miércoles, 12 de enero de 2011

AUTONOMÍA DEL ARTE O EL FRACASO COMO ÚNICA POSIBILIDAD


HANS-PETER FELDMANN: ‘UNA EXPOSICIÓN DE ARTE’
MNCARS: hasta 28/02/11

La culpa de todo la tiene el portabotellas. Así a bote pronto, parece el lema de una pegatina del todo a cien. Pero la realidad, como siempre, es muy diferente.
Empezando por el principio, el arte se mueve por impulsos dialécticos entre los polos extremos que son, por una parte, la anhelada autonomía de la esfera artística y, por otro, su caída en el imperio de la vida. De esta manera, en cada paso, en cada momento histórico, la autonomía es alcanzada a la vez que destruida.
Así, la historia del arte avanza a golpe de fracaso. Porque, sí por una parte, eliminar la vertiente idealista de su autonomía redunda en una eliminación de la capacidad crítica del arte –la finalidad sin fin de Kant no significa ni mucho menos una evanescencia de sus implicaciones político-sociales, sino más bien el mantenimiento de su independencia para producirse únicamente según la historia de su concepto-, por otra parte, la recurrencia salvífica a identificar mundo y arte, más que salvaguardar al arte, lo que pretende es salvaguardar la vida de la imperante cosificación entendiendo así al arte como momento de apertura de ese rodillo que va avanzando y conquistando cada vez más parcelas de ‘mundo de vida’ para la capitalización.
Aún con todo, el pretendido movimiento dialéctico no actúa linealmente, sino que se efectúa a golpe de temporalidades diferidas. No pensamos, por ejemplo, que tenga razón Bürger al proponer un historicismo para explicar las neovanguardias sino más bien Danto o Foster al proponer, el primero, una reinterpretación constante que de lugar a diferentes narrativas, o, el segundo, una acción diferida que atienda más a temporalidades psíquicas.
En todo caso, las conclusiones son harto parecidas. Volviendo al portabotellas, si es cierto que con ese gesto el arte contemporáneo adquirió el autoconocimiento suficiente como para autocuestionarse con cierta solvencia, también es cierto que, no habiéndose el mundo del arte convertido en una institución-arte, la capacidad del ready-made para revelar la ideología que da sustento a la idea del arte como institución quedaba profundamente mermada.
Duchamp desveló que, en resumidas cuentas, la pretendida autonomía del arte no es tal ya que todo se cifra en una cuestión, ideológica, de decisión. Así, su pregunta sería “¿es esto arte?”. Pero dicha pregunta no interroga a fondo ni es capaz de evidenciar una nuevo movimiento cíclico en la historia de arte ya que, aún todavía en los años 20, no existía, digámoslo así, contra quien tirar la piedra.
Sea, por tanto, que el movimiento cicloide del arte se de por linealidad historicista (Bürger), que se de cómo reinterpretación de las estrategias que llegaron siempre demasiado pronto y que solo cuando el arte amplía su campo de experimentación caen dentro del arte y así son susceptibles de reflexión (Danto), o sea que lo que suceda sea una diferenciación en la temporalidad propia del arte (Foster), lo cierto es que el arte necesita ese movimiento de pseudópodo para recargar sus potencialidades y que la total capacidad de autocuestionamiento del arte no pierda ni un ápice de su valor.
Manteniendo el problema de su temporalidad a un lado, lo cierto es que el arte avanza a golpe de negación, a pasos de gigante ampliando el campo de su praxis artística para, justo después, mediante procesos de desartización, autocuestionarse nuevos límites que lo trasciendan. Así, evidentemente, como sostiene Adorno, el arte parece escaparse de su mismo destino siendo la historia de su concepto la de su propia negación. ¿Paradójico? La solución la tenemos a nuestro alcance: el “il faut continuer” adorniano es aquí fundamental porque el enemigo del arte, es el propio arte.
. La obra de Hans-Peter Feldman apunta a este sobrepasar límites en la época de las neovanguardias. Sus estrategias son reactualizar el ready-made, dinamitar la pulsión de archivo desde dentro, y proceder a una eclosión de las identidades alta/baja cultura. Todo, a primera vista, muy popero, pero con una importante carga filosófica.
Si la autonomía del arte es un eterno desafío del arte contra sí mismo, si ya ha alcanzado, el propio arte, la autoconciencia suficiente para saber que todo claudicará en fracaso, la sabiduría de Feldman es saber que el campo está abonado para dar por buena cualquier práctica. Porque, si con Danto, el fin del arte que se da con las cajas Brillo de Warhol apunta a un final debido al hecho de que la existencia del arte involucra su propio concepto, este final obviamente apunta a un final de las narrativas, a una apertura tan radical en el seno del concepto de arte que, dicho de una vez, redunda en un extensión de la autonomía del arte casi sin límites.
Causa de esta situación podría ser el que Feldmann, muy acertadamente, titule todas sus exposiciones con el lema ‘Una exposición de arte’. Y es que, cuando la autonomía llena por completo el solar del arte, todo cae de lleno en él –y todo, obviamente, en esa carrera contra sí mismo, va contra él. Es decir, para el arte, el tiempo está cumplido.
Así Feldmann es el anti-artista por excelencia, el travieso que mete el dedo en la yaga de la autonomía del arte para cebarse en su soliviantez. Nada saca de sus casillas al arte porque el arte mismo es ese mismo salirse de sus casillas. El arte de Feldmann celebra lo paradójico, hace mofa de cuantas estrategias últimas se han devanado los sesos para disparar al centro de la diana sin errar el tiro.

Su aparente levedad, su escenificación un tanto burlesca, remite a que la hora del tiempo de las narraciones ha llegado a su fin. Feldmann procede por acumulación y derribo, por enfatizar la querencia por lo fragmentario y la cita. Como decía Benjamin, “nada que decir, solo mostrar”. La repetición se disloca en el sinsentido de hacer redundante la pulsión memorística por el archivo. En la profusión por el coleccionismo que supone mostrar las portadas de periódicos de todo el mundo el día siguiente al 11/S, la atrofia semiótica de la repetición redunda en el aburrimiento más banal; la acumulación se desvela como táctica masoquista donde, evidentemente, nada hay ya que esperar ni que decir. Así, Feldmann se desvela como un efectivo deconstructivista: su arte es aquel que permite hablar justo cuando, a fin de cuentas, nada hay que decir.
Por último, la caza de Feldmann tiene en el tiempo expandido a una de sus mejores víctimas: carretes de 36 disparadas en una misma secuencia, personas de entre 0 y 100 años retratados en una serie de otras tantas 100 fotografías. El juego de las diferencias termina cuando el tiempo de la representación queda aniquilado, y, como sostiene Omar Calabrese, “para representar el paso del tiempo (tiempo representado) es necesario bloquear el tiempo de la representación”. Es decir, lo uno o lo otro, pero no hay mediación posible.
Que el arte sea tratar de conjugar algún tipo de mediación entre ambos es algo bastante plausible; pero que el hacer de Feldmann remita a dinamitar esa querencia y que, precisamente por ello, sea calificado de arte, es algo que no ha de sorprendernos. El tiempo, el de la representación y el de lo representado, se agota, y la labor del artista es hacer efectivo lo único que nos queda por ver: que no cualquier narración nos vale para remontarnos hacia un nuevo fracaso.

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