiguraciones postrománticas de la ciudad, el sujeto y su historia, la estética del fracaso de Waelder también remite a la emergencia de un sujeto insertado en la gran ciudad y construido sobre la necesidad vital de sortear el poder despótico e inmisericorde que se nos ofrece como tegumento de nuestras pseudo experiencias.

Ambos, tanto Waelder como Baudelarie, vinculan su práctica estética con el paseo por la ciudad, con las posibilidades de ser ciudadano en la panosfera consensuada de la gran ciudad. Pero si el francés paseaba, el madrileño usa el patinete; y si el poeta nostálgico se duele de la belleza compulsiva que no puede atrapar ni siquiera contemplar más que un instante, nuestro artista goza esa misma insatisfacción elevándola a única praxis capaz de subvertir el régimen de lo esperable. Es decir, si el París de mediados de siglo XIX todavía atesoraba la posibilidad de experiencias emancipatorias, las ciudades de nuestra tardomodernidad no son sino enclaves disciplinarios, fanegales donde no puede tenerse ninguna otra experiencia que no sea la de la desolación y el exilio.

Concretando: Waelder toma la práctica del skate y uno de sus ejercicios para simular nuestro devaneo diario insertándolo dentro de una estrategia de resistencia disensual con la red de posibilidades dadas como válidas por el constructo social. Un hippie jump (de donde toma el título de la exposición) consiste en saltar un obstáculo mientras que el monopatín prosigue debajo de él para conseguir aterrizar con los pies sobre la tabla y continuar el camino. Pero no se trata sólo de comenzar, sino de ir subiendo el listón reconociendo las huellas dejadas por las experiencias anteriores. Total, un ejercicio donde la caída, el levantarse y volver a intentarlo es destino nada utópico.



El artista nos ofrece, como metáfora perfecta del gesto de resistencia, la documentación de sus experiencias, la colección de sus fracasos. Es así que Waelder señala que la experiencia contemporánea solo puede ser la del fracaso: es solo en la repetición compulsiva y en el intentarlo de nuevo donde se atisba esa negatividad adorniana, donde puede rastrearse la melancolía del dandi, la pose cínica del esteta. Y es que, repetimos, la dialéctica invertida de la ideología actual (la ley del hiperespectáculo mediático) solo permite como distensión en el régimen de lo posible la experiencia del fracaso.

En definitiva, este jovencísimo artista nos enseña que caerse es necesario no solo para aprender sino para resistir, para tratar de mejorar constantemente a través del ensayo y el error y, sobre todo, lejos de los cauces administrativos que distribuyen ese “saber” tan ideológico yu sesgado que es la institucionalización de una competencia.

Porque lo que se descubre debajo de esta performatividad del fracaso es la adquisición disensual de una capacidad que no entra dentro de los cánones bienpensantes del sistema-mundo: aprender a caer, a levantarse, justo eso que, por muchos manuales de autoayuda que leamos, nadie nos enseña jamás. Quizá porque es lo que el sistema necesita: sujetos que sepan de todo menos de aquella herramienta de la que penda su propia sujeción.

Así pues, el tubo de cartón que “preside” la galería no es sino el monumento a la posibilidad que anida en todo acontecimiento pero que se nos niega repetidas veces: la posibilidad de que suceda lo imposible y que, en el estado de la cuestión actual, solo logra representación estética por la vía del fracaso. Waelder, nieto de Bartleby, sabe demasiado bien que toda rebeldía solo descansa en la in-capacitación, en el no-saber, en la fractura yoica entre lo que soy y lo que se espera de mí, de mis competencias, de mis saberes, del puesto al que estoy destinado como sujeto ideológico.

Después de todo lo dicho solo podemos concluir con una cita de Baudelaire: “el gran artista será pues el que una a la condición de la ingenuidad, el mayor romanticismo posible”. Ese pude que sea el propio Waelder: romántico e ingenuo a la vez, nos propone la metáfora perfecta de nuestra atribulada vida: intentarlo para fallar, para, como Beckett, fallar de nuevo, fallar mejor. ¿Cabe mayor romanticismo, mayor ingenuidad?