martes, 3 de febrero de 2015

CARLOS IRIJALBA: POLÍTICAS DE LA RÉPLICA. TRADUCCIÓN Y OLVIDO.


GALERÍA MOISÉS PÉREZ DE ALBÉNIZ: hasta 14/03/15
CARLOS IRIJALBA: SKINS
(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=454)

         De Carlos Irijalba (Pamplona, 1978) ya sabíamos mucho, quizá incluso demasiado. En todo caso lo que no sabíamos era cómo podía ser que, a estas alturas, no tuviese aun una individual en Madrid. A todo lo que jalona un buen currículum (beca Fundación Botín, premio Purificación García, Generaciones, revelación en PHotoEspaña y Estampa) hay que sumarle una obra de una inusual contundencia que ya nos llamó la atención.
En las obras reunidas bajo el título de SKINS, Irijalba escribe un nuevo capítulo de lo que siempre han sido sus intereses: mostrar cómo el saber, en el encadenamiento sobre el que se erige, está terminando por no devolvernos nada. La razón de esto es que la tecnificación del mundo, llevada a su paroxismo, incide en una traducción que orbita alrededor de algo que no puede ser traducido, de algo “excesivo” que es olvidado y borrado en cada intento.

Hace ya más de 30 años que Baudrillard, profeta del simulacro, sentó cátedra: “Disneylandia existe para ocultar que es el país ‘real’, toda la América ‘real’, una Disneylandia”. Es decir: que el mundo por completo es un simulacro, una escenificación donde a todas luces ha terminado por no suceder nada.
Dicho de otra manera: nuestros imaginarios no están para, sin más, ofrecernos diversión. Están para disuadirnos de poder siquiera sospechar que bajo las apariencias ha terminado por no haber nada. Y es que por muy gallitos que nos hayamos puestos, tal descubrimiento nos tiene aterrados, sumidos en un pánico existencial cuya única anestesia posible es mirar continuamente una pantalla con la que tranquilizar nuestra cada vez más incipiente sospecha: que nada nos cabe ya esperar, que las posibilidades de enchufar realidad al sistema-simulacro son cada vez menores. Para la implementación de este reino espectral del simulacro, original y copia, invertidas sus clásicas posiciones, revierten ahora en una pamema escenificada a la que seguimos llamando realidad.
Es en esta situación donde la réplica (copia de un original inaccesible) funciona a modo de disciplinada estrategia para que esta dislocación de la realidad se lleve a cabo sin riesgo endémico alguno. Porque la réplica va en la honda de proporcionarnos experiencias pero, eso sí, sin el núcleo duro de lo real, sin lo Real, comprendido éste como el sesgo de imposibilidad que anida en cada acontecimiento. La réplica opera en confabulación perfecta con un retorno de lo Real que hace evaporar ámbitos enteros de realidad para sellarla bajo el pacto mefistofélico del simulacro.


Así, visitar por ejemplo la réplica de una cueva del paleolítico –ejercicio sobre el que pivota esta exposición– no es, ni mucho menos, una actividad recreativa, cultural, inocentemente familiar: es una verdadera bomba ideológica al servicio del simulacro. Nos permite acceder a una experiencia nadeante y nihilizadora, que con el beneplácito de ampliar nuestro conocimiento diluye un poco más la posibilidad de agarrarnos a una realidad ya casi implosionada en su totalidad.
            Porque es gracias a la réplica que nuestras experiencias pueden encajar en un molde bien preciso donde el tiempo empleado en ella o la intensidad necesaria se acoplan perfectamente a lo esperado. Visitar una cueva paleolítica es una cosa muy seria, algo que no voy a decir yo en qué condiciones deba hacerse. Pero sin duda que la proliferación del “replicantismo” hace viable una pseudo experiencia que iguala capacidades y tiempos, que homogeniza a todo individuo en unas posibilidades que son siempre y en cada caso las mismas: visitar una réplica para emplear nuestro tiempo de ocio en una pseudo experiencia que no tiene mayor fin que el onanismo consumista.  
            En definitiva, la política de la réplica como la llama Carlos Irijalba se comprende como un dispositivo ideológico de primer orden: permite que el ocio se sume sin concesiones al ritmo de producción capitalista. Y es que si hasta hace bien poco las tectónicas libidinales se centraban en el trabajo como ámbito de alienación, ahora se concentran en el ocio como lugar donde moldear al despistado ciudadano.
La réplica permite una recodificación de signos cuya mayor virtud es, como ya hemos señalado, disuadirnos de la posibilidad de interrogarnos sobre qué pudiera haber detrás, bajo las apariencias, preguntarnos sobre el original del que es repetición. La réplica es por tanto una repetición cuyo original queda poco a poco sedimentado hasta que, al final, de él no queda nada. Total y resumiendo, la réplica, como dice el propio texto de la exposición, es capital para la construcción espacio-temporal de la ficción de occidente.


Dicho todo esto, vayamos al núcleo de la obra de Carlos Irijalba.  Si bien es cierto que toda realidad pende de un régimen de ficción que lo sustenta, su labor artística trata de insertarse en los mecanismos ahora más en boga para delinear una ficción consensuada y, por ende, una determinada noción de realidad. Si en la obra ahora presentada hace hincapié en la noción de réplica es porque es ella, como hemos señalado, la estrategia de deglución de realidad preferida por el simulacro actual para erigir su reino sin miedo alguno a ser descubierto.
Irijalba se inserta en la lógica procesual que ha terminado por construir una réplica de unas cuevas del paleolítico para permitirnos echar una ojeada dentro de tan procelosa mecánica. Porque todo es cuestión de envíos, de traducciones, de tecknés que se suceden y que, aun intentando trasponer la huella de una a otra, no hacen sino diseminar y borrar aquello que precisamente más interés se tenía en guardar.
Así, si tenemos la mala costumbre de hacer de la realidad un emplazamiento calculado, medido y adiestrado, Irijalba nos señala que nada más lejos de la verdad: que lo que fuere la realidad es una continua trasposición de términos a través de una traducción imposible que va decantando ámbitos de decibilidad, visibilidad y posibilidad alrededor de un resto excesivo que permanece siempre como vacío, como origen inaccesible.
            La labor de Irijalba es proponer una última muesca, un último envío y un último intento de traducción imposible. Señalando las incongruencias que se producen, el artista saca a la luz eso mismo que la propia mecánica necesita dejar olvidado para continuar un paso más. Es decir: nos enseña como el resultado nunca es el esperado sino que es una simple etapa más en un circunloquio infinito, un momento más en una búsqueda que olvida por el camino lo que ya sabe, que olvida incluso lo que estaba buscando.
            Pero, ¿cómo ha logrado tal profundidad conceptual con “solo” la réplica de unas cuevas? Lo consigue a partir de una procelosa historia: en la vorágine española de los años 90, varias cuevas de la cornisa Cantábrica fueron replicadas para uso y disfruto de una población que ni de lejos intuía la que se les vendría encima. Pocos años después las cuevas cierran, la empresa encargada de la reproducción entra en crisis galopante y, con ello, los escaneados fueron guardados –casi enterrados–  en discos Zip, un almacenamiento obsoleto ya a principios de este siglo XXI.
            Lo interesante de toda esta historia, ahí donde la labor artística de Irijalba coge altura, es el juego de envíos y traducciones que pueden establecerse: entre la cueva original y su réplica, entre el formato anticuado de un escaneado y el resultado de un escáner en 3D, entre –incluso– una sociedad que vivía en la opulencia y otra trasquilada y endeudada. Todas las series tratan por lo tanto de hacer presente algo que ya solo resta como inaccesible: la cueva original, el escaneado original…la sociedad original.


            Lo que hace a estas piezas estéticamente interesantes es que lo mismo que hemos incidido en la vertiente especular y espectacular en que recae la política de replicar la cueva original, el escaneado también denuncia un resto perdido por el camino. Porque igual que por mucho parque temático que nos monten nada garantiza que podamos acceder a una experiencia original de la cueva, resulta que el escaneado en 3D –el escaneado con el que se trrató de recuperar los antiguos archivos Zip– no es sensible a la imagen, precisamente ahí donde reposa la historia, eso que nos diría quienes somos.
La cueva, cerrada al público, y los escaneados, inaccesibles por la obsolescencia tecnológica, funcionan a modo de catalizadores de un proceder, el del artista, que es capaz con un simple gesto de sacar a la luz cómo la realidad, más que construirse alrededor de presencias, anida en un resto del que no queda nada y que, además, cualquier intento de acercarnos a él –intento de traducción– lo sedimenta aún más, lo borra y lo tacha hasta el olvido. Así, la realidad se funda en un desfundamento cada vez más hondo, cada vez más inmemorial, cada vez más fantasmático.
Por muy diferente que pueda parecer, el proceder de Irijalba es similar a obras anteriores como, por ejemplo, High Tides. Si allí el artista conseguía dislocar las temporalidades sobre las que hacemos pie para ofrecernos los excrementos fósiles cronológicos que, simplemente, nos complacemos en ocultar para seguir a lo nuestro, ahora el tiempo vuelve a ser protagonista silencioso de una obra que trata de hacer resurgir ese cúmulo de temporalidades condensadas y que para nosotros no son ya sino oportunidades para el divertimento, la eclosión del simulacro, la política de la réplica, etc.
Si la lava, magma y minerales que rescataba entonces señalaban a una historia sedimentada e invisible, ahora, las “paredes” espectrales de las cuevas paleolíticas remiten también a otra estratificación: la de las diferentes tecnologías que nos abren la realidad. De otra manera: igual que en High Tides los tubos de perforación remiten al poso cultural del terreno, ahora las piezas de la galería son el último eslabón en otra cadena: la de las paredes de una cueva del neandertal que llegan hasta nosotros, habitantes de un mundo hipertecnificado y donde no podemos tener acceso a nada que atesore en su seno un mínimo de riesgo endémico, un mínimo de realidad sin decantar previamente, sin ser profilácticamente higienizada.
  El centro del trabajo artístico de Irijalba es señalar como lo que somos no es una cuestión postulada desde el más rabioso de nuestros presentes sino que es lanzada a un por-venir que llega hasta la médula, hasta el origen metafórico donde empezó la historia. Es decir, donde se inició la condensación, la fluídica temporal y espacial. Lo que seremos está guardado, acogido en nuestro pasado; ahí permanece para que sigamos leyendo una historia que no es sino lectura e interpretación de un ya-sido.
Lo que sucede es que, atrincherados en un saber ilustrado que hace de la razón estandarte de validación único, el proceso de traducción e interpretación en el que vivimos ha terminado por devolvernos lo mismo que las imágenes de estas réplicas que se exponen: nada. Hemos llegado a un nivel-cero, a un estadio donde todo ya bascula sobre simulacros cuyo “saber” o las “vivencias” que nos suscitan son meras escenificaciones.
        Pero como la salvación radica ahí donde habita el riesgo, la pregunta que sobrevuelan estas paredes desnudas remite a las capacidades que hemos de poner sobre la mesa para, siquiera de manera mínima, lograr la ansiada emancipación: ¿cómo volver a imaginar todo lo que hemos ido perdiendo por el camino? Porque ahora que el proceso de traducción nos devuelve un folio en blanco es ocasión única para volver a rescribir toda la historia, volver a conocernos, a llamarnos por nuestros nombres.

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