UNO
Quizá sea está una
ocasión pintiparada para entrar a degüello en el asunto que nos ocupa y
preocupa: el arte. 500 entradas en un blog da para cierto engalonamiento y
también para perderle un poco el miedo al qué dirán. Para ello nada cómo
dejarnos guiar por alguna lectura: la del libro Estudios del malestar, ensayo de José Luis Pardo, filósofo del que sabíamos ya muchas cosas, donde
el autor va disparando –y acertando, qué ahí radica la dificultad del intento y
la sencillez de la exposición– contra muchas cosas. Entre ellas, y no de soslayo, el arte.
Pardo incluye el malestar no solo como síntoma epocal concreto
–que en su frente político da lugar a los populismos– sino también, y dentro de
la misma tesis, como patrón explicativo del arte contemporáneo. Mejor dicho: no
es que lo incluya, sino que hace del arte ámbito privilegiado y protagonista
principal desde donde escuchar las ondas sismográficas del malestar –social,
político, cultural– en el que estamos sumidos.
Para ello, para hacer
del arte rescoldo reaccionario donde nadan populismos varios en el caldo de
cultivo que supone el propio malestar, la fuente de Duchamp –en tanto que obra que aglutina a los intentos de las
vanguardias– es encumbrada, y no sin razón, en obra bisagra que separa no ya
regímenes artísticos –como pudieran ser el Barroco o el Clasicismo– sino algo
más importante: las propias estrategias artísticas dignas de ser entendidas
como “arte”.
Y ahí radica el
asunto: en que las vanguardias fracasaron de un modo tan paradójico que las
hace alargar su sombra hasta el momento actual, comprendiéndose la historia del
arte del siglo XX como una trama donde la onda expansiva de la Fuente tan pronto se hace oír con furia
desbocada como que, al instante siguiente, es reducida a poco más que un
fetiche. De este modo, sea lo que sea el arte en la actualidad lo es en tanto
que relación con el fracaso/éxito de las vanguardias, cuyo delegado más locuaz
sigue siendo la Fuente de Duchamp.
Cómo ya hemos
apuntado, dicha obra no aparece para inaugurar un nuevo ciclo histórico del
arte que engrose la lista de una historia del arte normativa y lineal. No. La Fuente fue –es– un atentado en la base
de flotamiento del propio Arte, la aparición de una pregunta novedosa que crea
un antagonismo dentro de la hasta entonces esfera autónoma –y como tal más o
menos consensuada– del Arte: ¿es arte o no lo es? Enfrentándose a esta pregunta,
la calma chicha del Arte desaparece para siempre: ya no es cuestión de belleza –¿es
bello?, se preguntaba Kant para
terminar de cincelar al sujeto en una comunidad homogénea de amigos
ilustradados– ni cuestión de gustos. Ahora la esfera propia del arte queda
delineada en una frontera difusa: la que separa a quienes dicen que sí de los
que dijeron que no, la que separa, aludiendo aquí a las tesis de Schmitt, entre amigos y enemigos. En
este sentido, Pardo señala que “Duchamp ‘creó’ la Fuente siguiendo en cierto modo el esquema que Schmitt y Jünger nos han
recordado, es decir, como un soberano-fundador que se salta las reglas
violentamente para dar origen a una nueva legislación, de acuerdo con la
tradición revolucionaria”. Y ahí comienzan las “desgracias” del arte en su
contemporaniedad. Unas “desgracias” que en Benjamin
no se sospechaban pues aún se pensaba –pensaba él en 1937, año de la
publicación de su obra El arte en la era
de su reproductibilidad técnica– que la bomba de la Fuente –como punta de lanza de todas las vanguardias– terminaría
explotando.
José Luis Pardo en la presentación del ensayo en Madrid |
A pesar de lo
desencaminado de sus “profecías”, Benjamin
fue quien más claramente delineó las posibilidades de triunfo de las
vanguardias: la trasformación que la función del arte había sufrido a raíz de
la reproducibilidad técnica de la imagen y el paso de un régimen cultual a uno
meramente exhibitorio hacía necesario la implicación de la política para, ahora
sí, devolver al arte a ese origen mítico de donde manaba –como de una fuente– la emancipación de la humanidad.
Así pues, dos opciones señala el filósofo alemán: o estetización de la política
o politización del arte. Es decir: o fascismo o comunismo. El régimen de
autonomía del arte, su implicación apolítica como l’art pour l’art, debía ser eliminada debido a las nuevas
condiciones de reproducción del arte. Pero es esa “eliminación del arte” lo que
podía ser llevada a cabo de dos maneras: o como estetización de su propio
acabamiento o como paso a una nueva etapa donde, una vez negada la autonomía,
arte y política unan sus pasos para atibar una posible solución emancipatoria.
“Su alienación –dice Benjamin,
refiriéndose al ámbito autónomo del arte- ha llegado a tal grado que puede
experimentar su propia destrucción como un placer estético del primer orden.
Esta es la situación de la política que el fascismo está volviendo estética. El
comunismo responde politizando el arte”.
Pero lo que realmente
sucedió es que la politización del arte, al igual que la detonación que la Fuente prometía, se quedaron en tierra
de nadie, en una espera diferida que si en algún momento hacía del arte la
detentora de alguna promesa hoy por hoy, por el contrario, bien cabe decir que
toda esperanza nace ya amputada debido al influjo cada vez más perfecto de una
estetización que ha terminado por ahogar cualquier mundo de vida y, junto con
ello, de una implementación ideológica que ha terminado por purgar cualquier
afuera.
Y ahí estamos
sumidos, en una revolución –fracasada– del arte que hace migas con una
revolución –fracasada– de la política, y dándose la una a la otra lo que cada
una por separada ya había perdido: “el arte y la política intercambiaban sus
fundamentos: cada uno de ellos devolvía al otro la autenticidad que había
perdido”. Es de esta guisa como nos plantamos en nuestro presente: un presente
que continúa, tanto en cuestiones de arte como de política, enfrascado en el
malestar generado por sendos fracasos y, más preocupante aún, trocando ambos
momentos, confundiendo sus prerrogativas y yendo, aún más precipitadamente, la
una a la otra en busca de un poco de auxilio. En esta situación, estamos
abocados, en lo que concierne al arte, a un reguero de estrategias de
subversión y resistencia política cuya única misión es cubrirle las espaldas a
la propia Fuente no sea que, en algún
momento de la historia, la bomba termine por explotar.
Pero además de esta
situación un tanto agónica, hay que pensar que este “cubrirle las espaldas” no
se da ya si no es con el beneplácito de la propia institución Arte que sabe muy
bien que si la Fuente no consiguió en
un primer momento lo que pretendía –eliminar la propia categoría de arte al
diluirla dentro de la propia vida– es ya de todo punto imposible que ninguna
otra obra lo consiga. Así, los museos y centros de arte se llenan de “bombas”
sin mecha, de dispositivos políticos sin revolución alguna que llevarse a la
boca, de artefactos que no se sabe muy bien si pernoctan en el pasado de unas
vanguardias desconectadas de cualquier vis
revolucionario o si vienen de un futuro aún por-venir.
Y ese es, en suma, el
malestar al que hace referencia Pardo,
un malestar que remite a que “la categoría de ‘arte contemporáneo’ es
antinómica porque lo ‘contemporáneo’ (o sea, ese mundo posterior a la
modernidad del que las vanguardias eran el adelanto) sería que no hubiera Arte,
y porque allí donde hay Arte hay aún modernidad y, en consecuencia, no
‘contemporaneidad’ como categoría histórica o ‘posthistórica’”. En este
sentido, el arte contemporáneo queda atrapado en una temporalidad extraña donde
si por una parte es claro que la detonación de las vanguardias fue al final
controlada –si no incluso simulada-, por otra parte no hay ya modo de volver
atrás pues aún con su fracaso las vanguardias abrieron en la hasta entonces
autonomía estética un boquete por donde todo intento cerrado y fijo de sentido
se fuga.
Dicho todo esto, es
fácil concluir que el arte contemporáneo es un reguero de acciones que repiten
el gesto radical de Duchamp, que
vuelven una y otra vez a intentar tumbar a su enemigo, que fracasan una y otra
vez al quedar reducido a meras representaciones que, paradójicamente, la
institución-Arte acoge con beneplácito en sus museos haciendo del fracaso total
el más total de los éxitos.
Con todo, el malestar
actual supera por elevación la simple disyuntiva de posibilidades –arte/no
arte, comunismo/fascismo– sobre las que se ha ido gestando el malestar. Y es
que –y aquí es donde Pardo apunta al
fenómeno de los populismos– aunque fascismo y comunismo fracasaron, aunque las
vanguardias fracasaron, aunque el esquema operativo del arte es el mismo al
menos desde que en 1956 la Fuente, ya
sin ningún género de dudas, fue encumbrada a “obra de arte”, la irrupción de
los populismos no ha hecho más que acelerar el proceso. Es decir, si la dupla
vanguardia/política ha decantado el campo del arte contemporáneo en una
repetición diferida del gesto duchampiano, la irrupción de los populismos no ha
hecho más que llevar las antinomias del arte a su máximo histórico.
Con populismo, José Luis Pardo se refiere a un neologismo
aplicado a una “posición filosófica acerca de la realidad de la política en
general, una tesis ontológica sobre la naturaleza (populista) de la política”
que bebe de las mismas fuentes de un regreso al antes del contrato social, a
las fuentes de la autenticidad política. Para ello, su esquema queda reducido a
sembrar el campo social de una pluralidad de significantes vacíos que vayan
fragmentando antagónicamente la sociedad en espera de que la suma de las partes
–el conjunto de los amigos– se acerque a la totalidad de los individuos.
La meta está, en
ambos, en volver al arte auténtico y a la política auténtica: a un arte antes
de la construcción del Arte como esfera autónoma o, un poco más tarde, como institución,
a una política anterior a ese camelo del pacto social. Igual que el artista de
vanguardia desea a todas luces romper la esfera de cristal sobre la que el Arte
es construido, el político populista quiere romper toda esa trama de pactos consensuados
que emanan del pacto social hobbesiano. La meta está, en ambos, en urdir una
trama que rompa y dinamite cada consenso, que fraccione cada conjunto general
de los amigos y de los enemigos.
Para esta empresa,
para el logro de esta meta, solo son necesarios dos requisitos: una definición
vaga y ambigua de “arte” –pues ya en esa senda inaugurada por la Fuente, ya casi cualquier cosa vale–, y
una definición también vaga e imprecisa de “política” –pues para la tarea de
licuado de consensos también todo puede entrar dentro del campo de la política
en tanto que lucha por cuantos más rasgos identitarios mejor. Al mismo tiempo,
esta imprecisión en los términos corre parejo a la apostilla de “autenticidad”
con que el arte –este arte– y la
política –esta política– cargan.
Si esto es así, el
arte comparte muchas de las estrategias de la política devenida populismo. a
las claras, los tres principios que Pardo
especifica como axiomas desde donde Laclau
explica el populismo. Uno: si quieres hacer política, alíñate un buen enemigo:
en el caso del arte ese enemigo no es otro que la mano que le da d comer, la
institución-Arte, combatiendo frente a ella se construye un antagonismo de
base, se da continuación al malestar. Dos: si quieres hacer política, haz
muchos amigos: tesis que en el arte remite a que el arte, en su puesta en
escena, debe al mismo tiempo que fracturar la sociedad, pescar en río revuelto
concitando en torno suyo una nueva
comunidad de amigos que surja en el desplazamiento de la frontera antagónica. Y
tres: si quieres hacer política, no dejes que la verdad te estropee la
hegemonía: que en el arte remite a seguirle la pista a esa política licuada
ocupada en diseminar de significantes vacíos la otrora sociedad del consenso.
Siendo esto así, la
conclusión es que la razón populista converge con la razón estética de un arte
postvanguardista: convergencia que no se da en el plano de la identidad sino,
incluso, de un sometimiento del arte a las consignas populistas, un
sometimiento que no es sino el epílogo con el que la estetización de la
política y la politización del arte han encontrado su acomodo definitivo. El
efecto conseguido en todo este proceso es que, aunque diluidos el fascismo y el
comunismo, aunque visto lo poco disruptivo de un arte postvanguardista, la
política se ha estetizado y el arte se ha politizado.
DOS
En definitiva, si José Luis Pardo decía en una entrevista
que con este libro no iba a hacer demasiados amigos solo podemos, con esta
brevísima reseña, darle la razón: ni en el arte ni en la política, en esa
inmensa progresía que sueña con algún triunfo que llevarse a la boca, va a
encontrar quien le dore la píldora. Y es que el panorama que pinta no es ya
solo desolador sino que parece cerrar las pocas puertas que algunos pensaba
estaban aún abiertas. Arte y política, política y arte, reparten un malestar
que lejos de ayudar a alcanzar tiempo auroral alguno, hace callo en un discurso
de la autenticidad que no es sino la coartada perfecta para retrotraerse a un
tiempo anterior, primigenio, mítico: el tiempo, en política, anterior al pacto
social y, el tiempo, en arte, anterior, a la emergencia de su autonomía. Tal
mito, el regreso a un origen pre-social y pre-estético, más que ayudar en la
dirección de lograr una emancipación ideológica, no hacen sino anudar más
fuerte la soga que tenemos en nuestro cuello en dos direcciones:
Uno, como estetización
de la política: en tanto que diluido fantasmático de la realidad en un
concatenación de pantallas donde todo acontecimiento muda en un simulacro
licuado y estetizado, en tanto que emergencia, ya sin rubor alguno desde el
triunfo de Donald Trump, del
político showman, del político como rostro televisivo, del político que viene a
llenarnos nuestras horas de divertimento pues, en esa labor de echar la caña en
río revuelto, no duda –y aquí caben todos nuestros rostros políticos, desde Iglesias a Rajoy, de Susana a Soraya– en bailar, cantar, freír un
huevo o tocar la guitarra. Dos, como politización de la estética: en tanto que
estructura de un arte a pie cambiado, que si bien sabe que no hay vuelta atrás,
también sabe que el camino de implosionar su autonomía por un precio cada vez
más bajo y ridículo es la senda ideal para su servilismo, primero, y, después,
inanición.
De esta forma, el
panorama resultante es, dirían algunos, tremendamente aburrido: reducido el
arte postvanguardista y la política populista –los dos pilares en los que en la
actualidad emerge todo discurso disensual– a rescoldos míticos, a-políticos y
a-estéticos, ¿qué nos quedaría?, ¿qué revolución anhelar ya?, ¿con qué
estrategia artística soñar? Sin duda que la tesis de Pardo puede ser sometida a cierto calibrado (sobre todo en lo
tocante a la relación del gesto duchampiano –vanguardista– con la propia
dialéctica idealista a la cual no anula) pero me parece una interpretación
tremendamente acertada que nos sitúa –y esto es lo que urge pensar al menos en
el arte– frente a un desierto, frente a un tiempo nuevo donde empezar –¿quién
se atreverá?– a pensar de nuevo el arte (y la política, aunque éste no es
nuestro negociado) desde posiciones que comprendan que ni el “pacto social” es
suelo único para la emergencia del sistema turbo-capitalista ni la “autonomía
del arte” es la sacrosanta entrada para un arte huero en consideraciones sociales
y políticas.
No se trata,
pensamos, de dar la vuelta a la tortilla y ver ahora en el pacto social y en la
autonomía paraísos que, todo hay que decir, nunca lo han sido. Pero sí que se
trata de reordenar nuestros axiomas, de reconfigurar el efecto político y
estético pretendido por muchas fuerzas y estrategias que se las tilda de
avanzadas solo por el pin de progresía que llevan. En este sentido, en lo
tocante al arte, el sendero que Pardo
parece nos invita a reabrir es el de la autonomía estética: “es la autonomía –señala–
la que hace que el juicio nunca sea una operación mecánica (como sí lo es la
determinación del precio de una obra en una subasta) y que sus criterios nunca
estén dados de antemano con claridad, y por tano la que explica la existencia
de la crítica de Arte (que no se ha de confundir, por supuesto, con el simple
recensionismo peridístico)”.
Invocar al malo
malísimo de esta película –la autonomía– y hacerlo en las cercanías del pensamiento
de Benjamin nos remite sin dilación
alguna a otro malo malísimo: Adorno.
Sin ser nombrado en ningún momento, las tesis que enarbola Pardo pudieran ser refrendadas punto por punto por el propio Adorno con un sucinto “yo ya lo dije”.
Y es que el antagonismo
que en su día se dio entre Benjamin
y Adorno bien puede ser comprendido como
un primer momento de la cuestión que ahora nos atañe: si para el primero el art pour l’art era el paralelo estético
del fascismo, para el segundo era necesario mantener semejante momento como
cultura de masas ya que en las síntesis no resueltas que la obra provocaría se
mostrarían los rescoldos de la dominación ideológica. La clave está en
comprender que al arte, como fait social
que es, siempre mantiene un sesgo ideológico el cual, más que ser superado por
instancias tecnológicas –que atañen a fuerzas de producción vinculadas a un
sujeto colectivo cifrado en el proletariado–, debe ser mantenido para revelar
la falsa conciencia de la totalidad de lo social. Es solo manteniendo su
carácter autónomo como “los antagonismos irresueltos de la realidad retornan en
la sobras de arte como los problemas inmanentes de su forma”.
Susan Buck-Morss resume esta diatriba perfectamente en su
libro Origen de la dialéctica negativa:
“mientras Adorno consideraba que las
transformaciones en el arte eran originadas por la praxis dialéctica entre el
artista y las técnicas históricamente desarrolladas de su oficio, Benjamin situaba la dialéctica
exclusivamente dentro de las fuerzas objetivas de la superestructura, es decir,
al interior de las tecnologías mecánicas de la reproducción artística. (…).
Argumentaba que las nuevas tecnologías de la reproducción audiovisual habían
realizado por su cuenta la transformación dialéctica del arte, de un modo tal
que conducía a su autoliquidación”. Para refrendarlo, baste una prueba: “usted
subestima la tecnicidad el arte autónomo y sobreestima la del dependiente.
Quizás, esto sería básicamente mi principal objeción”, le escribe Adorno a Benjamin en marzo 1936.
Todo esto, aquí expuesto de manera sumaria,
nos lleva a sostener que la senda que nos invita a recorrer José Luis Pardo es, en lo tocante al
arte, a repensar las condiciones de autonomía del arte, unas condiciones que poco
o nada tienen que ver con el mantenimiento del arte en una urna de cristal sino
con el verdadero desarrollo histórico del concepto de arte, llamado a, como
escribió Adorno, “dirigirse contra
lo que conforma su propio concepto, con lo cual se vuelve incierto hasta la médula”.
Esto nos remite a sostener
lo que el propio Adorno le recriminó a su amigo Benjamin: que es necesario incluir
el momento negativo que toda cultura de masas le brinda al arte, que el
análisis estético debe remitir a una dialéctica entre arte autónomo y cultura
de masas ya que “la ideología y la verdad del arte no están separadas estrictamente”
y que el arte, en tanto apariencia, es simultáneamente tanto ideología como
verdad. No remitir a una dialéctica entre conciencia y sociedad –pensar la
dialéctica solo en el interior de las fuerzas objetivas– nos lleva al hecho de
que toda revolución tecnológica que se piense como capaz de poder anunciar la
historia verdadera –sin víctimas y, claro está, también sin verdugos– no haga
sino recaer en una nueva forma de opresión repitiendo el círculo vicioso del
pasado. Es decir: sin ese momento negativo auspiciado por una valoración
dialéctica del momento en el que la obra de arte se resuelve como mercancía
social, el desarrollo de la subjetividad racional, en lugar de cumplir su
promesa de desmitificación, recae en una nueva forma de mito –el mito del antes
de la autonomía estética, del antes del pacto social– como justo diez años después
de La obra de arte en la era de su
reproductibilidad técnica, en 1947, demostraron Adorno y Horkheimer en
su estudio Dialéctica de la Ilustración.
Adorno no gustó; el ensayo de José Luis Pardo tampoco gustará. Pero cuando el gustar o no gustar es
solo el aditamento de los mediocres, lo que nos toca es pensar nuestro presente
con la suficiente profundidad para intuir que quizá, a lo mejor, algo de razón
lleven. Puede que aún estemos a tiempo de muchas cosas. Por de pronto dejar de
dar razones como papagayos, de mimetizarse con el entorno, de adecuarse a la
estetización y politización que nos rodea puede ser un buen comienzo.