miércoles, 30 de diciembre de 2009

2009: A MODO DE CONCLUSIÓN. ELUCIDARIO DE UN AÑO TRAÍDO POR LOS PELOS

Clasificar, ordenar y, también y porque no, volver a recordar (o, incluso, recordar por primera vez). Todo eso y más es lo que toca en estos días. No tanto hacer balance como lanzar una mirada al abismo de un año. Experiencias estéticas, vivencias artísticas. Entrar en una galería para salir aburrido o transformado. Puede que sean límites infranqueables pero de lo que se trata es de seguir aprendiendo, seguir deseando lanzarse un año más en busca de la invisibilidad de un arte que, pese a gozar de amplios sectores institucionalizados, es sólo, en la pequeña soledad de una galería donde se comprende, se vive y donde logra activarse un pensamiento diferente y diferenciador
Así a modo de rúbrica de lo que se ha podido ver este año en las galerías madrileñas podemos ir señalando lo más interesante
El panorama pictórico ha andado dubitativo y pocas son las exposiciones que merecen ser reseñadas. Con nombre propio cabría citar a Jerónimo Elespe que con una pintura nada convencional consigue postularse como la única voz disonante dentro del panorama actual. Luego ya vendrían los nombres consagrados de Juan Uslé, Jorge Galindo o Carlos León proponiendo una metapintura que se comprende como intentos de salir con vida de una actividad, la pintura, cada vez más problematizada como marco teórico que como propia experiencia estética. Como nombres que han dado una nota positiva se podría señalar a Claire Woods y, en mucha menor medida, a James Nares. Los demás se ha quedado en anecdotario colorista, en intentos concelebrados de un infantilismo casi pueril que se piensa estar aún en condiciones de proponer un arte alucinatorio y alucinante y lleno de emociones.
En dibujo, siempre considerado el hermano pequeño de la pintura, ha habido un nombre que ha destacado por encima del resto: el de Juan Zamora. Igual que en el caso de la pintura, tenemos a un artista español y joven como lo más destacado de la temporada. Su exposición en la galería Moriarty fue un festival de inocencia bien comprendida. También cabría citar a Claire Harvey y a Stephania Dost (ambas en la galería Maisterravalbuena).
El video no ha estado demasiado promocionado este año por las galerías madrileñas. Tan sólo en Juana de Aizpuru se ha podido ver una buena (o si se quiere buenísima) muestra de vídeos realizados por algunos de los artistas españoles más prestigiosos: Jordi Colomer, Dora Garcia y Fernando Sánchez Castillo han sido, como cabría esperar, de lo mejorcito de este año, y no sólo reducido al ámbito del video. Junto a ellos cabría citar a dos chinos: el fabuloso vídeo de Chen Chieh-Jen en La Fábrica y la sublime pequeñez de Hiraki Sawa.
La fotografía, por el contrario, sí que ha tenido un papel casi principal. No sólo dentro de Photoespaña’09, los galeristas apuestan cada vez más por un medio que se ha perfilado desde hace ya un par de décadas como capaz de llegar al mismo núcleo duro del arte postconceptual actual. La Fábrica es la que, como no, ha destacado por encima del resto. Su plantel de artistas es casi inmejorable: Rineke Dijkstra, Francesca Woodman, Antoni Muntadas y Marina Abramovic. Casi nada al aparato. Pero fuera también hay vida: Aitor Ortiz y su fotografía arquitectónica, Vincezo Castella y sus paisajes de superficie, Thomas Demand y sus simulacros escenográficos, merecen un elogio. Dentro de Photoespaña’09, decantarse por algunos nombres es casi imposible, pero con citar a Vik Muniz, David Goldblatt y Malick Sidibé creemos hacer justicia a un festival de foto que cada año parece mejorarse. Por último, cabría señalar a dos artistas afincados en Berlín y que orientan su arte al hecho de rememorar un pasado trágico y todavía no asumido: lo que Frank Thiel logra con sus cortinas, lo mejora Swetlana Helmer con sus fotografías de animales.
La gran baza jugada por las galerías puede situarse en ese difícil intersticio que configuran la instalación, la escultura y el video performativo. Nombres hay para dar y tomar. La galería Fúcares ha acertado de lleno trayendo entre otros a tres nombres que han dado y darán que hablar: Carlos Schwartz, Concha García y Jacobo Castellano. Un peso pesado del arte contemporáneo, Rirkrit Tiravanija, triunfó por completo en la galería Salvador Díaz. Otros nombres a tener en cuenta han sido Jota Castro, Nuria Fuster, Juan Ugalde, Mayte Alonso, Pepo Salazar, Ángela Bulloch, el colectivo A Kassen y Diego Santomé (en una exposición, la suya, bastante ecléctica). Pero sin duda que, si de triunfadores hay que hablar, tres exposiciones cabe citar por encima del resto: el arte abyecto-popero de Lidó Rico, la experiencia del límite más angustioso propuesta por Francisco Ruiz de Infante, y la estructura desorientada de Sergio Prego como metáfora del habitar/caminar humano.
Fuera de los grandes trazos del arte contmeporáneo, y para abrir el abanico a modos de arte que incluso a veces pueden escapan al limitado espacio de la galería (y sobre todo temporal, y mucho más ganancial), podríamos citar la exposición de Paco Mesa y Lola Marazuelo (una vuelta al mundo como material estético), la de José Luis Serzo (el poder de la imaginación todavía da resultados satisfactorios), y la de los alemanes Müller y Jasch (estética del detritus como última posibilidad para un arte objetual).
Por último, las exposiciones colectivas han tenido un lugar, si no protagonista, si destacado. Los problemas de este tipo de muestras siguen siendo los mismos: difícil hilvanar un discurso bien armado y estructurado, ya que la posibilidad de proponer una única obra por artista, y ser estos reducidos a cinco o seis, parece más un catálogo de artistas que una propuesta artística original. A agradecer ante todo el esfuerzo de la galería Pilar Parra & Romero por dos muy buenas exposiciones, ‘Geoplay I’ y ‘Geoplay II’, dedicadas al arte más cinético y visual. Otras dos exposiciones son dignas de tenerse en cuenta: ‘Psicótico’ en Fernando Latorre y ‘Oda a las cosas’ en la recién cerrada Arnés & Röpke. Pero sin duda alguna que la que se pudo ver en la galería Moriarty, ‘A Coney Island in a mind’ fue, no sólo la mejor de las colectivas, sino nos atrevemos a decir que al mejor de todas las exposiciones. Ya sólo la obra de Darya von Berner dándonos la bienvenida merece todo nuestro reconocimiento para una exposición que trató de hacer del arte un lugar para el divertimento más intelectivo, aquel que surge sólo de la contemplación de buenas obras de arte.
Y como lo más divertido es hacer clasificaciones y jugar a hacer balance, ahí va nuestra lista de las 10+1 mejores exposiciones de este año:
  1. Francisco Ruiz de Infante (Elba Benítez)
  2. Fernando Sánchez Castillo (Juana de Aizpuru): http://blogeartemadrid.blogspot.com/2009/02/el-poder-que-baila.html

jueves, 24 de diciembre de 2009

CORTINAS DEL PASADO ABIERTAS AL FUTURO: EL LÍMITE DE UN NUEVO HABITAR


MP & MP ROSADO: ‘CUARTO GABINETE’
MATADERO MADRID: 28/11/09-10/01/10

Hasta el próximo día 10 de Enero se puede ver en el Matadero Madrid la nueva propuesta de la pareja de artistas, además de gemelos, MP & MP Rosado. Como en toda su carrera, sus intereses van dirigidos hacia la problemática del ‘yo’ y de los procesos configuradores de tal identidad. En esta ocasión es enfrentándonos a nuestro pasado más mítico y natural como pretenden generar un acto de rememoración que provoque una nueva asunción, una nueva memoria que logre desgajarse de la objetividad traumática y postmoderna que toma a la conciencia como mero dato a priori. Nociones como naufragio, habitar o edificar, todo ello bajo el sustrato contemporáneo de la ruina telemática en la que estamos sumidos, adquieren un lugar preponderante para trazar un salida que, yendo al pasado, sea capaz de proponer un futuro que nos dignifique en su carga utópica.

Cansados como estamos de sobrevivir en el simulacro nuestro de cada día, herederos como somos del espíritu cínico postmoderno, normal que a estas alturas se haga necesario diseccionar nuevas posturas, alegar reconsideraciones acerca de la mediación entre subjetividad y naturaleza que se deslinden de manera radical de un arte que le sigue el juego a la razón instrumental y calculadora propia de la Ilustración.
Si se quiere, en esta necesidad de abrir nuevas vías, es cierto que no nos encontremos con nada nuevo: la naturaleza aparece como bella porque en ella todavía puede apreciarse lo que significaría estar fuera del acceso universal a la racionalidad, al mercado, a la técnica y, sobre todo, al dominio de la naturaleza. Es decir, y según palabra de K. P. Liesmann, “la naturaleza es para el hombre simultáneamente un lugar para el recuerdo y para la utopía”.
Como decimos, nada que no sepamos: la misma belleza natural que se nos sigue escapando de entre los dedos y a las que, como en todas las épocas e incluso hoy, sigue conteniendo un momento tan irritante como perturbador. A este respecto, Adorno sostenía que pese a que “bello para todos es el canto de los pájaros, (…), en el canto de los pájaros acecha lo terrible, pues no es un canto, sino que obedece al conjuro en el que está apresado”.
El hombre, ahora también, descubre que no quiere encontrarse solo, que necesita de eso que se configura como lo radicalmente otro. Así entonces, encontrarse a uno mismo dentro de la naturaleza pero sin que medie el espacio telemático de la contemplación, sin dejarnos subyugar por la vista panorámica indicada a tales efectos por la explotación turística ni por conmociones bien aprendidas por el turista de turno, es la opción de multitud de nuevas propuestas que buscan en lo azaroso y repentino una nueva mediación que, más que enfrentar objeto/sujeto consiga liberarnos por momentos del poder despótico de un signo-objeto que campa a sus anchas en la superficie mediática del simulacro hipercapitalista.
Pero, pese a que la necesidad de resurgir de nuestras cenizas se hace ya algo inminente, el riesgo hacia lo que podía entenderse nueva moda que subvierte los valores de la inocencia y lo acabado para dejarse caer en brazos de la naturaleza, es enorme. Porque, no sólo nueva moda, sino que quizá no sea sino el último ‘tour de force’ de un poder, el del signo, que lejos de amilanarse en su dogmático poder, tiene aún los arrestos de configurarse incluso contra su origen: no sólo es que como dijo Benjamin los objetos se nos hayan venido encima, sino que son capaces incluso de crearnos el espejismo de atisbar nuestra salida yendo con ellos al único lugar al que les está vedada la entrada.
Por eso, pensamos, cuando el caudal crítico que pueda desvelarse del regreso a la naturaleza corre el peligro de verse engañado y vejado, este nuevo canto a lo natural no debería poder describirse con tintes tan ecologistas como el teorizado por ejemplo por Böhme, para quien la estética es una teoría de las atmósferas que debiera permitir esbozar una estética de la naturaleza, sino que se debería realizar el viaje completo, el viaje al origen.
En este sentido, la obra de MP & MP Rosado que hasta el día 10 de Enero se puede ver en el Matadero de Madrid, hace gala de una exquisita sencillez que encierra, al mismo tiempo, un legado tan ancestral como utópico. Si el arte es la labor de crear perspectivas, de crear distancias como dijo Marshall McLuhan, lo cierto es que la mediación hacia la que se proyecta esta obra apunta hacia un infinito que, al mismo tiempo, se disuelve en un pasado inmemorial y en un futuro aún en construcción.
De ahí que esta obra pueda entenderse como fiel a los presupuestos de una noción bien querida a la pareja de artistas: lo liminar, la condición de fronterizo del ser humano, de existencia en tránsito perpetuo como característica esencial para comprender la vivencia como la praxis constructora de identidad.

El tintineo de las conchas nada más entrar, la contemplación de un mar de cortinas de elaboración casi artesanal, nos pone en contacto con lo natural, con nuestro legado más ancestral y nuestra memoria más olvidadiza: aquella que trata de recuperar los fragmentos de un naufragio, de nuestro naufragio. De ser algo, saben bien los hermanos Rosado, no somos sino ruinas en vida, museografías vivientes en busca de un origen, de un pasado desde el que, aún rememorándolo como origen, nos proyecte como identidad al futuro.
Rayamos la fenomenología más praxeológica: la del habitar y el construir como rememorar un pasado que, aunque nunca-sido, se hace necesario vivenciarlo como un no-ser-todavía. Estamos en las inmediaciones del pensamiento de Heidegger, de la filosofía del límite de Trías. Pero MP & MP Rosado se van a una influencia menos obvia. Gaston Bachelard, en ‘La poética del espacio’ dice: “hay que vivir para edificar la casa y no edificar la casa para vivir en ella”.
Ese, y no otro, es el peligro que una vuelta a la naturaleza puede correr a la hora de proponerse como nueva estética para períodos de crisis y al que más arriba hemos intentado simplemente señalar. Enfangados en el simulacro del objeto-mercancía absolutizador, buscar un nuevo destino al que acudir simplemente para coger aire y no desfallecer, se nos antoja un simulacro más que hace de la necesidad virtud pero que no tardará en caer en manos de aquello de lo que, al menos en apariencia, trata de escapar.
Quizá estemos ya demasiado apolillados, demasiado cómodos en nuestra vida de eternos melancólicos y náufragos, como para intentar cualquier vis a vis con huellas y rastros que no nos provocaría sino el recuerdo de un trauma nunca cerrado. Correr el riesgo o no correrlo. Correr el tupido velo de una cortina hecha de conchas milenarias o no hacerlo. Enfrentarnos con aquello que nunca fuimos pero anhelamos ser o no enfrentarnos. En definitiva, vivir para edificar o edificar para vivir.

Y es que, en conclusión, en una tardopostmodernidad que se vanagloria de considerar al ‘yo’ como objeto dado, como superficie telemática de su propio simulacro, cualquier indicio de autoconfiguración es sesgado de raíz. En un mundo que corre veloz a golpe de burda estetización mercantil, que crea espacios de normatividad cívica y ética a impulsos de merchandising (la cultura de los otros es admitida en el momento en que es estetizada como “united colours of Benetton” sostiene Leismann muy acertadamente), normal que la premisa de Debray de que “cada uno se museografía en vida” se halla convertido en algo así como “cada uno se publicita en vida”.
Por el contrario, un ‘yo’ como esfuerzo, como ímprobo trabajo memorístico en el que juega la fantasía, la imaginación, la teatralidad incluso, es un ‘yo’ que no se desliga de su origen, que no olvida un rememorar sobre el que se autoconfigura día tras día, instante tras instante, cortina tras cortina, en unas vivencias que son siempre diferentes pese a ser la Misma.
En definitiva, este ‘Cuarto gabinete’ de los hermanos Rosado muestra la invisibilidad de un hecho: que al arte todavía le queda mucho que decir en una época en la que, ocupado como está en construir lo que sea con tal de respirar un poco más, siempre un poco más, el ser humano reniega de su destino, de su esencial y nunca olvidado amor al destino como ‘amor fati’.

martes, 22 de diciembre de 2009

CUESTIÓN DE FE: LAS REDES DEL ARTE CONTEMPORÁNEO


ELISABETH ARO: “BIG SHOW
GALERÍA METTA: 12/11/09-09/01/10

El arte, en su consabida muerte, no hace sino expandirse. Tanto es así que, de una u otra forma, todo es arte. Parece que el arte no solo se resiste ha llevar a cabo su acta de defunción sino que lo llena absolutamente todo. Ejemplos hay para dar y tomar. Pero, lo extraño a veces, es que, lejos de paralíticas formas de urbanismo, alejado de periclitadas maneras de frivolidad y espectacularismo, el arte lo logra también según sutiles mecanismos. Ocultación y desmaterialización, consiguen una efectiva manera de reducir el campo expansivo del arte que, apenas son propuestas, se ve claramente que es en el ‘todo’ en donde tratan de anclarse.
Lo cierto es que desde Schiller el arte remite siempre a algo fuera de sí. La estética como finalidad desinteresada de Kant dio pronto paso a la más pura externalidad: si el arte es aquello a lo que no le va ningún concepto, no hay que ser muy perspicaz para proponer un arte como lo otro del concepto que nunca coincide consigo mismo. Pero lo desgarrador está ahí mismo: ¿cómo escapándose de sí mismo logra el arte venir a coincidir con su concepto? Nos hallamos en los límites de la dialéctica negativa de Adorno.
Se trata por tanto de un arte de la botella de Klein, un arte que toma a la cinta de Moëbius como ejemplo perfecto y que se resume en aquellos intentos de Duchamp por conceptualizar lo ‘infrafino’: aquello en que exterior e interior coinciden.



Pero, en el fondo, no es algo tan extraño a nuestras filosofías. Ser es siempre ser otra cosa, pensar es siempre el pensamiento de otra cosa. En definitiva, en un mundo donde ser y deber ser nunca coinciden, la distancia que Marshall McLuhan postuló como esencia del arte se derrumba en un aleatoriedad que no propone, eso sí, sino lo mismo una y otra vez.
Sin embargo, el mundo, aquello que se delata como estetizado por completo, es demasiado complejo como para ser recubierto por completo. Siempre hay fugas, puntos de torsión y de ruptura.
Lo que Elisabeth Aro propone en esta exposición es dar forma a lo informe de un mundo desgajado en estructuras semióticas altamente conceptualizadas. Así pues, la expansión del arte que ella propone, intenta amoldarse a los genéticos devenires de unos constructos, los existenciarios de unos “mundos de vida”, fagocitados desde su propia génesis,
Así, la estrategia es postularlo todo sin enseñar nada más que el esqueleto. Si a todo pensamiento le es posible adscribirle una forma, lo que en Wittgenstein vendría a ser primero una proposición y más tarde un determinado juego del lenguaje, Elisabeth Aro trata de hacer lo mismo desde la estética de las formas. Para ella las formas son datos a-proposicionales que conjugan determinados sentimientos y pensamientos. Su arte es de esta manera proyectivo, la percepción que propone es altamente evocadora, y la dialéctica exterior /interior es fragmentada por completo.
Para ello, como decimos, toma los datos del exterior como redes de formas que proponen determinadas topologías evocadoras. Llegar al fondo de ellas puede coincidir con alcanzar el vacío, perderse en sus propuestas coincide con dejarse obnubilar por formas seductoras a veces o tétricamente complejas otras. En una palabra, superficie y profundidad vienen a coincidir y eso, o tranquilice o nos exaspera por completo.




Su propuesta no es nada sencilla y a menudo la dificultad del discurso hace que los árboles no dejen ver el bosque de una manera tan precisa como la que ensayamos aquí. Porque, además de lo hasta aquí dicho, también hay juegos de percepción basados en los finos materiales por ella empleados, también está la incomprensiblemente querida problemática de los objetos a la hora de ocupar un lugar, y la dialéctica público/privado como consecuencia primera del hecho de problematizar las referencias del espacio.
En definitiva un arte, el aquí propuesto, que trata de pescar con unas redes por las que todo se escapa. Pero el truco está ahí mismo: sólo dejándolas vacías, se sabe que las topologías aquí formateadas son capaces de proponerlo todo en su más concisa invisibilidad. Casi cabe apelar a la misma fe de los Apóstoles al ver las redes llenas: o realmente la complejidad está encerrada en las formas topológicas aquí presentadas o es que, ineluctablemente, al mundo le queda ya tan poco que no haya caído en las redes de la banal estetización que, efectivamente, las redes están vacías.

lunes, 21 de diciembre de 2009

LA GRANJA POSTMODERNA: SIMBOLOGÍAS DE SUPERFICIE

SWETLANA HEGER: 'ANIMAL FARM'
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 10/12/09-20/01/10
(artículo publicado en 'Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20384/Swetlana-Heger-en-la-Galeria-Casado-Santapau
Estando como estamos en plena era post-conceptual, es normal que el arte se comprenda a sí mismo como una producción que trata con la abstracta conceptología heredada de la misma Ilustración que le dio acta de nacimiento. Sujeto, sociedad, historia, son sólo algunos conceptos, los más obvios por otra parte, con los que el arte contemporáneo intenta proponerse como legítima producción, en busca de su tan deseada -al tiempo que frustrada- autonomía.
Pero, cuando el sujeto no es más que el fantasma lacaniano que media entre un significado y un significante que nunca vienen a coincidir, cuando la sociedad camina moribunda debido a un pacto social roto y desmembrado por completo, cuando la Historia no es más que un lodazal de microacontecimientos donde toda arqueología no remite sino a elecciones eminentemente subjetivas donde ningún valor resiste al instante siguiente, el arte, o no tiene nada que decir, o de una vez por todas debe de decirlo todo.
Decirlo todo pero sin decir nada, tirar la piedra para esconder la mano: esa, y no otra, ha sido la praxis artística en los últimos decenios. Cómodamente pertrechado bajo la tesis dialéctica, asumida por Adorno, que comprende el arte como la producción capitalista que “se dirige contra lo que forma su propio concepto”, al arte no le ha costado mucho hacer de la contradicción virtud e insertarse dentro de la producción tardocapitalista como un producir más, festivo a veces, frívolo otras, pero siempre con su prurito de vanagloria a cuestas.
Si, según la Escuela de Frankfurt, la sociedad avanza a golpe de contradicción, al arte le bastaba con rudas herramientas bien aprehendidas para dar buena cuenta de cualquier contradicción por insulsa que esta fuese; si, por el contrario, la sociedad se estrategiza según las premisas de Deleuze, al arte le bastaba con subirse al carro de la libido freudiana para, a golpe de trauma mal resuelto, elevar su voz sin decir nada.
Así las cosas, y como ya hemos dicho, o el arte no hace más que pegarse a la moda que en cada momento toca o, por fin, su destino está a la vuelta de la esquina. Por de pronto, Swetlana Heger (Brno, 1968), parece querer apostar por la segunda opción. En este caso, en la exposición que hasta el día 20 de Enero se puede ver en la Galería Casado Santapau, tomando como eje discursivo una “simple” anécdota, es capaz de poner sobre el tapete toda una serie de lugares poco frecuentados por un arte que quizá esté demasiado feliz mirándose el ombligo.



Y lo logra porque, sólo tomándose la Historia muy en serio (pues toda seriedad nace de la “simpleza”), se es capaz de jugar con ella hasta no convertirla, como parece ser lo “obvio”, en un mero reducto escenográfico sino, con mayor maestría aún, cogernos de la mano y señalarnos ahí justo donde irrumpe el fantasma, donde la narración se fractura y el destino se ríe de sí mismo. Heger parece así querer deslizarse por la sentencia de Marx para quién “toda historia sucede dos veces, una como tragedia y otra como farsa”.
En 1961, y siguiendo los dictados de un Khrushchev que quería poner tierra de por medio entre él y Stalin, la Stalin Allée de Berlin Oriental pasó a llamarse Karl Marx Allé y la enorme estatua en bronce del dictador situada en la misma calle fue retirada. Hasta ahí bien, pero lo que se hubiese quedado en un mero dato documental, en un reportaje más o menos al uso acerca de una historia que cargamos a nuestras espaldas sin saber muy bien qué hacer con ella, se torna de repente en certero dardo envenenado.
Porque, lo que poca gente sabe, es que la estatua de Stalin, la gigantesca mole de bronce retirada por cuestiones ideológicas, fue fundida y distribuida por diferentes parques de Berlín en forma de diferentes animales. Así, la genealogía que propone Heger nace viciada desde el comienzo. No es ya sólo que la Historia camine a golpe de marcha militar y que sean los vencedores quienes la escriban, sino que, en el mero hecho de señalar, de mirar, de hacer subir a la superficie, la Historia se atrofia en una necesidad que nunca coincide con los dogmas que se le suponen.
La exhausta documentación propuesta por Heger pone el dedo en la llaga que otros querían ocultar: que ni a golpe de contradicción ni vía estrategia de corte libidinal. Reasignando significados, recontextualizando acontecimientos, apelando a reciclajes semióticos: así y sólo así es como la sociedad tardomoderna avanza paso a paso. La Historia se ha convertido en nuestro enésimo juguete y de ella disponemos, como nuevo fetiche que es, según capricho. En definitiva, la Historia se ha convertido en un producto cultural más y, como tal, es susceptible de ser modelado y reproducido a elección.
Hasta aquí las premisas de un arte que logra dirigirse a la propia línea de flotamiento. Pero, como era de prever, las consecuencias llegan tan lejos como uno quiera. Porque, al mismo tiempo que la Historia se recodifica simbólicamente, su propio exceso, su tragedia innata, es reducida al mínimo, a un juego amanerado y simplista donde no hay vencedores ni vencidos, donde el buenrollismo es pathos universal y donde nuestro destino queda reducido a un día en el parque con bonitas esculturas de animalitos que contemplar.
Quizá sea eso, que ahí donde nos lleva la mirada de Heger sea a la irrenunciable capacidad del ser humano de tomarse a sí mismo tan en serio y tan dramáticamente como sea necesario. Porque la contradicción está ahí mismo: ¿qué es preferible -llegamos a preguntarnos- un “animal farm” (siguiendo el ineludible guiño a George Orwell en el título de la exposición) como gulag comunista, o un “animal farm” de naderías anti-heroicas y anti-ideológicas, donde nuestra tragedia quizá sea la peor de todas: a saber, que ningún pasado vale tanto como la nada del instante presente, donde todo se desmorona en la idiota contemplación de animalitos hechos de bronce?
Evidentemente la segunda. Pero, ¿porqué hemos perdido tanto en el camino?, ¿porqué para olvidar la tragedia de toda historia (y no olvidemos que nosotros mismos estamos hechos de historias) hemos de apostar por la farsa que Marx predijo? Y, por último, ¿cómo es posible que nos sintamos tan cómodamente adocenados en esta supuesta farsa?

viernes, 11 de diciembre de 2009

HISTORIAS REVISITADAS: EN BUSCA DEL PERSONAJE PERDIDO


DORA GARCÍA:"PIEZAS HABLADAS"
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 27/11/09-10/01/10
(artículo publicasdo en 'Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20369/Dora-Garcia-en-la-Galeria-Juana-de-Aizpuru'La exposición que actualmente y hasta el día 10 de Enero se puede ver en la Galería Juana de Aizpuru ahonda en la temática que la artista Dora García (Valladolid, 1965) ha querido hacer suya desde casi sus inicios. Problematizar, por una parte, las relaciones que pudieran existir entre autor, obra y espectador, y, por otra, valerse de las nociones de personaje e historia para, al hilo de determinadas narraciones, hacer saltar la paradoja y la contradicción gracias a un brillante uso de la discursividad imaginaria, han sido, y por lo que parece son aún, los dos ejes sobre los que se asienta una de las artistas de más hondo calado del panorama español.
La obra titulada "Insulto al público, adaptación" (2009) abre la exposición y consiste en el registro sonoro de la presentación en directo de la propia pieza en la pasada edición de la Bienal de Lyon. Una voz en off interpela al público de manera nada condescendiente. La obra apunta a poner en jaque las expectativas que un espectador medio y convencional trae consigo a la hora de entrar en un museo o galería.
No se trata de que la obra trate de afianzarse como el enésimo tour de force a la hora de tratar de espabilar al público, de buscar una interacción que dé sentido a la obra de arte, ni de plantarse burdamente y por la cara en los terrenos de una experiencia estética que, desesperada, sólo logra ser vivida desde el menosprecio, la virulencia y el insulto gratuito.
Y no es así porque Dora García no trabaja desde el exterior del arte sino que, sabiendo que el arte es eminentemente reflexivo, trabaja en los límites de su propia endogamia: la “institución arte”. En este sentido, puede venir al caso la apreciación de Perniola de que el público, el gran público de profanos constituido en la clave del éxito de las operaciones artísticas, queda definido como el propio exceso del arte. Es decir, aquellos que denuestan al arte moderno, son precisamente sobre los que se asienta el actual statu quo de la institución arte. Desactivar por tanto toda expectativa, desanclar las motivaciones personales o de grupo que puedan suponerse como válidas, desconfiar de criterios universales mediante una sátira despectiva tanto hacia el mundo de los profanos como al de doctos conoiseurs, es la manera más precisa de problematizar una institución que, como la del arte, se congratula de tener al enemigo en casa.
En la segunda obra, "¿Dónde van los personajes cuando la novela se acaba?" (2009), un vídeo dual entreteje una ficción que, pese a saberse mentira, es sostenida por los protagonistas. En ellos, dos personajes “reales” dialogan con dos personajes “ficticios”. A medio camino entre la realidad y la ficción, el vídeo aboga más bien por una eliminación de tal oposición al tiempo que evidencia la invisibilidad del concepto de autoría o de artista.


Finalmente el vídeo "El que todo sea diferente no quiere decir que haya cambiado algo: Lenny Bruce en Sydney" (2008) acentúa de manera magistral la idea de “mundo en construcción” de la que Dora García siempre ha hecho gala. Una vez que la Historia se escribe como suma de microaconteceres, que el nudo gordiano de su efectuación dialéctica se ha desvanecido en manos de una pluralidad casi infinita de legitimaciones siempre en movimiento, el arte debe y puede sumarse a esta nueva lógica de lo micro para elaborar, lejos de esa mismidad impuesta desde los órdenes preestablecidos, un ámbito para el surgimiento político y social de lo nuevo.
El 6 de septiembre de 1962, Lenny Bruce saludó al público que había ido a ver su única actuación en Sydney con un “¡qué audiencia tan jodidamente maravillosa!” que fue tomado como un gesto obsceno y que le costaría la inmediata salida del país para no volver jamás. Casi 46 años después, el 19 de Junio de 2008, Dora García da por fin la palabra a Lenny Bruce y consigue que en la Bienal de dicha ciudad tenga lugar la tan esperada actuación.
Inmiscuirse de lleno en la lógica de una historia que se comprende desde la contingencia consiste precisamente en eso: en abrir suturas en lo ya establecido, en llevar a cabo la representación de lo que nunca sucedió.

Como la interpretación que del “Tiempo perdido” de Proust hiciera Deleuze comprendiendo “el tiempo perdido” como aquel nunca efectuado, como la contraefectuación en el pliegue de lo que de verdad sucedió, Dora García propone una historia siempre revisitada, una historia como pluralidad cambiante más que como densa mismidad.
Y es que para la artista vallisoletana no hay dicotomía entre realidad/ficción. Toda la historia es la ficción con que nosotros como personajes, como público protagonista, acudimos a una realidad con el único propósito de lograr aprehenderla. En definitiva, si la realidad es una ficción historiada, el arte ha de comprenderse y ensayarse desde esos mismos parámetros: toda historia es posible porque todos nuestros mundos son construidos como una ficción necesaria y, sobre todo, imaginada.

jueves, 10 de diciembre de 2009

LUGARES PARA UN ARTE NO TAN INÚTIL


CARLOS SCHWARTZ
GALERÍA FÚCARES: 26/11/09-23/01/10

El arte, pese a quien pese, hordas de dogmáticos buscadores de glamour de tinte tecnoexistencial, no viene a ser un método epistemológico, ni educativo, ni tan siquiera vivencial. El arte es un grito, un desgarro, un grito en la arena de la playa más desierta. El arte duele y si no te desangras con él, es que no has entendido absolutamente nada. Pero es que, a fin de cuentas, ni tan siquiera el ‘entender’ tiene razón de ser. Mero fetiche, eso es lo que es. Comprender para dar que hablar y seguir jugando.
El arte se ha hecho tan sutil, tan contradictorio en los términos, que su método no es ya sólo que esté cifrado, sino que apunta hacia un trascender que, él mismo, se apura en disfrazar atiborrado como está de frivolidad.
Si nos atenemos a la historia reciente del arte, el conceptualismo fetichiza ideas igual que el pop fetichiza por la geta, y sin que nadie tenga el desparpajo de rompérsela, la propia obra de arte como mercancía. Y seguimos: lo abyecto fetichiza la diferencia sexual freudiana al igual que el apropiacionismo fetichiza la misma imagen para devolverla re-cargada y re-codificada en un juego tal absurdo como enigmático.
El arte, en definitiva, arrasa con todo lo que se ponga en su camino y sigue tan pancho en este desierto que habitamos. Nada le duele porque lo cierto es que la premisa ilustrada de dar estabilidad a la economía de la representación nació viciada desde un principio. Es decir, nada le duele porque, ni más ni menos, así ‘tenía’ que ser.
Arte como lugar del autoconocimiento del Espíritu Objetivo, estética como praxis desinteresada, como estadio existencial, son alegatos, las más conocidos sin duda, que han ido a parar al páramo aterrador de hoy en día, donde la “pérdida del valor simbólico de la cultura” que se atrevió a entrever Lukács, ha acabado convertido en pathos vertebrador de una sociedad incapaz ya de darse razones.

Hoy, cuando, y siguiendo a Virilio, la velocidad límite de la dromótica del signo ha sido alcanzada, cuando “la reducción semiológica de lo simbólico constituye en puridad el proceso ideólogico” marcado por la postmodernidad (Baudrillard), cuando por tanto, el dar razones para apurar un último sorbo de emancipación coincide en el espejo del fantasma con su reverso más tenebroso (ya dejó apuntado Zizek que un vistazo a lo noúmeno de la libertad vendría a ser como adentrarse en lo más sórdido del infierno), nada simboliza nada ni nada significa nada.
Armados con estas ideas, recalcitrantes casi ya a costa de ser repetidas, la exposición de Carlos Schwart en la galería Fúcares adquiere tintes cercanos a lo chamánico. Escaleras que dan a ninguna parte, escalas que se elevan sin razón alguna, rampas que conducen a ningún lugar, luces que iluminan inútilmente, es la estrategia que ha puesto en marcha aquí el artista para hacerse oír en el desierto de un arte que agoniza de sobrepeso.
Porque, cuando lo obvio es canon estético, cuando el minimal se solapa con el ‘ambience’ más retro y caustico, promover ideas estéticas que se acerquen sin quemarse en la hoguera de lo ordinario, adquiere, como hemos dicho, maneras casi de quiromántico.
Schwartz va al centro del asunto y, pese a las dificultades que supone levantar su discurso, los efectos son demoledores. El sinsentido del sentido, lo ornamental de la nada, la utilidad deconstruida a golpe de vista, todo ello hilado magníficamente con la utilización de neones que distan años luz de los efecto perseguidos por un Eliasonn o un Turrell.

Difícilmente encontrar más extrañamiento en lo ordinario, difícilmente encontrar más autocuestionamiento en la aparente inutilidad. Sus lugares remiten a la luminosidad de lo sagrado en contacto directo con lo matérico, con la ordinario que supone el avanzar, el subir o el escalar. Si, en terminología fenomenológica ‘a lo Heidegger todo objeto debe ser comprendido como “ser a la mano” debido a su carácter de valer para algo, de servir a un fin, las topologías industriales de Schwartz son decapitadas de eso mismo en lo que se asienta la industria: de significado y de utilidad.
Y es que lo sobrecogedor de estas instalaciones es que logran orientarse hacia allí donde el arte parece ya no querer saber nada: si como dijo Ortega “yo soy yo y mis circunstancias”, lo que está claro es que, para el habitante telemático de la postmodernidad, nada hay más dudoso que unas circunstancias, las nuestras, cortadas todas por el mismo patrón del fetiche en que toda mercancía ha de proponerse para ser al menos hecha visible.
Así por tanto, estas obras a medio camino entre la instalación minimalista, el ambience lúdico y el campo escultórico, consiguen que aún hoy el mero hecho de la contemplación nos subyugue hasta el punto de des-orientarnos aún más. Pero, como dijimos antes, ¿no es esa la misión del arte, gritar desorientados y perdidos para lograr siempre una circunstancia nueva, una orientación que nos pierda un poco más? Lo dicho, el arte será aterrador o no será.

lunes, 30 de noviembre de 2009

APOLOGÍA DE LA CEGUERA


CARLOS LEÓN: 'SUPERPOSICIONES'
GALERÍA MAX ESTRELLA: 10/11/09-10/01/10


El pliegue se ha cerrado. El tiempo queda desanclado de su origen. Como dijo Canetti, la historia, desde cierto momento, desde la sutura del pliegue si no incluso antes, ha dejado de discurrir.
¿Qué queda entonces? Si como decía Brea en uno de sus ensayos sobre el efecto barroco en la postmodernidad, “el espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce”, lo cierto es que dicha máquina ha sufrido un colapso, un fallo, un accidente debido a la hiperactividad que todo simulacro conlleva.
Tensionado hasta los límites de la semiótica barroquización del mundo, el hecho mismo de significar ha devenido fantasmagoría pura en un mundo en el que la diferencia entre espacio profano y espacio sagrado (en terminología de Boris Groys) se ha convertido en una fina y permeable membrana que hace que el ansía por lo novedoso, por la novedad, la convierta en algo tan inestable que el propio hecho de significar, de representar, haya terminado por rendirse a los dictados del oprobio tardocapitlsita.
Todo vale otra cosa, todo remite a otro lugar, todo señala el lugar vacío. ¿Y el arte entonces? El arte, como teorizó Sloterdijk, se repliega en sí mismo, como apunta Perniola, permanece en la sombra. Pero, es eso, y también mucho más. Es saber que, a estas alturas del partido, o quedan ya sólo los minutos de la basura y lo suyo es esperar momentos mejores, o todo queda aún por definirse. Así, quizá es que el arte haya hecho dejación de principios viendo lo que se le viene encima, pero también, y aquí es donde creemos no equivocarnos, permanece ahora más que nunca ensimismado con su propia negatividad, con sus excesos originales, que no son otros que hacer de lo invisible lugar para la resistencia, para, de una vez por todas, en el límite que la absoluta cosificación de la obra como mercancía propone, verse libre de la primacía de lo visual y proponerse como negatividad pura
Si como decía Benjamin los objetos se nos han venido encima, el arte sabe que su estrategia ha de ser, se quiera o no, definitiva: retirarse a ámbitos de lo invisible, extremar la negatividad inherente al concepto de arte y proponerse como resistencia en el límite de lo visible.



Quizá fue Lyotard el primero en percatarse de tal momento de gloria del arte cuando todo parecía perdido. En el prólogo al libro de escritos de Kosuth sobre la supuesta tautología conceptual sobrellevada al arte, el filósofo francés escribe: “lo perceptible no se percibe completamente; lo visual es más que lo visible”. Y continúa: “la tautología visible y legible This is a sentence, insinúa la frase antinómica necesariamente ilegible This is not a sentence, but a thing.”
Una cosa, a thing, das Ding, dice Lyotard. El arte, en su exceso, en su no-coincidencia consigo mismo es una cosa que falta siempre a su lugar. Estamos en los alrededores de lo psicoanalítico: lo siniestro es la alteración de lo que se da a la visión, lo que se supone que tendría que estar ahí; el objeto perdido pese a la promesa de que nunca faltaría a la cita. Es la mirada, la mirada de la falta del objeto, la mirada que descubre la falta genital de la madre, y que inaugura el trauma. Lo originario queda por tanto ligado a la ceguera de la mirada, la mirada que mira sin ver.
El origen del arte, ahí de donde le viene toda la negatividad que después ha ido desarrollando como producir ilustrado, coincide con la ceguera del ver, con la mirada que no mira nada salvo la falta del objeto a su lugar.
En este sentido, lo siniestro en Lacan sería la imposibilidad de lo Real, la evidencia del lugar vacío. Sería un más allá al “realismo traumático” sostenido por Hal Foster a la hora de trazar las líneas maestras de un arte que operaría “desde lo real entendido como efecto de la representación a lo real como evento del trauma”. Porque, en este sentido, la invisibilidad del arte de lo siniestro sería evidenciar ‘la falta de la falta’, darse de bruces con el hecho de que la mirada traumática de lo Real, una vez agujereada la pantalla-tamiz, no consiste en abyecciones escatológicas o hiperrealistas como pruebas del trauma, sino en la angustia del no ver nada.
Quisimos ver y, de tanto ver nos hemos quedado ciegos. No es sólo la premisa de Baudrillard de que el arte postmoderno produce imágenes donde ya no hay nada que ver, sino que hemos visto la escena primordial, el acontecimiento originario: que, tras el señuelo, no hay nada. Lo siniestro es precisamente eso: la imposibilidad de lo Real como lugar vacío y ante el cual nuestra mirada ya nunca más podrá ver.
Las pinturas de Carlos León que actualmente se pueden ver en la galería Max Estrella, parecen querer seguir esta atrofia del ver que hemos intentado delinear hasta aquí. Sus obras parecen cercanas a las representaciones románticas de bosques y paisajes, solo que hipertrofiados en la vorágine de la imagen, anuladas por las interferencias y fricciones de un representar que, una vez alcanzado el límite de su semiótica, se deshacen en borrones, en manchas, en estratificaciones procesuales como huellas de la hiperactividad libidinal capitalista. Sus obras, por tanto, parecen evidenciar que, como ya hemos dicho, ya no hay nada que ver.
Sus pinturas ejemplarizan lo siniestro del paisaje postmoderno: después de la física y de la metafísica, nos encontramos en la patafísica de los objetos y de la mercancía, en una patafísica de los signos y de lo operacional. Lo mismo que teorizó Virilio: después de que el objeto fuese masa, después también de que su esencia fuese la energía, ahora le toca el turno a la información como esencia del objeto. Así por tanto, todas las cosas quieren hoy manifestarse. Los objetos técnicos, industriales, mediáticos, todos los artefactos quieren significar, ser vistos, ser leídos, ser registrados, ser fotografiados, ser museografiados. La conclusión, una vez más, es más que obvia: la dromótica de la velocidad límite del signo-mercancía hace que, después del accidente, ya no quede nada que ver.



La realidad ha devenido lugar insoportable, lugar de la ceguera y del vacío. Lo Real se ha convertido en imposible: la angustia nos esencia porque no vemos ya más que la huella de una huella, la falta de una falta. Borrones, interferencias, fricciones, cúmulos, inestabilidad procesual. No se puede hacer más. Carlos León es pintor abstracto y sabe que, en el límite, lo abstracto ah de coincidir con el repliegue de la representación en sí misma, en el pliegue hipertrofiado en una mirada incapaz ya de ver nada. El arte se compunge ante esa doble caricatura que hace de la necedad status estético y de la frivolidad ámbito desde el que postular la completa simbiosis entre arte y vida. Es su otro, su cosificación redundante en publicidad la que ha logrado tal simulacro. Después del hiperrealismo traumático, del hiperrealismo de lo abyecto, el arte sabe bien cual es el siguiente paso: recluirse, hacerse invisible siguiendo los dictados de su original negatividad.
Sólo así el arte puede dar cuenta de su original negatividad y postularse como ámbito de resistencia. Porque, ¿cuánto tiempo soportaremos así?, ¿cuál es nuestro destino como ciegos habitantes en la superficie libidinal del simulacro hipercapitalsita? Esperamos el Accidente. La máquina fallará y todo saltará hecho añicos. Pero lo realmente siniestro es que, como siempre, la negatividad del arte irrumpe con su afilado corte: si no cabe ya nada que ver, es porque lo hemos visto todo y sabemos que, detrás de lo Real…no hay nada. Es decir, nada saltará por los aires y aún así hemos de resistir. ¿Porqué?, ¿para qué? Somos siniestros, muy siniestros…

martes, 24 de noviembre de 2009

LA COCINA DE ABRAMOVIC: MISTICISMO ENTRE PUCHEROS


MARINA ABRAMOVIC: 'LA COCINA. HOMENAJE A SANTA TERESA'
GALERÍA LA FÁBRICA: 06/11/09-12/12/09
(artículo originalmente publicado en 'Revista Claves de Arte': http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20333/Marina-Abramovic-en-La-Fabrica-Galeria)

Cuenta Mario Perniola que Giorgio Agamben, al presentar al público italiano la obra de Guy Debord, estableció una sutil conexión entre el concepto de ‘situación’ y la idea nietzscheana del Eterno Retorno de lo Mismo. Según él, añade contra lo que pudiera pensarse, la situación no es ni la espontaneidad creativa que huye de cualquier objetivación, ni la vitalidad desbordante que no se deja atrapar en ninguna forma, ni mucho menos la liberación de la subjetividad. Concluyendo, la situación es un tránsito de lo mismo a lo mismo, mediante el cual se establece una diferencia radical.
Así, más que liberación de procesos constitutivos de la subjetividad, la situación se comprende mejor como evento en el que surge la sorpresa, la diferencia, que permite el desvelamiento de un momento del proceso formador de la propia subjetividad. Es decir, al igual que no hay subjetividad sin repetición, tampoco hay situación sin repetición.
Incluso ya en la propia definición de discurso performativo, discurso incapacidad de ser reproducido o repetido según Austin, está ya asumida esta necesidad, por otra parte imposible, de repetición para poder plantearse como diferente. De igual manera, para Derrida, la escritura performativa promete fidelidad sólo a la pronunciación de la promesa: ‘yo prometo proferir esta promesa’. Es decir, solo en el discurso que se erige como mismidad absoluta de sí mismo, cuya repetición es inviable, se es capaz de trascender el corto ámbito de un presente siempre el mismo. La promesa, como la muerte, como el rito, son acontecimientos performativos que se deslindan del presente-ahora para plegarse al tiempo pasado (quizá incluso un pasado que nunca fue) y al futuro (quizá también un futuro que nunca sucederá). La performance, en definitiva, tiene la cualidad de integrar los tiempos.
Armados con estas armas, la obra de Marina Abramovic (Belgrado, 1946) se comprende de manera casi inmediata. Porque lo radical es entonces no entender sus performances como momentos liberadores, sino como el intento de que surja lo ya olvidado, lo ancestral casi de un rito iniciático donde la subjetividad empieza a levantar el vuelo.
Su cuerpo, flagelado, torturado incluso, no sufre en busca de un camino a través del cual encontrarse ni tampoco mediar en una ascética de la trascendencia, sino que se trata de repetir a las bravas el camino gestado en una historia milenaria que entiende y sigue entendiendo la subjetividad como el traer a la presencia aquello que choca, que vibra en una conciencia que huye de vacíos y nadas y que se comprende siempre como exterioridad pura.
Bien puede pensarse que la frontera, en el límite, es siempre demasiado débil y permeable, pero sus performances están más cerca de desvelar el misterio que para el propio superhombre supone una conciencia que consigue sellar el pacto entre ‘ser’ y ‘deber ser’ merced a un amor al destino casi beatífico, que del chamán o yoguini más preocupado con fusionarse con la eternidad de una nada, aunque sea una nada en la pueda caber todo.



En esta ocasión, la exposición que hasta el día 12 de Diciembre acoge la galería La Fábrica de Madrid, consta de cerca de media docena de fotografías cuya temática son las performances que sobre la vida de Santa Teresa de Jesús hizo la artista en la cocina de La Laboral de Gijón. En ellas, más que apelar a la fisicidad corporal, se hace remitir a los propios límites mentales del cuerpo y a la relación que pueda haber entre ellos. En ellas son tratados temas como el misticismo, la levitación, la meditación o la contemplación. Pero estamos en las mismas: no se trata de una mística tomista como camino de acceso a Dios, sino de una mística que nace como poder mental en relación directa con un cuerpo. Casi estas performances dan ‘cuerpo’ a lo que una vez dijo la propia artista: “mi cuerpo es a la vez condición, oportunidad e impedimento; un punto de partida existencial para cualquier desarrollo espiritual”. Porque, a fin de cuentas, y a pesar de los avances científicos, nuestras preguntas se mantienen aún cercanas a plantearse un dualismo de corte cartesiano. Y es que lo cierto es que nos sigue fascinando ese ámbito de lo incognoscible, el umbral en que nuestra mente se separa del cuerpo o viceversa, el límite en el que el cuerpo deja de ser útil para convertirse en una cárcel. Y, en definitiva, quizá también por ello, y a pesar del nihilismo embaucador del que ha hecho gala a lo largo del último siglo, no sepamos otra manera de pensar que no haga pie en la repetición de un retorno que sea siempre el mismo: en la mismidad, bien lo sabe la economía del capitalismo y la mercancía, está siempre la salvación.
Por tanto, transgredir el límite, poner un pie en el abismo de un tiempo, el performativo, que no sabe de identidades ni de idealidades: lo propio de Abramovic es abrir la herida del tiempo y medir su propio tiempo a través de su cuerpo. El tiempo entonces queda restituido merced a una innata capacidad de ‘dar tiempo’ que el rito tiene y que se efectúa en relación directa siempre con el cuerpo, ya sea este entendido desde la primacía de una fisicidad tan abruptamente entendida como cualquier corte en la viscosidad sangrante de la carne, o como el efecto de superficie que responde a ese algo más con lo que siempre viene a chocar una mente que trabaja en los límites de un exceso que necesita plegarse a los dictados de lo Mismo.
Si el año 2010 será el año Abramovic debido a la gran retrospectiva que de ella se espera en el MOMA de Nueva York para este próximo Marzo, con esta exposición en La Fábrica se da el pistoletazo de salida a lo que será el siguiente año para la artista y Madrid: Abramovic abrirá las puertas del Teatro Real para llevar a cabo una performance de 4 horas, ‘La vida y la muerte de Marina Abramovic’, además de la más que posible itineración de la exposición neoyorquina en el MNCARS.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

UTOPÍAS DE HORMIGÓN


PIER STOCKHOLM
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 27/10/09-05/12/09


Si algo ha ayudado a la arquitectura a labrarse una posición dentro del campo de las artes desde luego que es el caudal de utópica reflexión que es capaz de poner en movimiento a lo que primero cabría apelar.
Tanto es así que hasta el momento en que la arquitectura no se vio liberada de su carácter de mera ‘tecné’, hasta que dejó de plantearse como un saber sobre la construcción de viviendas, la arquitectura era condenada sin ningún tapujo al último escalón dentro de las artes.
Pero lo cierto es que, callada, silenciosa en su postración, la arquitectura sólo esperaba su momento: lo descomunal, el mausoleo gigante, el lugar ideal en el que se desarrolla una ciudad o incluso un país, todo ello puede ser plasmado sobre un papel de manera que, aunque se sepa es algo imposible de llevar a cabo, plantee, dentro de esa misma capacidad utópica que hemos indicado, una nueva forma de pensar las relaciones del ser humano con el entorno que le rodea.
De esta manera, la arquitectura guarda hoy en día en su seno mayor potencial que muchas otras prácticas artísticas: la reflexión que se ha de hacer previamente a la propia construcción conlleva en sí misma una potencialidad utópica desconocida para la práctica totalidad de las demás artes.
En su faceta de pensar utopías, la arquitectura se sitúa por pleno derecho como una de las artes más específicas de cada tiempo. Y es que, a fin e cuentas, todo habitar conlleva siempre una metafísica y es en sí mismo una cuestión política. Así, de Piranesi a Virilio, la arquitectura hace gala de un poder de reflexión sobre el futuro que se acerca a veces a pura ciencia ficción pero que, al mismo tiempo, pone al ser humano en contacto con lo más primigenio de su esencia: habitar un lugar, darle forma, producir en él y desde él.

No es entonces circunstancial el punto de contacto que pudo haber rastreado Foucault en su genealogía del saber con los dibujos de cárceles de Piranesi: con la autonomía del sujeto que nace en la modernidad, el espacio pasa a ser un dato subjetivo, no algo dado ya de antemano. Es decir, el individuo, situándose en el espacio circundante, puede generar o percibir el espacio de manera exclusiva. Pero siendo como es la razón ilustrada deudora de su propia contradicción interna, ¿qué pasa si ese sustrato que es el espacio no se da o si el sujeto es imposible de tenerlo claro? A eso es a lo que da respuesta precisamente Piranesi. De acuerdo que el espacio es ahora solo posible si el sujeto lo recompone en su mente. Pero las cosas se tensan, las escaleras de sus cárceles no terminan, o terminan para comenzar de nuevo detrás de un pilar, las puertas no van a dar a ningún lugar, los puentes se entretejen entre ellos dando lugar a situaciones arquitectónicas imposibles. Conclusión: el apenas emergente sujeto emancipado es libre… ¡para perderse! O, mejor aún, es libre sólo para que alguien le indique la salida.
Quizá los últimos utópicos que hayan podido utilizar el dibujo dentro de esa vertiente utópica y metalingüística a la que nos hemos referido, puedan haber sido Rem Koolhas con su ‘Delirious New York’ y Bernard Tschumi. Una vez derruido el funcionalismo pragmático y el racionalsimo metodológico del que hacía gala la modernidad, había que sentar las bases (o quizá trascenderlas) a golpe de boceto utópico de lo que sería la nueva construcción.
La exposición que actualmente se puede ver en la galería Casado Santapau y que tiene a Pier Stockholm como protagonista, parece seguir estas mismas derivas metalingüísticas y utópicas del dibujo arquitectónico. Bajo el lema que reza en una de las paredes de la galería, “God (and L. C.) promises a safe landing, (but not a calm voyage)’, su obra parece vérselas cara a cara con el legado arquitectónico de Le Corbusier. En sus bocetos pueden verse edificios que explican por si solos una época, como puedan ser la Villa Saboya o la Cité Radieuse, alterados en escala y relación, o nadando bajo el peso ingrávido de una gravedad cero que lo hace desconectarse de su eminente carácter funcional. Otras veces se trata de un cruce de caminos entre el edificio en sí y unas columnas griegas que hacen de inusitados ejes de perspectiva.



Quizá lo común a todos los bocetos sea una extraña sensación de movimiento, de extrañamiento cinético frente a unas formas que nos son del todo conocidas. Pero hasta ahí creemos que llega todo. Sin duda alguna, el apelar al arquitecto suizo para plantear una suerte de utopía deconstructiva más que constructivista, se nos antoja un esfuerzo que, al igual que los edificios que propone, se desfondan en una modernidad que ya ha sido ampliamente superada.
Pero, aún así, quizá toda la gracia radique precisamente ahí, en vérnoslas con una sociedad, la nuestra, que sigue atrofiada en la densidad burocrática que llevó a Le Corbusier al fracaso, se mire por donde se mire, de su ciudad hindú de Chandigarh. Porque, al igual que él, nosotros también fracasamos al plantear una sociedad igualitaria y justa que, por el contrario, no hace más que crear puntos dinámicos de entropía cero donde las estructuras de control y la topología de las redes sociales se transforman en macizos de hormigón que disimulan a la hora de deslizarse por la pendiente del simulacro global.
Ver el diálogo absurdo entre la modernidad y los ornamentos griegos, descubrir aún la construcción sobre unos pilotes que se hacen puntiagudos antes de saber que no hay ya suelo que les afiance, comprobar los rudimentos del brisoleil en la época de la cibernética, quizá no tenga más que una salida airosa: crear con ellos una nueva forma de ruina para desde ahí, con toda la candorosa inocencia de la que se pueda hacer gala, plantear nuevas soluciones para unas sociedades que se periclitan en fosilizados y burdos mamotretos de hormigón.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD: RAZONES PARA EL ARTE EN UNA SOCIEDAD SINRAZÓN


VV.AA: 'LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD'
SALA ALCALA31: 8/10/09-22/11/09
(publicado originalmente en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=356)

Bajo el significativo título de ‘Libertad, igualdad, fraternidad’ la exposición que actualmente se puede ver en la sala Alcalá 31 de Madrid intenta generar un diálogo entre artistas españoles y franceses intentando prefigurar cual haya podido ser la historia de estos tres conceptos y, más aún, la forma actual en que dicha proclama, casi fagocitada en la era postmoderna como ridículo eslogan, sigue ocupado un lugar preeminente en cualquier discurso. Sin embargo, y casi como corolario, otra problemática al menos igual de interesante surge al recorrer esta exposición: enfrentando el arte al verdadero núcleo gestante de la Ilustración hace que él mismo, como propio producto ilustrado, se vea apelado por esos mismos fundamentos que no ha tardado en dejar olvidados en cualquier rincón. Por tanto, no sólo pensar estéticamente en la libertad, sino, y casi con mayor urgencia, ¿es capaz aún el arte contemporáneo, tildado de frívolo y elitista, de vérselas con el núcleo duro de su utópica legitimación?
El retraimiento del arte a posiciones en las que el objeto se ha evaporado o en aquellas otras que enfatizan lo efímero del arte, si no incluso su mera frivolidad consumista, no son sino una consecuencia de esta espera fantasmagórica en la que la razón postilustrada nos tiene sumidos. Porque, agazapados como estamos en esta razón fracturada cuya única dialéctica es la de o no ser capaces de desear el futuro (Jameson) o imaginarlo únicamente como catástrofe, (Sontag), habitamos la ambivalencia de no desfallecer aún en nuestras posiciones ilustradas y, en palabras de Benjamin, no olvidar la “oportunidad revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido”.
Ya solo el plantear una exposición como esta es decir bien a las claras que no todo da igual, que aún es necesario sellar la sutura de la injusticia y que nuestra razón ha de vérselas con una responsabilidad que trasciende los meros impases del “ahora” para afianzarse como solidaridad entre generaciones. En este sentido, no hay futuro sin la conciencia clara de un pasado oprimido.
Coincidiendo en que fue Hegel el primer filósofo que se las vio directamente con la modernidad de una razón que siempre peca por exceso o por defecto, quizá el problema no sea muy distinto al que tuvo que enfrentarse él mismo: ¿qué hacer con la Historia, con nuestra Historia? A este respecto, quizá convengamos con Habermas en que nuestra posición hoy en día no dista mucho de ser semejante a aquella de los jóvenes hegelianos, tanto de derechas como de izquierdas. Para ser más concisos: sabedores de que el desgajamiento de la omnipotente razón ilustrada llevada acabo por Kant ha terminado tanto, vía unión del Estado con la sociedad, en una burocratización de toda estructura emancipadora a la manera de Weber, como, vía enfatización de momentos negativos, en un guiñapo de razón genuflexa ante el poder dogmático del signo, hemos de vérnoslas con una Historia que no ceja en su empeño de devolvernos la ulterior posibilidad de una redención definitiva, de un tiempo donde no habrá víctimas y todo será restituido.
Quizá nuestro cinismo nos lleve a haber capitulado con la Historia en una postmodernidad tan vacía en las formas como en los contenidos, pero detrás de toda esa máscara no se esconde sino el más aterrador de los gritos: aquel que ni siquiera nuestra hipertrofiada humanidad en la modorra de la que hacemos gala conectados a cualquier pantalla logrará nunca silenciar.
La paradoja fundamental de la razón es que, teniendo al principio de subjetividad como principio rector, su más elemental proyección no puede seguirse sino de una primaria objetivación que de sí mismo hace el sujeto: el sujeto ha de tornarse en objeto. Por tanto, roto desde sus fundamentos la reconciliación que se le suponía a la autoconciencia emancipada (imposibilidad por esa duplicidad que como sujeto y objeto la subjetividad hace de sí), se le hace indispensable una proyección intersubjetiva que, además de problemática, rompe por completo el absolutismo previsto para el sujeto. Es decir, el sujeto se ve incapacitado para fundamentarse en la propia libertad que dice esenciarle.

De esta manera, la modernidad nace enferma, como un remiendo de sí misma; emerge en discordia consigo misma, y su historia no es sino la historia de esta ocultación original.
Si bien palabras tales como libertad o fraternidad siguen ejerciendo la tan consabida fascinación, pocos son los que aún desconocen que detrás de ellas no se haya sino el simulacionista juego de espejos en que la realidad global ha devenido. Sin embargo, no es sólo que la tradición sea la tradición, o que sigamos aún recelosos en nuestra parcela del ‘como sí’, sino que, si la razón ilustrada llevaba en su germen sus propia paradoja, tres cuartos de lo mismo le sucede a esta forma tan nuestra de dar soluciones a golpe de emancipación semiótica. El propio Derrida lo sabía: “tan pronto como se intenta demostrar que no hay significados trascendentales o privilegiados y que el dominio o juego de la significación ya no tiene límites, se debe rechazar incluso el concepto y la palabra de ‘signo’, que es precisamente lo que no se puede hacer”. Es decir, el dilema epistemológico de la postmodernidad no es ni mucho menos, desde sus fundamentos, ajeno a la propia dimensión contradictoria de la episteme moderna.
En este sentido, la implosión límite del signo aparece como el deseo de muerte de un humanismo fallido, en el que el capital y la cultura de masas resultan culpables de, como dría Adorno, “la eliminación de lo trágico”. Hoy en día, cuando la implosión del signo ha trasgredido sus propios límites y parece periclitada en un colapso endogámico al propio sistema del capital, ¿qué lugar ocupa palabras tales como libertad, fraternidad, o igualdad? O lo que es lo mismo, ¿cuál es nuestra relación con la Historia?
Sea como fuere, las respuestas no pueden ser muy alentadoras. Este pensar la razón que solo cabe entenderlo desde la modernidad como crítica de la razón, se ha devaluado tanto que hoy en día, privando “de su aguijón dialéctico a la crítica de esa razón contraída a racionalidad con arreglos a fines” (Habermas), deambula fagocitada en un mundo en el que todo el mundo la mira de soslayo. El ‘negocio’ de la crítica de la razón ya no apela a ningún “bando”: cado uno toma de ella lo que necesita para seguir sobreviviendo y salir pitando.




Y es que, cuando la razón ni unifica ni supera oposición alguna, ¿de dónde hemos de sacar aún fuerzas de flaqueza para seguir arrastrando tesis como al de la igualdad o libertad? Y, más aún, ¿por qué seguir enfangados en tales disquisiciones si desde Lyotard sabemos que la única legitimación que se le pide al discurso del saber es que se sustente en el principio de ser producido para ser cambiado y vendido?
A modo de breve historiografía de una razón desgarrada desde su mismo acta de nacimiento, si las derechas trivializaron la razón en una especie de vaga facultad del entendimiento y, cerrando los ojos y prometiendo que dicha fractura se llenaría gracias a flujos de capital, no consiguieron sino supeditar toda razón a una racionalidad con arreglo a fines, por su parte las izquierdas, errando el tiro desde el principio, no hicieron sino cosificar dicha diferencia cegados por las promesas que todo signo guardaba detrás de sí: ¿quién les dijo que detrás de toda emancipación semiótica algo revertiría a la hora de afianzar una subjetividad que seguía viéndolo todo desde su postración?, ¿quién les dijo, por ejemplo, que debajo de una pleitesía a lo inconsciente vendría una proporcional dosis de libertad? Obviamente, preguntas sin respuesta, pero lo claro es que detrás de todo signo desmembrado en su univocidad no acampa sino el poder absolutista de un signo, que como objeto-mercancía, se felicita que otros le hayan hecho el trabajo.
Siguiendo el ejemplo psicoanalítico, angustias, esquizofrenias, neurosis, no son sino momentos límites de un poder que agoniza en su propio éxtasis triunfal: el del signo produciéndose a velocidad límite en la pantalla del simulacro globalizado. Podemos entender que el culto nietzscheano a Dionisios pudiera resultar atractivo para una época que empezaba a quedarse desconcertada ante sí misma, pero hoy en día, cuando la propia locura como momento esquizoide opera de estructura normativa en el tránsito de flujos libidinales a velocidad límite, tal culto se nos antoja como el momento original en el que las tornas se voltearon y, creyendo revelar el mito del eterno retorno como asunción del superhombre, no se consiguió más que una enfatización de la reificación semiótica gracias a la cual el objeto gana cada vez más terreno en cada repetición que se lleve a cabo.
¿No será entonces que las izquierdas han caído en la trampa que les puso las derechas a la hora de pensar la libertad desde la eticidad que solo puede venir dada en el seno de la sociedad y el Estado? Sí y no. ‘Sí’ porque las izquierdas siempre han pensado que en cuanto se deshiciese la apariencia del capital, podría restituirse el horizonte del mundo de la vida y que este tendría lugar en el seno de la sociedad. Pero lejos de haberse realizado su ‘profecía’, lo que ha ocurrido es que el capital lo ha llenado todo sumiendo la realidad en el hábitat perfecto para el desenvolvimiento del signo-mercancía, no solo camuflado baja la apariencia que quiso desvelar Marx en el fetiche, sino, sobre todo ya en esta época nuestra del hipercapitalismo, en flujos libidinales.
Y ‘no’ porque, lejos de lo que cabría pensar, lo cierto es que pensar la libertad y la igualdad ha sido desde el comienzo pensar cual es el lugar para una eticidad que se supone ser aquello que falta para que se pueda garantizar el paso consensuado de un principio de subjetividad desgajado en sus fundamentos a una intersubjetividad plena. Por tanto, pensar la sociedad, pensar el Estado, son maneras privilegiadas de pensar una eticidad que, heredera de la racionalidad, medie en la fractura en la que el sujeto ha sido arrojado. De ahí que, si no se quiere acabar en un pensar la razón como crítica de la razón, haya que trascenderla gracias al necesario impulso de normatividad intersubjetiva; y de ahí, por último en que, como Adorno intuyó, “toda razón que no trascienda terminará degollada”.

Por tanto, la paradoja última a la que cualquier conceptología ilustrada nos arroja es en este caso aquella que, si por una parte, intuye con Marx que el Estado en modo alguno transporta a la sociedad a una esfera de eticidad sino que más bien es él mismo, el Estado, expresión de la ruptura con el mundo ético, por otra parte, no es solo que ninguna filosofía de la praxis haya conseguido nunca dejar de pensar la realización de una idea de totalidad ética, sino que cualquier otra formación conceptual de la libertad, al menos entre aquellas que se sientan herederas de los principios ilustrados, no ha escapado de los dictados de una eticidad que englobe, de una manera u otra, esta unión garantizadora que Estado y/o sociedad prometen.
En este estado de cosas, la exposición que actualmente se puede ver en la sala Alcalá 31 de Madrid se dirige más a comprobar los restos del embalaje que hemos dejado por el camino que a plantearse siquiera una posible resolución a tal paradoja. Y es que los restos, que ya puede decirse son los del naufragio moderno, se dieron desde el principio: doscientos años después de que Francia invadiese España no trayendo otra cosa que la guerra bajo promesa de renovados aires ilustrados, hoy en día, con esa idiota querencia hacia los dogmas publicitarios en forma de juego onomatopéyico para las masas, las cenizas de la proclama ‘libertad, igualdad y fraternidad’ goza de un renovado esplendor en su remake postmoderno: LIF. Bajo esas letras, el arte, esta exposición, pretende aún dárselas de ducho a la hora de tomar el pulso a una sociedad que hace tiempo dejó de problematizar cualquier paradoja.
Y lo cierto es que lo intenta e incluso llega a conseguirlo por momentos. Pero, como tomando en serio sus mismos orígenes ilustrados, las obras aquí seleccionadas esquivan a menudo el entrar de lleno en el asunto temiendo que, en ese doble juego de mostrar sin ser descubierto, otras muchas paradojas que revierten en el arte puedan ser delatadas.
Porque al final todo conduce al mismo callejón sin salida: fagocitada en la misma razón ilustrada que lo acogió en su seno, quizá el arte también alegue una tregua, un parón a modo de escarceo con la frivolidad del espectáculo postmoderno. De esta manera, esta exposición abre la herida para quedarse en la mera contemplación.
Siesteando entre los conceptos de banalidad, memoria, historia, alienación, terror o marketing promocional de ideología, la exposición hace un repaso de todas y cada uno de los estratos en los que una realidad fantasmagórica ha devenido sin ser capaz de jugarse el todo por el todo. La tesis de Adorno según la cual, y en sus propias palabras, “el arte es la antítesis social de la sociedad”, de modo que “no se puede deducir inmediatamente de esta” parece ejemplarizarse a la perfección. Y no sólo eso, sino que, a mayor superficialidad en la pantalla telemática, a mayor fractura de una razón desclasada de sus propios ideales, al arte cada vez le corresponderá menos a la hora de erigirse como portaestandarte de ningún vínculo mediador entre teoría y praxis, entre realidad y mundos de vida.
De entre las obras que se pueden contemplar cabría señalar las 54 placas fotografiadas por Fontcuberta en el claustro del Hotel des Invalides, todas ellas apelando a la palabra ´memoria’; la instalación videográfica de Boltanski con imágenes captadas de todos los 6 de septiembre y emitidas a gran velocidad; la radiografía que Canogar nos propone de la futilidad y divertimento en que la más miserable de las alienaciones se ha convertido; la legitimación propagandística de cualquier realidad política resumida en el ‘tout va bien’ de Muntadas.


Todas ellas, como puede apreciarse, tienen un común denominador: la pregunta por ese alguien que falta. ¿A quién le importa una memoria que ha terminado calcinada en la instantaneidad de la hipertecnologización?, ¿quién es capaz de enfrentarse con un mundo que camina desquiciado en una reprogramación a velocidad límite de informaciones?, ¿quién puede dejar de jugar al jackpot en la era de la cibertecnología para proponer nuevos lugares para la reconfiguración ética?, ¿quién puede dejar de amodorrarse otra noche más con el ‘todo va bien’ del showman de turno? Evidentemente, la respuesta es doble: o nadie o, en todo caso, aquel que un día quisimos ser: un sujeto emancipado desde su propia razón..
Quizá por tanto la misión de la exposición se haya cumplido (si es que aún cabe alegar misiones al arte hoy en día). Porque, si es cierto que el continuo de la Historia ha quedado hecho añicos, si es cierto que como dice Habermas “las premisas de la ilustración están muertas, sólo sus consecuencias continúan rodando”, no es por ello menos cierto que aquello que sea la Historia, aquello que sean sus consecuencias, siguen apelándonos en nuestra más íntima dignidad: aquella que consiste en saberse uno con toda la humanidad y lanzados a un mismo destino de libertad, igualdad y fraternidad.

viernes, 6 de noviembre de 2009

LA TRILOGÍA KOUNELLIS


JANNIS KOUNELLIS: 'ABIERTO x OBRAS'
MATADERO MADRID: 03/10/09-15/11/09
GALERíA NIEVES FERNANDEZ: 03/10/09-15/11/09

¿Alguien se ha dado cuenta? 2009, después del 69 y del 89. Epílogo de un epílogo, o la dejación de todo intento: ningún dios nos espera ya. Si Hölderlin aún mantenía la esperanza, si Cavafis se esforzaba por rumiar los últimos vestigios, para Kounellis el fin está aquí mismo: entre las cuatro paredes de la sala del Matadero. Pero vayamos lentamente y con cuidado en nuestro recorrido.
Si bien puede convenirse que el leitmotiv del povera de que el arte debe de sustituir a la vida misma goza de una salud envidiable, seguro estamos que en absolutos aquellos pioneros pueden estar satisfechos del resultado obtenido. Si para ellos se trataba de un intento casi desesperado por dotar al arte de todo su poder expresivo y ritual, alejándose así de la epistemología del conceptualismo o minimalismo tan en boga en aquella época, ni que decir tiene que todo ese exceso que se supone origina el arte ha sido conquistado por unos mundos de vida que hacen gala de su poder dogmático, de su frivolidad y de sus ganas de espectáculo.
Así, casi más que decir que el arte ha sustituido a la vida, lo que se ajustaría más a la realidad sería apuntar que la vida ha conquistado al arte a golpe de talonario. La inocencia del povera consistía en pensar que con dar la vuelta al pedestal, todo estaría ganado, que el mundo, en un abrir y cerrar de ojos se haría uno con el arte. En todo caso, bendita inocencia. Pero vayamos todavía por laberintos más intrincados.
Si bien es cierto que en el arte contemporáneo de los últimos veinte años se ha dado lo que Hal Foster definió como una ‘vuelta a lo real’, sobre todo de mano de lo abyecto y escatológico, no menos cierto es que se ha dado también el proceso inverso: una estética de la desaparición y la invisibilidad. Pudiera pensarse que esta estética viene ya de lejos, de los movimientos minimalistas y conceptuales, o incluso dadaístas, que problematizaban la idea de objeto de arte, de obra de arte, gracias a enfatizar otros momentos creativos que no fuesen los ya consabidos de la obra-cerrada y, a poder ser, total. Pero, por el contrario, no se trata solo de una simple desmaterialización del objeto artístico como pudiera haber teorizado Lucy Lippard en su célebre ensayo.
Se trata más bien de que el arte necesita coger aire ahí donde todavía quede algo, que el arte ha perdido toda batalla a la hora de plantar cara a los procesos de reificación capitalistas y que cualquier apelación al objeto, entendido ya en todas sus dimensiones como maquina absolutista y absolutizadora, se sabe juega del lado tiránico del objeto-mercancía.
Es así por tanto que las estrategias son dobles: o apelar a un hiperrealismo que suponga un tour de force en la maquinaria hipercapitalista que lo haga perentoriamente desestabilizarse (cosa que por otra parte tiene ya poco que decir habiéndose plegado a los dictados del espectáculo y el divertimento), o hacer desaparecer al objeto mismo para que el arte, desfondado de aquello que le resulta demasiado cómodo, trate de llegar a alguna orilla antes de perecer ahogado.
La premisa de Baudrillard de que el arte se ha convertido en un sinfín de imágenes donde ya no hay nada que ver se ha hecho real: no hay nada que ver, en sentido positivo y eminentemente diferente de aquel que intentaba darle el sociólogo francés, porque el arte postmoderno todavía tiene el mínimo de sentido común para saberse dominado en su propio terreno de juego y saber que su misión ya no es la de proponer ‘nuevas’ imágenes.



Nuestra encrucijada es entonces la siguiente: o el proceso de ocultamiento con que el arte parece querer jugar sus últimas cartas resulta de veras creíble y capaz de plantar cara a la dogmática del poder maquínico del objeto o, sintiéndolo mucho, no será sino el canto del cisne de un arte que, incluso a la hora de su muerte, corre sin saberlo al encuentro con el poder que le destruye. Porque, ¿no será ese retraimiento un momento más en la economía del signo que ensaya con el arte cómo hacerse hipervisible incluso en los momentos de ceguera?, ¿no será ese ocultarse la prueba más clara de que renunciamos a las claras a correr el velo de lo Real llevando acabo el último simulacro que el objeto necesita para su hegemonía: hacer como si todavía estuviésemos al acecho aun sabedores de que nuestra pose es la de la rendición absoluta?
Lo Real de la mercancía es aquello que consigue fetichizar toda mercancía, eso que precisamente nunca se cumple, el engaño al que siempre somos sometidos creyendo en un ‘plus de goce’ que nunca termina por satisfacerse. Y, por tanto, negarnos a la pura visibilidad de la mercancía puede ser entendido como una especie de ‘epojé’ fenomenológica que simula con dejar sólo al objeto-mercancía en su juego pero que nos puede salir muy caro debido al hecho de que sea obvio que el objeto no nos necesita ni siquiera para postularse como mercancía.
Sea como fuera, y como pronosticar no es nuestro fuerte, quedémonos con la idea de que esta diatriba sobre el ocultar y desocultar no es demasiado lejana a los presupuestos del povera. Los artistas povera sabían ya que las estrategias minimalistas o conceptualista, y mucho más aún las que pudieran venir del pop, no eran más que simulaciones de andar por casa con la que querer desconectar al signo de su entramado praxeológico. Ya fuese debido a privilegiar el momento de la contemplación, o por querer sustituir al objeto por su idea como hacía canónicamente el conceptualismo, o incluso por plegarse sin ningún rubor a la propia maquinaria del signo esperando llegase de no se sabe dónde el momento de desvelamiento, lo cierto es que el arte estaba demasiado cómodo parapetado detrás de unas estrategias que poco a poco lo fueron convirtiendo, al arte, en un hacer remolón y amanerado, más preocupado por sus quince minutos de fama que por cargar sobre sus espaldas con la labor que se le suponía.
El arte povera sabe, quizá fue el primero en saber, que la partida se jugaba en los dominios del objeto-mercancía, que era necesario no solo esperar a momentos de asunción con los brazos cruzados, que nada, nada en absoluto, iba a ser dejado al azar por una economía que comenzaba ya a dar muestras de su arma más poderosa: el simulacro. Desanclado ya de su lógica del causa-efecto, consumido en una vorágine que hacía cada vez más insalvable la grieta entre el valor de cambio y el valor de uso, al objeto le valía cada vez instantes más fagocitados para postularse como lo que de veras era: quantums de información dispuesta para ser consumida de inmediato.
Así, el arte povera renuncia a seguir dictado alguno y va al centro del asunto: un arte pobre para no dejarse cegar por la luz de un arte que comenzaba a hacer acopio de poderes en forma de frivolidad, glamurismo y cortedaz de miras. Venidos los primeros artistas povera de Italia y Grecia, su arte apuntaba a un dotar al objeto de su esencia más primitiva: aquella que la conectaba casi con el principio del logos y del mito. El objeto, desanclado por completo de su dimensión mercantil, se postulaba como simple material, como pedazo de naturaleza con la que seguir la labor ancestral de creación humana. La fuerza y sentido de sus obras remitían a una activación energética de los materiales que las ponía en comunión con el origen, con el momento en que el hombre era uno con la Naturaleza: el hierro no es aún hierro, la madera no es aún madera. Eso vendría más tarde, cuando se olvidó de que, en palabras de Adorno y Horkheimer, “la falsa claridad es sólo otra expresión del mito” y que “éste ha sido siempre oscuro y evidente a la vez, y desde siempre se ha distinguido por su familiaridad y por eximirse del trabajo del concepto”.





No se trataba ya de re-presentar sencillamente porque se quería hacer el esfuerzo de rememorar un origen donde aún nada había adquirido la posibilidad de ser representado. Daba igual un iglú que una docena de caballos, la pregunta sería la misma: ¿por qué sustituir un caballo por la representación de un caballo pudiendo tener al mismísimo caballo? El sentido de la obra no hay que buscarlo en ninguna hermenéutica ni en ninguna obtusa conceptualización: no mundos de vida, sino un único mundo de vida destilado de aquel origen en el que se sabía qué era un caballo pese a no haberlo nombrado nunca, pese a no haberlo re-presentado nunca. El propio Kounellis dice que su arte “significa vivir en este espacio (en ese espacio previo) darle dimensión y así tener la libertad de crear arte”. Donde nos atrevemos a corregirle es que, en esas condiciones, ya toda creación sería, por sí misma, arte.
Así, llegamos a la primera parada. 1969: Kounellis muestra doce caballos vivos en una galería como obra de arte. A partir de aquí, las cosas toman una velocidad endiablada. 1989: Kounellis expone la carne y el esqueleto de un animal muerto. 2009: en el antiguo Matadero de Madrid, Kounellis expone… un cuchillo de matarife. ¿Demasiada casualidad o es, como dijimos al empezar, el epitafio de toda una cultura que ha sido mostrada, troceada y aniquilada en el matadero de la superficie telemática del simulacro globalizado?
Al principio, al entrar, el entramado de cuerdas es muy poco obvio, apenas una cuerda atada a una columna que luego va a otra. Pero, poco a poco, la red se hace más abigarrada, más espesa. La cuerda se va retorciendo de columna en columna en un zigzag cada vez más denso formando un laberinto que no sabemos si hay que traspasar o sólo seguir con la mirada. Pero es sólo el tiempo justo en percatarnos de que ahí, en el mismo centro de la sala, del matadero, cuelga algo. Caminamos entonces despacio pero sabiendo donde ir, engañándonos en un laberinto que ya no es tal.
Desde media distancia ya se distingue, pero queremos llegar hasta él. La luz le da cenitalmente y dudamos de que sea lo que parece ser. Pero sí, un cuchillo, limpio y como nuevo, cuelga rodeado de una tensión de cuerdas que se coagulan ya en la segunda mitad del matadero hasta casi la asfixia.


Lo que queda, ese dramatismo de las cuerdas que no se sabe muy bien si empuja al cuchillo a elevarse en su propia tensión o si, por el contrario, pretende obstruir el paso hasta aquello que no ha de verse, es lo que conforma la obra en su totalidad: una nada, un vacío, un suceso que solo nos cabe silenciarlo. La obra de Kounellis, esta obra, ya no remite, porque no puede, a tensionar elementos, a moverse en lo rememorante de un pasado que se sabe ya nunca vendrá.
Nos atrevimos a mostrar caballos porque todavía esperábamos un arte capaz de sobreponerse a la tibieza en que se había convertido la representación del imaginario capitalista; nos atrevimos, ya bien entrados en la postmodernidad, a problematizar el encuentro traumático con lo Real mostrando vísceras y restos animales para ver si lo abyecto era propicio a conjurar el poder de un objeto que ya se postulaba eminentemente como mercancía.
Pero hoy, en un mundo que ni mira ni ve, la tragedia griega es esto: un silencio coagulado en el dramatismo de una tensión que sabe que toda violencia debe ser hiper, que todo acontecimiento es tan futil como innecesario. La obra sería entonces el reverso de lo que propone esta estética de lo oculto, estética que ha de comprenderse como el límite propio de un arte que desfallece sabedor de que no el queda apenas tiempo: coger el cuchillo, tener las agallas. Simplemente eso sería suficiente, sangraría por sí mismo.
Pero aún con todo, creemos, sería igual de inútil. A raíz de una obra que consistía en unas bolsas de carbón con cortes, Kounellis decía: “No, los cortes no son heridas. Heridas, como las del apóstol Santo Tomás que introdujo sus dedos en las heridas de Cristo. Son parte de mi cultura. Los cortes no tienen nada que ver con esa clase de heridas. Las heridas están en mi sangre.” Es decir, la herida está por dentro, la sangre es ya herida, nace infestada. Interior y exterior se confunden en un infrafino duchampiano que remite a la identidad ontológica en que ha devenido el mostrar y el ocultar: cuando ser y nada se confunden en el límite del simulacro postmoderno; la aletheia heideggeriana se atrofia en un desvelar que, a fin de cuentas, resulta no ser nada.
Cansados de ser Odiseo, el hombre postmoderno prefiere a todas luces silenciar su lucha y plegarse ya con descaro al silencio de una lucha y un destino que permite sea programado por el ordenador de turno, anestesiada por la risa enlatada del showman nocturno y deglutida en impulsos libidinales de nauseabundo hiperconsumismo. Al arte le queda únicamente mostrar el lugar de la batalla. Lo que no sabemos aún es si este matadero es un ‘antes’ o ‘después’ de la batalla, pero lo cierto es que quedan ya pocas orillas donde poder arribar: incluso Ítaca puede que sea sólo un simulacro más.