viernes, 17 de junio de 2016

APUNTES PARA OTRA CELEBRACIÓN FALLIDA DEL BLOOMSDAY: LEER, AMAR, MORIR


No hay lectura que no sea personal, privada, inmersa en un flujo de experiencias que atañen, únicamente, al yo que lee y que, leyendo, se abre a la alteridad de lo otro que surge: el él, el otro. Por eso nunca me han gustado mucho las concelebraciones, la efemerología del dato fechado. ¿Hay otros aparte de yo mismo que han experimentado la fractura? Puede, seguro estoy, que haberlos haylos: pero de ahí a reunirme con ellos a celebrar algo que, aun dentro de la posibilidad de ser experimentado por muchos, ha de quedar circunscrito al ámbito privado, va un mundo.
De participar, algún día, seguro que mi mirada sería torva, desconfiada; de haber apretones de manos serían fofos, sudorosos, esa mano gorda que se deja caer; de haber brindis seguro se cruzarían los dedos debajo de la mesa asegurando que uno, aún estando ahí, no pertenece del todo a esa pequeña multitud. Sí, pudiera ser que se esté incluso confraternizando: pero todo con el firme propósito de irme a casa más seguro de mí mismo, más capaz de enfrentarme de nuevo al reto de ser despedazado por las banales andanzas de Leopold Bloom.
Sí, seguro que me cogería una buena melopea: juntos pero, como quien dice, no revueltos. La posibilidad de, al día siguiente, no acordarme de nada y, sobre todo, de nadie. Poder permanecer en mi silencio glacial, sin adulterar. El alcohol tiene esa capacidad de evidenciar la distancia infinita que siempre separa, si no al uno del otro, si al menos las experiencias del uno de las del otro.


Más aún: ¿y se me tropiezo con alguien que ha sido capaz de ir más allá? No que haya leído mejor –mucho menos que haya entendido mejor. Todo eso es superficial: leer mejor, entender mejor, etc., son cosas que se dejan para los escolares. Alguien, me refiero, que haya transitado mejor, que se haya travestido mejor, que se haya partido y fracturado mejor y más profundamente: que le haya oído más la vida en ello. Alguien que haya, como una moneda dejada caer al fondo de un pozo sin agua, sonado más a hueco, a ruido sordo: alguien que haya devenido eco de sí mismo mejor que yo lo he conseguido. Eso debe ser fatal, incluso mortal. Eso debe dejar un regusto muy amargo en el paladar: la sensación de haber dilapidado tus mejores –y por definición únicos– años.
Pero, en cualquier caso y después de todo lo dicho, siempre queda el riesgo. El sudor frío que recorre la espalda y te empuja a ir en busca de ese otro que ha bajado más hondo que tú. Le mirarás con desprecio, le ofrecerás esa mano tendida como un filete de ternera, beberéis pintas al mismo ritmo. Y entonces sucederá… sabrás que él es Gandina, aquel que sin saberlo has estado buscando media vida. Pero antes de que decidas qué diablos hacer ante tal epifanía, una idea se encienda en tu mente: él también te estaba buscando, por eso está aquí. También él se escorza para decirte un secreto al oído: no es él, eres tú quien eres Gandina. Lo que pasa es que no lo sabes.
El Ulises solo se cerrará cuando te topes con ese otro que te diga lo que no sabes: que tú eres Gandina. Eres el hueco por donde pasan y se filtran todas las historias, todos los relatos. Solo que entonces no solo se cerrará el libro: se cerrarán todos los libros, todas las lecturas. Porque no habrá nada más que decir ni que contar. Mundo y texto serán ya perfectamente legibles. Morirás. Somos –soy– Gandina; y si leemos es para no encontrarnos con nosotros mismos, para salir de nosotros, donarnos a algún otro. Por eso Gandina aparece por primera vez en el cementerio: quien se tope con él morirá, dejará de contarse historias.

 Tiene su lógica: aquel día –la jornada en la que trascurre el libro– Joyce se encontró con Nora y, para no morir, tuvo que ponerse a escribir de modo ya definitivo; más aún, tuvo que tomar todas sus decisiones vitales en relación al acto de escribir. Sabía que, después de haberse encontrado con Nora –aquella que cerraba todos sus relatos, todas sus ficciones– no había más que hacer más que ponerse a escribir como un loco. Todo con tal de no morir de amor.
Porque eso es el amor: encontrarse con alguien que cierra de forma tan definitiva todos tus relatos que solo puedes apostar por salir de ti mismo de forma radical. Por eso amar es donar la muerte: anticiparla constantemente. Por eso escribir es posponer esa donación. Por eso leer es ensayar formas de donar la muerte: ensayar, en definitiva, formas de amar.
Y sí, por todo ello no hay que dejar nunca de celebrar el Bloomsday. Porque cada vez que lo hacemos una voz nos dice que Gandina somos nosotros y que nuestra tarea es no dejar que los relatos fluyan y así dotar de posibilidades a que cada uno se encuentre con Nora y así poder donar nuestro amor y nuestra muerte. No encontrarnos nunca más que en las historias de otros, dándonos a ellas, ofreciéndonos, muriendo en y a través de ellas: eso es lo que se celebra. Lo que yo al menos celebro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario