martes, 20 de octubre de 2009

FICCIONES DE LA IMPOSIBILIDAD EN EL SOLAR DE LO MODERNO


Artículo publicado en ARTE10 (http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=353)

JORDI COLOMER: "Avenida Ixtapaluca"
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 17/09/09-31/10/09
En toda narración, más importante aún que la secuencia lógica de hechos, son los puntos de ruptura los que marcan el paso. Coagulándose en puntos de máxima intensidad, toda la energía acumulada durante años sale de repente, como un pistoletazo, disparada por los aires.
Y quizá después de todo no sea la historia sino esa proliferación de puntos de ruptura que amenazan con asolarla agujereándola en su misma esencia. Una historia hecha de puntos de interferencias, de lugares límites, de topologías granulosas, de rizomas endogámicos donde toda salida no es sino una problematización del momento anterior. Y es que quizá sea cierto que la historia la escriben los vencedores pero, en el mundo moderno de la lógica de los microacontecimientos, todo punto de vista guarda una querencia hacia el poder que lo autolegitima dándole carta blanca para erigirse como próxima parada en la secuencia de puntos límite que conforma cualquier historia.
La modernidad, por ejemplo y sin ir más lejos, tiene tantos finales como plausibles salidas aún cree guardar en su seno. Porque, desde aquellas posiciones más habermarsianas que pregonan una postmodernidad como lugar común del error de considerar a la modernidad como proyecto ya finiquitado, hasta aquellos que hacen de ella bandera para demoler toda herencia ilustrada, lo que si que no puede dudarse es que ella, la postmodernidad, sobrevive gracias a ese vicio adquirido durante años que no hace otra cosa que fragmentar toda historia, disolver cualquier narración y problematizar cualquier relato mediante una autoreferencialidad que lo anula por completo de cualquier vis utópica que aún pretenda albergar.
Y si antes hablábamos de pistoletazos no fue por casualidad: Gordon Matta-Clark, disparando contra los vidrios de las ventanas del Instituto de Arquitectura donde se albergaría una exposición del propio artista junto a arquitectos de la corriente formalista surgida en ese tiempo, pone punto y final al proyecto moderno que la arquitectura pensaba cumplimentar alguna vez.O, si se prefiere, no sólo un disparo, si no una demolición entera: a las 15:32 del 15 de julio de 1972, los bloques de viviendas Pruitt-Igoe de Saint Louis del arquitecto Minoru Yamasaki son dinamitados y convertidos a escombros. Adiós para siempre al idealismo moderno y a lo utopía social. La arquitectura, a partir de entonces, tendrá que ser otra cosa, es decir, deberá iniciar un nuevo relato. El que otra demolición de Yamasaki, esta vez por motivos bien diferentes (nos referimos evidentemente a las Torres Gemelas de Nueva York), haya marcado otro punto de ruptura en la secuencia de acontecimientos-falla, no debe ser tomado sino como uno de esos simples giros del destino con que la historia a veces se hace tan evidente que llega hasta el dolor más inhumano.
Pero hoy en día, anclados de todas todas en la postmodernidad, cuando todo gesto, ya sea un pistoletazo o una demolición, puede ser comprendida desde el cinismo que opera como pathos global, cuando la dromótica del tiempo hiperreal ha propugnado como imposible cualquier clase de utopía, sólo cabe una salida: inmiscuirse en el sistema, crear una divergencia operacional en la maquinaria despótica del signo y hacerlo operar. Evidentemente, nada saltará por los aires, apenas una micro-grieta surgirá en la superficie telemática de la pantalla global: lo novedoso ya no es rival para un signo que ejerce su poder de forma despótica en una topología que maximiza los flujos y transacciones a velocidad límite. Pero sin duda que es más de lo que a priori se puede pensar: se ha creado, gracias a ese gesto tan nimio como aparentemente inocente, una situación.
Y es que el objeto es despótico pero todavía ofrece un lado vulnerable, inusitadamente vulnerable: aquel que surge del mero hecho de insertarlo en la cadena propia de significados a los que de hecho y por derecho pertenece. Y precisamente ahí, en esa mediación que existe entre el objeto y la toma de distancia respecto a sí mismo que toda cámara supone, es donde tiene lugar el trabajo de Jordi Colomer. Porque él lo tiene claro: no es sólo el insertarlo en la red propia de significados, sino que es la cámara, el ojo incisivo, lo que hace que el objeto se violente y haga aparición así, en palabras del propio artista, una situación.
Más en concreto, la creación de esa situación que Colomer ensaya una y otra vez, va dirigida a investigar las consecuencias que la demolición moderna ha tenido en el habitar humano y el carácter actual de la arquitectura. Después del escopetazo y la demolición, queda el solar vacío de las ruinas que un día fueron lo moderno. Pero hoy, en esta nueva realidad telemática, ¿qué relación existe aún entre el ser humano y la arquitectura, entre la realidad que le ha tocado vivir y su habitar más ontológico?



Porque hoy, la realidad, habiendo devenido el flujo constante de información y de conocimiento perpetrado por el bombardeo tecnológico de los mass media, no concibe ya ningún habitar que no justifique estas prerrogativas de la realidad virtualizada. El construir, siempre matematizable y susceptible de adecuarse a la rugosidad del relieve, ahora se ve sometido a la matemática de la virtualidad y al relieve de la tercera dimensión del objeto: después de la materia y la energía, es ahora la información lo que constituye en sí la esencia del objeto. De esta manera, la ciudad se concibe como lugar de actividad técnica y de circulación de conectividades y cambio de información.
Bajo estas prerrogativas, casi diríase que Colomer tensa el carácter de ficción con que la realidad es hoy en día entendida: insertando al objeto convierte, gracias al ojo de su cámara, en mera fabulación y decorado a todo lo que le rodea, haciendo evidenciar al mismo tiempo, con ese gesto que antes hemos caracterizado de inocente, la teatralidad endogámica con que la arquitectura se resuelve hoy en día. Las ideas de Rem Koolhas, uno de los primeros que se puso a escavar en el solar derruido de la modernidad, de la ciudad teatralizada, son ahora enfatizadas por Colomer, al tiempo que los primeros axiomas postmodernos de escenografía de decorados asumidos por Venturi son también aquí ganados para la causa.
Pero es que no es Colomer el que se haya decidido a seguir unas pesquisas ya ensayadas por los pioneros de la posmodernidad, sino que casi cabría decir que es el propio objeto el que se postula como tal: en los setenta, todavía era posible pararse a jugar a crear ficciones con los cascotes de la demolición moderna, pero hoy, cuando la virtualidad tiene carácter ontológico merced a la dogmática del signo, sucede que o seguimos el juego y nos contentamos con enfatizar paradojas y subrayar sinsentidos, o toda ficcionalidad recurrente que no se plantee en términos de problematización no terminará sino estando de parte del objeto.
En relación a esta oposición, Colomer sabe muy bien que el objeto ya no puede hacer las veces de inocente ‘objet-trouvé’, que su lógica se ha impuesto de tal manera que, como él mismo dijo en una entrevista, “en el mundo post 11S el objeto sin propietario es una amenaza potencial y una realidad inquietante”. Otra vez el 11S como punto de ruptura: todo objeto ha de ser catalogado, definido, remitido a unas redes que den buena cuenta de él y disipen la amenaza consustancial a su propio estatus ontológico de objeto.
Pero la problemática objetual a la que Colomer recurre para trazar una autopsia en la realidad arquitectónica de la postmodernidad, no es algo demasiado recurrente en su trabajo, sino que más bien su trayectoria puede verse como la apertura necesaria para que la lógica del objeto ejerza su poder de forma más dogmática y puedan aprovecharse mejor las trazas de paradoja que todo objeto deja a su paso. Porque, a este respecto, sus primeros vídeos, con carácter más de perfomance, enfatizaban la presencia del objeto como despótica mismidad que impone su lógica libidinal en una frenética acumulación que llevaba al personaje a posiciones de irracional sinsentido. Por ejemplo, en Simo (1997) o en El dortoir (2001), los protagonistas son enfrentados en un escenario cerrado en los que los objetos no paran de multiplicarse en pos de su propia lógica hasta convertirse en objeto-masa.
Ya un poco más tarde Colomer opta por abrir el plano, por generar un lugar de mediación en el que el objeto imponga su presencia pero que al mismo tiempo nos haga enfrentarnos a las posibilidades efectivas de construirnos como sujetos incardinados en un espacio concreto. Así por ejemplo, en Anarchitekton (2002-2004) el objeto mismo es desdoblado en dos realidades de manera que es nuestra propia situación lo que queda afectado: un hombre enarbola la maqueta de un edifico representativo de una serie de ciudades (Barcelona, Bucarest, Brasilia y Osaka) y baila y corre delante de él.
De esta manera, una arquitectura que sigue basando sus cánones en la monumentalidad escultórica (ya sea la prefigurada por diverso órdenes de ideología, como por la paranoia de la hipertecnologización postmoderna) queda desenmascarada como pura teatralidad escenográfica con el simple hecho de colocar ante sus ojos una pequeña maqueta. Pero lo más grave, y hacia donde sin duda se dirige la mirada de Colomer, no es la denuncia de simulacro fantasmal en la que la arquitectura parece seguir resolviéndose hoy en día, encadenada a determinadas prefiguraciones modernas de majestuosidad escultórica y funcionalidad simbólica, sino el lugar al que somos nosotros lanzados sin ni siquiera saberlo. Lo que sucede entonces es que es nuestro habitar lo que queda intercalado en dos, fagocitado en dos realidades que lejos de construirnos, nos somete bajo la doble lógica del simulacro: la consustancial de un construir que se evidencia como montaje decorativo y la propia denuncia que en su escala no escapa de la apariencia. Es entre ambas lógicas del simulacro donde todo construir remite a una oscilación entre realidad y ficción que hace de todo lugar el sinsentido de un habitar desanclado de toda ontología existenciaria y que no termine sino resolviéndose en no-lugar.




De esta manera, una vez abierto el ámbito de decorado real en el que el objeto se mueve, llega Colomer a preocupaciones urbanísticas y arquitectónicas que tienen más que ver con los efectos que la ficcionalidad inherente al construir humano puedan tener para la socialización humana, que a consideraciones de tintes más constructivistas o de extensión de prácticas artísticas.
Decimos esto porque los parámetros en los que cabe entender su último video, ‘Avenida Ixtapaluca’, son estos mismos que hemos rastreado más arriba, de manera que no cabe comprender las largas secuencias de Ixtapaluca como un intento de abordar la problemática moderna de la vivienda obrera bajo la óptica de la miseria y serialidad con la que son ejecutadas, ni tampoco como un ejercicio similar al que pudiera inferirse de una obra parecida (‘Homes for America’ de Dan Graham) en relación a una posible extensión del arte a ámbitos tales como la planificación social de la vivienda.
Ixtapaluca es una ciudad del extraradio de Mexico D.F. en la que se ha construido una gran urbanización para 80.000 personas con viviendas unifamiliares todas ellas muy similares variando únicamente en los colores pastel utilizados. Para mayor énfasis en su carácter de decorado, la red urbanística se constituye como un gran entramado racional y funcional de dimensiones desorbitadas. Todo atisbo de novedad dentro de ella parece sucumbir bajo las coordenadas de precisión a la que la trama urbanística parece conducir. Sin embargo, de lo seguro surge lo accidental e imprevisto y Colomer solo está ahí para sacarlo a la superficie.
Y aquí aparece todo lo que hemos apuntado sobre el trabajo de este artista: la cámara, sobrevolando la repetición casi enfermiza de avenidas idénticas, hace que el efecto de teatralidad de la arquitectura (esa caústica postmodernidad que sigue haciendo piruetas sobre el solar de la modernidad) quede sobredimensionada consiguiendo que este ficcionalizar la arquitectura repercuta en una escenografía de la vida, creándose así un ámbito de contaminación en el que el espacio real queda sometido a la ficción de una determinada situación forzada.
Y en este caso, es la piñata que se pasan de unos a otros por las largas avenidas lo que hace de detonante, de punto de intersección entre una realidad ficcionada y un decorado que se convierte en real. Porque en esa acción hay más de lo que cabe esperar. El objeto, como dijimos, impone su lógica, pero también permite el desacople más irreverente. Reinscribiendo la red de significados del objeto en cuestión en el entramado de ficcionalidad que la cámara consigue, se logra que las estructuras adormecidas y plegadas al poder despótico del signo-mercancía se solivianten con inusitada vivacidad. Una piñata de Buzz Lightyear es la encarnación de aquello mismo a lo que no se presta ya ningún objeto: a dejar correr la vida ahí donde parecía dominada.
Insertando la ficcionalidad hipercapitalista que encarna el héroe del espacio en las avenidas de Ixtapaluca, más que acentuarse el poder del objeto en sí mismo (en relación si cabe bastante obvia en que es él, el héroe norteamericano, quien ha conquistado incluso la última avenida de cualquier ciudad mexicana) es la propia utopía aún mantenida lo que salta por los aires. La imposible utopía de la vivienda unifamiliar con jardincito a la entrada queda barrida como la imposibilidad que se sabe imposible y, en su lugar, aparecen inusitados momentos de resistencia, de transformación, de fuerzas que tratan de hacer de esa imposibilidad (la de comprender a semejante esperpento en una ‘verdadera’ ciudad) un intento de vida más allá de cualquier lógica impuesta.
Por descontado que la asunción de ese momento limítrofe entre la teatral realidad y la real ficción (ya sea la de la arquitectura o la de la vida que surge alrededor) no es otra cosa que un espasmo en la nomenclatura dialéctica de la dogmática que el signo-piñata necesita para imponer su lógica, pero lejos de ser esto visto como una ficcionalidad necesaria que al tiempo que accede a escenografiarse corre parejo al poder del objeto, cabe entenderlo como un momento de potencialidad en los procesos que han sostienen y estructuran a la vida humana.
Hacer violentar la imposición de vidas formateadas, reunir aún la fuerza necesaria para erigir una resistencia como contrapeso a los procesos dogmáticos del signo, permitir un ámbito para lo inesperado, para la creación evasiva de la planificación kafkiana e, incluso, apelar a reinterpretaciones de objetos para favorecer más su vis contradictoria que su poder maquínico, son quizás momentos de la utopía con que la superficie del simulacro postmoderno pretende llevar a cabo un último engaño.
Pero lejos de comprender dicha utopía bajo los escombros de lo que un día fue demolido, se hace urgente el comprenderla como la imposibilidad de lo inesperado que toda planificación, ya sea la del signo objetual o la de la arquitectura, atesora aún como reverso de la dromótica de un signo que, en su producirse a velocidad límite, se ficcionaliza en una teatralidad que favorece ese surgir de lo inesperado.

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