Este
texto intenta ser una reseña del magnífico libro “Intento de escapada” de Miguel
Á. Hernández Navarro no desde ningún punto literario sino, más importante aún, entrando
de lleno en la trampa que el propio autor construye.
Miguel
Ángel Hernández (o Miguel Á. Hernández Navarro) es un
tramposo. Un tramposo genial, pero un tramposo. Ha simulado tener la solución
para el misterio, pero no ha hecho más que situar otra pantalla, la enésima.
Cuando parecía que el enigma iba a ser desvelado, el dispositivo por él ideado
salta al acercarse la historia demasiado a ese punto de no retorno donde,
parece, es imposible llegar.
Porque siempre hay un punto
infranqueable, un punto donde, sin saberlo, se está del otro lado. Un truco de
magia, un ejercicio de escapismo no ya solo invisible sino imperceptible para
el ojo humano. Un infrafino como punto de conexión entre el arte y la vida, un
punto de contacto que separa uniendo
o que une separando. No hay
posibilidad de comunicación aunque sus destinos, el del arte y el de la vida,
se remiten el uno al otro constantemente.
Y es que, con el correr de los años,
el arte se ha convertido en una instancia concentrada alrededor de un punto de
fusión imposible de alcanzar: aquel que hace mediar entre el propio arte y la
política. La paradoja es que el arte, comprendido como instancia política, como
dispositivo capaz de resignificar el espectro de lo posible y lo visible dado
por bueno por una mirada ideológica e hiperconsensuada, no logra situarse a una
distancia precisa con respecto al ejercicio propio de la política: o te quemas
demasiado o ni hueles a humo.
Así entonces, si decimos que es un
tramposo es porque sabía la respuesta: sabía que no podía tocar lo inasible; sabía
que, pese a titular la novela Intento de
escapada…no hay escapada posible. Pero -y eso es el arte- ese es el logro
mayúsculo de esta novela: intentarlo aunque el fracaso sea el destino no solo
probable sino seguro. Lo suyo es intentarlo…para fracasar, para fracasar mejor
una y otra vez, como diría Beckett.
Y si el ensayo no vale porque se queda corto, intentémoslo con una novela, con
una ficción sobre el propio ejercicio de la ficción artística.
Esta distancia-fracaso remite al hecho
de que en la actualidad el arte -que desde la Ilustración es un ámbito para la
emancipación del sujeto, que desde Benjamin
ha mutado en instancia eminentemente política y que, por último, con la
aceleración artística producida a mediados de los noventa ha pretendido
erigirse en instancia donadora de sentido político en un mundo ampliamente
despolitizado- encuentra su paradoja más característica en una relación entre
arte y vida problematizada hasta el límite. Así pues y en definitiva: ¿estamos
más cerca que nunca de resolver el misterio o, por el contario, la marcha del
arte, la historicidad de su destinación –como diría Adorno- nos va enseñando que solo nos queda un il faut continuer cada vez más endogámico, inútil y sin posibilidad
fehaciente de resistencia o resignificación política?
Esto, que dicho así suena muy
rimbombante, es de una claridad pasmosa: porque, básicamente, o el arte no vale
para nada –es incapaz de hacer frente al poder maquínico del tardocapitalismo-
o, por el contrario, trata de valer para algo, de hacer patente las injusticias
del sistema y, para ello, no tiene otra manera de hacerlo que utilizando los
mismos resortes que el capital: es decir, y sobre todo, a la propia víctima de
la injusticia. Es decir, dicotómicamente hablando, no se sabe muy bien dónde empieza el oportunismo y
dónde acaba la injusticia social.
Pero si la novela nace y muere en un
fracaso –el del propio intento por desenredar el hilo de Ariadna del arte
contemporáneo-, lo valioso de ella es que va más lejos de ese primer fracaso
para situarse en otro más radical: aquel otro fracaso que nos hace plantearnos
las cosas cuando ya han sucedido, cuando ya es demasiado tarde, cuando estamos
ya dentro del sistema, cuando, como decimos, ya no hay escapada. “Muchas veces la pregunta por la dignidad sólo
se puede formular cuando uno ya no puede recuperarla (la dignidad). Es un
fracaso, un intento frustrado”, dice el propio autor en una entrevista reciente
con Paco Barragán.
Porque lo más curioso de todo es que
el arte ha de meter las manos en la masa, no quedarse con la mera teoría: no
vale pensarlo, hay que llevarlo a cabo. Muchas veces a lo largo de la novela el
protagonista, Marcos, se enfrenta a
esta situación ambivalente del arte e, incluso, ante la posibilidad radical del
último ejercicio artístico llevado a cabo por Jacobo Montes, no niega su pertinencia. “No había barrera entre el
mundo en el que me masturbaba casi a diario y la manera en que leía,
interpretaba y asumía la teoría institucional de George Dickie o la deconstrucción de Jacques Derrida”, dice el protagonista en algún momento. Se dice
que el joven protagonista está enfermo de teoría y es verdad. Pero no deja de
haber contraréplicas a esta evanescencia del pensamiento: el sexo, la carne, la
muerte, etc., una realidad que se construye prácticamente y a cuyo rebufo trata
de ir siempre el arte, con un pie en la teoría y otro en la práctica, con un
pie en el presente de un tiempo que comparece y otro en un presente siempre
esquivo y ausente. De nuevo: hay que hacerla –la obra de arte, la novela- para
comprobar cómo se fracasa, cómo se bordean las lindes de la ética, como el
capitalismo es tan perverso que no deja apenas ámbito de emancipación posible.
No podemos verlo todo, no podemos decirlo
todo, pero hay que hacer como si, como si cupiese tal posibilidad. Ciertamente…preferiríamos no hacerlo, pero no nos
cabe otra. Es eso o condenarnos a congeniar con la realidad traumática circundante.
El artista debe de ser un genio del escapismo, simular su ausencia para
perpetrar la patochada: “magia; pensé que el arte no era otra cosa. Magia,
ilusionismo, pura predistigitación”, comenta Marcos en otro pasaje. Hacer como si no queremos, como si con nosotros
no fuese, para liarla de nuevo. Magos del escapismo, del disfraz y el camuflaje
En esta tesitura, obviamente, la ética
es lo de menos. Recuerdo una anécdota que me contaron: resulta que durante un
seminario de doctorado que impartía Max Scheler
en su propio despacho sonó el teléfono. El profesor salió a atenderlo y
claramente sus alumnos oyeron como concertaba una cita con una señorita de
compañía. Los alumnos, asombrados de que el maestro fenomenológico de la ética
se fuese de putas, no dudaron en hacerle saber su estupefacción. Scheler, sin inmutarse, contestó: «Al viajar por
carretera habrá visto usted, querido joven, postes indicadores que dicen: A
Bonn, tantos kilómetros. Esos postes indicadores, ¿van hacia el sitio que
indican? No, ¿verdad? Desde luego, se quedan donde están. Pues así soy yo: digo
hacia donde ir si se quiere llegar a ese sitio, pero no paso de ahí”. Pues eso: que el artista nos puede
enseñar las injusticias del sistema, pero eso no quita para que él mismo, en
ese ejercicio entre la decencia del mostrar y el oportunismo, sea tan cabrón
como el propio sistema.
Como Bartleby, no se trata de decir NO (la alusión a Santiago Sierra no es forzada), sino de
tener capacidad para esperar otra cosa. Si nuestra pasión por lo Real hace que
la única esperanza válida se la del Accidente, el artista ha de ser capaz de
proponer otra cosa. En definitiva, un enmascarado, un hacker operacional que
tras la máscara de no poder matar una mosca se esconde un verdadero terrorista
de lo (im)posible. Y es que, para que la tragedia mediática acontezca –para que
el fracaso de hacer fracasar sea un ejercicio de resistencia-, la mano del artista
debe de ser nula: es decir, dejar la moneda donde está. El truco, como la
moneda de Baudelaire, está a la
vista y esta estética de lo epigonal en la que estamos hundidos hasta el cuello
no es sino el aquelarre esperpéntico para no ver un misterio que, pese a saltar a la vista, nadie tiene intención
de ver ya que, como bien apunta el propio Marcos,
“nadie se atreve a tocar nada”. El don, la deuda, el intercambio simbólico está
a la vista y nuestra paranoia es querer verlo todo para no ver nada o, mejor
aún, para no ver la nada.
Porque, a fin de cuentas, es sobre esa
nada fundacional sobre la que versa
todo el lío del arte, del ver y del no-ver. Una nada a la que no nos podemos enfrentar y ante la que es siempre
preciso situar una pantalla, un truco de escapismo, un mágico abracadabra
escópico. Pero, no nos equivoquemos: el mismo acto de profanar es un gesto para
querer mantener la distancia: “pensé de nuevo en la iconostasia, en quien está
a salvo y quien se juega la vida y en como todo, en el fondo, es una manera de
querer guardar la distancia”. Porque, en el fondo, todo es un camelo, un
ejercicio sisífico donde son siempre las carencias de ese Gran Otro que se
desvela carente de sustancia –y no las del propio sujeto- lo que se trata de
llenar. Es decir, “si el arte era algo así como la escena de un crimen, (…), un
crimen a la vista de todos” –otra vez
Marcos-, no hay que olvidar, con Baudrillard,
que “la perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya
realizado”. O sea, o no nos incumbe de ninguna manera o siempre llegamos tarde.
Frente a esta situación la solución no es simple y llanamente quedarnos donde
estamos sino simular que le seguimos la pista a algo. Porque, en definitiva, toda
carta llega a su destino…sobre todo –como señala Fernando Castro en un texto- si no se envía. Es decir, si permanece
en un juego alambicado de itinerancias sobre su propia condición; es decir, si
“realmente” no hay obra ni envío; es decir… si es un fraude.
Y es que, al arte, en ese ir de la
mano con un ejercicio de la política eminentemente disensual, no le queda mucho
de donde agarrar: sitúese donde se sitúe siempre peca de ejercicio ideológico. Zizek, hablando de The Matrix establece de modo contundente la dicotomía de toda
teoría crítica más o menos al uso: o existe realidad más allá de nuestra realidad
que depende de Matrix, o todo lo que existe está generado por Matrix en una
serie infinita de realidades virtuales. Es decir, o hay realidad bajo las
imágenes, o no hay nada más que simulacros ad
infinitum. En definitiva: no hay manera de alcanzar lo Real ya que todo son
posiciones aparentes en relación a una ideología fundacional.
Querer llegar al nudo gordiano del sistema
mostrando y reproduciendo los efectos de superficie del propio sistema que
conforma la realidad supone caer, sí o sí, en uno de los dos polos: o quedas insertado
en una lógica de la denuncia que poco más o menos produce en el espectador el
efecto deseado (yéndose éste más contento que una perdiz con su dosis
dominguera de atribulada indignación ante las injusticias circundantes), o te
insertas en los propios mecanismo de construcción de la realidad esperando en
algún momento se abra la pantalla del medio y nos permita ver la siguiente
pantalla. Y lo más curioso es que hoy en día, en la demosfera videocrática,
ambos momentos se confunden: En la ciberesfera contemporánea,
ahí donde el desierto de lo real nos tiene pillados por los huevos, es imposible
–es indiscernible- diferenciar entre un ejercicio de denuncia de otro
cataclismo retrasmitido en prime time. Y es que, como dice Fernando Castro, “los contemporáneos sufrimos el ‘síndrome de la
medusa’, estamos, literalmente, estupefactos ante la pantalla contemplando toda
clase de horrores sin que nuestras conciencias ni nuestros estómagos reaccionen”.
Así pues el error, pensamos, es seguir
maniatado en esta lógica tan querida a la crítica cultural más clásica, sin
percatarnos aún de que –con Zizek- “lo
real no es la ‘verdadera realidad’ tras la simulación virtual, sino el vacío
que hace que la realidad sea incompatible e incoherente, y la función de cada Matrix
simbólica es disimular esta incoherencia”. Es decir: lo real es una nada estructural cuyo mecanismo consiste
en ponernos continuamente sobre su pista sin querer ni desear, en ningún
momento, llegar a él; y el arte, en el ejercicio simulacionista de querer
desvelar el misterio, enfatiza lo traumático de este encuentro siempre
pospuesto para levantar veladas pantallas de iconostasis allí donde siempre
haya demasiado-que-ver.
En 2007, Santiago Sierra hizo trasportar
cantidades ingentes de excrementos de la casta de los intocables en la India hasta
la galería Lisson de Londres. Esta obra colosal escenifica a la perfección la
mecánica de esta difícil simbiosis arte/vida llevada a cabo por los artistas de
lo real en dos sentidos: primero, su poder de crítica o subversión llega hasta
el punto en el que la pieza en sí vale más que la propia mierda (el not olet de Vespasiano puesto al día); y, segundo, porque muestra la capacidad
que tenemos de desear llegar hasta el trauma original, hasta el mismísimo punto
donde la realidad hace crack y es necesario situar la pantalla-tamiz lacaniana.
¿Qué más real que la propia mierda del excluido?
Pero también
nos pone sobre la pista de un tercer motivo: querer llegar a lo real suponiendo
que el arte es el perfecto contenedor donde almacenar todas las inmundicias de
este mundo lleva al propio arte a seguir una carrera en busca del no va más de
lo sublime catastrófico, esa nueva categoría estética situada a medio camino
entre lo patético y lo provocativo. Y es que, no por embadurnar de mierda al
arte se consigue algo diferente: el más-allá/real no es dónde va el excremento-exceso
después de tirar de la cadena ni tampoco “la
cosa horrible asquerosa que reemerge del lavabo, sino –dice Zizek- el agujero en sí, el espacio que
permite la transición a un orden ontológico diferente: la cavidad topológica o
la torsión que ‘curva’ el espacio de nuestra realidad para que percibamos
/imaginemos los excrementos desapareciendo adentrándose en una dimensión alternativa
que no forma parte de nuestra realidad alternativa”. Es decir, el arte no tiene
contacto directo con lo real: la mierda va y viene, pero llegar al núcleo traumático
donde nuestros excesos se diluyen es imposible. O se está en un lado o se está
de otro: los excrementos de Sierra
no son nada real, son incapaces de enfrentarnos con el núcleo traumático de la
realidad.
En última instancia Miguel Ángel Hernández también ha
salido echando patas. Es decir, ha
simulado querer desvelar lo mistérico que anima al arte contemporáneo y, visto
que no había manera de mirar en su interior, también ha tenido que construir un
artefacto –en este caso perfecto- de ficción metaliteraria. Porque esta novela
no va acerca de lo mentiroso que es el arte y la mala gente que trabaja en sus
inmediaciones. Va, muy por el contrario, de cómo el arte siempre es un intento
fracasado de mirar en su interior y que, precisamente, es el velo que situamos
entre medias, la pantalla con la que nos engañamos sin quererlo lo que es digno
de llamarse arte. Al final Miguel Ángel
ha escrito una ¿novela? y Marcos un
¿ensayo? (¿o era al revés?) para acercarse más a este trauma. Es ese epílogo el
que nos da al certeza de que Miguel Ángel
Hernández sabe de qué va el asunto: es
imposible mirar dentro, son solo gestos de mímica, trucos de magia que simulan
una mirada.
Terminando por donde empezamos, y ahora
con más razón, nos encontramos ante la novela de un tramposo: ¿había algo en la caja de Jacobo Montes o no?, ¿terminó de
escribir Marcos el ensayo para la exposición
en el Pompidue o no? Quizá –después de todo lo hasta aquí dicho, de situar otra
pantalla entre medias- pudiera desvelarlo, pero… I would prefer not to.