miércoles, 11 de marzo de 2009

ARTE EN EL PLANO DE INMANENCIA: LA UTOPÍA DE UN NUEVO HABITAR

Sean Scully, Zoe Leonard, Alicia Framis, Lorenz Estermann

De todas las propuestas reunidas en ARCO, quisiéramos hacernos eco de un síntoma que puede empezar a ser catalogado con tanta recurrencia que, en poco tiempo, deje de ser intuición para ser palpable realidad. Nos referimos a la cantidad de artistas que basan su obra y su trabajo en la elaboración de nuevas topologías y nuevas geografías donde poder erigir, no tanto un nuevo sujeto, como sí una nueva forma de habitar.
Las consecuencias de este abrirse del arte a las condiciones del habitar humano y las nuevas maneras que se adivinan de articular topológicamente la realidad (o al menos hacer patente con fuerzas renovadas la condición de acabamiento actual) son de un alcance tan basto que redundan en una renovación del concepto de utopía.
Y es que, al principio, siempre todo remite a un habitar. Sitúese donde uno quiera, o donde a uno le permitan, que siempre toda está conectado al fino hilo de un habitar original. No quisiéramos ponernos muy heideggerianos, pero si al menos manifestar esa indecibilidad humana que se sustenta en la existencia como arrojada. Y es que todo producir, todo mirar en torno a uno mismo, descansa en esa acción primera del querer cobijarse y que conlleva un habitar primigenio
Pero también es que, toda acción ulterior no es sino imitación de este dato original en el sentido de que ya el mismo habitar conlleva un construir ‘con’ pero también ‘frente’ a la Naturaleza (acción que se ha ido repitiendo en aras de un proyecto que en la Ilustración se hizo autoconsciente: el proyecto de la modernidad).
Por tanto, el habitar es preliminar en el sentido mas ontotelelógico que uno quiera darle. Previo a todo acontecer, previo casi a toda reflexión que conlleve una ulterior actividad que, específicamente humana, considere su particular relación con un limen que lo interrogue a modo de límite existenciario y donador de sentido. Es decir, lo preliminar del habitar remite a la construcción originaria a partir de la cual se dota de sentido un límite que, en cuanto previo, siempre está a punto de rebasarse.
Sin embargo, tan cierto como que solo de la repetición de lo Mismo surge lo novedoso, es que de ese gesto esenciante y esenciador para el humano, se ha pasado a la cosificación brutal como novedad de un límite aparecido ya como algo irrebasable gracias a la velocidad límite de todo producir humano.
Habiéndose traído a la presencia mediática todo posible límite, el habitar ya no es sino una acción siempre en relación a la cosificación que permita la asunción tecnológica del límite como el aquí y ahora instantáneo y siempre presente. En el mundo postmoderno del sinsentido viajando a tiempo real, todo habitar es decapitado en esa vacuidad instantánea.
Por tanto, ese mismo Dasein, a modo de muñón abyecto, se ve habitando el espacio hipocondriaco y ahíto de síntomas de una realidad devenida simulacro y en la que toda construcción queda a expensas de la ley de la oferta y la demanda en el máximo apogeo y esplendor tardocapitalista.
El sujeto postmoderno habita los solares de la deconstrucción, el espacio mínimo de la diferencia conceptualizada que le hace renuente a tomar la iniciativa a riesgo de caer en la falla topológica y que no significaría, a estas aturas, más que una imperdonable inocencia e ingenuidad.
Nuestro habitar, tan unidimensionado en la esclerosis de la deflagración mediática, es la fiel representación invertida de la tesis marxistas según la cual el hombre es el conjunto de las relaciones sociales en las que quede inscrito. Y digo invertida porque en los solares de nuestro habitar, ya toda relación está mediada por la cosificación postcapitalista.
La genealogía de este proceso es recurrente. El habitar siempre en un campo trascendental, en un tiempo presente que privilegiaba el “ahora” y la presencia de esa misma construcción como el origen desde el que desplegar toda percepción y producción, se ha invertido de manera que el habitar remite ahora a un campo de inmanencia donde el tiempo es el lapso entre dos instantes en el que están condensados todo el pasado y todo el futuro y en cuyo pliegue surge cierta actividad inconsciente.
El triunfo capitalista se debe en gran medida a su capacidad de hacer transitar por ese campo de inmanencia flujos libidinales asociados a mercancías totalmente fetichizadas y cuyo valor de cambio y valor de uso son las propias coordenadas de ese despliegue desjerarquizado que conforma la topología descentrada del propio campo.
Porque, de esta manera, lo que se consigue es rellenar el intersticio o lapso con aquello que el sujeto inconsciente cree positivamente investir: la mercancía. La diferencia se objetualiza en ese deseo teledirigido por el objeto-mercancía de manera que, dicho de otra forma, el fantasma mismo de nuestro “yo” es ese deseo que transita parejo al flujo de nuestras intensidades pre-conscientes pero que logra coagularse en las singularidades de la mercancía fetichizada.
Si el sujeto de Lacan es aquel que surge en la diferencia mínima, en el intersticio de dos significantes, habiéndose cosificado éste, el sujeto es por tanto algo plano, algo que nadea en su misma existencia y en el azar de campos intensivos libidinales gestados en la propaganda de la tecnologización de un tiempo y un espacio que coinciden en cada instante consigo mismo.
Por tanto, lo que llamamos “yo” no es sino el simulacro de una serie de elecciones que invisten objetos y que, de esta manera, crean una serie de singularidades en el espacio topológico e inmanente. Es a esa serie de coagulaciones a lo que, desde esas mismas instancias que teledirigen con su poder el proceso desiderativo, se le designa con el nombre de “yo”.
En otros términos, es la virtualidad de unas decisiones que pretenden ser calificadas de racionales lo que genera la superficie de la realidad. O, siguiendo a Lukcas, la realidad objetiva no es sino el resultado fetichizado y reificado de un proceso subjetivo de producción oculta, el capitalismo y todos sus mecanismos panópticos.
Y, así, la consecuencia radical de todo este proceso de inmanencia reductiva y asfixiante es claro: como habitantes de un campo intensivo programático y determinado libidinalmente por las relaciones entre una los mass media y el producir capitalista, todo futuro es ahogado en ese pliegue que, esquizofrénicamente, cree ser un nuevo límite (el limitado por todo el pasado y todo el futuro), pero que, a fin de cuentas, no es otra cosa que la presencia constante del tiempo continuo que sella toda fractura con la recursividad de la mercancía-fetiche.
El no poder imaginar el futuro o el imaginarlo únicamente como desastre, algo a lo que apelaban respectivamente Susan Sontag y Frederic Jameson, no significa otra cosa que el estar constreñido a la reverberación mínima donde ninguna subjetividad es capaz de desplegarse más allá de aquello que como flujo libidinal transita el campo homogéneo de las diferencias fetichizadas.
Siendo el arte el lugar de las utopías prometidas por la propia negatividad de su concepto, es claro que ese habitar abortado y donde el futuro es el eco silenciado en el reverberar de dos presencias idénticas, tiene consecuencias fundamentales para el mismo arte actual. En este sentido, desde muy pronto el arte se las ha tenido que ver con esta recurrencia al habitar desde el cual desplegar las posibilidades de un operar y construir. Siempre en aras de un futuro esplendoroso, las manifestaciones artísticas han ido poniendo su granito de arena para el advenimiento, más o menos ideologizado, de la utopía.
Quizá la rotunda modernidad de Piranesi consista en ser el primero en advertir la relación existente entre espacio público y subjetividad, y que, al mediar entre (otra vez el habitar como lo que surge en el intersticio) ambos ámbitos el poder, toda utopía que proceda como síntesis es anulada de raíz. Del calabozo a la vigilancia panóptica, el recorrido es el mismo que el desplegarse de la subjetividad como fantasma del mismo poder que la pone en pie.
Normal entonces que, una vez visto que del balazo de Gordon Matta-Clark no quedaba sino un eco, una vez que el funcionalismo racionalista había sido eliminado por el suicido asistido de la demolición del barrio de Yamasaki, Rem Koolhaas tenga muy presente al italiano a la hora de replantear una postmodernidad arquitectónica.
Pero, una vez puestas sobre la mesa las premisas de este estado de cosas en el que aún nos hayamos, no es muy difícil rastrear posicionamientos artísticos que, saltándose a la torera esa prohibición de apelar a la utopía (pues, ¿cómo representar la utopía, además de por todo lo dicho, teniendo en cuenta que el tiburón en formol de Hirst es el non plus ultra del arte postmoderno?) intentan crear una dilatación en la grieta por donde poder levantar y construir algún tipo de subjetividad.
Que esto sea más que una moda pasajera, o que no logre insuflar las fuerzas suficientes como para tener el arrojo de lanzarse a recuperar el habitáculo para la utopía, es algo que solo mediante el ejercicio que supone el tenerlas en cuenta podemos responder.
Esta propuesta, si de verdad se considera a sí misma como solución, ha de distanciarse de proyectos más o menos utópicos, más o menos ideologizados, como pudiera ser la del constructivismo o la misma Bauhaus. Estos proyectos todavía intentaban remendar la sutura de la modernidad trazando síntesis (arte e industria, arte y sociedad) a través de las cuales llevar a cabo la eterna asunción del arte y hacer que arte y vida coincidiesen.
Hoy, en cambio, la paradoja que surge del habitar en el plano de inmanencia hipertecnologizado es tan brutal que se hace necesario otro modo de actuar y reflexionar a la hora de hacerse cargo de las consecuencias de nuestro propio habitar. Mientras el arte puede que haya muerto de éxito (consideración a tener en cuenta una vez visto el esteticismo que recorre cada ámbito de nuestras vidas, incluido nuestro habitar), por otro lado se hace patente la más asombrosa de las distopías: habitar el habitáculo unicelular, vigilado por cámaras conectadas en red que interactúan a su vez como medio de relacionarse del sujeto con el exterior.
Todo lo que no sea ir en esa dirección, haciendo más patente cada vez la paradoja, será, una vez más, preciosismos de salón. Sin embargo, y desde aquí nos queremos hacer eco, si uno rastrea el panorama de este último ARCO, además de enfatizarlo aún más con diferentes artistas que han expuesto últimamente, las cosas parecen indicar un atisbo en el que poder percibir una reapertura de la sutura cosificada.
Sean Scully propuso una estratificación matérica enfrentada, en escala, a un sujeto que quedaba reducido a la mínima expresión. En esa toma de posición por parte del artista, pese a no plantear un habitar como tal, si que deja abierta la posibilidad de volver (volver como novedad en la repetición) a un enfrentamiento entre el sujeto y la realidad tal y como es percibida en el plano de inmanencia: mediante superposición de capas que van condensándose en superficies siempre una encima de otra.
La realidad no se entiende como relaciones causales de manera que a un efecto le siga una causa, sino que, en el habitar de la inmanencia, en esos dos ‘entres’ prefigurados en el latido instantáneo de la totalidad del pasado y del futuro que se sitúan a la manera de dos límites condensadores, el efecto puede ser anterior a la causa y crearse así un excedente de virtualidad que deba ser actualizado en el proceso del devenir. La ‘casi-causa’ de Deleuze o el ‘objet petit a’ de Lacan son conceptos que rastrean esa causalidad a-temporal y pre-subjetiva de la inmanencia.
Y si algo, precisamente, ha intuido la economía libidinal capitalista, es que es ese exceso lo que se ha de cosificar como sea antes de dejar que genere una nueva singularidad en la recurrencia de un nuevo pliegue que, en su repetición (en su repetición como efecto), pueda hacer aparecer lo Nuevo. Es decir, en la superficie inmanente de la orografía tardocapitalista se genera un exceso en la aparición de lo Nuevo que siempre se ha intentado, por parte del poder cosificarlo en una nueva singularidad a modo de sedimentación.
Entendiendo, por último, ese poder de una manera foucaultiana como un dispositivo que, como tecnología de sí, genera, en su mismo desplegarse como poder, la subjetividad, quedan todos los conceptos perfectamente delineados: el plano de inmanencia es recorrido por mónadas pre-subjetivas que, como flujo de percepciones, se inscriben en la duración de una de esas percepciones condensando todo el pasado y el futuro en los límites del pliegue perceptivo. En el mismo desplegarse de la percepción se originan sedimentaciones que, gracias al exceso de efecto sobre al causa, se condensan en eso que llamamos subjetividad y que, por tanto, solo puede ser comprendida en relación al poder que hace condensar ese exceso de virtualidad.
Enfrentarse a la superposición de planos de inmanencia, comprender el todo de las partes como estratificaciones que, pese a habitar la profundidad, pueden ser reestructuradas en una labor de reapropiación de una realidad a la que se la pueda diseccionar, es la labor del artista como geógrafo de una nueva orografía donde, y este es su mayor interés, ser capaces de generar otros proceso de constitución de una subjetividad.
Porque, buceando en nuestra propia orografía, descendiendo a la estratificación de todos y cada uno de nuestros puntos de condensación, seremos capaces de, si no desligarnos de ese poder que nos subjetiviza, si al menos comprender nuestra genealogía y la de la propia realidad como un proceso al que se es capaz de desenmascarar y propiciar, en la apertura de otra sutura, un nuevo habitar.

La vuelta de tuerca de Scully ha sido simplemente no abstraer la realidad ni la topología, sino ponerla ahí, de igual a igual, con el ser humano. Su trabajo es un trabajo de iniciación. Él solo indica el lugar del habitar. Aquello que casi no puede ni ser representado, Scully lo representa con una facilidad pasmosa: la misma que nuesro adocenamiento a la hora de dejarnos configurar el espacio de nuestro habitar.
Sin embargo, ya no son ruinas, tampoco es un enfrentamiento, el de la orografía y el sujeto, condenada a lo infranqueble de una sutura cerrada a cal y canto. Hay en su trabajo un punto de partida, un contar con aquello que se dispone y no dejarse llevar por el espectáculo. Incluso la realidad sedimentada es nuestra. También en ella se puede habitar. Solo falta encontrar las herramientas para ponernos a construir.
Así pues, más que relacional, la realidad se ha configurado en sedimentaciones, en estratificaciones que, a modo de pesadas condensaciones, consiguiesen adueñarse de ese exceso con que el efecto cargaba en su seno. La estrategia del apropiacionismo, teniendo en Andy Warhol su antecesor mas directo y esa manera tan aséptica de desarmar la representación de una imagen, iban en ese mismo sentido de situarse allí donde mas duele, donde la sutura se cierra de una realidad a la que se la ha amputado todos y cada uno de sus efectos y donde ahora causa y efecto coinciden en una misma instantaneidad.
Otra artista, Zoe Leonard, ha seguido esos mismos prerrequisitos a la hora de enfrentarse a la realidad. Su exposición en el MNCARS daba fe de ello. Su consigna es clara: a la realidad solo se llega por amontonamiento y por estratificación desjerarquizada. En sus fotos, o se mostraba un mismo objeto repetidas veces o, por el contrario, eran grupos de varias fotos las que nos enseñaban una clase de establecimiento repetidas veces: lavanderías, restaurantes, cafeterías, etc.


Solo mostrando la repetición de lo idéntico que subyace en la diferencia entre objetos que caen bajo una misma categoría o concepto, se es posible acceder a la realidad. No un par de zapatos, sino veinte pares; no un restaurante como muestra de un típico restaurante del Bronx, sino la acumulación cartográfica de una variedad de diferencias donde poder captar la identidad.
Nada que ver sin embargo con el archivo ni con la catalogación enumerada. No se trata de burocracia, sino de la repetición que permite la novedad de un punto de singularidad donde coagular un quantum de realidad.
Así pues, ambos artistas trabajan en la fractura de una realidad que es sellada siempre en la repetición. Mientras Leonard explicita que, en plena crisis de la representación, la única salida es dejar constancia no solo de la superficie, del plano de inmanencia, sino también de la estratificación que como repetición hace posible el surgimiento de una novedad a la que llamar realidad, Scully nos enfrenta con esa realidad sedimentada y nos invita a operar una nueva sutura que, pese a lo desproporcionado de las dimensiones, propicie un nuevo asentamiento.
En la galería Arnés & Röpke expuso a principios de año Lorenz Estermann, cuyas maquetas iban en esa dirección: en la de posibilitar un habitar novedoso. Nada tenía que ver ni con el constructivismo ni con la plasmación metalingüística de una utopía. Sus casitas eran perfectamente construibles, sencillas, incluso cómodas. Pero ahí era precisamente donde surgía el extrañamiento. Nuestro percibir, acostumbrado a la sutura cerrada, no veía en ellas sino moldes de algo extraño. Es esa rareza de lo que debía de ser común lo que viene a desvelar las miserias de nuestro habitar.
Sus construcciones, hechas de material reciclable, de una inocencia que parece perdida, nos situaba a medio camino de proponer una continuación al racionalismo funcional de tan simples que parecían, y, por otra parte, apelar a un futuro todavía en ciernes y en el que, a poco que uno se lo proponga, todavía cabe la imaginación.


Sus delicadas maquetas, a modo de cápsulas a medio hacer, indicaban el lugar en el que proponer un nuevo habitar alejado de lo perfecto, del virtuosismo de formas, de lo abigarrado de los espacios siempre en tensión, decantándose por el contrario por la ensoñación de un habitáculo abierto y descosido de suturas. Una construcción que pese a estar en el plano de inmanencia del tiempo actual, es sostenida sobre unos débiles pilotis. Esa levedad, esa fragilidad es la garantía perfecta de que el futuro también se puede habitar.
Por último, y también en ARCO, cabría destacar a la artista española Alicia Framis. Su trabajo nos enfrenta ya descaradamente a la posibilidad de imaginar un futuro. Casi podemos ver en su obra a los arquitectos franceses de principio de siglo XIX, a los Boullée, Ledoux o Lequeu. Ella sí que se sitúa en la sutura de un futuro que ha incidido ya en la orografía capitalista y desde donde es posible una nueva construcción. Y es que ella, sabedora de que es el propio capitalismo el que dinamita las suturas en las que asentar un nuevo habitar que propicie la repetición siempre excesiva y el actualizarse en la novedad, para luego al instante siguiente cosificarlo mediante sus procedimientos de fetichización, ha elegido China como lugar en el que proponer un nuevo tipo de vivienda.


Eso le posibilita todavía cierta inocencia, ciertos procesos no tan críticos con el habitar occidental de manera que su obra no se plantea la apertura en la superficie del plano de inmanencia, sino que sus viviendas toman el relevo del metalenguaje arquitectónico en la senda ya iniciada por los ya mencionados franceses del XIX.
Pero, además de estos cuatro ejemplos cogidos en parejas de dos, muchos otros se pueden poner sobre la mesa a la hora de hacer valer lo sintomático de todos estos nuevos trabajos reunidos bajo el mismo. En el mismo ARCO cabría citar a Begoña Zubero y sus espacios vacíos, a Enoc Pérez y su arquitectura postmoderna de corte metalingüística, a Pablo Cardoso y sus caminos que, como pedazos en sucesión, nos muestran la posibilidad, hasta hace poco utópica, de tener el coraje de cartografiar la orografía del tiempo instantáneo, a David Maljkovic y su premiada obra.
Sin duda que en la confluencia de todas estas obras se despeja la incógnita sobre la posible inocencia candorosa que puedan despertar estos intentos de habitar de nuevo la realidad superficial del plano de inmanencia al tiempo que dotan de posibilidad el intento de transgredir esta realidad sedimentada en el miedo constante a hacer aparecer lo nuevo. Así pues, ya el mero colegir un habitar que posibilite tal utopía posee un caldo artístico digno de alabar.

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