martes, 4 de septiembre de 2012

HOPPER: NARRACIONES EN (DES)ESPERA


EDWARD HOPPER
MUSEO THYSSEN: hasta el 16/09/12

 Rancière, en sus libros sobre cine, considera que el cine tiene una posición de privilegio en esto del arte ya que ha conseguido colocar sus pies a ambos lados de la línea paradójica: aquella que separa los productos del entretenimiento para las masas, de aquellos otros que atesoran toneladas de reflexión estética (y, cómo no, de soporífero “aburrimiento”). Es en esta doble lógica del cine que lo sitúa como imagen autoimpuesta a la cámara y al mismo tiempo como pensatividad pura, donde aún podemos esperar, dice el francés, algo de él.

Y es que nada es ni blanco ni negro, sino que más bien es solo en el eje que separa los productos del arte de la causalidad histórica de la sociedad (de sus fines y sus destinos), donde el arte se lo juega todo por primera vez en cada caso. Y ahí, en esa intersección, solo hay suspensión, una nueva distancia estética basada en la desconexión entre causas y efectos.

Sí, no nos hemos equivocado, esto va sobre Hopper y su pintura. Pero si empezamos este texto sobre un pintor recurriendo a una de las últimas teorías cinematográficas, es porque Hopper encarna como nadie este arte de la narración no-narrada, de la suspensión de la narración. El arte, dicho en pocas palabras, que se independiza de las grandes narraciones monárquicas o teológicas y que consigna en la narración de la propia historia de la comunidad su razón de ser. 
 

La imagen se estanca, se paraliza a la espera de un desenlace que nunca llega: la belleza sin concepto de Kant, la dialéctica del juego de Schiller. Y, en el ínterin, la posibilidad manifiesta de una historia nunca resulta: el no hacer nada, el preciosos far niente, el “prefería no hacerlo” de Bartleby, la soledad de Julien Sorel en su mazmorra esperando ser ejecutado: “no pensar en nada más que el momento presente, no disfrutar de nada más que del puro sentimiento de la resistencia y, eventualmente, del placer del compartir con un alma igualmente sensible”. La potencia de subversión de una nueva comunidad queda cifrada en la potencia del ocio, del no acudir presto a la cita que las lógicas de la historia disponían antaño, de disponer cada uno de su propio tiempo, de darse cada uno su tiempo.

Como conclusión, una última vuelta de tuerca: todo puede ser narrado, todo puede ser representado. Todo, en su quedar a la espera, puede ser consignado como importante y digno. Todo puede ser interesante, todo puede sucederle a cualquiera, todo puede ser copiado. De esta forma, en el proceso de cotidianidad que todas las artes sufren a partir del siglo XIX, el cine ha recorrido de manera mucho más directa esta relación de la forma artística con la realidad. El cine, incluso, no constituye nunca ningún intento, sino que ya en su mismo producirse se inserta dentro de las lógicas de la cotidianidad más banal. Es precisamente ese quedar desde el principio incardinado dentro de la banalidad lo que dota al cine, como dijimos al principio, de un privilegio respecto de las otras artes.

Y ahí aparece Hopper, mayúsculo y solemne para hacer lo mismo que trataba de hacer el cine clásico por aquellos mismos años: conciliar una distancia donde texto e imagen se empujen la una a la otra para ir abriendo la imagen a una acontecimiento siempre por escribir, por representar, por-venir. Es decir, integrar en un mismo lienzo –en una misma película- regímenes diferentes, clasicismo y modernidad: la lógica de la narración y el régimen de la suspensión. La forma de anudar ahora la imagen y la palabra –la narración- es la de la parálisis, una gran parataxis como momento de advenir el sentido dentro de un no-sentido siempre postergado.


Y ahí, otra vez, el gusto del público por esa pintura –pintura de fotogramas se diría- que se comprende como bisagra entre la lógica de los objetos del arte, y la banalidad de lo hipercotidiano, de las historias de una comunidad para la que los fines sociales siempre están en espera. Porque ahí es donde radica el arte: en su impureza, en su plegarse no ya a las conquistas de un medio, sea el lienzo o la película, sino a descifrar las lógicas de las historias de lo cotidiano y de lo banal.

Y es que el arte siempre excede un poco la vida, siempre se inserta en la lógica de unas historias que se pliegan y se despliegan en el tejido de lo sensible según la potencia de un todo abierto, de un todo que excede toda totalidad orgánica; pero también es un poco menos porque siempre parece necesitar una historia que llevarse a la boca. Es por tanto un choque de ficciones, de historias aceleradas y desaceleradas, un choque múltiple de cuerpos y luces, de sensibilidades que atraviesan cuerpos y de cuerpos fragmentados en al (des)espera imposible de un “no estar ya a tiempo”. Todo eso pasa en la superficie, en la superficie del medio artístico. Porque eso, y no otra cosa, es el arte.  

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