Hay una famosa frase
de Lacan que dice, más o menos, que
aunque quizá el loco sea loco por creerse Napoleón,
mucho más loco estaría Napoleón si realmente se creyese Napoleón. Así dicho, la
cosa puede resultarse un tanto enigmática o quedarse en el lacónico “ni yo
mismo sé quien soy”. Pero, sin negar en parte la verdad de ambas tesis, lo que
la cita lacaniana trataba de decir es que toda decantación subjetiva está
sostenida en una fantasía concreta: aquella que le da soporte, aquella que no
solo viene a llenar el vacío constitutivo de toda subjetividad sino que le da
forma y estructura. Dicho de otra manera, por muy Napoleón que sea Napoleón,
Napoleón solo será la identidad sostenida por una fantasía concreta.
Para ver qué fantasía
es esta habrá que irse a quien más ha aportado a la teoría lacaniana en las
últimas décadas: Zizek. Según él, en
el origen hay siempre un exceso –un exceso de vida, un exceso de razón– que
hace descabalar toda idealidad, toda armoniosa ilación de enunciado y
enunciación, de significado y significante, de placer y goce, y que hace que en
el núcleo opere un fallo, un lapsus, un error fundacional capaz de desintegrar
toda formación conceptual. Siendo esto así, la fantasía es una construcción
inconsciente llamada a frenar el desbarre de negatividad a la que la pulsión de
muerte (nombre para ese exceso) somete a todo conato de identidad.
Pero la paradoja está
en que dicha fantasía no solo detiene el avance de ese exceso traumático sino
que lo sostiene manteniéndolo a la distancia precisa. Ambas cosas se dan, al
mismo tiempo, en el andamiaje simbólico que la propia fantasía construye.
Nótese como apunte que, contra la opinión común en temas lacanianos, lo Real
(ese exceso que como pulsión de muerte rodea de negatividad a todo ejercicio de
simbolización) no es algo que advenga una vez se da la simbolización –como un
resto imposible de construir– sino que es inherente a la simbolización: es
condición intrínseca de ese orden simbólico ya que éste se construye a través
de una fantasía que, precisamente, trata de sostener y estructurar dicho
exceso.
En definitiva, si
algo somos no es un “yo” centrado, con nombre y apellidos, con unas
características determinadas, sino una fantasía andante, apunto siempre de
restañar los puntos por donde lo Real amenaza con desintegrar nuestra
subjetividad, un ‘je ne sais quoi’ que hace lo que hace sin saber realmente
porqué, siguiendo un mandato traumático que desconoce. Así, si por una parte
Napoleón era Napoleón (aquel que nació en un espacio/tiempo determinado y cuya
biografía es precisamente la de Napoleón), Napoleón es también la fantasía ya
no solo que le otorga identidad subjetiva concreta sino que también mantiene su
exceso constitutivo a la distancia precisa para que el ejercicio de
subjetividad sea constantemente amenazado/sostenido por ella.
Y, claro está en todo
este desarrollo, quien dice Napoleón dice la Reina Ana Estuardo (1665-1714): toda la película La Favorita no es otra cosa que las
relaciones de la propia reina con su fantasía, aquella construcción simbólica
que por una parte la coloca en un emplazamiento concreto, dentro de unas
coordenadas determinadas a las que debe de obedecer para seguir siendo quien se
dice ser –la Reina–, pero que por otra parte también le amenaza continuamente
con fragmentarla, con hacer implosionar su decantación subjetiva merced a ese
exceso (error, lapsus, pulsión de muerte) que la propia fantasía estructura.
Y si hablamos de relaciones con la fantasía
de lo que estamos hablando es de ver a qué orden está obedeciendo. Y es que si
la Reina “consiente” en ser la Reina –igual que cada uno de nosotros en nuestra
propia fantasía, avenimos a ser quienes somos– es porque obedece una orden: un
mandato traumático y sin sentido encaminado a satisfacer el deseo de un Gran
Otro pero que, a decir verdad, no sabemos qué es lo que desea. Es decir: la
fantasía no se construye como una aparato especular que bajo determinada
perspectiva logra que el yo simbólico coincida con el yo imaginario sino como
una máquina libidinal llamada a secretar placer capaz de satisfacer las demandas
de ese Otro, unas demandas –esto es lo importante– que al no saber cuales son
las construimos a través precisamente de la fantasía, resultando entonces que
la fantasía no es solo quien pone freno a nuestro deseo sino que lo
estructura.
Es así entonces que la Reina Ana, como todos
nosotros, se pasa la vida obedeciendo aún cuando pareciera ordenar: buscando
algún deseo al que poderse plegar para alimentar a su fantasía y así no toparse
con ese exceso que amenaza disolverla. Obedeciendo a cualquier sustituto que
tome la forma de ese Gran Otro, obedeciendo de cualquier manera pero, eso sí,
secretando al cantidad de placer como para que la fantasía no se venga abajo. En
eso se basa sus relaciones con cada una de las favoritas: primero con Sarah Churchill, Duquesa de Marlborough
y después con Abigail Masham,
Baronesa Masham. El placer que encuentra en brazos de cada una de ellas son
intentos de responder a esa pregunta que le lanza el Gran Otro y para la que
nunca hay respuesta: ¿por qué soy lo que soy?, ¿porqué ocupo este lugar en la
red simbólica? Dichos encuentros, en lo furtivo que tienen, se adecúan mejor si
cabe a esa obediencia sin paliativos que la fantasía requiere: simulan una
desobediencia, simulan un dejarse sumir en los propios deseos y caprichos del
sujeto cuando no son sino el intento cada vez despótico de una fantasía que,
para su sostenimiento, la exige cada vez más cantidades de libido.
Ese placer consumado sería algo parecido a la
noción lacaniana de ‘point de capiton’ (punto de acolchado): cierra sobre sí
mismo todo antagonismo creando un campo subjetivo completo, el punto que da
significado a todos los demás. Pero no en el sentido que pudiera derivarse de
comprender su “ser lesbiana” como de mayor saturación de significado que, como
cabría esperar, el “ser Reina”, sino en el sentido de la capacidad de respuesta
que el placer conseguido tiene para responder a su propia fantasía.
Y es que, en la base
de toda la película, está que la Reina no termina por soportar a su propio
fantasma, no termina por darse por satisfecha con ese placer capaz de dotarla
de identidad plena. En el límite es que no le basta con “interpretar” sino que
tiene que “atravesar”: no le basta con basar su fantasma en un desplazamiento
básico por el cual su sexualidad lésbica sería la forma manifiesta de una
sexualidad cuya forma latente sería la frustración de los 17 hijos muertos –el
placer lésbico sería la fuente de goce necesaria para alimentar una fantasía
que requiere mucho montante libidinal para sostenerse en la totalidad subjetiva
de creerse la Reina– sino que, superando esta interpretación, su goce le hace
ir más allá…más allá de su identidad, de ese fantasma que le dice ser la Reina
Ana, más allá de su propia fantasía.
Para ello, para
atravesar su fantasía, la Reina tiene que transformar ese placer en goce: debe
transformar la sensualidad caprichosa de una Reina por el goce absoluto. Debe
dejar de perseguir un placer como mandato superyoico para, no cediendo en ese
deseo, apostar por el carácter incondicionalmente absoluto del acto. Debe de
hacer de su placer algo que no se reconozca como respuesta al deseo del Otro.
Es decir: debe pasar de Kant a Sade. Debe apostar por lo excesivo que
hay en la dimensión fantasmática de su placer, por ese plus que hace que el
deseo no cuadre ya en ninguna interpretación. Explicando esto brevemente, si la
moral autónoma de Kant, en su ruptura absoluta con la cadena del ser, supone
que en último término se sigue la ley moral simplemente porque es ley y que
ello, lejos de provocar una sensación de alienación, provoca un goce
suplementario, un cierto plus-de-goce, el paso a Sade –el ejercicio que hace la
Reisa y que conlleva el atravesar la fantasía–
sería obedecer la ley pero de modo absolutamente incondicionado, lejos
de la paradoja ley/superyó, lejos de cualquier condicionante.
Debería, en último
término, revertir la situación en que se produce su placer para que no sea
empleado por la fantasía para su sostenimiento/amenaza sino que,
reconvirtiéndolo en jouissance
imposible, en puro goce, no sea interpretado como respuesta a ningún Gran Otro,
a ningún mandato. Semejante momento solo sucedería cuando la Reina deje de
creer que es la Reina –cuando Napoleón deje de creer que es Napoleón. Es decir:
cuando logre desenchufarse de la máquina simbólica a la que se reduce toda
fantasía. Si crees, dice la fantasía, llegarás a ser alguien, llegarás a ser
quien dices ser; haz como que crees, como te crees la Reina, y llegarás a ser
la Reina. Ese ser alguien estará colocado en lo Real de la propia fantasía, y
toda obediencia estaría dirigida a quedar encuadrado bajo la promesa de la
fantasía: algún día alcanzarás definitivamente ese punto Real en el que serás
definitivamente quien dices ser.
Y, claro está, hay un
punto de increencia, un punto en el que la Reina deja de creer en quien es, un
momento en el que, por fin, deja de alimentar con su placer a la máquina
simbólica que la tiene sometida, de dejar de inconscientemente plegarse a los
dictados de una interpretación con la que soportar el andamiaje simbólico que
la dice ser quien es. Ese momento es la escena final: el momento definitivo de
atravesar la fantasía, el momento del paso de un pasage à l‘act –acto falso en la medida en que se lleva a cabo para
evitar un callejón sin salida traumático, evitar confrontación con entidad
fantasmática– a un acto auténtico, un acto incondicional. El momento de máximo
riesgo en donde se atreve a lo imposible: a comprobar que detrás de su fantasía
–de esa fantasía por la cual obedece a ese mandato que le dice ser quien cree
ser– no hay nada.
El crujido de los
huesecillos de uno de sus conejos bajo el zapato de le hace
despertarse del sueño dogmático: de ese sueño que nos dice que siempre hay una
razón, una identidad subjetiva y un placer para todo y por todo. Que siempre
hay una interpretación para todo y algo, por lo tanto, que saber aunque a
primera vista esté oculto. Descubre, con ese crujido –aunque descubrir es ya
usar ese lenguaje del saber– que no hay ninguna razón para sus placeres, su
identidad, su ser Reina…
En definitiva, lo que
se constata a lo largo de la película es que la Reina no deja de ceñir sus
actos al imperativo moral kantiano, a una ética del deber por el deber que en
el fondo no es sino una tiranía superyoica. Igual que decidía los destinos de
la patria se enrollaba con una favorita o con otra según la dinámica de sus
caprichos, de una voluntad que no es sino la obscenidad de obedecer a Otro con
la ganancia de un plus de placer que la mantenga sumida en su fantasía. Porque,
dentro de una moral plenamente autónoma, debía, debía incluso dejarse llevar
por sus placeres. Pero el acto final de la película supone el empujón que le
faltaba: seguir sus caprichos de forma absoluta, no ceder a su dimensión
superyoica, abrir la esfera autónoma de la moral kantiana a Sade. La Reina
salta, en esa última escena, fuera de la pareja ley/superyó, atraviesa el
mandato obsceno y traumático de seguir sus placeres llegando al absoluto
incondicional. ¿Y qué descubre? Descubre
que no hay nada que saber, que de lo que se trata no es de dar una explicación
a la perversidad de su sexualidad debido a traumas adquiridos –sobre todo por
esa maternidad frustrada 17 veces y que toma forma en los 17 conejos que
cohabitan con ella– sino de violentar la lógica de su placer alterando la
homeostasis del principio del placer y su prolongación, el principio de
realidad.
La Reina Ana va en
busca de su designante rígido: aquel núcleo imposible, aquella característica
más allá de todo mundo posible. No acolcha la realidad bajo los parámetros de
un par de características que dicen quién es ella sino que va más allá: aquella
característica que hará de ella la Reina Ana bajo cualquier circunstancia y
bajo cualquier acontecimiento. Ese algo más en ella –ese exceso, ese objet
petit a-, ese algo inalcanzable que por otra parte hace que sea quien es: el
significante que mantiene su identidad a través de todas las variaciones de su
significado. Para ello tiene que vérselas con el placer/goce que estructura su
fantasía: tiene que ir más allá del placer que encuentra en dejarse llevar por
el capricho de una relación lésbica con su favorita que oculte/sostenga la
brecha que anida en su formación subjetiva –el exceso o fallo con el que, ya
indicamos al principio, queda marcada cada decantación conceptual.
El último restregón
es un placer absolutamente desinteresado, que no viene a cerrar de ninguna
manera la cadena del ser para otorgar identidad a una Reina fragmentada en mil
pedazos. El último restregón está más allá del principio del placer, es un ACONTECIMIENTO,
un acto autónomo abismal que se fundamenta en sí mismo y que no puede derivarse
ni reducirse a ningún orden del ser.
Para acabar solo un
apunte. Si la democracia es uno de
los problemas más acuciantes a los que nos hemos enfrentado en las últimas
décadas, esta película nos da una respuesta que aquí solo dejamos indicada.
Igual que la Reina tiene su propia fantasía que la incita a creer que es la
Reina, la democracia es la fantasía soportada por la sociedad para crear
comunalmente una fantasía: aquella que nos dice que el poder está detentado –sostenido
y evitado– por la propia ciudadanía. Como tal, e igual que en lo que refiere a la
reina, tiene sus propios resortes traumáticos –la obscenidad de un plus de goce
al obedecer la ley democrática, ley plenamente autónoma y que tiene, como la
kantiana, su fundamento en ella misma. La democracia dota de identidad no ya a
una persona concreta sino a la sociedad en el sentido de que es ella la que ocupa
el lugar vacío dejado por el soberano real.
Desde este punto de
vista quizá sea más fácil comprender muchas de las derivas democráticas de los
últimos tiempos: la democracia no es solo otorgar la voz al pueblo; es ocultar
el exceso constitutivo de la sociedad de una determinada manera, siguiendo precisamente
los dictados de la fantasía democrática. Para ello, y como toda fantasía, la
democracia evita pero también sostiene ese exceso, quedado enmarcado cada partido
político en la respuesta a ese Gran Otro que sostiene la fantasía democrática:
acercándose o alejándose de su núcleo traumático, de su exceso, de ese plus que
viene a decir que la sociedad no existe.
Quizá, en definitiva, la película sea de
época. Pero absolutamente contemporánea al tratar temas que nos ocupan como
individuos y como sociedad: cuál es nuestra fantasía, a quien no podemos dejar
de obedecer, quienes son nuestras favoritas y nuestros caprichos, y, sobre
todo, ¿estamos en condiciones de ejercer la violencia necesaria –en primer
lugar contra nosotros mismos– para atravesar nuestra fantasía?