MAÍLLO: LIVING
TOGETHER
GALERÍA PONCE+ROBLES
Pintar, hoy, bien
entrado el siglo XXI, ¿para qué?, ¿por qué? Podríamos dar razones pero al final
todo se queda en una cháchara vacía si no toca el nervio neurálgico del arte:
para cambiar el mundo. Pero esto y nada es lo mismo: cada uno tiene no solo su
mundo ideal sino su idea de cómo llevarlo a cabo. Pero aún así, pese a tratarse
de una tarea inasumible, no queda otra, no hay camino alternativo. ¿La
dificultad? Mantenerse únicamente de la fe que uno pueda poner en el arte. En
este caso, en la pintura.
En este sentido, si
algo puede caracterizar no solo la pintura de Maíllo sino también y sobre todo
su toma de posición frente al mundo es el caudal inagotable de fe en la pintura
que destila. Una fe que le lleva, como en esta exposición, a acercarse lo
máximo posible al núcleo expansivo de la pintura: ¿qué es la pintura?, ¿qué
mediación guarda con el mundo?, ¿cuál es el poder demiúrgico que posee? Y si
cupiese resumir todas estas cuestiones en la más original: ¿cuál es la relación
entre la pintura y el coleccionista, con aquel que contempla el cuadro día tras
día?
Pregunta esta última
un tanto defenestrada y que trata de evitarse apelando a una generalidad más
amplia de público: la sociedad, una totalidad abstracta a la que el arte
contemporáneo reclama en vano a través de técnicas más novedosas que permiten,
supuestamente, una mejor comunicación con el espectador. Más aún para la
pintura, dicha cuestión suscita bastante recelo: su absoluta objetualidad, su
vis decorativa y representacional, parece ir en detrimento de su poder
transformador.
Es en esta tesitura
que Maíllo se juega el presente de la pintura y su tarea como pintor lanzándose
un órdago: si la pintura tiene alguna función social ésta debe de inferirse de
su contemplación directa, de la capacidad del espectador –más aún del
coleccionista– de entablar una relación disruptiva con el mundo a través de
ella. Ni más ni menos. Sin ambages de ningún tipo, sin interpretosis ni
victimismo alguno, Maíllo ha llegado a la madurez suficiente como para no
hacerse trampas al solitario: todo se gana o todo se pierde, pero merece la
pena saber hasta dónde llega aquello en lo estamos poniendo la vida.
Para contestar(se)
Maíllo no encuentra otra vía que desplegar su pintura comprendiéndose a sí
mismo como un catalizador de inputs, como un traductor de impulsos
iconográficos. La mímica gestual que rige su lenguaje es una traducción
fisiológica de la voluntad que rige el mundo: una voluntad de verlo todo. Así, Maíllo
mira pantallas compulsivamente, ejerciendo una subjetividad sometida a la
dromótica que exige semejante voluntad, tejiendo en sus lienzos un mapa de
fragmentos, residuos de una temporalidad límite semejante a la del mundo
exterior.
En definitiva, Maíllo
no hace sino poner a prueba tanto a la pintura como a sí mismo. De haber una
salida, de servir para algo, la utilidad de la pintura ha de basarse en la
transferencia que la mímica gestual del artista, la deriva impulsiva y
explosiva de sus mapas, provoca en aquel que lo contempla.
La experiencia no
debe de andar lejos de aquella que Rancière da como ejemplo para la elucidación
del “espectador emancipado”: en un número de Le Tocsin des travailleurs, un diario revolucionario obrero publicado
en 1848, se lee la descripción de la jornada de un obrero carpintero, ocupado
en el entarimado de la habitación perteneciente al patrón: “creyéndose en casa,
aunque no ha terminado la habitación que está entarimando, aprecia la
disposición: si la ventana da a un jardín o domina un horizonte pintoresco, por
un momento detiene sus brazos y planea mentalmente hacia la espaciosa
perspectiva para gozar de ella mejor que los poseedores de las habitaciones
vecinas”[1].
De lo que se trata es
de cuestionar la oposición entre mirar y actuar, comprendiendo que el camino hacia
la emancipación del espectador se inicia con la certeza de que mirar es ya una
acción que confirma o que trasforma. No se trata de proponer un saber
determinado, no es cuestión de conocimientos; tampoco hay ninguna verdad que
descubrir bajo las apariencias. Es más bien una cuestión de sensibilidades, de
crear un espacio para el encuentro sin medida previa, un espacio libre de
actividad donde se masculle en silencio un “vamos” premonitorio. Las
reflexiones del propio Maíllo no son muy diferentes: “la pintura crea, así, un
asidero material, un espacio donde ya no se trata de comunicar nada sino de
transmitir la hospitalidad y calidez
propia de un hogar que se hubiese llenado involuntariamente de bártulos”.
Cuerpos por tanto en
vibración: el del pintor y el de quien, llegando cansado a casa, contempla el
lienzo. Sometidos ambos a la vorágine de un mundo-imagen en constante eclosión.
Miradas en busca de una (des)conexión; no una catarsis sino más bien todo lo
contrario: una renegociación de los asideros donde descansa la realidad, un
desplazamiento mínimo del nudo de posibilidades en el que estamos sujetos. Y,
sobre todo, un encuentro entre ambos, entre cuerpos y miradas, entre
sensibilidades que capaciten para, de alguna manera, proponer otra canalización
del montante de imágenes al que somos sometidos.
¿Es
ahí donde está la pintura contemporánea?, ¿tiene la pintura una comprensión
semejante de sí misma? Pero no solo la pintura: ¿está el coleccionista –aquel
que está día y noche sometido a la tensión disyuntiva de sus trazos– al
corriente de la potencia de la pintura? Y quien dice el coleccionista: ¿estamos
nosotros, está el espectador, a la altura de semejante reto?
[1] Gauny, G. “Le
travail à la journée”, en Le philosophe
plébéin, p. 45-46, citado en Rancière, J. El espectador emancipado, p 65
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