viernes, 23 de noviembre de 2012

LOUISE BOURGEOIS: ARQUEOLOGÍAS DE LO TRAUMÁTICO



LOUISE BOURGEOIS: HONNI soit QUI mal y pense [MAL haya QUIEN mal piense]
LA CASA ENCENDIDA: 19/10/12-13/01/12

(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=422)

          Para celebrar su décimo aniversario, La Casa Encendida propone una gran exposición acerca de los 10 últimos años de trabajo de Louise Bourgeois (París, 1911-Nueva York, 2010). Su obra, mostrada en contadas ocasiones hasta que en 1982 el MoMA le dedicó una retrospectiva, se ha convertido en fundamental para comprender el desarrollo de la escultura contemporánea y los caminos que el arte puede y debe rastrear para toparse cara a cara con lo radicalmente novedoso: aquello que ha permanecido oculto y en silencio hasta ahora.

Toda la obra de esta singular artista puede concebirse como un intento casi desesperado por dar forma a los miedos, a las fantasías secretas y a los deseos femeninos; un intento de dar forma a lo invisible de toda experiencia traumática, de frenar lo verbal para alegorizar. Su obra empieza justo cuando muchas terminan: ¿cómo hacer presente el olvido, cómo olvidar el pasado, cómo decir lo que no se puede decir?

           

ANTECEDENTES

La Modernidad no es ningún movimiento de autonomización de ámbitos hasta entonces sellados y protegidos bajo la égloga paternalista del Estado o la Iglesia. La Modernidad es el proceso por el cual las cosas suben a la superficie, descentrándose y desplazándose de inmediato. No hay ningún movimiento de autoreflexividad y, sí lo hay, es siempre deudor de este movimiento de ascensión a la superficie.

El régimen de representación que queda violentado por las nuevas expectativas de la Modernidad no viene dado por un proceso exógeno de autoreferencialidad, sino por un desarreglo en las coordenadas fijadas por una mirada deudora de un determinado poder válido hasta entonces. Lo que surge no es una instancia ‘ciudadano’ capaz de darse carta de ciudadanía, sino una mirada que desgarra al sujeto en su quedar remitido a la jerarquía teo-cosmológica; lo que surge no es una instancia moral autónoma, sino un pliegue de la conciencia sobre sí misma, un régimen de desidentificación del sujeto respecto a sí mismo que le consigna a un desfondamiento original, a una grieta en su propia fundamentación.

La Modernidad, en definitiva: cuando el mostrar y el decir se hacen añicos a manos de una mirada que no infiere la distancia adecuada para un juego de realidades donde la imagen ya no hace pie.        

Si hay sospecha es precisamente de eso mismo: ¿qué habrá bajo las imágenes? O lo que es lo mismo, ¿porqué seguir remitiéndonos a realidades ideológicamente acalladas bajo el peso de la imaginería colectiva de turno?, ¿porqué no perderle miedo a las imágenes y refutar la relación biyectiva –la que media entre imagen y mundo- en que parece quedar amparada la realidad?, ¿porqué no enfrentarnos cara a cara con la realidad, con lo nouménico real?
 
 

Si hay sospecha es precisamente de eso mismo: ¿qué hay bajo la mercancía?, ¿qué hay bajo los valores?, ¿qué hay bajo el ’yo’?  Pero, ¿cómo nombrar lo que ya no está oculto, aquello para lo cual ya no hay pantalla-tamiz, la cortina de humo que disemina el desgarro?, ¿cómo mirar cara a cara a lo que ha permanecido hasta entonces invisible?

Porque, sin suelo bajo sus pies, la nominación explota y la simbolización gana enteros. Nada puede ser representado y todo deviene alegoría. De ahí a nuestro mundo hiperbarroquizado, un suspiro. Todo, en su ascención a la superficie, en desasirse de la mirada dogmática representacional, queda en sustitución de otra cosa, de cualquier otra cosa. Todo es lo mismo y lo mismo es el todo. La obscenidad recubre los objetos porque la mirada ha de hacer tope, ha de quedar disciplinada de alguna forma: la mirada del capital-máquina se muestra, para esta tarea, perfecta.

Pero vayamos al asunto que nos ocupa: la tarea del arte es enfrentarse a la distancia no disciplinada, operar una apertura de la mirada donde lo reificado se desanude en una multiplicidad de acontecimientos sin dueños. La tarea del arte es proporcionar a la mirada las herramientas necesarias para que aquello que flota en la superficie no se esfume entre nuestros dedos, dotar de procesos subjetivos capaces de hacer del devenir un marco operacional capaz de conocimiento.

Y es que, en este camino de desvanecimiento de la mirada cultural, en esta irrupción en la superficie, el devenir y el fragmento, el acontecimiento y la multiplicidad, llenan una superficie comprendida no ya como verticalidad jerárquica, sino como a-significatividad rizomática. El arte entonces como modo de escapar a la simbolización impositiva de la técnica, el arte como instancia de reordenamiento de las visibilidades renuentes a caer en el fango de la estetización de los mundos de vida, ahí donde la mirada haya el gozo sintomatológico de lo ya-consumido.

 

CONSECUENTES

En la Modernidad, desde las profundidades del yo emerge un ‘yo’ ahora no canonizado bajo la impronta cartesiana de la subjetividad, sino fragmentado en una multiplicidad de instancias las cuales, en relación no dialéctica, sesgan y rasgan la imagen icónica del ‘yo’. No hay imagen del yo: Freud da por acabado el discurso bien pensante del sujeto-total. Ahora el ‘yo’ es una rémora, un dispositivo de castigo y de placer siempre derivado, una instancia genuflexa con cualquier forma de poder. Resentimiento, culpa, trauma: el ‘yo’ se desmigaja bajo la mirada del otro, del gran otro: el deseo libidinal.
 
 

Toda historia es la historia de un fracaso gestado desde la más tierna infancia. La familia, más que ser lugar de educación, traza y vertebra una racionalidad enmascarada donde los mitos se tocan con lo traumático para engendrar un enclave miedoso, atravesado por los continuos deseos de un super-yo ante los que el ‘yo’ no puede hacer nada salvo confirmar la hecatombe.

 Para ello, para dar cuenta de este ‘yo’ siempre en fuga, no cabe una representación canónica del sujeto. Solo vale dar testimonio de su huella, de su pasar, de los miedos que le aterran y del insondable espanto que siente al hallarse en las cercanías de lo Real. Así pues, descascarillar lo Simbólico, asomarse a los lindes de lo nouménico, ahí donde su realidad coincide con un tropezón, con su trauma fundacional. Es decir, lo que ha estado haciendo Louise Bourgeois durante su trayectoria artística.

Y es que, si por algo la artista francesa ocupa un lugar privilegiado dentro de la historia más reciente del arte contemporáneo, es porque ella ha sabido como pocos enfrentarse a ese pánico original que nos consustancia y resimbolizar la realidad. Su obra queda emplazada entre dos orillas: el feminismo y el psicoanálisis. Y, entre ambas, la fuerza política de lo innombrable, de lo inquietante, de lo que acecha en su (in)visibilidad.

El arte, para Bourgeois, era la posibilidad única de dar sentido original a sus experiencias, sobre todo a las gestadas en el entorno del núcleo familiar en su infancia: la figura del padre, el arrinconamiento de la madre, la muerte de hermanos varones, la imposibilidad de ser aceptada por el padre, etc. Y todo entre tapices, entre agujas, entre remiendos de telas, entre remiendos y despojos. Cómo ella mismo dice, “me hice artista a partir de la situación familiar. El arte se me presentó en principio como algo muy útil”.

            Así, la función artística está preeminentemente dirigida hacia la catarsis, a lograr de algún modo la cura no ya por la palabra, sino por la resemantización. El arte cura y sana, y ser artista, para ella, no es sino un privilegio: “el arte es un privilegio que me fue concedido y tuve que ejercerlo y estar a la altura, más todavía que con el privilegio de tener hijos. (…) El privilegio era el acceso al inconsciente. Tener acceso al inconsciente es un gran privilegio. Sentía entonces que debía merecer ese privilegio, y ejercerlo. Tener la posibilidad de sublimar a través del arte era un privilegio. Hay que aprender a sublimar”. Y siempre,  la catarsis, orientada a soportar el abandono, a hacer más llevadero el dolor de no poder expresarnos adecuadamente, a hacer más comprensible la indiferencia y la ignorancia que suscitamos en todos los demás: es decir, a conservar la cordura. Su obra entonces nace de una incapacidad, de una resistencia que el medio siempre ofrece a ser aceptados y queridos y, recíprocamente, a querer y amar. 



Cuatro quizá sean los temas que más le han interesado alegorizar: la sexualidad, el sentimiento de culpa, el tabú del deseo y la fragmentación del cuerpo. Yen todo ello, una misma estrategia: ahí donde el psicoanálisis se encuentra con el existencialismo. Es decir, desvelar la verdad, correr el velo de la belleza que todo lo tapa y dejar que lo Real asome bajo la figura de lo siniestro. Porque ese es su trabajo: en esa subida a la superficie que hemos dicho consiste la Modernidad, ayudar a que esta ascensión sea sincera consigo misma, que no se camufle en los beneplácitos de la forma, la medida y la belleza, sino que se tope con su propio límite: lo inhóspito de la cotidianeidad, esa extraña realidad que presagia como una premonición el hecho de que sea precisamente lo más familiar lo más lejano. Y es que, si como dejó dicho Eugenio Trías, lo siniestro es aquello que teniendo que mantenerse oculto, termina por desvelarse y salir a la luz, su trabajo consigna los modos de visibilidad de esa herida, de esa cicatriz interior.

Pero la dificultad radica en su misma postulación: ¿cómo representar lo oculto más cercano, la cercanía de lo inhóspito?, ¿cómo hacer para situarnos en el intervalo que media entre la presencia de una ausencia y su posibilidad de hacerlo visible? Es decir, como decir lo indecible, como representar lo irrepresentable. Para ello, dos pilares sobre los que levantar lo indescifrable de su discurso: el tiempo interior y el cuerpo.

Porque, si a fin de cuentas es el tiempo condensado en la imagen lo que garantiza la función representativa, el tiempo-interior que hace funcionar Bourgeois es el de una conciencia fenomenológica donde el tiempo instantáneo hace intersecar el presente con el ya-sido del pasado, con el fin no de reconstruir ficcionalmente las historias sino para revivir el pasado, para operar otra relación con él: olvido y recuerdo forman entonces un duplo donde el exceso siempre posibilita otra vuelta de tuerca, la posibilidad de otro futuro, de otro por-venir, un ya-sido nunca ocurrido, una alternativa a la caída.

Quizá el tejido y quizá también la aguja como metáfora de una reconstrucción constante en busca de un reparación, de la demanda de perdón, de la condonación de un miedo al abandono y las emociones. Y, con ello, la revitalización de una labor olvidada entre sus recuerdos: la figura de la madre, hilando y deshilando, ignorada y despreciada, pero, al mismo tiempo, con el poder mágico de proteger y dar cobijo, de exhortizar la presencia ignominiosa de lo siniestro que acecha en el hogar, la figura de la madre como “Femme-Maison”. Los cuerpos de sus enormes arañas funcionan como un refugio en el que cobijarse.


Y en esa búsqueda, en esa inmanencia del dolor, siempre el cuerpo como lugar de la inscripción, como pliegue donde la huella –entre el olvido y la recordación que provoca lo instintivo y totémico- encuentra su acomodo para decir lo no-dicho, para significar precisamente ese lugar vacío. Porque el cuerpo siempre es, al mismo tiempo, la ausencia del cuerpo. Otra cosa, otro vacío. La parataxis que propone Bourgeois es precisamente la que invoca la ciencia psicoanalítica: cuando la palabra no puede decir, es el cuerpo el que habla. Jorge Fernández Gonzalo, en una obra reciente, lo dice de forma perfecta:  “el cuerpo actúa como represión de algo mas oculto que aún denominamos cuerpo, y su hegemonía no deja de poner en relieve que el lenguaje es insuficiente para decir ese fondo inalcanzable, que la mirada no bordea, sino que limita y recluye”.

Es decir, ¿qué oculta mi historia, qué ocultan mis experiencias?, ¿qué se quedó en el núcleo familiar? Cuando la palabra es incapaz de des-ocultar verdad alguna,  es el cuerpo el que cataliza esa pulsión oculta únicamente capaz de revelarse en sus síntomas, en su patologías y represiones. El cuerpo como presencia de lo (im)presentable.

Si el psicoanálisis vincula en los casos de histeria el cuerpo con el lenguaje, y si la patología histérica queda estigmatizada como la enfermedad femenina por antonomasia, los estudios de Bourgeois acerca de la histeria - los cuerpos arqueados simulando las mujeres histéricas de Charcot- bien pueden comprenderse como un intento de hacer hablar al cuerpo de otra manera, de desclasificarlo de una taxonomía general que asociaba a la mujer con una serie de coordenadas explicativas. El arco de la histeria, ahí done el placer y el dolor se mezclan, donde el cuerpo dice lo que no se atreve a decir de otra manera: el sustituto del orgasmo en alguien que no tiene acceso al sexo.

Otro, por lo tanto, punto nodal: sexo y placer. O, ¿cómo decir el deseo? Es, de nuevo aquí, una subida a la superficie, un acto de sublimación por el cual el cuerpo queda integrado en una totalidad comprensiva provocada por la cultura, por la civilización. Pero, ¿y si el deseo no cabe en esa vasija prefabricada? Aquí la obra de Bourgeois converge con algunos puntos teóricos de Lacan y de Deleuze: el cuerpo se desgrana y explota en una serie de zonas erógenas que no hallan identidad global. El cuerpo se fragmenta en una multiplicidad de pulsiones sin centro organizador. El falo –Significante perdido- está en constante desplazamiento. En estas condiciones, la subida al mundo de lo Simbólico supone el desmembramiento de una unidad que en un principio parece ser el cuerpo, pero que es poco más que un guiñapo, el quantum de voluntad necesario para sobrevivir a un deseo siempre zigzageante alrededor de un centro pulsional vacío, una sedimentación de represiones y patologías donde el habla apenas acierta a balbucear.

El cuerpo entonces como remiendo, como suma de partes sin un todo omnicomprensivo: un cuerpo restañado y zurcido –como en sus propias esculturas-, donde cada pespunte remite a una cicatriz interior, al trauma del abandono, a la ausencia siempre marcada y a la imposibilidad de recuperar lo perdido. Cuerpo narcisista, cuerpo psicótico, paranoico, esquizoide: cuerpos nuestros, cuerpos-texto donde inscribimos nuestro vacío, el anhelo del otro que nunca vendrá, el deseo nunca satisfecho.

En definitiva, cuando las cosas suben a la superficie, solo cabe representar la huella del vacío que dejan a su paso, la tachadura velada de una ausencia fundacional: ese ha sido el trabajo de una artista para quién el arte era una cura, una tabla de salvación ante lo incognoscible. 
 

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