domingo, 23 de abril de 2017

500 ENTRADAS: SOBRE EL ARTE CONTEMPORANEO Y SU MALESTAR


UNO

Quizá sea está una ocasión pintiparada para entrar a degüello en el asunto que nos ocupa y preocupa: el arte. 500 entradas en un blog da para cierto engalonamiento y también para perderle un poco el miedo al qué dirán. Para ello nada cómo dejarnos guiar por alguna lectura: la del libro Estudios del malestar, ensayo de José Luis Pardo, filósofo del que sabíamos ya muchas cosas, donde el autor va disparando –y acertando, qué ahí radica la dificultad del intento y la sencillez de la exposición– contra muchas cosas. Entre ellas, y  no de soslayo, el arte.
Pardo incluye el malestar no solo como síntoma epocal concreto –que en su frente político da lugar a los populismos– sino también, y dentro de la misma tesis, como patrón explicativo del arte contemporáneo. Mejor dicho: no es que lo incluya, sino que hace del arte ámbito privilegiado y protagonista principal desde donde escuchar las ondas sismográficas del malestar –social, político, cultural– en el que estamos sumidos.
Para ello, para hacer del arte rescoldo reaccionario donde nadan populismos varios en el caldo de cultivo que supone el propio malestar, la fuente de Duchamp –en tanto que obra que aglutina a los intentos de las vanguardias– es encumbrada, y no sin razón, en obra bisagra que separa no ya regímenes artísticos –como pudieran ser el Barroco o el Clasicismo– sino algo más importante: las propias estrategias artísticas dignas de ser entendidas como “arte”.
Y ahí radica el asunto: en que las vanguardias fracasaron de un modo tan paradójico que las hace alargar su sombra hasta el momento actual, comprendiéndose la historia del arte del siglo XX como una trama donde la onda expansiva de la Fuente tan pronto se hace oír con furia desbocada como que, al instante siguiente, es reducida a poco más que un fetiche. De este modo, sea lo que sea el arte en la actualidad lo es en tanto que relación con el fracaso/éxito de las vanguardias, cuyo delegado más locuaz sigue siendo la Fuente de Duchamp.
Cómo ya hemos apuntado, dicha obra no aparece para inaugurar un nuevo ciclo histórico del arte que engrose la lista de una historia del arte normativa y lineal. No. La Fuente fue –es– un atentado en la base de flotamiento del propio Arte, la aparición de una pregunta novedosa que crea un antagonismo dentro de la hasta entonces esfera autónoma –y como tal más o menos consensuada– del Arte: ¿es arte o no lo es? Enfrentándose a esta pregunta, la calma chicha del Arte desaparece para siempre: ya no es cuestión de belleza –¿es bello?, se preguntaba Kant para terminar de cincelar al sujeto en una comunidad homogénea de amigos ilustradados– ni cuestión de gustos. Ahora la esfera propia del arte queda delineada en una frontera difusa: la que separa a quienes dicen que sí de los que dijeron que no, la que separa, aludiendo aquí a las tesis de Schmitt, entre amigos y enemigos. En este sentido, Pardo señala que “Duchamp ‘creó’ la Fuente siguiendo en cierto modo el esquema que Schmitt y Jünger nos han recordado, es decir, como un soberano-fundador que se salta las reglas violentamente para dar origen a una nueva legislación, de acuerdo con la tradición revolucionaria”. Y ahí comienzan las “desgracias” del arte en su contemporaniedad. Unas “desgracias” que en Benjamin no se sospechaban pues aún se pensaba –pensaba él en 1937, año de la publicación de su obra El arte en la era de su reproductibilidad técnica– que la bomba de la Fuente –como punta de lanza de todas las vanguardias– terminaría explotando. 

José Luis Pardo en la presentación del ensayo en Madrid

A pesar de lo desencaminado de sus “profecías”, Benjamin fue quien más claramente delineó las posibilidades de triunfo de las vanguardias: la trasformación que la función del arte había sufrido a raíz de la reproducibilidad técnica de la imagen y el paso de un régimen cultual a uno meramente exhibitorio hacía necesario la implicación de la política para, ahora sí, devolver al arte a ese origen mítico de donde manaba –como de una fuente– la emancipación de la humanidad. Así pues, dos opciones señala el filósofo alemán: o estetización de la política o politización del arte. Es decir: o fascismo o comunismo. El régimen de autonomía del arte, su implicación apolítica como l’art pour l’art, debía ser eliminada debido a las nuevas condiciones de reproducción del arte. Pero es esa “eliminación del arte” lo que podía ser llevada a cabo de dos maneras: o como estetización de su propio acabamiento o como paso a una nueva etapa donde, una vez negada la autonomía, arte y política unan sus pasos para atibar una posible solución emancipatoria. “Su alienación –dice Benjamin, refiriéndose al ámbito autónomo del arte- ha llegado a tal grado que puede experimentar su propia destrucción como un placer estético del primer orden. Esta es la situación de la política que el fascismo está volviendo estética. El comunismo responde politizando el arte”.
Pero lo que realmente sucedió es que la politización del arte, al igual que la detonación que la Fuente prometía, se quedaron en tierra de nadie, en una espera diferida que si en algún momento hacía del arte la detentora de alguna promesa hoy por hoy, por el contrario, bien cabe decir que toda esperanza nace ya amputada debido al influjo cada vez más perfecto de una estetización que ha terminado por ahogar cualquier mundo de vida y, junto con ello, de una implementación ideológica que ha terminado por purgar cualquier afuera.
Y ahí estamos sumidos, en una revolución –fracasada– del arte que hace migas con una revolución –fracasada– de la política, y dándose la una a la otra lo que cada una por separada ya había perdido: “el arte y la política intercambiaban sus fundamentos: cada uno de ellos devolvía al otro la autenticidad que había perdido”. Es de esta guisa como nos plantamos en nuestro presente: un presente que continúa, tanto en cuestiones de arte como de política, enfrascado en el malestar generado por sendos fracasos y, más preocupante aún, trocando ambos momentos, confundiendo sus prerrogativas y yendo, aún más precipitadamente, la una a la otra en busca de un poco de auxilio. En esta situación, estamos abocados, en lo que concierne al arte, a un reguero de estrategias de subversión y resistencia política cuya única misión es cubrirle las espaldas a la propia Fuente no sea que, en algún momento de la historia, la bomba termine por explotar.
Pero además de esta situación un tanto agónica, hay que pensar que este “cubrirle las espaldas” no se da ya si no es con el beneplácito de la propia institución Arte que sabe muy bien que si la Fuente no consiguió en un primer momento lo que pretendía –eliminar la propia categoría de arte al diluirla dentro de la propia vida– es ya de todo punto imposible que ninguna otra obra lo consiga. Así, los museos y centros de arte se llenan de “bombas” sin mecha, de dispositivos políticos sin revolución alguna que llevarse a la boca, de artefactos que no se sabe muy bien si pernoctan en el pasado de unas vanguardias desconectadas de cualquier vis revolucionario o si vienen de un futuro aún por-venir. 


Y ese es, en suma, el malestar al que hace referencia Pardo, un malestar que remite a que “la categoría de ‘arte contemporáneo’ es antinómica porque lo ‘contemporáneo’ (o sea, ese mundo posterior a la modernidad del que las vanguardias eran el adelanto) sería que no hubiera Arte, y porque allí donde hay Arte hay aún modernidad y, en consecuencia, no ‘contemporaneidad’ como categoría histórica o ‘posthistórica’”. En este sentido, el arte contemporáneo queda atrapado en una temporalidad extraña donde si por una parte es claro que la detonación de las vanguardias fue al final controlada –si no incluso simulada-, por otra parte no hay ya modo de volver atrás pues aún con su fracaso las vanguardias abrieron en la hasta entonces autonomía estética un boquete por donde todo intento cerrado y fijo de sentido se fuga.
Dicho todo esto, es fácil concluir que el arte contemporáneo es un reguero de acciones que repiten el gesto radical de Duchamp, que vuelven una y otra vez a intentar tumbar a su enemigo, que fracasan una y otra vez al quedar reducido a meras representaciones que, paradójicamente, la institución-Arte acoge con beneplácito en sus museos haciendo del fracaso total el más total de los éxitos.
Con todo, el malestar actual supera por elevación la simple disyuntiva de posibilidades –arte/no arte, comunismo/fascismo– sobre las que se ha ido gestando el malestar. Y es que –y aquí es donde Pardo apunta al fenómeno de los populismos– aunque fascismo y comunismo fracasaron, aunque las vanguardias fracasaron, aunque el esquema operativo del arte es el mismo al menos desde que en 1956 la Fuente, ya sin ningún género de dudas, fue encumbrada a “obra de arte”, la irrupción de los populismos no ha hecho más que acelerar el proceso. Es decir, si la dupla vanguardia/política ha decantado el campo del arte contemporáneo en una repetición diferida del gesto duchampiano, la irrupción de los populismos no ha hecho más que llevar las antinomias del arte a su máximo histórico.
Con populismo, José Luis Pardo se refiere a un neologismo aplicado a una “posición filosófica acerca de la realidad de la política en general, una tesis ontológica sobre la naturaleza (populista) de la política” que bebe de las mismas fuentes de un regreso al antes del contrato social, a las fuentes de la autenticidad política. Para ello, su esquema queda reducido a sembrar el campo social de una pluralidad de significantes vacíos que vayan fragmentando antagónicamente la sociedad en espera de que la suma de las partes –el conjunto de los amigos– se acerque a la totalidad de los individuos.
La meta está, en ambos, en volver al arte auténtico y a la política auténtica: a un arte antes de la construcción del Arte como esfera autónoma o, un poco más tarde, como institución, a una política anterior a ese camelo del pacto social. Igual que el artista de vanguardia desea a todas luces romper la esfera de cristal sobre la que el Arte es construido, el político populista quiere romper toda esa trama de pactos consensuados que emanan del pacto social hobbesiano. La meta está, en ambos, en urdir una trama que rompa y dinamite cada consenso, que fraccione cada conjunto general de los amigos y de los enemigos.
Para esta empresa, para el logro de esta meta, solo son necesarios dos requisitos: una definición vaga y ambigua de “arte” –pues ya en esa senda inaugurada por la Fuente, ya casi cualquier cosa vale–, y una definición también vaga e imprecisa de “política” –pues para la tarea de licuado de consensos también todo puede entrar dentro del campo de la política en tanto que lucha por cuantos más rasgos identitarios mejor. Al mismo tiempo, esta imprecisión en los términos corre parejo a la apostilla de “autenticidad” con que el arte –este arte– y la política –esta política– cargan.


Si esto es así, el arte comparte muchas de las estrategias de la política devenida populismo. a las claras, los tres principios que Pardo especifica como axiomas desde donde Laclau explica el populismo. Uno: si quieres hacer política, alíñate un buen enemigo: en el caso del arte ese enemigo no es otro que la mano que le da d comer, la institución-Arte, combatiendo frente a ella se construye un antagonismo de base, se da continuación al malestar. Dos: si quieres hacer política, haz muchos amigos: tesis que en el arte remite a que el arte, en su puesta en escena, debe al mismo tiempo que fracturar la sociedad, pescar en río revuelto concitando en torno suyo una  nueva comunidad de amigos que surja en el desplazamiento de la frontera antagónica. Y tres: si quieres hacer política, no dejes que la verdad te estropee la hegemonía: que en el arte remite a seguirle la pista a esa política licuada ocupada en diseminar de significantes vacíos la otrora sociedad del consenso.
Siendo esto así, la conclusión es que la razón populista converge con la razón estética de un arte postvanguardista: convergencia que no se da en el plano de la identidad sino, incluso, de un sometimiento del arte a las consignas populistas, un sometimiento que no es sino el epílogo con el que la estetización de la política y la politización del arte han encontrado su acomodo definitivo. El efecto conseguido en todo este proceso es que, aunque diluidos el fascismo y el comunismo, aunque visto lo poco disruptivo de un arte postvanguardista, la política se ha estetizado y el arte se ha politizado.

DOS

En definitiva, si José Luis Pardo decía en una entrevista que con este libro no iba a hacer demasiados amigos solo podemos, con esta brevísima reseña, darle la razón: ni en el arte ni en la política, en esa inmensa progresía que sueña con algún triunfo que llevarse a la boca, va a encontrar quien le dore la píldora. Y es que el panorama que pinta no es ya solo desolador sino que parece cerrar las pocas puertas que algunos pensaba estaban aún abiertas. Arte y política, política y arte, reparten un malestar que lejos de ayudar a alcanzar tiempo auroral alguno, hace callo en un discurso de la autenticidad que no es sino la coartada perfecta para retrotraerse a un tiempo anterior, primigenio, mítico: el tiempo, en política, anterior al pacto social y, el tiempo, en arte, anterior, a la emergencia de su autonomía. Tal mito, el regreso a un origen pre-social y pre-estético, más que ayudar en la dirección de lograr una emancipación ideológica, no hacen sino anudar más fuerte la soga que tenemos en nuestro cuello en dos direcciones:


Uno, como estetización de la política: en tanto que diluido fantasmático de la realidad en un concatenación de pantallas donde todo acontecimiento muda en un simulacro licuado y estetizado, en tanto que emergencia, ya sin rubor alguno desde el triunfo de Donald Trump, del político showman, del político como rostro televisivo, del político que viene a llenarnos nuestras horas de divertimento pues, en esa labor de echar la caña en río revuelto, no duda –y aquí caben todos nuestros rostros políticos, desde Iglesias a Rajoy, de Susana a Soraya– en bailar, cantar, freír un huevo o tocar la guitarra. Dos, como politización de la estética: en tanto que estructura de un arte a pie cambiado, que si bien sabe que no hay vuelta atrás, también sabe que el camino de implosionar su autonomía por un precio cada vez más bajo y ridículo es la senda ideal para su servilismo, primero, y, después, inanición.
De esta forma, el panorama resultante es, dirían algunos, tremendamente aburrido: reducido el arte postvanguardista y la política populista –los dos pilares en los que en la actualidad emerge todo discurso disensual– a rescoldos míticos, a-políticos y a-estéticos, ¿qué nos quedaría?, ¿qué revolución anhelar ya?, ¿con qué estrategia artística soñar? Sin duda que la tesis de Pardo puede ser sometida a cierto calibrado (sobre todo en lo tocante a la relación del gesto duchampiano –vanguardista– con la propia dialéctica idealista a la cual no anula) pero me parece una interpretación tremendamente acertada que nos sitúa –y esto es lo que urge pensar al menos en el arte– frente a un desierto, frente a un tiempo nuevo donde empezar –¿quién se atreverá?– a pensar de nuevo el arte (y la política, aunque éste no es nuestro negociado) desde posiciones que comprendan que ni el “pacto social” es suelo único para la emergencia del sistema turbo-capitalista ni la “autonomía del arte” es la sacrosanta entrada para un arte huero en consideraciones sociales y políticas.
No se trata, pensamos, de dar la vuelta a la tortilla y ver ahora en el pacto social y en la autonomía paraísos que, todo hay que decir, nunca lo han sido. Pero sí que se trata de reordenar nuestros axiomas, de reconfigurar el efecto político y estético pretendido por muchas fuerzas y estrategias que se las tilda de avanzadas solo por el pin de progresía que llevan. En este sentido, en lo tocante al arte, el sendero que Pardo parece nos invita a reabrir es el de la autonomía estética: “es la autonomía –señala– la que hace que el juicio nunca sea una operación mecánica (como sí lo es la determinación del precio de una obra en una subasta) y que sus criterios nunca estén dados de antemano con claridad, y por tano la que explica la existencia de la crítica de Arte (que no se ha de confundir, por supuesto, con el simple recensionismo peridístico)”.
Invocar al malo malísimo de esta película –la autonomía– y hacerlo en las cercanías del pensamiento de Benjamin nos remite sin dilación alguna a otro malo malísimo: Adorno. Sin ser nombrado en ningún momento, las tesis que enarbola Pardo pudieran ser refrendadas punto por punto por el propio Adorno con un sucinto “yo ya lo dije”. 


Y es que el antagonismo que en su día se dio entre Benjamin y Adorno bien puede ser comprendido como un primer momento de la cuestión que ahora nos atañe: si para el primero el art pour l’art era el paralelo estético del fascismo, para el segundo era necesario mantener semejante momento como cultura de masas ya que en las síntesis no resueltas que la obra provocaría se mostrarían los rescoldos de la dominación ideológica. La clave está en comprender que al arte, como fait social que es, siempre mantiene un sesgo ideológico el cual, más que ser superado por instancias tecnológicas –que atañen a fuerzas de producción vinculadas a un sujeto colectivo cifrado en el proletariado–, debe ser mantenido para revelar la falsa conciencia de la totalidad de lo social. Es solo manteniendo su carácter autónomo como “los antagonismos irresueltos de la realidad retornan en la sobras de arte como los problemas inmanentes de su forma”.
Susan Buck-Morss resume esta diatriba perfectamente en su libro Origen de la dialéctica negativa: “mientras Adorno consideraba que las transformaciones en el arte eran originadas por la praxis dialéctica entre el artista y las técnicas históricamente desarrolladas de su oficio, Benjamin situaba la dialéctica exclusivamente dentro de las fuerzas objetivas de la superestructura, es decir, al interior de las tecnologías mecánicas de la reproducción artística. (…). Argumentaba que las nuevas tecnologías de la reproducción audiovisual habían realizado por su cuenta la transformación dialéctica del arte, de un modo tal que conducía a su autoliquidación”. Para refrendarlo, baste una prueba: “usted subestima la tecnicidad el arte autónomo y sobreestima la del dependiente. Quizás, esto sería básicamente mi principal objeción”, le escribe Adorno a Benjamin en marzo 1936.
 Todo esto, aquí expuesto de manera sumaria, nos lleva a sostener que la senda que nos invita a recorrer José Luis Pardo es, en lo tocante al arte, a repensar las condiciones de autonomía del arte, unas condiciones que poco o nada tienen que ver con el mantenimiento del arte en una urna de cristal sino con el verdadero desarrollo histórico del concepto de arte, llamado a, como escribió Adorno, “dirigirse contra lo que conforma su propio concepto, con lo cual se vuelve incierto hasta la médula”.
Esto nos remite a sostener lo que el propio Adorno le recriminó a su amigo Benjamin: que es necesario incluir el momento negativo que toda cultura de masas le brinda al arte, que el análisis estético debe remitir a una dialéctica entre arte autónomo y cultura de masas ya que “la ideología y la verdad del arte no están separadas estrictamente” y que el arte, en tanto apariencia, es simultáneamente tanto ideología como verdad. No remitir a una dialéctica entre conciencia y sociedad –pensar la dialéctica solo en el interior de las fuerzas objetivas– nos lleva al hecho de que toda revolución tecnológica que se piense como capaz de poder anunciar la historia verdadera –sin víctimas y, claro está, también sin verdugos– no haga sino recaer en una nueva forma de opresión repitiendo el círculo vicioso del pasado. Es decir: sin ese momento negativo auspiciado por una valoración dialéctica del momento en el que la obra de arte se resuelve como mercancía social, el desarrollo de la subjetividad racional, en lugar de cumplir su promesa de desmitificación, recae en una nueva forma de mito –el mito del antes de la autonomía estética, del antes del pacto social– como justo diez años después de La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, en 1947, demostraron Adorno y Horkheimer en su estudio Dialéctica de la Ilustración.
Adorno no gustó; el ensayo de José Luis Pardo tampoco gustará. Pero cuando el gustar o no gustar es solo el aditamento de los mediocres, lo que nos toca es pensar nuestro presente con la suficiente profundidad para intuir que quizá, a lo mejor, algo de razón lleven. Puede que aún estemos a tiempo de muchas cosas. Por de pronto dejar de dar razones como papagayos, de mimetizarse con el entorno, de adecuarse a la estetización y politización que nos rodea puede ser un buen comienzo.

lunes, 17 de abril de 2017

ARTE Y LOCURA: AMIGOS NO TAN ÍNTIMOS

Marian Garrido


APUNTES PARA UNA PSIQUIATRÍA DESTRUCTIVA
SALA DE ARTE JOVEN (MADRID): 30/03/17-21/05/17

Que la fecha elegida para celebrar el día mundial del trastorno bipolar no sea otra que la efeméride de la muerte de Van Gogh dice mucho de la relación del arte con la locura. Una relación difícil y desorbitada, una relación plagada de encuentros y desencuentros, una relación que tiene mucho de idealización y que parte de una mala comprensión tanto de lo que es el arte como de lo que es, en tanto que enfermedad y sufrimiento, la locura.
Todo comenzó con el romanticismo y continuó sin mayor problema hasta el surrealismo para volver a renacer a través de un par de tesis freudianas –como bien pueden ser el retorno de lo reprimido y el mundo onírico de los sueños y su sentido desplazado– tamizadas y amplificadas por su trabazón marxista y sesentayochista. Desde las izquierdas, lideradas por el freudo-marxismo, la locura y el trauma comenzaron a ser pensadas como efectos psicopatológicos creados por el propio sistema capitalista. Así, poco más tarde, en los años setenta, desde los campos de la filosofía, la psiquiatría y la sociología, sobre todo vinculado al magisterio de Deleuze y Guattari y el sentido de un esquizoanálisis no como “terapia” llamada a reinterpretar bloques traumáticos para acoplarlos al fluir normalizado del “yo” sino como posibilidades de enarbolar otra identidad en constante devenir, la locura –y a su rebufo el arte– encontró un caldo de cultivo para hacer de ella uno de los intentos más capaces de resistencia a la virulencia de la razón instrumental.  
 
Misha Bies Golas
 
Pero el problema es y ha sido siempre el mismo: una razón que no se sabe enclavada y producida en las mismas fauces de la dromótica ideológica –o que como poco no (lo) sabe reconocer(se)– no tiene ninguna capacidad para remontar corriente libidinal de ningún tipo. Es decir: una razón que no conozca su momento de falsedad difícilmente puede apuntar hacia su momento de verdad. Por mucha teoría represiva que uno le ponga al asunto, la locura como punto de apoyo desde donde mover el mundo supone eso mismo: una exterioridad del engranaje psico-policial que la produce.
En este sentido, ni locos ni no locos, ni ellos ni nosotros, tratar de pensar en el desanudamiento libidinal de altos montantes de energía empleados en la construcción de una subjetividad “normativa” como medio capaz de trastocar el imperio dogmático de la razón ideológica nos parece una empresa arriesgada en dos sentidos. Uno, en su impotencia: pues en el límite siempre se puede apuntar a una indiscernibilidad entre ambos –¿no dijo ya Nietzsche que los valores de sano y enfermo son los primeros en quedar moldeados? Y dos, debido a que la implosión psicótica en direcciones cuasi infinitas no garantiza más que la hegemonía de la propia diferencia, una vertorización y fragmentación de un cuerpo social y yoico atravesado por antagonismos multiformes con ninguna capacidad más que la de plegarse a quién sabe qué razón(es).
 
Dora García
 
Sumidos en esta problemática para la que el arte no encuentra solución ninguna, y teniendo en cuenta lo que acabamos de apuntar ,la tesitura más apropiada en la actualidad –y la que como comisario Alfredo Aracil lleva a cabo– no es tanto vislumbrar campos de emancipación en la labor de la anti-psiquiatría ni en ver a los locos como benditos héroes de una tiranía del capital que no ha hecho mella en ellos –precisamente por ello deben ser internados– sino en ver a los demás, a nosotros mismos, como una gran comunidad de enfermos mentales, diagnosticados con parecidos síntomas –bulimia escópica, infantilismo recalcitrante, angustia al psico-drama que encarna la propia fantasía ideológica, narcisismo endémico, etc– parapetados detrás de miles de pantallas que nos permiten tener una relación sintomatológica con la realidad.
De esta guisa, la exposición combina obras actuales con documentos de manicomios de los años cincuenta –incluso los dibujos de un interno, el pintor expresionista González Rajel– para comprobar que no hay tanta diferencia entre las psicopatologías de aquellos años y la pandemia de angustia, depresión y neurosis con la que convivimos y que, de una u otra manera y al operar como tecnología, nos produce como subjetividad. En este sentido, si en la actualidad puede trazarse una línea continua –aunque fina y débil– entre el arte y la locura no es ya para vislumbrar paraísos irracionales bajo la realidad sino para apuntar a una misma incapacidad, la de nosotros los cuerdos y la de ellos los locos, a la hora de plegarnos a la realidad envolvente. Desde este punto de vista –la enfermedad mental como síntoma explicativo de nuestra subjetividad en tanto que aparato disciplinario– la exposición toca varios puntos focales que pueden dar como resultado un más que decente visión de conjunto. Y eso, además, contando con lo poco amable que es, para exponer arte, la sala de arte joven de Madrid.
 
Jorge Anguita
 
Sin otras valoraciones, y quizá arriesgándonos en exceso, pensamos que el trabajo de La Rara Troupe es lo que más se acerca a lo que el comisario ha pretendido hacer. De hecho, ambos estuvieron juntos en noviembre pasado en el MUSAC en unas jornadas con el sugerente título de ¿qué significa ser normal hoy? Decimos esto porque el trabajo de La Rara Troupe gira en torno a la salud mental y a los modos de expresión y construcción que, desde lo colectivo, vehiculan alguna forma de identidad –multiforme, deconstruida y nómada– haciendo hincapié en sus formas de autorepresentación y narración. Teniendo esto en cuenta, me da que “psiquiatría destructiva” no es tanto un nombre con punch como un interés, el del comisario, por subrayar la necesidad de generar una alteridad en el programa de normativización de los montantes libidinales cortados todos por el patrón de la fantasía capitalista. “Destructivo” en tanto que se trata de operar una abertura en el muro de un superyó despótico, una fractura en la lógica del sentido que reparte identidades y competencias abogando, así, por lo disyuntivo de un nosotros en constante construcción.
    El trabajo de los demás artistas incide de una manera u otra en esta misma idea, acentuando como Misha Bies Golas el proceso psíquico y su cercanía con el rito, la espera, el acontecimiento y la repetición; el pensamiento difuso y la asociación libre como el trabajo de Jorge Anguita; la fuerza de la memoria y de lo otro, asociado en este caso a lo femenino, como hace Sofía Bauchwitz; la creación y generación de un lenguaje, fónico y visual, para decir no sabemos si lo otro pero sí al menos de manera diferente como hace la obra de Antonio Ferreira; o reivindicar, como hace Jaume Ferrete Vázquez,  la voz y su reverberación entre exterior e interior, entre fonema y monema, entre pensamiento y habla, como modulación capaz de acercarse a lo inaudible, lo ininteligible, el silencio, lo sordo, etc.
En definitiva, una exposición con epicentro en la locura y su poder disruptivo que, a pesar de no ser un tema que nos deleite debido a la pluralidad de problemas teóricos sobre los que se concita, goza de los suficientes resortes para hacer de ella lugar de peregrinaje –porque a esta sala de arte se peregrina– en esta primavera madrileña.

sábado, 8 de abril de 2017

ESTER PARTEGÀS: DENTRO DEL LABERINTO


ESTER PARTEGÀS: THE PASSERBY
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: 25/03/17-20/05/17

La reciente retirada del polémico anuncia de Pepsi deja bastantes pistas por el camino de cuál es nuestra relación con la publicidad. Que los publicitas nos toman por imbéciles sería una de estas conclusiones. Pero también el hecho de que el poder de la publicidad para incidir en la realidad –o al menos el que nosotros le suponemos– es absoluto: es una ficción capaz de anular todo poder disolvente y subversivo que pueda aún anidar en la realidad, una ficción capaz de tergiversar el sentido de las imágenes en un mundo en el que, no olvidemos, todo está en la imagen. La pregunta es: ¿existe alguna otra industria de la imagen con tanta capacidad de inversión? Diríamos que no, ni siquiera el cine.  
Quizá sea este poder iracundo de la publicidad comprendida como estrategias de marketing de la imagen lo que haya hecho que el arte se desvincule de una potente crítica hacia ella pues, en comparación, solo tiene bastante que perder y apenas nada que ganar. ¿Qué lógica ficcional tramar frente a esta capacidad global de la publicidad de calar tan hondo como se desee en niveles de conciencia desconocidos para el arte?, ¿qué estrategia perseguir frente a lo que puede ser considerado la punta de lanza del disolvente más potente del capitalismo, ahí donde la imagen es reconvertida en deseo a través de la fantasía ideológica que nos moldea?
Ester Partegàs (La Garriga, Barcelona, 1972) quizá sea una de las pocas artistas que aun encuentran necesario toparse de cara con la mercadotecnia del capital, con su desenfrenada pulsión consumista y, sobre todo, con el poder de la publicidad al que hemos aludido. Si su material de trabajo predilecto son los restos de la sociedad de consumo y las basuras que como huellas de un deseo siempre postergado vamos dejando en nuestro devenir zombificado, en la instalación que hasta el día 20 de mayo puede verse en la galería Nogueras Blanchard de Madrid Partegás alude más bien al dispositivo “publicidad” como lugar de paso donde somos producidos –disciplinaria y administrativamente– en masa.


Porque ese es el efecto y la sensación que uno tiene al traspasar el umbral de la galería y adentrarse en la senda que nos marca la colocación de unos paneles que, aún simulando a los tenderetes de los mercadillos, descubrimos, una vez recorridos, son mucho más: son el dispositivo tecnológico donde nos vemos reflejados y donde, por tanto, somos visto y podemos ver. Recorriendo la estructura modular descubrimos que somos en tanto que somos proyectados en la superficie hipermediática –esa rugosidad de los paneles de resina traslúcida que ha colocado la artista– en que se ha convertido la realidad; somos en tanto nos sumergimos en el haz espectral de colores y luces que emiten nuestras pantallas; somos en tanto que seres quiméricos y opacos detrás de cualquier mampara; somos lo que resta de un deseo que se acopla displicente ante cualquier mercancía, ante cualquier imagen. Somos una mancha –hagan la prueba entrando en la instalación– en una mirada que creemos nuestra pero que no es sino la que nos devuelve, socarrona y burlona, la mercancía.
Entrando en este pasaje uno se percata de cuán cerca y lejos al mismo tiempo estamos de esos otros y antiguos pasajes parisinos sobre los que Benjamin teorizó acerca del devenir masa de la sociedad y de cómo la exposición de mercancías representaría la promesa de que el capitalismo tardío podría acomodar la vida de cada uno en una casa, protegiéndola de toda iniquidad e inestabilidad. Al igual que el Teatro de Oklahoma que Kafka construyó en América aceptaba a cada uno que se postulase a un trabajo, los pasajes suponían –y suponen aunque encumbrados a la enésima potencia– la creencia de que el mundo en su trasparencia y comodidad absoluta estaba listo para esa enorme masa de los cualquiera que a partir de entonces nos creeríamos –y nos creemos– subidos en la ola de la historia.


Si fue allí, en los antiguos pasajes parisinos, donde Benjamin descubrió que “la imagen que de tal manera (la modernidad) produce de sí misma, y que sueña etiquetar como su cultura, corresponde al concepto de fantasmagoría”, está claro que ese reflejo opaco en que nos convertimos a medida que transitamos este otro pasaje que Partegàs ha construido constituye un precioso epílogo para nuestra Modernidad –y de cualquier intento, aún, de apostar por algo parecido a unos ideales o una emancipación. Contemplábamos la mercancía como figura invertida, profana y moderna del mito subsumido en la forma del eterno retorno, de lo nuevo como lo-siempre-igual, cuando de buenas a primeras nos hemos percatado de que la mercancía somos nosotros mismos: nuestra proyección fantasmagórica, nuestra pulsión pavloviana a consumir incesantemente dentro de un régimen escópico capaz de hacernos creer que lo vemos todo.
En definitiva, esta obra nos sitúa en las antípodas de ese lacónico intento de la masa por retirar el anuncio de Pepsi, una masa que, como decimos, se cree encaramada al primer plano de la historia cuando, a decir verdad, no construye más que espejismos licuados y listos para ser consumidos una vez son filtrados por el régimen administrado. Que a veces se logre poner una pica en Flandes no debería suponer dejar de ver el bosque: ese grupo de millenials a los que Kendall Jenner pone rostro y que de una manera u otra somos todos nosotros no somos más que los parias, los diezmados de la historia, los que solo podemos elevar la voz y subirnos al tren de los acontecimientos una vez hemos intuido que esa mancha espectral que emana de la pantalla del consumo y la publicidad es la nuestra.
Esta exposición nos lo recuerda.  

lunes, 3 de abril de 2017

EN TORNO AL MODERNISMO: DUCHAMP, DANTO Y EL ETERNO BALAR


Está claro que una de las estrategias del sistema hipermediático actual es tirar la piedra y esconder la mano. O, lo que es lo mismo: lanzar el anzuelo para que entre unos y otros nos devoremos sin saber muy bien porqué, anquilosados en unas posiciones ante las que no cabe más que la frialdad de las buenas maneras. Con esto quiero decir que si el arte ha de servir de detonante para que la chispa crítica prenda en el complejo social de una u otra manera, una labor que tiene que hacer previa es limpiar de polvo y paja la esfera pública en la que se establece el debate. Con ello no quiero aludir a ninguna prioridad en temas ni a ningún elitismo sino, simplemente, a que los agentes artísticos han de tener la brillantez para poner encima de la mesa asuntos de verdadera relevancia y no aquellos otros que de vez en cuando nos lanzan los juegos de manos telemáticos de la realidad administrada para que nos desgastemos en poner el cascabel al gato.

Dicho todo esto, no tengo reparos en hacer público que yo soy el primero en contradecirme: la obra de las ovejas y la fuente de Duchamp del artista Boyer Tresaco no puede ni debe llenar un solo instante de una tarea –la del arte– que todavía tiene todo por hacer. No obstante –y como, insistimos, no nos duelen prendas en ser nosotros quienes nos desdigamos– el hecho de que (casi) toda la crítica que se ha podido leer alude a las condiciones de maltrato animal en que se ha incurrido, me parece pertinente desmontar la instalación desde un punto de vista meramente estético, donde quepamos todos aquellos –entre los que me encuentro– que no somos capaces de sintonizar demasiado con ese pretendido maltrato. 

Pero, pertinente, decimos, ¿por qué?, ¿porqué llenar un par de cuartillas acerca de una obra de la que ya hemos dicho no merece emborronar la plaza pública donde el debate estético-político debe continuar sin dilación ni interrupción alguna? Porque creo que escenifica uno de los síntomas más repetidos en la actual práctica artística y porque el “centenariazo” de la Fuente puede ser momento idóneo para desenmascarar tales estrategias.

Entrando ya directamente al trapo, sería bueno empezar diciendo que el arte es desde siempre la escena de un crimen. Si en regímenes estéticos anteriores –mimético o representacional– la escena se contemplaba desde fuera, desde el romanticismo se fue teniendo conciencia de que lo suyo sería meterse dentro de la escena. Este anhelo se consumó, para unos, con las vanguardias o, para otros, con las neo-vanguardias. O, dicho de otra manera: con Duchamp o con Warhol.

En cualquiera de los casos, se entró en la escena para constatar lo que ya era una verdad a voces: que el cadáver había desaparecido. Es decir: que no había nada que investigar ni ningún secreto que revelar. Y este es el gozne desde el que las diferentes interpretaciones a este punto de no retorno salen a la palestra y donde el confusionismo entra en liza en la más reciente historia del arte. Porque no es lo mismo pensar –y actuar– desde el primado warholiano que desde el pontificado duchampiano. Y porque, más grave aún, no suele dar buenos resultados mezclar ambas “creencias” pues al mixtificación (y mistificación) que se genera lleva a verdaderas boutades como la que nos ocupa. 
 
 

Duchamp y Warhol sitúan al arte frente a su acabamiento –cierto acabamiento de una determinada narración del arte– pero el problema está en que aunque la Fuente sigue manteniendo su seducción, la interpretación de Arthur Danto a las Cajas de Brillo es el silencioso invitado en la feria del arte contemporáneo. En este sentido, y aunque las ideas del teórico norteamericano no son de las más valoradas, sin duda que sus efectos –de pluralidad– sí son seguidas a pies juntillas.

De manera harto sucinta la teoría de Danto puede resumirse en que el ser de la obra de arte es su significado, al cual se accede empleando una teoría del arte capaz de desentrañar este significado que la obra de arte encarna y que viene dado, artísticamente, en forma de metáfora. Danto llegó a esta tesis cuando en 1964 fue a una galería de arte y quedó extasiado al contemplar las Cajas de Brillo Box de Warhol indiscernibles de las que se vendían en el supermercado. Desde esta iluminación profana, el bueno de Danto se lio la manta a la cabeza y conjugando de forma extraña esa visión analítica que hasta entonces le había caracterizado como filósofo de la historia con Hegel dio en la tecla para de buenas a primeras encumbrar a Warhol en genio de la filosofía y de paso concretar el final de arte. El propio Danto señala que “la cuestión principal que hizo de las Cajas de Brillo algo tan excitante para mí fue, en cualquier caso, por qué eran obras de arte, cuando los paquetes de Brillo a los que se parecían tantísimo eran simple paquetes de estropajos de la marca Brillo”.

Con la entrada de la Caja de Brillo Box en la galería –en la institución arte- sucede que por fin el desarrollo histórico del arte alcanza a su concepto: por fin ambos, esencia y existencia, se equiparan e igualan. El hecho de que dos objetos, indiscernibles el uno del otro, tengan la capacidad de ser uno incluido dentro del arte y otro no, remite a que ya no queda nada por hacer, a que el desarrollo del arte por fin a alcanzado su cúspide: a que el arte ha alcanzado en su desarrollo histórico su propia autoconciencia. Vicente Jarque lo explica así: “lo que Danto viene a sostener es que, en la medida en que el arte ha alcanzado el punto en que su existencia ha pasado a involucrar su propio concepto y queda descartada su definición en función de ninguna clase de rasgos sensibles o cualidades estéticas, no solo se superan todas las teorías anteriores (en cuanto que fundadas en un arte aún no desplegado hasta ese límite insuperable), sino que su esencia puede considerarse por fin revelada de una vez por todas”.

Y es en este punto donde todo viene a descarrilar de lo que parecen ser las afianzadas vías históricas del arte: porque, de aceptar estas tesis de Danto, ¿cómo continuar la historia del arte? El propio Jarque señala que “de hecho, lo que al carácter ultimado del arte le corresponde es, como insiste Danto, una filosofía detenida. Pero esa detención, en la medida en que implica la negación de la posibilidad de una futura trasformación ya no del arte mismo, sino de su concepto, no se limita a constatar la imposibilidad de nuevas narrativas autónomas del arte, sino que confiere a las ya cumplidas una condición absoluta que se impone a la definitiva contingencia  con que se  nos presenta el pluralismo que les sucede”.
 
 

Es este, pensamos, un resumen perfecto de la confusión teórica de muchas prácticas artísticas que no saben muy bien a qué carta quedarse pues, sabiéndolo o sin saberlo, hacen suyas las tesis del filósofo analítico. Este hecho, implícito y dado de facto, supone una comprensión de la historia del arte post-warholiana como una horizontalidad sin horizonte, una retahíla de narrativas e interpretaciones donde el único punto de anclaje es el fin de la Modernidad: con el genio filosófico de Warhol el arte elimina todo resto de diferencia ontológica y adviene a ser, por fin, pura filosofía señalando así el fin de la historia del arte al tiempo que inaugura un pluralismo radical que hace que sea imposible concebir una gran narrativa.

Y es ahí donde se sitúa Boyer Tresaco: en una idea de un después del arte como un mero después del relato del arte, en un quéhacer artístico como un dar vueltas una y otra vez, en ese pluralismo que hemos señalado, al relato que ha concluido en el final del arte. Entrando a patadas en esa escena del crimen que es el arte, no se le ocurre otra que contarnos la misma historia pero creando un pequeño desplazamiento con el que poder decir, él mismo, ¡eureka, ya sabía que no había ningún cadáver!  

El error por tanto de esta instalación no es la de utilizar animales –cosa que, tampoco sobra decir, es de todo punto innecesario y que subraya aún más el carácter impostado de la obra– sino el hacer explícito la confusión de la narración histórica del arte sobre la que trabaja: por el hecho de erigir en un pedestal la Fuente de Duchamp ya cree que está hablando de ella cuando lo cierto es que nada más lejos de la realidad. Está hablando quizá de todo menos de ella. Dicho esto, lo más sensato que se puede decir del asunto es que el artista no sabe muy bien de lo que está hablando o, como poco, no sabe muy bien qué quiere decirnos. 

Pero, ¿no nos estaremos ensañando con una obra de la que a priori estamos ya calificándola de mediocre? Creemos que no pues aunque lo cierto es que la idea del “fin del arte” es una constante en muchas teorías del arte, todas ellas son capaces de virar en redondo para proponer una continuidad cifrada en el sesgo político con que desde Benjamin carga el arte. De este modo se considera que el arte nunca podrá sobrevivir como tal, ni siquiera posthistóricamente, a no ser que se trate de algo que merezca ser prioritariamente considerado desde el punto de vista del proyecto de emancipación del ser humano, un proyecto que ya no puede ser el sustentado en los derruidos pilares de la Ilustración sino que debe de tomar pie en esa irrevocabilidad de acabamiento con que carga el arte y al mismo tiempo en la necesidad de, pese a todo, continuar. 

Por ejemplo, si Adorno puede merodear la cercanía del “fin del arte” en términos parecidos a los de Danto –cambiando únicamente la eliminación ontológica de este último por la irrefutable autonomía hacia la que para el filósofo alemán camina el arte–, sin duda supera el planteamiento mediocre de Danto al separarse de las redes de Hegel y, fiel al impulso negativo del arte, comprender que “il faut continuer”: una continuación que evita que la autoconciencia que el arte alcanza culmine en una plena iluminación de sí mismo, sino que más bien alumbre en la conciencia un cierto sinsentido, o mejor, una confrontación en la perplejidad más absoluta. Allí donde se esperaba la claridad, aparece una noche oscura. Mientras el progreso conduce a Auschwitz y a la consagración de la ciega ‘razón instrumental’, el arte históricamente confrontado por la catástrofe se manifiesta como la imagen precisa aunque inconsciente del sinsentido.
 
 

            De todo esto, en la obra que nos ocupa, no hay nada. El sinsentido que de ella emana no tiene ninguna capacidad de mostrar los esquejes de la dominación del hombre por el hombre sino que entra de ello en esa frusilería con que una pluralidad de estrategias llenan la narración del arte después de su –dantoniano– acabamiento. El “fin del arte” que las ovejas cantan no es sino la marcha militar de un arte normativo, nihilisticamente post-histórico, granjeado en lo reaccionario de su propia iniquidad.   

Pero, y por último, ¿cuál fue el descubrimiento de Duchamp?, ¿qué senda inaugura la Fuente? No sabemos si las circunstancias, su talento o la más sorprendente de las casualidades, hicieron que el descubrimiento del ready-made superase por mucho a todos los demás intentos vanguardista que, de una u otra manera, acababan en el callejón sin salida de las antinomias idealistas –¿hasta qué punto una representación que no represente?, ¿hasta dónde un solapamiento de la vida y el arte?, ¿hasta dónde no-ver lo que de alguna forma ha de verse?, etc.

El truco del ready-made es que todo está a la vista: no hay nada que saber ni ninguna clave interpretativa. Se entra en la escena del crimen que hemos dicho es el arte con el único saber posible: que está siendo engañado, que el cadáver no está. No es –terminando por aniquilar la teoría de Danto– ninguna metáfora. Paradójicamente lo que esto logra es que el secreto esté siempre oculto: es decir, que no se llegue a ninguna conclusión, a ningún significado. La presencia del sentido está siempre ausente, a la espera de un momento más, de una interpretación más, de un instante más donde, definitivamente, se vea la trampa del juego y todo caiga bajo su propio peso. Pero sin embargo ese momento no termina de suceder nunca: ni aunque se condene a la Fuente como boutade sin parangón, ella seguirá manando un sentido siempre derivado, seguirá esperando el momento de plena revelación.

La Fuente autoproduce su propio campo de escritura donde esta deviene infinitamente en una búsqueda de significado que nunca acaece plenamente. El mecanismo del ready-made no se aplica en hacer trasparente el mundo sino, más bien todo lo contrario, a sumirlo en un indiscernibilidad perpetua, en una tensión de significancia nunca resuelta ni descifrada plenamente. La Fuente es una máquina de producción de interpretaciones infinitas, una máquina de diseminación de un sentido siempre desplazado. Lo que descubrió Danto que hizo Warhol con una caja Brillo ya lo había hecho Duchamp con el mundo entero: una máquina de reterritorialización del sentido

 
El secreto de la Fuente está a la vista pero, pese a ello, lo paradójico, lo que determina el nuevo régimen del arte, es que no hay posibilidad de concretar su sentido, su propio secreto: ¿es una fuente que es un urinario que es una obra de arte?, ¿es un urinario que no es una obra de arte dentro de una exposición de obras de arte? No traten de ensayar ninguna posibilidad como única, no traten de descubrir un sentido como el dado: la Fuente nos muestra un campo de absoluta de ilegibilidad, el del propio arte.

En esta situación, y como hemos apuntado al principio, cualquier interpretación es la correcta, cualquier acto de habla en relación a la Fuente es la más pertinente: es el espectador quien debe cerrar –temporalmente– el círculo, quien sella –parcialmente– el proceso itinerante de significancia. Y todo porque no hay sino misreading forzados por un significante que siempre elude su cita y que fuerza al significante a crear por sí solo algún efecto de significancia.

Claro que aquí llegamos a la mayor dificultad teórica que esta obra puede plantearnos: ¿quién dice que lo que las ovejas cantan no puede –no debe– ser dicho?, ¿quién dice que su balar no es arte cuando al mismo tiempo estamos diciendo que la Fuente vehicula la posibilidad de cualquier decir? Quizá la escena que abre Duchamp sea la caja de Pandora donde todo discurso puede por fin ser dicho: pero la cuestión es que aunque pueda ser dicho no debe ser dicho. Es un perfecto anacronismo estar situados en la atalaya de nuestra contemporaneidad y valernos de la Fuente de Duchamp para hacer balar a una oveja cuando lo cierto es que hay muchas otras cosas que deben ser dichas: mucho dolor, mucho sufrimiento, mucho sinsentido…, mucha noche aún que pasar antes de arribar a una nueva aurora.

Si esto es así, y aunque sin duda pueden estar acertados en parte, no incurren en muy diferente error quienes ven en tal obra solo el maltrato animal cuando lo cierto es que es un maltrato prioritariamente a toda la humanidad: quizá sea de modo objetivo la oveja la que sufre, pero el desprecio del artista por la condición humana es mucho más garrafal pues utiliza el altavoz que la escena duchampiana le otorga para hacer, simplemente, balar a unas ovejas.

De este modo queda probado que la escena de las ovejas es deudor de una noción de acabamiento del arte totalmente conservadora, que hace pasar como divertimento lo que para nada debe de servir como causa del arte. Es de la Fuente de donde mana una topografía desplazada y en deriva donde arte y no-arte, objeto encontrado y obra de arte, autoría y accidente, bifurcan una significancia itinerante que delinea en cada intento de aproximación las coordenadas propias de acción del propio arte. Cada espectador, tratando de averiguar el secreto a la vista de la Fuente, no está haciendo sino reconstruir el campo de acción del arte: un campo siempre diferente ya que en cada intento de lectura el propio espectador modula el espectro de lo posible del arte, en cada intento de comprensión el espectador desmantela el entarimado propio del arte para promover en el mismo instante otro alternativo, igualmente sin respuestas, formado únicamente por puntos de fuga, por alternadores de retoricidad. Pero todo esto con una salvedad: todo decir que puede ser dicho en la ausencia de un sentido nunca pleno sino que se mantiene silencioso, manando invisible de la propia boca de la fuente, tiene que estar a la altura de las circunstancias, unas circunstancias –las nuestras– donde nuestra vida es estafada y ninguneada, y donde nuestro destino apenas levanta un palmo de la burocracia ornamental en la que estamos sumidos.