GALERÍA MOISÉS PÉREZ DE ALBÉNIZ: hasta
14/03/15
CARLOS IRIJALBA: SKINS
(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=454)
De Carlos Irijalba (Pamplona, 1978) ya sabíamos mucho, quizá incluso
demasiado. En todo caso lo que no sabíamos era cómo podía ser que, a estas
alturas, no tuviese aun una individual en Madrid. A todo lo que jalona un buen
currículum (beca Fundación Botín, premio Purificación García, Generaciones, revelación en PHotoEspaña
y Estampa) hay que sumarle una obra de una inusual contundencia que ya nos llamó
la atención.
En las obras reunidas bajo el título
de SKINS, Irijalba escribe un nuevo capítulo de lo que siempre han sido sus
intereses: mostrar cómo el saber, en el encadenamiento sobre el que se erige,
está terminando por no devolvernos nada. La razón de esto es que la
tecnificación del mundo, llevada a su paroxismo, incide en una traducción que
orbita alrededor de algo que no puede ser traducido, de algo “excesivo” que es olvidado
y borrado en cada intento.
Hace ya más de 30 años que Baudrillard, profeta del simulacro,
sentó cátedra: “Disneylandia existe para ocultar que es el país ‘real’, toda la
América ‘real’, una Disneylandia”. Es decir: que el mundo por completo es un
simulacro, una escenificación donde a todas luces ha terminado por no suceder nada.
Dicho de otra manera: nuestros
imaginarios no están para, sin más, ofrecernos diversión. Están para
disuadirnos de poder siquiera sospechar que bajo las apariencias ha terminado
por no haber nada. Y es que por muy gallitos que nos hayamos puestos, tal
descubrimiento nos tiene aterrados, sumidos en un pánico existencial cuya única
anestesia posible es mirar continuamente una pantalla con la que tranquilizar
nuestra cada vez más incipiente sospecha: que nada nos cabe ya esperar, que las
posibilidades de enchufar realidad al sistema-simulacro son cada vez menores. Para
la implementación de este reino espectral del simulacro, original y copia,
invertidas sus clásicas posiciones, revierten ahora en una pamema escenificada
a la que seguimos llamando realidad.
Es en esta situación donde la réplica
(copia de un original inaccesible) funciona a modo de disciplinada estrategia
para que esta dislocación de la realidad se lleve a cabo sin riesgo endémico
alguno. Porque la réplica va en la honda de proporcionarnos experiencias pero,
eso sí, sin el núcleo duro de lo real, sin lo Real, comprendido éste como el
sesgo de imposibilidad que anida en cada acontecimiento. La réplica opera en
confabulación perfecta con un retorno de lo Real que hace evaporar ámbitos
enteros de realidad para sellarla bajo el pacto mefistofélico del simulacro.
Así, visitar por ejemplo la réplica de
una cueva del paleolítico –ejercicio sobre el que pivota esta exposición– no
es, ni mucho menos, una actividad recreativa, cultural, inocentemente familiar:
es una verdadera bomba ideológica al servicio del simulacro. Nos permite
acceder a una experiencia nadeante y nihilizadora, que con el beneplácito de
ampliar nuestro conocimiento diluye un poco más la posibilidad de agarrarnos a
una realidad ya casi implosionada en su totalidad.
Porque es gracias a la réplica que
nuestras experiencias pueden encajar en un molde bien preciso donde el tiempo
empleado en ella o la intensidad necesaria se acoplan perfectamente a lo
esperado. Visitar una cueva paleolítica es una cosa muy seria, algo que no voy
a decir yo en qué condiciones deba hacerse. Pero sin duda que la proliferación
del “replicantismo” hace viable una pseudo experiencia que iguala capacidades y
tiempos, que homogeniza a todo individuo en unas posibilidades que son siempre
y en cada caso las mismas: visitar una réplica para emplear nuestro tiempo de
ocio en una pseudo experiencia que no tiene mayor fin que el onanismo
consumista.
En definitiva, la política de la
réplica como la llama Carlos Irijalba
se comprende como un dispositivo ideológico de primer orden: permite que el
ocio se sume sin concesiones al ritmo de producción capitalista. Y es que si
hasta hace bien poco las tectónicas libidinales se centraban en el trabajo como
ámbito de alienación, ahora se concentran en el ocio como lugar donde moldear
al despistado ciudadano.
La réplica permite una recodificación de
signos cuya mayor virtud es, como ya hemos señalado, disuadirnos de la
posibilidad de interrogarnos sobre qué pudiera haber detrás, bajo las
apariencias, preguntarnos sobre el original del que es repetición. La réplica
es por tanto una repetición cuyo original queda poco a poco sedimentado hasta
que, al final, de él no queda nada. Total y resumiendo, la réplica, como dice
el propio texto de la exposición, es capital para la construcción
espacio-temporal de la ficción de occidente.
Dicho todo esto, vayamos al núcleo de
la obra de Carlos Irijalba. Si bien es cierto que toda realidad pende de
un régimen de ficción que lo sustenta, su labor artística trata de insertarse
en los mecanismos ahora más en boga para delinear una ficción consensuada y,
por ende, una determinada noción de realidad. Si en la obra ahora presentada
hace hincapié en la noción de réplica es porque es ella, como hemos señalado,
la estrategia de deglución de realidad preferida por el simulacro actual para
erigir su reino sin miedo alguno a ser descubierto.
Irijalba se inserta en la lógica procesual que ha terminado por construir una
réplica de unas cuevas del paleolítico para permitirnos echar una ojeada dentro
de tan procelosa mecánica. Porque todo es cuestión de envíos, de traducciones,
de tecknés que se suceden y que, aun intentando trasponer la huella de una a
otra, no hacen sino diseminar y borrar aquello que precisamente más interés se
tenía en guardar.
Así, si tenemos la mala costumbre de hacer de la realidad un emplazamiento
calculado, medido y adiestrado, Irijalba
nos señala que nada más lejos de la verdad: que lo que fuere la realidad es una
continua trasposición de términos a través de una traducción imposible que va
decantando ámbitos de decibilidad, visibilidad y posibilidad alrededor de un
resto excesivo que permanece siempre como vacío, como origen inaccesible.
La
labor de Irijalba es proponer una
última muesca, un último envío y un último intento de traducción imposible.
Señalando las incongruencias que se producen, el artista saca a la luz eso
mismo que la propia mecánica necesita dejar olvidado para continuar un paso
más. Es decir: nos enseña como el resultado nunca es el esperado sino que es
una simple etapa más en un circunloquio infinito, un momento más en una
búsqueda que olvida por el camino lo que ya sabe, que olvida incluso lo que
estaba buscando.
Pero,
¿cómo ha logrado tal profundidad conceptual con “solo” la réplica de unas
cuevas? Lo consigue a
partir de una procelosa historia: en la vorágine española de los años 90,
varias cuevas de la cornisa Cantábrica fueron replicadas para uso y disfruto de
una población que ni de lejos intuía la que se les vendría encima. Pocos años
después las cuevas cierran, la empresa encargada de la reproducción entra en
crisis galopante y, con ello, los escaneados fueron guardados –casi enterrados–
en discos Zip, un almacenamiento
obsoleto ya a principios de este siglo XXI.
Lo
interesante de toda esta historia, ahí donde la labor artística de Irijalba coge altura, es el juego de envíos
y traducciones que pueden establecerse: entre la cueva original y su réplica,
entre el formato anticuado de un escaneado y el resultado de un escáner en 3D,
entre –incluso– una sociedad que vivía en la opulencia y otra trasquilada y
endeudada. Todas las series tratan por lo tanto de hacer presente algo que ya
solo resta como inaccesible: la cueva original, el escaneado original…la
sociedad original.
Lo que hace a estas piezas
estéticamente interesantes es que lo mismo que hemos incidido en la vertiente
especular y espectacular en que recae la política de replicar la cueva
original, el escaneado también denuncia un resto perdido por el camino. Porque igual
que por mucho parque temático que nos monten nada garantiza que podamos acceder
a una experiencia original de la cueva, resulta que el escaneado en 3D –el
escaneado con el que se trrató de recuperar los antiguos archivos Zip– no es
sensible a la imagen, precisamente ahí donde reposa la historia, eso que nos
diría quienes somos.
La cueva, cerrada al público, y los
escaneados, inaccesibles por la obsolescencia tecnológica, funcionan a modo de
catalizadores de un proceder, el del artista, que es capaz con un simple gesto
de sacar a la luz cómo la realidad, más que construirse alrededor de
presencias, anida en un resto del que no queda nada y que, además, cualquier intento
de acercarnos a él –intento de traducción– lo sedimenta aún más, lo borra y lo
tacha hasta el olvido. Así, la realidad se funda en un desfundamento cada vez
más hondo, cada vez más inmemorial, cada vez más fantasmático.
Por muy diferente que pueda parecer,
el proceder de Irijalba es similar a obras anteriores como, por ejemplo, High
Tides. Si allí el artista conseguía dislocar las temporalidades sobre
las que hacemos pie para ofrecernos los excrementos fósiles cronológicos que,
simplemente, nos complacemos en ocultar para seguir a lo nuestro, ahora el
tiempo vuelve a ser protagonista silencioso de una obra que trata de hacer
resurgir ese cúmulo de temporalidades condensadas y que para nosotros no son ya
sino oportunidades para el divertimento, la eclosión del simulacro, la política
de la réplica, etc.
Si la lava, magma y minerales que
rescataba entonces señalaban a una historia sedimentada e invisible, ahora, las
“paredes” espectrales de las cuevas paleolíticas remiten también a otra
estratificación: la de las diferentes tecnologías que nos abren la realidad. De
otra manera: igual que en High Tides
los tubos de perforación remiten al poso cultural del terreno, ahora las piezas
de la galería son el último eslabón en otra cadena: la de las paredes de una
cueva del neandertal que llegan hasta nosotros, habitantes de un mundo
hipertecnificado y donde no podemos tener acceso a nada que atesore en su seno
un mínimo de riesgo endémico, un mínimo de realidad sin decantar previamente,
sin ser profilácticamente higienizada.
El centro del trabajo artístico de Irijalba
es señalar como lo que somos no es una cuestión postulada desde el más
rabioso de nuestros presentes sino que es lanzada a un por-venir que llega
hasta la médula, hasta el origen metafórico donde empezó la historia. Es decir,
donde se inició la condensación, la fluídica temporal y espacial. Lo que
seremos está guardado, acogido en nuestro pasado; ahí permanece para que
sigamos leyendo una historia que no es sino lectura e interpretación de un
ya-sido.
Lo que sucede es que, atrincherados en
un saber ilustrado que hace de la razón estandarte de validación único, el
proceso de traducción e interpretación en el que vivimos ha terminado por
devolvernos lo mismo que las imágenes de estas réplicas que se exponen: nada.
Hemos llegado a un nivel-cero, a un estadio donde todo ya bascula sobre
simulacros cuyo “saber” o las “vivencias” que nos suscitan son meras
escenificaciones.
Pero como la salvación radica ahí
donde habita el riesgo, la pregunta que sobrevuelan estas paredes desnudas
remite a las capacidades que hemos de poner sobre la mesa para, siquiera de
manera mínima, lograr la ansiada emancipación: ¿cómo volver a imaginar todo lo
que hemos ido perdiendo por el camino? Porque ahora que el proceso de
traducción nos devuelve un folio en blanco es ocasión única para volver a
rescribir toda la historia, volver a conocernos, a llamarnos por nuestros
nombres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario