miércoles, 3 de marzo de 2010

SOBRE LA PERFOMANCE. A PROPÓSITO DE MANUEL SAIZ


MANUEL SAIZ: ‘PUBLIC DISPLAY OF AFFECTION’
GALERÍA MORIARTY


La perfomance venía a intentar el triple salto de llenar por sí sola la fractura que ya en los albores del emergente estado del bienestar comenzaba a hacerse más que plausible. Si los dadaístas acertaron el tiro pero descubrieron que no había diana a la que disparar, los primeros intentos de cifrar un arte en la proclama del epatant les bourgeois descubrieron que, a pesar de que la diana se había hecho visible, ésta formaba parte del entramado conceptual e historiográfico del mismo arte de forma nada circunstancial.
Porque si el más emblemático de los gestos dadaístas, ese que consistió en hacer del objet-trouvé una obra de arte, intentaba fustigar los límites aún no muy bien definidos de eso llamado la ‘institución arte’, tan pronto ésta comenzó a proponerse como tal, el descubrimiento fue terrorífico: nadie disfrutaba más con las primeras perfomances de Yves Klein que…¡aquellos precisamente contra los que iba dirigido! Desasosiego o seguirle el juego al arte en la nueva historia que comenzaba a escribir. Aunque lo que sucedió entonces es bien conocido: el arte comenzaba la historia de su replegamiento en sí mismo, de su ocultación e invisibilidad.
El germen de la fractura de la modernidad ya estaba incubado y lo único que cabía hacer era esperar. Así, el problema clave con el que trascurrió buena parte de la segunda mitad del siglo XX fue el de la presencia. Porque, cuando todo comenzaba a irse por el desagüe de la desmaterialización, discursos epifenomenológicos como el de Fried lo único que patentizan hoy en día es que el problema estaba descubierto.
Desde Greenberg, la importancia dada a lo visual no era más que la prueba de que algo no cuadraba, de que algo estaba a punto de desestabilizar al sistema y que, de alguna forma, había que dejar condensado toda esa conceptología de la belleza y el gusto para el bune funcionamiento del arte. Pero no había salida: el juicio subjetivo del gusto taladraba con fruición toda obra que, greenbergninamnete, intentara consolidarse como mera experiencia visual.
La perfomance entonces, aunque siempre con ese aura de hipermodernidad que carga, puede comprenderse como hijo ilegítimo de las paradojas de escapismo del propio arte: renuente a quedar amparado en ‘presentialidades’ o en simples experiencias visuales, al tiempo que sabiendo que solo en esa corporalidad matérica puede hallar fundamento epistémico y hermenéutico, concibe la solución perfecta: hacer presente la propia presencia del cuerpo del artista para así asegurar la imposibilidad de la fuga. El aura de Benjamin quedaba entonces cifrado en la mismidad corporal del artista, y las fotografías que como documento eran de inmediato convertidas en mercancía-arte transformaban dicho aura en un concepto que, aunque con poco recorrido, tuvo su tiempo: el de autenticidad.


Bajo la siempre sugerente novedad a la hora de reterritorializar las prácticas artísticas, lo que tuvo lugar fue el enésimo proceso de asimilación del sistema: parar el drenaje de la incipiente desmaterialización del arte era la única misión, sin saber que el mismo concepto negativo de arte toma todo intento de materialización objetual en su otro, en su invisibilidad. El arte seguía imparable su marcha y se comenzaba a vislumbrar una estetización de los mundos de vida como la única salida válida. El arte moriría, de acuerdo, pero de éxito. Y no cabía éxito mayor.
Pero, en esta presentalidad del cuerpo del artista como autoposesión primera de la obra de arte, la perfomance logra casi lo imposible. Si, por una parte, el cuerpo condensa en sí mismo todo el dominio empírico necesario para la práctica artística, por otra, la autenticidad fehaciente de la propia experiencia corporal del artista suponía un contacto con ese trascendental en el que siempre se ha pensado idealmente el arte. Así, como hemos dicho al principio, la perfomance logra lo imposible gracias a querer parar una desmaterialización del objeto artístico.
Pero, no nos engañemos, la realidad era bien diferente. El arte siempre ha tenido sus estrategias y la aparente solución al dilema fundacional del arte quedaba amputada de raíz al serle irrenunciable hacer de la presencia del artista, no solo una garantía de autenticidad, sino de ulterior comercialización.
De ahí que casi el total de la producción perfomanceológica tuviese sus miras puestas en solventar esta más que aparente contradicción: amparar todo el caudal trascendental de la experiencia corporal en la necesidad de hacer de la corporalidad, de la propia experiencia del cuerpo vivo, práctica artística única. Exhibirse para ser, pero no poder reducir el ser a mera corporalidad, sino a experiencia vívida del cuerpo vivo.
¿Cuál iba a ser la solución? Hacer del dolor el contenido casi único con el que llenar esta paradoja ínsita en el mismo núcleo de la perfomance. Porque solo validando que el artista trascienda en la experiencia vívida de su cuerpo, se puede suturar la diferencia que media entre ‘ser’ y ‘exhibir’. El cuerpo real no forma parte de la verdad y por ello es necesario remitir a su contenido esencial, a la irreductible experiencia del dolor.
Pero, y como no podía ser de otra manera, con esta aparente reducción trascendental del objeto-arte a lo nouméncio de la conciencia-dolor, el arte sale victorioso en la historia de su triunfo como historia negativa del concepto arte. Porque, como sostiene Mary Kelly, “una estética de la experiencia vívida, más que del dolor en concreto, se contrapone a una estética del objeto y no al placer en cuanto tal”. Es decir, a pesar de todas las soluciones antinómicas que hemos apuntado, el arte se sale con la suya al permanecer cada vez más replegado en la cada vez más patente invisibilidad de la obra de arte.
Para constatar esto, no hay más que echar una rápida ojeada a lo que ha sido el mundo de la perfomance en su generalidad. Porque, solo tomando al cuerpo como una especie de imagen hermenéutica más que como especificidad artística, las prácticas discursivas que entran de lleno en la diferencia, en especial la diferencia de género, han podido proponerse como lugar de desvelamiento de las prácticas sociales antaño más comunes; y porque, únicamente tomando al cuerpo de nuevo como sustrato matérico, se han podido llevar a cabo las perfomances que se postulan como alteridad eventual a la realidad y que tratan de crear una alteridad paradójica en el mismo seno de la realidad (de lo Real si se quiere).

Aunque todo lo dicho hasta aquí queda reducido a la perfomance en su estado de gestación, lo que ha sucedido desde entonces no es más que la continuación precisa de todas las intuiciones artísticas que sirvieron como sustrato para el surgimiento de nuevos ámbitos de lo artístico. Ahora, cuando la noción de autenticidad no solo es que este puesta entre paréntesis sino que ha entrado a formar parte de los cadáveres más exquisitos del arte, cuando la economía libidinal del signo-mercancía ha llegado hasta el límite del simulacro global, la perfomance ha tenido que variar sus posicionamientos teóricos para, de nuevo, correr detrás de un concepto de arte que se le escapa de entre los dedos.
Así, si la dimensión social se comprendió siempre como el contexto original de la perfomance, tratando con ello de adherirse a la problemática de la intersección arte/vida, aunque con un ojo siempre puesto en la red de galerías e instituciones y su propia supervivencia como mercancía, hoy en día, cuando la estetización de la vida es absoluta, a la perfomance le queda ya prácticamente nada para ser reducida a mero discurso institucional, eliminando de raíz cualquier reducto de negatividad que pudiera poseer. De igual manera, y como ya hemos dicho, cuando el propio cuerpo del artista es ni más ni menos que un objeto más, la propia presencia del artista queda injustificada y solo los rescoldos de las viejas nociones de autoría siguen precisando de la actuación mediata del propio artista. El ‘yo lo hice, yo lo creo’, que venía a ser la firma de autoría del artista, queda evidenciada como innecesaria. Y, por último, cuando la dialéctica entre fenómeno y noúmeno que pudiera darse en la relación ya desvelada que media entre el cuerpo-como-presencia y cuerpo-como-dolor es incapaz de soportar por sí sola toda la presión que el propio arte impone a una práctica desanclada de sus propios presupuestos, otra dialéctica es la que, actualmente y en mayor medida, se ha hecho necesaria para que al perfomance siga su historia.
Si el ámbito de lo social es indiscernible de lo específico artístico, si el autor queda reducido a mero creador de propuestas o cauces de discursividad, y si la vieja dialéctica ha quedado vapuleada, la salida para la perfomance ha venido de la mano, otra vez, del intento de circunscribirse a lo intersticial que media en la perfección del sistema, en la perfección del simulacro. Resumiendo, es hacia la puesta ente paréntesis de la diferencia que media entre lo visible e hipervisible hacia donde la perfomane se ha dirigido.
Si antes la dromótica del simulacro capitalista permitía inserciones en el contexto de lo social para así postular aún la promesa de autonomía del arte, hoy, de seguir creyendo como parece en tal promesa, el arte en general, el arte de la perfomance en particular, ha de quedar prendido del único intersticio que le queda: el que media entre un régimen escópico sustentado en la vorágine de imágenes y una hipertrofia del propio mirar velado en la hipervisualidad que produce tal dependencia de lo visual. Porque, justo ahora que el poder maquínico del objeto es de tal envergadura que su esencia coincide en la perfección de la pantalla telemática con ser visto, la única salida del callejón simulacionista, viene de una hipertrofia en la misma mirada que, cansada de poder verlo todo, queda inoperante.

Dicho todo esto, queda perfectamente claro que la perfomance de Manuel Saiz va en este sentido. Cuando el poder del simulacro postmoderno no solo es que haya reducido toda corporalidad a un mero efecto de superficie a modo de espasmos libidinales, sino que todo remitir a sensaciones, digámoslo así, más efectivas ha quedado también en sus manos, la única vía que el arte puede proponer es la de proponerse él también como alteridad escópica, y, la única acción verdaderamente artística es la de simplemente proporcionar los cauces y medios adecuados para este desdoblarse de lo hiperreal e hipervisual del simulacro en una alteridad donde poder ‘realmente’ ver lo que se nos niega en la hipervisisbilidad escópica.




Es ahora, cuando la sentencia de Debray de que “cada uno se museografía en vida” se ha convertido en pathos universal en la medida en que solo lo hipervisible existe, ahora que los quince minutos de fama pronosticados por Warhol llegan a colmar vidas enteras, cuando el frikismo de lo hipervisible viene a llenar todo el ámbito de lo público, cuando la perfomance logra cogerle el punto a su propio concepto en el sentido de que es capaz de postularse como justo aquello que le queda: una nada desnuda donde cada uno es invitado a ‘ser’ lejos de la hipervisibilidad mediática.
En este sentido, la demostración pública de afecto (‘Public display of affection’) ha quedado reducida a una nada en comparación con las ‘demostraciones hiperreales de afecto’. Grandes hermanos, prensa rosa, amarillismo, exhibición pública de miserias de parte de aquellos que pululan por lo único real, por la pantalla mediática: eso, y solo eso en la medida en que es hiperreal, es real. Pero no solo eso, sino que las redes cibernéticas, las experiencias amatorias y sexuales en la soledad de una pantalla, la idealidad de unos sentimientos que han sido conquistados para la causa de la hipereconomía del simulacro, todo eso y más viene a hacer plausible la idea de que lo hipervisual coincide con la invisibilidad de todo acontecimiento: en el límite, nadie se ama porque el ‘amar’ queda mediado en la pantalla que realiza la conectividad, nadie se toca porque tocarse viene a ser la innecesario de lo hipervisible.
Manuel Saiz solo dispone y propone el contexto en que la invisibilidad de los afectos lleguen a ser considerados efectos en lo real. Los visitantes que participan se introducen en un escenario donde, mientras música de ‘happy end’ hollywoodense suena de fondo, una cámara que gira sobre unos rieles graba las ‘demostraciones públicas de afecto’. Y ahí surge todo, en el ‘entre’ que media entre lo hipervisiual y lo invisible de una dromótica que impone su velocidad y desdeña todo lo que no pueda ser exhibido. Las vidas de todos los participantes son elevadas a lo hipervisible de un nuevo simulacro, pero esta vez como alteridad al sistema escópico propuesto por el poder maquínico. Por un momento, somos libres en nuestra única realidad.
Pero lo terrible viene después, justo cuando se apagan los focos de la mentira del arte. En el límite de la fábula postmoderna, el simulacro tiene tanto poder que llega a ser real. Así, se quiera o no, el amor sigue siendo eso que sucede en Hollywood, encontrar el príncipe azul sucede en los Grandes Hermanos, y nuestras únicas veleidades sentimentales son las del friki de torno exhibidas en la pantalla telemática un sábado cualquiera. No somos nada, un simulacro más que, en su aturdimiento, se contenta con meros escarceos en la pantalla hiperreal.
Pero eso, para el arte, no significa nada. El arte también necesita de los restos miserables en que nos hemos convertido para seguir la historia de su negatividad.

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