domingo, 15 de marzo de 2009

LA DOBLE CARA DE UN RETORNO: LA PINTURA ANTE SÍ MISMA

MARKUS LINNENBRINK: DRIPS & DRILLS
GALERÍA MAX ESTRELLA: 21/01/09- 21/03/09



Es recurrente situar la genialidad de Pollock a la hora de datar los inicios del primer arte procesual. Es decir, con él se inicia la época en la que no es ya la obra de arte en sí misma lo importante, sino que es el proceso que se lleva a cabo en su ejecución lo que es calificado como artístico.
Esto no sucedió de la noche a la mañana ni fue un capricho de iniciados, sino que se ha situar en el proceso de desmaterialización que ya desde las vanguardias se venía gestando a través de un arte que quería llenar el mayor número de parcelas posibles del ámbito humano. Solo desmaterializándose podía la obra artística dar cuenta de las potencialidades del propio concepto de arte en toda su negatividad (en terminología puramente adorniana); si no, seguiría sometida al régimen impositivo del burgués. Echar la mirada atrás y ver como el mercado ha deglutido todo intento de desmaterialización atestigua bien a las claras la muerte del arte, pero como claro e indudable triunfo.
Sin embargo, siguiendo una exacta cronología, lo procesual siguió su propio camino llenando casi, de una u otra manera, la segunda mitad del siglo XX y dejando a la pintura, una vez visto lo que daba de sí el dripping y el informalismo europeo, al pie de su propia deserción y aniquilamiento. Que la pintura haya renacido en los últimos años, no solo con incuestonable dignidad sino con vitalismo renovado por esta travesía por el desierto de los últimos cuarenta años, es algo de lo que el propio arte debería de sacar sus propias conclusiones, pese a no quedar muy bien parado tras el intento.
Pero lo que ya desde ningún punto de vista puede ser considerado triunfal para la pintura es volver a esa situación procesual, y, mucho menos, bañado en un halo insoportable de esteticismo colorista. La adición de lo procesual en pintura a lo eminentemente decorativo, crea una suerte de pastiche de tienda de moda retro, de nula transfiguración del marco expositivo que recae en la vacuidad mas irreverente y de un plasticismo kitsch demodé. Aquí, la muerte del arte acontece debido a una apología del más burdo sinsentido.
Y eso, precisamente, es lo que lleva a cabo Markus Linnenbrink en su última exposición. Sus lienzos se sitúan entre lo procesual y el op-art, entre la importancia que se da a lo matérico de una pintura donde las rayas verticales de colores (mas bien chorretones) tienen grosor dándonos la sensación de trabajo y donde su huella puede aún percibirse, y la apelación que en última instancia se da al espectador, no solo para que rastree esas huellas del “artista”, sino para que configure en su percepción la obra de arte policrómica.
El fracaso es total. Si la pintura renace a marchas forzadas, no es ni mucho menos para esta diatriba contra el más primitivo de los gustos. De sus apelmazamientos cromáticos en finas rayas verticales de densidad matérica no se salva nada: el espectador se ve perdido ante una superficie, la del lienzo, que no es mas que un decorado para la nimiedad y la retórica vacía; la obra en sí deambula también queriendo trascender su mismo soporte y no teniendo la fuerza sino para entenderse a sí misma como mera decoración tan previsible como vacua.
La cosa no tendría mayor importancia si todo se viese reducido al dato de un fracaso, pero cada vez es mas común comprobar como la pintura se ve comprometida por rudimentarios ejercicios que ni siquiera logran el efectivismo de una ejecución precisa y preciosista aunque fuese en estos mismos términos de nulidad artística.
Sin duda, puede comprobarse que el precio que ha pagado la pintura por su renacimiento ha sido tener que claudicar ante ciertas propuestas y acceder a llevar sobre sus hombros la carga de estar condenada a soportar recalcitrantes amaneramientos esteticistas. Que esto no la termine por matar de aquí a un tiempo será otra muestra de la negatividad inherente al propio concepto de arte.

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